¿Verdadero o falso?
Bond miró el teléfono, luego se levantó y avanzó hasta el aparador. Puso un puñado de cubitos de hielo medio derretidos en un vaso largo, se sirvió tres dedos de Haig and Haig e hizo girar el whisky dentro del vaso para que se enfriara y diluyera. Luego bebió la mitad del contenido de un solo trago. Dejó el vaso y se quitó la americana. Tenía la mano izquierda tan hinchada que apenas pudo sacársela a través de la manga. El dedo meñique aún estaba doblado hacia atrás, y le provocó un dolor terrible al rozar la tela. Tenía el dedo casi negro. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa. Luego cogió de nuevo el vaso, bebió otro largo sorbo y regresó junto al teléfono.
Leiter respondió de inmediato.
—Gracias a Dios —exclamó con total sinceridad—. ¿Qué te han hecho?
—Me han roto un dedo —respondió Bond—. ¿Y a ti?
—Un cachiporrazo. Me dejaron sin sentido. Nada grave. Comenzaron por considerar toda clase de cosas ingeniosas. Querían conectarme al compresor de aire del garaje. Empezando por los oídos y continuando por cualquier otra parte. Cuando no llegaron instrucciones del señor Big, comenzaron a aburrirse y yo me puse a hablar de los temas más interesantes del jazz con Blabbermouth, el tipo del arma extravagante de seis disparos. Llegamos a Duke Ellington y estuvimos de acuerdo en que a ambos nos gustaba que los líderes de banda de jazz fueran hombres de percusión, no de viento. También coincidimos en que el piano o la batería mantiene a la banda más unida que cualquier otro instrumento solista, como Jelly Roll Morton, por ejemplo. A propósito de Duke, le conté el chiste del clarinete… «Un viento de madera malo que nadie sopla bien». Eso hizo que se partiera de risa. De repente éramos amigos. El otro hombre, que se llamaba Flannel, se puso desagradable y Blabbermouth le dijo que quedaba libre de servicio, que él cuidaría de mí. Luego llamó el señor Big.
—Yo estaba allí —le aseguró Bond—. Y no me pareció muy gracioso lo que ordenó.
—Blabbermouth tenía una preocupación de todos los diablos. Se puso a dar vueltas por la habitación hablando entre dientes. De repente me dio un golpe con la cachiporra y perdí el sentido. Cuando desperté estaba en el exterior del hospital Bellevue. Debían de ser las tres y media. Blabbermouth me pidió mil disculpas, asegurándome que era lo mínimo que podía hacer. Le creí. Me suplicó que no lo delatara. Dijo que iba a informar que me había dejado medio muerto. Por supuesto, le prometí que haría llegar a su jefe algunos detalles muy espeluznantes. Nos separamos en los mejores términos. Recibí algunas atenciones en la sala de urgencias del hospital y regresé a casa. Estaba muy preocupado por lo que te hubiera sucedido, pero después de un rato empezó a sonar el teléfono. Llamaron la policía y el FBI. Parece que el señor Big se ha quejado de que un estúpido inglés se volvió loco en The Boneyard a primera hora de esta madrugada, disparó contra tres de sus hombres (dos chóferes y un camarero, ¿qué te parece?), robó uno de sus coches y huyó, dejando su abrigo y su sombrero en el guardarropa. Big Man clama justicia. Por supuesto, advertí a los detectives y al FBI que no se metieran en el asunto, pero llevan un cabreo de mil demonios y tenemos que salir de inmediato de la ciudad. No se sabrá nada durante la mañana, pero la noticia aparecerá en todos los periódicos de la tarde y será transmitida por radio y televisión. Aparte de todo eso, el señor Big irá tras de ti como un enjambre de avispas. De todas formas, ya he hecho algunos planes. Ahora cuéntame tú y, por Dios, ¡te aseguro que me alegro de oír tu voz!
Bond le hizo un detallado relato de cuanto le había sucedido. No olvidó nada. Cuando acabó, Leiter profirió un silbido grave.
—Chico —dijo con tono de admiración—, sin duda le has hecho una buena mella a la maquinaria del señor Big. Pero tuviste suerte. Ciertamente parece que esa dama Solitaire te ha salvado la piel. ¿Crees que podemos aprovecharla?
—Podríamos, si consiguiéramos acercarnos a ella —respondió Bond—. Supongo que él no permitirá que se aleje mucho.
