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Joseph Horace Greasley había vivido a gusto en la pequeña parcela de sus padres desde que alcanzaba a recordar. Había disfrutado con las tareas de ordeñar la media docena de vacas, cuidar de las gallinas y dar de comer a los cerdos, y sobre todo había disfrutado cuidando de los ponis galeses de su padre.

Aunque los elegantes animales eran mucho más altos que él cuando de niño reponía los depósitos de sal en los establos, les echaba heno y los limpiaba casi a diario, nunca le dieron miedo. Ellos, a su vez, parecían más que contentos de tener al niño pasando el rato entre sus patas, de que los alimentara a diario y llenase los abrevaderos. A Joseph Horace Greasley siempre se le había conocido como Horace; su madre se había asegurado de ello desde pequeño. No iba a permitir que la gente lo llamara Joe como a su padre. No le cabía en la cabeza que alguien quisiera utilizar diminutivos.

A Horace le gustaba la agotadora labor de roturar y sembrar los campos y mantener la pequeña propiedad en funcionamiento para que la familia entera pudiese cosechar los frutos de las más de diez hectáreas que les había dejado su abuelo muchos años atrás. Su domicilio estaba en el 101, al final de una hilera de casas de mineros en Pretoria Road, Ibstock.

Horace, su hermano gemelo Harold, su hermana mayor Daisy, su hermana pequeña Sybil y el pequeño Derick eran más afortunados que la mayoría de las familias de la época, poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Aunque aún no había entrado en vigor el racionamiento, corrían tiempos duros y si bien el padre de Horace trabajaba a jornada completa en la mina local, no sobraba el dinero, por no decir otra cosa. Daba igual. Horace y su padre se encargarían de que no le faltara de nada a la familia.

Joseph Greasley, el padre, era minero, un trabajador abnegado que se levantaba a las tres y media de la madrugada para ordeñar las vacas antes de hacer un turno de diez horas en la cercana mina de carbón de Bagworth. Cuando se iba a trabajar pocas horas después despertaba al joven Horace, que, aunque cansado a más no poder y medio dormido, retomaba las labores de su padre donde éste las había dejado. Los animales confiaban en él; y él en ellos. Era quien por lo general se encargaba de su alimentación, quien limpiaba sus lechos y les curaba las heridas, y parecían percibirlo. Eran sus animales; se consideraba el chico más afortunado de la escuela. Incluidas las gallinas y los ponis, tenía casi cincuenta mascotas. Los cerdos eran sus preferidos, tan feos, tan sucios. La vida les había dado malas cartas, pero aun así, o quizá por eso mismo, eran sus preferidos, de eso no tenía la menor duda.

En cierta ocasión, John Forster, que vivía en el número 49 de la misma calle, había alardeado en clase de que tenía siete mascotas: tres peces de colores, un perro, dos gatos y un ratón. ¡Bah! Horace lo puso en su lugar cuando empezó a recitar los nombres de los ponis galeses, las vacas, los cerdos e incluso las gallinas (veintidós, según el último recuento, y todas tenían nombre).

Claro que no se trataba de mascotas, o al menos no del todo, y eso Horace lo sabía muy bien.

Cada mes de noviembre traía consigo una tristeza que el joven Horace había llegado a aceptar, cuando su padre mataba un cerdo para complementar la dieta familiar. La carne les duraba hasta las navidades, y a veces más. Horace lo entendía, al menos cuando se chupaba los dedos con el habitual bocadillo de beicon el fin de semana o con un buen jamón asado algún domingo, con su guarnición de patatas y a menudo un par de huevos recogidos esa misma mañana.

Era la cadena alimenticia, la ley de la jungla, la supervivencia del más apto. El hombre necesitaba carne y casualmente la familia Greasley disponía de ella en abundancia. Horace pasaba horas tras la matanza (no por gusto, sino porque de algún modo era lo que se esperaba de él) restregando la carne con sal para curarla. Una hora tras otra su padre entraba en la trascocina donde el joven Horace se afanaba en salar el cadáver de su amigo muerto. Su padre miraba la pieza, hurgaba en la carne, de vez en cuando cortaba una loncha y tras probarla anunciaba: «¡Más sal!».

