Era principios de febrero de 1945; la guerra prácticamente había terminado. El Ejército Rojo ya había liberado Auschwitz y otros campos de exterminio y las espeluznantes historias sobre lo que encontraron se habían dado a conocer a un mundo asombrado. Y en Belsen, las noticias asqueaban a la gente civilizada al ser retransmitidas por todo el mundo imágenes de hombres, mujeres y niños muertos y aquejados de inanición. Ni siquiera el conjunto de la nación civil alemana podía, o tal vez quería, creer lo que veían y oían. En Belsen los libertadores británicos encontraron más de treinta mil prisioneros muertos o agonizantes. Las figuras esqueléticas que habían sobrevivido a las cámaras de gas miraban a los objetivos sin apenas energía para mantenerse en pie o entender que los habían liberado y que su sufrimiento físico había tocado a su fin. Algunos reclusos hablaban de las increíbles condiciones a las que se habían visto sometidos, de las torturas y brutalidades sufridas a manos de sus carceleros, y un hombre miraba al suelo avergonzado mientras explicaba que compatriotas suyos habían recurrido al canibalismo simplemente para llegar al día siguiente.
El equipo de cámara se centraba en un nauseabundo montón de cadáveres desnudos de mujeres localizado en el extremo más alejado del campo. Muchachas, madres y abuelas: no habían tenido piedad con nadie. El montón de carne en estado de descomposición alcanzaba setenta y cinco metros de largo, diez de ancho y más de cuatro de altura como promedio. Las imágenes se proyectaron en pantallas de cine de todo el mundo. Cuando el comandante en jefe de las fuerzas aliadas, el general Dwight Eisenhower, encontró a las víctimas de los campos de exterminio, ordenó que se tomaran tantas fotografías como fuera posible, y que los alemanes de los pueblos circundantes pasaran a ver los campos e incluso fueran obligados a enterrar a los muertos. «Que quede constancia de todo —dijo—, que se filmen películas, que se tomen testimonios, porque en el transcurso de la historia, dentro de unos años, algún malnacido se plantará y dirá que nada de esto ocurrió». Sus palabras fueron proféticas.
Dos soldados rusos de la 332 División de Fusileros se encontraban en un campo provisional a quince kilómetros de Poznan, en la frontera alemana con Polonia, en una zona conocida como Silesia. Sus camaradas habían entrado en Austria unas semanas antes y también habían tomado Danzig. Las fuerzas británicas y americanas habían cruzado el Rin en Oppenheim. Era evidente que Alemania estaba siendo atacada desde todos los flancos.
El más joven de los dos soldados se llamaba Iván. Con sólo diecinueve años, se había visto arrastrado a la guerra al ser reclutado a los dieciséis y ya se había curtido en batalla hasta extremos inimaginables. Aun así, hasta él se había horrorizado al oír algunos de los relatos filtrados por los aliados a cargo del rescate y, aunque tenía ganas de participar en la liberación de los campos a los que había sido destinado, no sabía a ciencia cierta con qué nuevos horrores se encontraría.
Padecía una fobia, algo que lo conmocionaba más que cualquier otra cosa. ¿Qué transmitía el cadáver de un niño? Cabría pensar que ya estaría acostumbrado a esas alturas. Recordaba con toda claridad el primer niño muerto que había visto mientras su división luchaba en la defensa de Stalingrado. ¿Por qué?, se había preguntado entonces. El niño, que no debía de tener más de cuatro años, permaneció aferrado al cadáver de su madre hasta que sencillamente se congeló, muriendo a causa del gélido clima invernal. El cráneo de su madre había quedado destrozado por un trozo de metralla de mortero alemán cuando intentaba, a la desesperada, buscar refugio en las profundidades de la ciudad. Murió al instante.
El pobre niño nunca sabría lo que era coger un libro y leer, nunca recibiría el primer beso de amor de una chica, nunca conocería la alegría de ser padre.
Su camarada, que se apercibió de su miedo, intentaba convencerlo de que era la culminación de todo aquello por lo que habían luchado.
—Camarada, nos considerarán héroes. Vamos allí a liberar a nuestros aliados, que han pasado años en manos de los nazis. Los pobres prisioneros han sufrido un trato brutal durante cinco años. Haremos pasar a esos perros alemanes por un infierno que nunca olvidarán.
Iván miró las llamas de la hoguera. Debería haber notado calor, pero lo único que alcanzaba a sentir era un entumecimiento que afectaba tanto a su cuerpo como a su mente.
—¿Veremos cadáveres de niños, Sergéi?
El soldado, algo mayor, se encogió de hombros.
—Es posible, camarada. Tal vez incluso cosas peores.
—No hay nada peor, Sergéi. —Iván sacudió la cabeza y apuró la taza de té que habían preparado poco antes. Incluso en primavera en esa zona de Polonia hacía un frío de muerte cuando se ponía el sol.
—Los nazis son capaces de cualquier cosa, camarada. Arrasaron hasta los cimientos un pueblo francés. Acorralaron y fusilaron a todos los hombres y muchachos y luego reunieron a todas las mujeres y niños en la iglesia del pueblo.
Iván sintió deseos de taparse los oídos; no quería oír el resto de la historia.
—No, Sergéi… no.
—Prendieron fuego a la iglesia, quemaron vivos a las mujeres y los niños. Los gritos de los pobres críos se oían a varios kilómetros a la redonda.
Iván se enjugó una lágrima del ojo. Su camarada lo cogió por la manga de la casaca de aquel uniforme que tan mal le sentaba.