—Tendremos que dejar eso para otro día —le aseguró Leiter—. Ahora será mejor que nos pongamos en marcha. Colgaré y volveré a llamarte dentro de unos minutos. Primero te enviaré de inmediato al médico de la policía. Llegará dentro de un cuarto de hora, más o menos. Luego yo mismo hablaré con el comisario y le solucionaré algunas de las cuestiones policiales. Pueden darle largas al asunto con el descubrimiento del automóvil. El FBI tendrá que advertir (de manera extraoficial) a los muchachos de la radio y los periódicos para que al menos dejen tu nombre fuera del asunto y se olviden de todos esos rumores del inglés. De lo contrario, podrían sacar al embajador británico a tirones de la cama y organizar manifestaciones de la National Association for the Advancement of Coloured People[20] y sabe Dios qué más. —Leiter rio entre dientes—. Será mejor que hables con tu jefe de Londres. Allí deben de ser más o menos las diez y media. Necesitarás un poco de protección. Yo puedo encargarme de la CIA, pero esta mañana el FBI tiene un ataque agudo de «escúcheme-bien-joven». Necesitarás más ropa. Me encargaré de eso. Mantente despierto. Ya dormiremos de sobras en la tumba. Te llamaré más tarde.
Leiter cortó la comunicación. Bond sonrió para sí. El hecho de oír la alegre voz de Leiter, y saber que estaba haciéndose cargo de todo, había borrado todo su agotamiento y los negros recuerdos.
Volvió a coger el auricular y habló con la operadora internacional. «Diez minutos de espera», le informó ella.
Bond entró en el dormitorio y, de alguna manera, se quitó la ropa. Tomó una ducha muy caliente y luego una muy fría. Se afeitó y consiguió ponerse una camisa y unos pantalones limpios. Metió un cargador nuevo en la Beretta, envolvió el Colt en la camisa sucia y lo metió en la maleta. Tenía el equipaje a medio hacer cuando el timbre del teléfono sonó.
Escuchó los animados ruidos y ecos de la línea, la charla de operadores lejanos, los fragmentos en código morse de aviones, y de barcos que se hallaban en alta mar, rápidamente interrumpidos. Podía visualizar el gris edificio grande cercano a Regent’s Park e imaginar la actividad de la centralita telefónica, las tazas de té y la muchacha que decía: «Sí, habla con la Universal Export», el número de la cual había pedido Bond, una de las tapaderas usadas por los agentes cuando tenían que ponerse en contacto por líneas internacionales abiertas. Ella avisaría al supervisor, el cual aceptaría la llamada.
—Ya tiene la conexión —anunció la operadora internacional—. Adelante, por favor. Llamada de Nueva York a Londres.
Bond oyó la serena voz inglesa.
—Universal Export. ¿Con quién hablo, por favor?
—¿Puede ponerme con el director general? —preguntó Bond—. Soy su sobrino James y telefoneo desde Nueva York.
—Un momento, por favor.
Con la imaginación, Bond siguió la llamada transmitida a Moneypenny y la vio pulsando el botón del intercomunicador.
«Es de Nueva York, señor —anunciaría ella—. Creo que se trata de 007».
«Páseme la llamada», diría M.
—¿Sí? —respondió la voz fría por la cual él sentía tanto afecto y a la cual obedecía.
—Soy James, señor —respondió Bond—. Es posible que necesite un poco de ayuda con una remesa delicada.
—Adelante —invitó la voz.
—Ayer por la noche fui a la ciudad a ver al jefe de aduanas —explicó Bond—. Tres de sus mejores empleados se pusieron enfermos mientras estaba allí.
—¿Cómo de enfermos? —preguntó la voz.
—Tanto como se puede estar, señor —respondió el agente británico—. Hay mucha «gripe por aquí».
—Espero que no la haya pillado usted.
—Yo tengo un ligero enfriamiento, señor —lo tranquilizó Bond—, pero no es nada por lo que debamos preocuparnos. Ya se lo contaré por carta. El problema es que con toda esta «gripe suelta, Federado piensa que estaría mejor fuera de la ciudad». —Bond rio entre dientes para sí al imaginar la sonrisa de M.— Así que me marcho de inmediato con Felicia.
—¿Con quién? —preguntó M.
—Con Felicia. —Bond deletreó el nombre—. Mi nueva secretaria de Washington.
—Ah, sí.
—He pensado en probar con aquella fábrica de St. Petersburg que me recomendó usted.
—Buena idea.
—Pero es posible que Federado tenga otras ideas, y esperaba que usted me apoyara.