Para entonces Horace tenía los dedos enrojecidos e hinchados de tanto frotar, pero ni una sola vez puso reparos o se quejó. Sin más ceremonias daba la vuelta al cerdo, que hasta hacía pocos días había tenido un nombre, de manera que su trasero señalara hacia el techo, y echaba otro medio kilo de sal sobre su cadáver.

Una vez terminada la salazón, su padre cogía un enorme cuchillo de deshuesar y despiezaba el cerdo con mano experta. Los jamones se retiraban y se guardaban en una fresquera al final del pasillo, y las piezas de tocino se colgaban en el tramo de escaleras que llevaban a los dormitorios de la familia, en la primera planta. Era una decoración curiosa, pero el mejor sitio de la casa para colgarlos era aquél, según habían discutido una y otra vez sus padres. Así reciben la corriente que cruza la casa, un flujo constante de aire que conserva la carne durante muchas semanas, le había explicado su padre.

Mabel no había puesto inconvenientes. Sabía que su marido tenía razón y ninguna otra familia de la calle disponía de semejante abundancia de carne en la mesa. Lo malo era que resultaba muy feo, sobre todo cuando le abría la puerta al párroco local. ¡Qué vergüenza!

Una semana después de la matanza llegó de visita el párroco. Mabel invitó a pasar a Gerald O’Connor y nada más entrar en el vestíbulo éste lanzó una mirada de desaprobación mientras la seguía hacia la sala de estar. Se mostró más satisfecho después de su taza de té, y después de que le diera una pieza de tocino de kilo y medio que, según juró y perjuró el sacerdote, pensaba convertir en un enorme caldero de caldo de carne en la inminente feria navideña para recaudar fondos.

«Caldito caliente de invierno —anunció con alegría—. A dos peniques la taza».

Mabel asistió a la feria unas semanas después y, aunque lo intentó denodadamente, no encontró el puesto donde se servía caldo de carne.

El joven Horace esperaba con ilusión su siguiente cumpleaños el 25 de diciembre. A principios de ese mismo año, un tal Adolf Hitler había sido nombrado canciller de Alemania.

Horace cumplió catorce años el día de Navidad de 1932 y su padre le regaló su primera arma. Una escopeta 410 Parker Hale de un solo disparo. Era su recompensa por las largas horas de trabajo en la granja, la manera de agradecérselo de su padre. Harold no recibió un arma, sólo un par de libros, una manzana, una naranja y unos frutos secos, y Sybil, la hermana mayor, no tuvo ningún regalo. Ya era muy mayor, le explicó su madre. Daisy y Derick tuvieron un poco más de suerte. Horace recordaba vagamente un trenecillo de madera para Derick y una muñeca… ¿o era una casa de muñecas…? para Daisy. Horace no alcanzaba a recordar; sólo tenía ojos para una cosa, las manos le temblaban de emoción cuando cogió el arma.

La espera para hacer el primer disparo fue una tortura. Su padre hizo que la familia se sentara a desayunar el día de Navidad: huevos con beicon, panecillos calientes con mantequilla y té humeante con la obligatoria cucharadita de whisky, una especie de tradición familiar de los Greasley cada mañana de Navidad.

La Parker Hale estaba encima del aparador, casi mofándose de él. Entre un bocado y otro de beicon o de pan caliente Horace miraba a su padre, luego la escopeta, después de nuevo a su padre.

«Recuerda que no es un juguete», le advirtió su padre mientras caminaban por el bosquecillo en los confines de la granja, haciendo crujir con sus pasos la tierra helada. Una fina capa de nieve como azúcar en polvo había cubierto el suelo y los árboles.

«Tienes que tratarla con respeto; es una máquina de matar: conejos, patos, liebres, incluso seres humanos». Señaló el arma que Horace tenía firmemente asida con las dos manos, intentando con todas sus fuerzas hacer caso omiso del frío penetrante del acero mientras lamentaba no haber regresado de una carrera a por sus guantes de lana. Pero por mucho que hubiera estado aislado en Siberia Exterior a cuarenta grados bajo cero, no se le habría pasado por la cabeza regresar a por los guantes.