—Tenemos que vengar a esas mujeres y niños, camarada. Debemos cumplir con nuestro deber, hemos de vengar las muertes en Jarkov, Kiev y Sebastopol y tenemos que recordar a todos los hombres, mujeres y niños rusos masacrados a manos de la escoria alemana, asesinados en inmensas fábricas de muerte. En Stalingrado cortaron las líneas de abastecimiento, mataron de hambre deliberadamente a nuestro pueblo porque no podían vencernos por otros medios. Devoramos perros y gatos e incluso ratas, nos comíamos la cola con que se encuadernaban los libros y el cuero industrial. Se rumorea que en ciertos lugares nuestros compatriotas comieron la carne de nuestros hermanos y hermanas.
Guardaron silencio durante unos minutos mientras Iván asimilaba la magnitud de lo que había dicho Sergéi.
—¿De verdad son tan inhumanos, camarada Sergéi?
El soldado más veterano lanzó un suspiro y asintió.
—Lo son, camarada, lo son.
—Pero huirán, Sergéi, ¿no crees? Saben que nos acercamos. Seguro que huirán, ¿verdad? Sergéi sonrió.
—Huirán, camarada, pero nosotros seremos más rápidos y más duros y tendremos más resistencia. Les daremos caza como a ratas y nos lo pasaremos en grande con ellos.
Sergéi tendió la mano de pronto, la hundió sin miramientos entre las piernas de su camarada y le agarró los testículos con la fuerza de una prensa.
—Para mañana por la noche habrás vaciado toda la leche que llevas acumulada ahí dentro, camarada. Eso te lo garantizo.
Iván forcejeó con el firme puño de su amigo. Tenía lágrimas en los ojos y una expresión de perplejidad en el rostro.
—Nos follaremos a sus frauleins ante la mirada de sus padres y hermanos —prosiguió Sergéi—, y luego los mataremos uno a uno. Así que más les vale huir, camarada; más les vale huir como el viento, huir hacia los brazos de esos americanos tan buenos. —Volvió a suspirar—. Pero esos americanos no han pasado por lo que hemos pasado nosotros, camarada, esos yanquis entraron en la guerra muy tarde.
El joven soldado miró a su camarada, su mentor, el hombre que había cuidado de él como un padre desde que se cruzaron sus caminos hacía una eternidad, o al menos así se lo parecía. Miró al hombre que le había salvado la vida en el campo de batalla en más de una ocasión. Miró al hombre a quien quería y respetaba como a su padre y ahora defendía un comportamiento no muy diferente del de los sucios alemanes, los nazis.
El joven Iván se sintió confuso. La hoguera que tenían delante crepitaba. Los rescoldos se estaban apagando pero aún refulgían. Iván alargó la mano hacia el montón de leños y echó dos bien grandes al centro del fuego. Éste pareció apagarse por un momento, pero Iván y Sergéi observaron que poco a poco una suave llama empezaba a lamer la parte inferior de la leña que acababa de arrojar. El calor aumentó de inmediato, pero Iván no sintió nada.
—Dime, Sergéi…
—¿Sí?
—En esos campos de exterminio… ¿Siguen cantando los pájaros en esos lugares tan terribles?
Sergéi frunció el entrecejo, sin saber qué responder.
—Los pájaros, Sergéi… —añadió Iván—. Seguro que lo han visto todo, ¿no? ¿Siguen cantando?
Sergéi suspiró.
—Te estás volviendo blando como los americanos, camarada. Antes de que te des cuenta empezarás a escribir poemas.
—Despertaré mañana a primera hora y si los pájaros siguen cantando todo irá bien. Los pájaros, Sergéi… Ellos nos lo dirán.
—¡Silencio! —gritó alguien unos metros más allá—. A ver si nos dejáis dormir de una puta vez antes de que amanezca; tenemos que reservar nuestras energías para esas zorras alemanas.
Sergéi sonrió. Sus dientes brillaron, a la pálida luz de la luna, e Iván se preguntó cómo se las habría arreglado para conservarlos en semejantes condiciones pese a su dieta y su escasa ingestión de vitaminas a lo largo de los últimos años. Qué demonios, hubo momentos en que estuvieron bajo bombardeos alemanes sin un mendrugo que llevarse a la boca durante días.
—Lo cierto, camarada, es que eso es lo que se espera de ti. Mañana tienes que cumplir con tu deber. Hemos de borrar a los nazis de la faz de la tierra y seguir avanzando hasta llegar a Berlín.
—Sí, los nazis, Sergéi, estoy de acuerdo, pero todos los alemanes no pueden ser monstruos. Nuestros camaradas se comportan ahora como animales; se vuelven contra campesinos, ancianos y mujeres indefensos.
—Venganza, camarada. ¿Quién puede echárselo en cara? ¿Quién puede echárnoslo en cara? Los civiles alemanes, esos ancianos y mujeres, se quedaron de brazos cruzados y dejaron que ocurriera. El pueblo ruso se alzó en armas cuando cundió el descontento con nuestros líderes, ¿por qué no hicieron lo mismo los alemanes?
Iván ya había oído suficiente. Tenía la sensación de que esa noche no dormiría bien. Se tapó la cabeza con el saco de dormir y se acurrucó un poco más cerca del fuego. Estaba agotado tras la larga marcha, y empezaba a conciliar el sueño cuando Sergéi se le acercó y le susurró al oído.
—Mañana, camarada, y durante muchos días y semanas, enseñaremos a la nación alemana, al soldado tanto como al hombre, la mujer y el niño de la calle, lo que es el mal. Los alemanes desearán no haber nacido.