«Ésa arma puede matar a un hombre, recuérdalo —insistió—. Y fíjate bien dónde demonios apuntas. Si te pillo apuntándome, te parto la cabeza con ella».

A lo largo de las semanas siguientes su padre le enseñó todo lo necesario sobre la nueva adquisición. Le enseñó a desmontarla, a limpiarla y los diferentes calibres de cartucho que debía utilizar cuando cazase animales de distintos tamaños. Pero sobre todo, su padre le enseñó a disparar. Pasaron horas disparando contra blancos clavados en los árboles y latas de hojalata colocadas en ramas y estacas de verjas. Horace cazó su primer conejo sólo cuatro días después, y su padre lo llevó a casa y le enseñó a despellejar y limpiar el animal hasta dejarlo listo para la cazuela. Ésa noche la familia comió empanada de conejo, y en más de una ocasión Joseph padre advirtió a todos que la comida que se llevaban a la boca se la debían a Horace. Padre e hijo estaban henchidos de orgullo.

Su padre le explicó lo importante que era matar sólo por la carne y la gran equivocación que era matar por placer. Horace se convirtió en un tirador experto y era capaz de abatir un estornino o un reyezuelo a casi cincuenta metros. Pero después de hacerlo, y sólo lo hacía de vez en cuando, le remordía la conciencia. Un día disparó casi al azar contra un petirrojo, sin creer en ningún momento que alcanzaría algo tan pequeño. Las plumas del petirrojo explotaron cuando el plomo le desgarró la tierna carne, y se desplomó del cable de telégrafo sobre la hierba. Horace lanzó un grito de alegría al acercarse a examinar su presa. Pero su alegría se convirtió en angustia y desesperación cuando cogió el pajarillo en la mano y notó su calor. ¿Por qué?, pensó, mientras un hilillo de sangre manaba hasta la palma de su mano y el petirrojo lanzaba su último suspiro. ¿Por qué lo he hecho? ¿Qué sentido tenía?

A partir de ese día hizo propósito de no disparar contra ninguna criatura viva a menos que se pudiera cocinar y comer. Rompería su promesa en 1940 en los campos y setos del norte de Francia.

Ése mismo año Horace terminaría sus estudios junto con su hermano gemelo Harold, los dos «H», como se les conocía afectuosamente. Los hermanos no eran inseparables como es el caso de otros gemelos. La sencilla realidad del asunto es que eran muy distintos. Desde el punto de vista académico, Harold era más brillante que Horace, siempre iba el primero de la clase o andaba muy cerca, y le encantaban los libros y los estudios. Horace se encontraba más bien hacia la mitad de la misma clase y se moría de ganas de que acabaran las horas lectivas para ir a cazar a la granja, cuidar de los animales o echar un ojo a las chicas bonitas en el breve trayecto de regreso a casa.

Los empleos estaban muy solicitados en 1933, y en cuestión de días, tras acabar los estudios, los logros académicos de Harold le valieron un puesto muy codiciado en el departamento de ferretería de la cooperativa local. Al igual que su hermana mayor, Sybil, que ya tenía empleo, empezó a aportar la mayor parte de su sueldo al presupuesto familiar. De pronto, en casa de la familia Greasley empezaron a entrar tres sueldos. Mabel preparaba pan, hacía tartas y, casi de la noche a la mañana, apareció un cuenco de fruta en mitad de la mesa de la cocina con frutas exóticas como plátanos y naranjas de países cálidos de ultramar.

Horace acababa de regresar de otra cacería. Tenía unas ganas tremendas de contarle a su padre que había abatido una liebre en plena carrera a más de ochenta metros de distancia. Un cartucho del cuatro, estaba a punto de explicar, cuando su padre anunció que le había encontrado un trabajo.

—¿Aprendiz de peluquero? —susurró Horace, anonadado.

—Tres años de aprendizaje, Horace, doce meses como principiante…

—Pero…

—Doce meses semicualificado y un año más de perfeccionamiento.

—Pero… pero… —balbuceó Horace; sin embargo, su padre ignoró sus protestas.

—Empiezas la semana que viene. En la barbería de Norman Dunnicliffe, en la calle Mayor.

A la semana siguiente llegaron cuatro sueldos al hogar de los Greasley y dio comienzo la involuntaria carrera de Horace como peluquero de caballeros. Los dos años de preparación pasaron enseguida y al tercer año, mientras perfeccionaba sus aptitudes, su sueldo ascendió a diez chelines a la semana. Horace estaba convencido de que 1936 iba a ser un buen año. Con renovada confianza en sí mismo, se atrevió a invitar al cine a una muchacha llamada Eva Bell. Mientras forcejeaban en la última fila del cine Roxy un sábado por la noche, el noticiario de Pathé mostraba imágenes de los Juegos Olímpicos de Berlín con Adolf Hitler y Benito Mussolini desfilando con sus mejores galas ante los ojos del mundo entero. Horace no los vio; bastante ocupado estaba metiendo mano a su nueva novia por debajo del jersey y la falda.

Eva era un año mayor que Horace pero un siglo más experimentada, hasta el punto que cuando llevaban varias semanas de noviazgo le sugirió que llevara a su siguiente cita un paquete de condones de los que se vendían en la peluquería de caballeros donde trabajaba. Ser peluquero tenía sus ventajas, desde luego.

Eva había convencido a su madre de que dejara a Horace quedarse en la habitación de invitados un sábado porque el baile al que asistían se prolongaba hasta mucho después de medianoche, demasiado tarde para tomar el autobús de regreso a casa. A la madre de Eva le caía bien Horace, y entre las dos convencieron al señor Bell de que los jóvenes se comportarían. Nada más lejos de la verdad. A Eva le gustaba Horace; era hora de hacer de él un hombre.

Eran cerca de las seis de aquella extraordinaria mañana de domingo cuando Horace perdió la virginidad a manos de Eva Bell. El padre de la muchacha, que también era minero, se había ido a hacer su turno a las cinco y media.

A las seis menos diez Eva fue a hurtadillas a la habitación de invitados. Antes de que se hubiera quitado el camisón, Horace ya estaba presentando armas, y mientras jugueteaba con el preservativo, ella le dedicó toda su atención, por así decirlo. Una vez firmemente ceñido el condón, Eva tomó la iniciativa, lo montó a horcajadas, como un jinete, y lo introdujo suavemente en su cuerpo. Horace observó perplejo mientras Eva gemía y gruñía y empujaba hasta alcanzar el clímax. Cada acometida y cada gemido convencían más a Horace de que sólo era cuestión de tiempo que la señora Bell los oyera y se presentase en la habitación en el momento más inoportuno. Mantuvo un ojo en la puerta y el otro en los preciosos pechos de Eva, que no dejaban de mecerse a escasos centímetros de su cara. Pero la señora Bell siguió durmiendo y Horace alcanzó el orgasmo el doble de rápido. Dio igual. Seguirían poniendo en práctica ese maravillo acto de la naturaleza allí donde pudieran y tan a menudo como les fuera posible. La escala nocturna en casa de Eva los sábados por la noche se convertiría en un acontecimiento habitual.

Horace siguió con Norman Dunnicliffe hasta 1938, cuando lo convencieron para pasarse a la competencia en la peluquería de caballeros de Charles Beard, «barba», lo que constituía un apellido muy oportuno para un barbero, pensó Horace, y además pagaba mejor sueldo. Naturalmente, seguiría disfrutando de un suministro ilimitado de «globos», como se conocían cómicamente los preservativos, y sin el coste y el bochorno por el que debían pasar sus amigos. Estaba convencido de que había trabajos peores.

Aunque el sueldo estaba bien, Horace tenía que cumplir con la poco envidiable tarea de un viaje de ida y vuelta de cuarenta y dos kilómetros hasta Leicester todos los días. Aunque su bicicleta estaba equipada con la tecnología más reciente —un plato de tres velocidades AW Sturmey Archer—, la vieja bici pesaba mucho y había días en que los vientos de cara hacían casi imposible avanzar. A Horace no le importaba; su cuerpo joven se iba desarrollando y se las apañaba bien, y la fuerza y resistencia añadidas que parecía poseer satisfacían a Eva Bell en la cama.

Hacia finales de 1938 Horace fue transferido al establecimiento de Charles Beard en Torquay. Era la primera vez que abandonaba su casa. Un tanto intimidado al principio, no tardó en adaptarse y empezó a disfrutar de la vida plenamente, aunque no perdía detalle de los acontecimientos al otro lado del Canal y en Alemania.

Echaba de menos a Eva, claro, pero había cantidad de muchachas atractivas con las que distraerse y olvidar a su novia.

El país suspiró aliviado, al menos durante una temporada, cuando el primer ministro Neville Chamberlain regresó de Munich tras un encuentro con Adolf Hitler y anunció en un discurso que reinaría la «paz en nuestros tiempos». Hitler había firmado un pacto que incluía el acuerdo de ceñirse a métodos pacíficos. Horace había oído en una radio en el almacén del local de Charles Beard en Torquay las declaraciones de Chamberlain en el aeródromo de Heston. No quedó convencido del todo.

Se demostraría que estaba en lo cierto. La diversión en la Riviera inglesa sólo le duró seis meses a Horace, que fue requerido en Leicestershire cuando el gobierno anunció el reclutamiento obligatorio de todos los jóvenes de veinte y veintiún años. Era sólo cuestión de tiempo que llamasen a filas a Horace y a Harold. La guerra, al parecer, era inminente.

Horace volvió a su trabajo en el establecimiento de Charles Beard en Leicester y, como era de esperar, dos semanas después, una lluviosa tarde de miércoles, al volver del trabajo la carta le aguardaba, sin abrir, sobre la mesa de la cocina. En ella se informaba a los dos hermanos que, en un plazo de siete días, tenían que presentarse en la sacristía de una iglesia en King Street, Leicester, donde llevaban a cabo el reclutamiento el Segundo-Quinto Batallón de Leicester. Harold había regresado del trabajo un poco más temprano y estaba sentado a la mesa con cara de preocupación. En lo primero que pensó Horace fue en su hermano gemelo. Él no podría afrontarlo. En todos los años que habían jugado y crecido juntos en la granja, Harold no había intentado disparar el arma ni una sola vez, nunca había despellejado un conejo ni le había retorcido el cuello a una gallina, nunca había cogido un tirachinas o una honda y lanzado una piedra con furia. Era incapaz de espantar una mosca, comentó su padre en cierta ocasión. Harold temblaba a ojos vista ante la perspectiva de coger un fusil y apuntar con él a otro ser humano.

A esas alturas Harold había encontrado la fe. Estaba muy implicado en la Iglesia, cosa con la que Horace, ateo como era, no podía identificarse. Horace no alcanzaba a entender cómo un hombre inteligente podía creer sin más ni más que había un ser supremo omnisciente sentado en una nube allá arriba en alguna parte, viendo y oyendo todo lo que decían y hacían todas y cada una de las personas del mundo entero. Era tan absurdo que no podía expresarse en palabras, casi ridículo.

Harold no bebía ni fumaba y Horace estaba seguro de que no había estado ni remotamente cerca de la clase de diversión de que había disfrutado él con las chicas en Torquay.

Mientras que cada fin de semana Horace se aseguraba de llevar consigo su «paquetito de tres» —a veces dos paquetes—, Harold se quedaba en casa con la Biblia.

Ahora Harold hacía las veces de predicador lego y todos los domingos pontificaba a las masas conversas en la capilla metodista local. Las creencias religiosas de Harold predicaban la buena voluntad para todos los hombres, incluidos los alemanes. Horace prefería tomarse unas cervezas con sus amigos y salir a pasear con Eva.

En esos precisos instantes lo que más quería hacer Horace era llevarse de juerga a su hermano gemelo, emborracharlo y convencerlo de que las cosas no estaban tan mal como parecía. No le fue posible. Harold era abstemio. El alcohol era el azote del obrero, la raíz de todo mal, decía. Horace no entendía del todo su actitud pero nunca intentó poner en tela de juicio las creencias de su hermano o cambiarlas, aunque en más de una ocasión Harold había intentado predicarle el Evangelio.

—Ya ves que se está cagando en los pantalones, Horace, ¿verdad? —le dijo su padre cuando por fin se acostó Harold.

Horace asintió.

—Estaremos juntos, papá. Yo cuidaré de él.

Joseph alargó el brazo y le apretó la mano a su hijo.

—Sé que cuidarás de él, hijo. Sé que lo harás.

Habían hecho un pacto.

O más bien Horace había hecho un pacto, se había comprometido.

La noche siguiente se sentó con Harold y le explicó que estaban juntos en ese asunto. Se alistarían en la misma unidad, asaltarían las mismas plazas, dispararían contra los mismos objetivos, y si cabía la posibilidad de salir indemne de esa maldita guerra, serían ellos dos quienes lo conseguirían. Horace pronunció el mejor discurso de su vida, mucho más sincero que Chamberlain en el aeródromo de Heston, y al cabo de una larga noche en la que Horace se tomó media docena de whiskis y Harold varias tazas de té, Horace quedó satisfecho con su actuación. Se acostó feliz, se acostó decidido a hacer lo más adecuado para su país y, en particular, para su familia y su hermano gemelo Harold.

Harold parecía apreciar la entrega de su hermano, parecía contento de contar con su protección. Eso parecía…

Dos días después Horace estaba dando los últimos retoques a uno de sus clientes en la peluquería de Charles Beard.

—Creo que hoy no estás en lo que estás, Horace, muchacho —comentó el cliente.

Tenía razón. Horace estaba a kilómetros de sus tijeras. Horace estaba con Harold, estaba en los pensamientos de su madre, sus hermanas; se estaba preguntando cómo se las apañaría su padre con la granja y lo que se sentiría al disparar contra un alemán.

Horace le explicó al señor Maguire, sentado en la silla, que lo habían llamado a filas, tenía que presentarse al Segundo-Quinto Batallón de Leicester la semana siguiente y estaba convencido de que les esperaba una guerra de las grandes a la vuelta de la esquina.

—Ya me parecía a mí que era eso, Horace. Vi el artículo en el Leicester Mercury. «Gemelos de Ibstock en las milicias del Ejército», decía el titular. —Le sonrió a Horace en el espejo—. Eres famoso, Horace, uno de los primeros en ser llamados a filas por aquí.

—Preferiría no serlo, señor Maguire. Tengo veintiún años y están a punto de enviarme a un campo de entrenamiento básico, y luego a la guerra. Me gusta la vida que llevo; tengo un buen trabajo y una novia estupenda. ¿Por qué no pueden arreglar el asunto los políticos?

Sintió deseos de contarle lo preocupado que estaba por Harold, cómo pensaba que su hermano no estaba preparado. Se mordió la lengua. Estaba absorto en sus pensamientos cuando el señor Maguire le recordó que trabajaba de inspector jefe del cuerpo de bomberos. Informó a Horace de que la ocupación de un bombero no era excesivamente peligrosa, que un bombero se quedaba en casa si había una guerra, y advirtió a su peluquero de que esa misma semana estaban llevando a cabo el proceso de selección para reclutar bomberos en su parque.

—Podrías presentarte, Horace. El miércoles vamos a ver a los nuevos aspirantes: un examen de treinta minutos, un poco de entrenamiento físico y luego a ver cómo tiemblan esos capullos en lo alto de una escalera de nueve metros.

Horace sostuvo la mirada del caballero en el espejo. Con las tijeras en equilibrio, se dispuso a recortar un pelo suelto. El señor Maguire le guiñó el ojo a Horace.

Fue un guiño que le heló la sangre. Horace notó una sensación trémula en las piernas. Retiró las tijeras del cráneo del caballero por miedo a que sus dedos temblorosos hicieran algún desaguisado. Sabía exactamente lo que quería decir ese guiño. El señor Maguire le estaba echando un cable, un pase para librarse de sus obligaciones. El señor Maguire estaba en posición de evitar que Horace fuera a la guerra, de protegerlo de los horrores a los que sin duda se enfrentaría.

—¿Dice usted que me está dando la oportunidad de ser bombero?

Maguire meneó la cabeza, levantó la mirada hacia el espejo y sonrió.

—Eres un buen chico, Horace. Te conozco desde hace tiempo, vienes de una buena familia, estás en forma y además eres inteligente. Lo que digo es que si eres capaz de subir una escalera serías un magnífico bombero.

Horace tartamudeó:

—Así que tengo bastantes posibilidades.

Maguire meneó la cabeza otra vez, lo que confundió al joven Horace. Las palabras que pronunció entonces John Edward Maguire no podrían haber sido más claras. Cambiarían por completo el mundo de Horace.

—El puesto es tuyo, Horace. Me aseguraré de que te seleccionen, la decisión corre de mi cuenta.

Maguire se fue poco después. El pelo no le había quedado cortado con la pulcritud habitual. Horace se sentó, conmocionado.

Nada de guerra, ni de armas, y un aumento de sueldo de dos libras. Seguiría luchando por su país, seguiría corriendo el riesgo de sufrir heridas o incluso algo peor, pero estaría en casa, no en algún inmenso campo en Francia, Bélgica o Alemania. Seguiría cuidando de la granja, vería a sus padres y continuaría con sus actividades nocturnas junto a Eva. Igual le resultaba un poco más difícil conseguir preservativos, pero eso no tenía importancia, ya se las apañaría. Y le había preguntado al señor Maguire si habría un puesto similar para Harold. El señor Maguire negó con la cabeza y le explicó que alguien podría sospechar favoritismo. No quedaría bien; la respuesta era que no.

Un día después Horace entró en el parque de bomberos del centro de la ciudad de Leicester. Casualmente John Maguire pasaba por las oficinas. Levantó la mirada y frunció el ceño.

—Horace —comentó, y luego tendió la mano para estrechar la del muchacho calurosamente—. Has venido un día antes, la selección no empieza hasta mañana por la tarde.

Horace negó con la cabeza mientras le pasaban ante los ojos los pagos semanales de cinco libras y los ratos de pasión con Eva, los desayunos dominicales con su familia y los preciados momentos en la granja con su padre.

—No, señor. No, señor Maguire, no vengo antes de tiempo. Sólo he venido a darle las gracias y decirle que no voy a presentarme al puesto.

—P… pero… —tartamudeó Maguire con incredulidad.

Horace lo dejó estupefacto, se subió el cuello del abrigo y se adentró en la penumbra neblinosa acompañado por el tañer amortiguado de una campana de iglesia a lo lejos, en alguna parte. Había empezado a lloviznar y le recorrió todo el espinazo un escalofrío. Y en lo único que podía pensar era en Harold, en aquel compromiso y en cómo había tomado la decisión más adecuada.

Era viernes por la noche. Horace se sintió curiosamente alicaído cuando traspuso la puerta de su hogar, el único hogar que había tenido. La luz de la trascocina resplandecía por contraste con la oscuridad de la noche. Miró por la ventana con los ojos entornados. Qué raro, pensó al distinguir las figuras de sus padres y Harold sentados a la mesa. Mi padre no suele estar en la sala a estas horas; mi madre acostumbra a estar en la cocina, preparando la cena. ¿Cómo es que están todos sentados… como si… como si estuviesen reunidos?

Cuando Horace entró en la habitación su padre se puso en pie. Su madre sacó un pañuelo y se enjugó el rabillo del ojo. En cualquier otro momento Horace se habría esperado la noticia de la muerte de un pariente.

Ésta vez no.

Horace lo supo, sencillamente lo supo, y la mirada que le lanzó Harold confirmó sus sospechas.