—Ya entiendo —respondió M—. ¿Qué tal va el negocio?
—Las cosas parecen bastante prometedoras, señor. Pero de momento se presentan un poco duras. Felicia pasará hoy a máquina mi informe completo.
—Muy bien —aprobó M—. ¿Algo más?
—No, eso es todo, señor. Gracias por su apoyo.
—No tiene importancia. Manténgase en forma. Adiós.
—Adiós, señor.
Bond colgó el receptor y sonrió. Imaginó a M llamando al jefe de Estado Mayor. «007 ya ha tenido una enganchada con el FBI. El condenado estúpido fue a Harlem anoche y se cargó a tres de los hombres del señor Big. Al parecer, también 007 salió herido, pero no mucho. Tiene que marcharse de la ciudad con Leiter, el agente de la CIA. Se trasladarán a St. Petersburg. Será mejor advertir a los puestos A y C. Supongo que tendremos a Washington encima antes de que acabe el día. Diga a los del puesto A que respondan que me solidarizo plenamente con Estados Unidos, pero que 007 cuenta con mi absoluta confianza y que estoy seguro de que actuó en defensa propia. Que no volverá a suceder y todo eso. ¿Entendido?». Bond sonrió otra vez al pensar en la exasperación de Damon por verse obligado a endulzar abundantemente a Washington cuando era probable que tuviera marañas angloamericanas más que de sobras por desenredar.
El teléfono sonó otra vez. Era Leiter.
—Escúchame —dijo—. Todo el mundo está calmándose un poco. Parece que los tipos que te cargaste formaban un trío bastante peligroso: Tee-Hee Johnson, Sam Miami y un hombre llamado McThing. Todos buscados por la policía por varios delitos. El FBI está cubriendo tu rastro. De mala gana, por supuesto, y los de la policía dando largas como locos. El alto mando del FBI ha pedido a mi jefe que te mande de vuelta a Londres. Lo sacaron de la cama, ¿qué te parece? Supongo que se debe principalmente a los celos…, pero todo eso lo hemos parado. De todas formas, ambos tenemos que salir de inmediato de la ciudad. También eso está arreglado. No podemos viajar juntos, así que tú cogerás el tren y yo iré en avión. Toma nota.
Bond sujetó el teléfono entre la cabeza y el hombro y cogió papel y lápiz.
—Dime.
—Estación de Pennsylvania. Vía 14. Diez y media de esta mañana. El tren se llama The Silver Phantom. Es directo a St. Petersburg vía Washington, Jacksonville y Tampa. Te he pedido billete de coche cama. Muy lujoso. Coche 245, compartimiento H. El billete estará en el tren. Lo tendrá el revisor. A nombre de Bryce. Sólo tienes que llegar a la escalera 14 y bajar hasta el tren. Luego métete en el compartimiento y enciérrate en él hasta que el tren arranque. Yo saldré dentro de una hora en un avión de la Eastern; a partir de ahora te quedas solo. Si tienes algún problema llama a Dexter, pero no te sorprendas si te arranca la cabeza de un bocado. El tren llegará a su destino en torno al mediodía de mañana. Coge un taxi y vete a las Cabañas Everglades, en el Golf Boulevard West, de Sunset Beach. Se halla en un lugar llamado Treasure Island, donde se encuentran todos los hoteles de playa. Conecta con St. Petersburg a través de un viaducto. El taxista lo sabrá.
»Yo te estaré esperando. ¿Lo has anotado todo? Y, por el amor de Dios, ten cuidado. Y lo digo en serio. Big te matará si tiene la más mínima posibilidad de hacerlo, y una escolta policial que te acompañe al tren no haría más que llamar la atención sobre ti. Coge un taxi y mantente fuera de la vista. Te envío otro sombrero y un impermeable marrón. Ya se ha pagado la cuenta del St. Regis. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?
—Me parece bien —respondió Bond—. He hablado con M, y él arreglará las cosas con Washington si surge algún problema. También tú cuídate —añadió—. Estarás justo después de mí en la lista. Hasta mañana. Buen viaje.
—Me andaré con ojo —le aseguró Leiter—. Adiós.
Eran las seis y media, y Bond descorrió las cortinas de la sala de estar y contempló cómo el alba iba iluminando la ciudad. En el fondo de las cavernas que había abajo aún reinaba la oscuridad, pero las puntas de las grandes estalagmitas de cemento estaban teñidas de una tonalidad rosácea, y el sol iba iluminando las ventanas planta a planta, como si un ejército de conserjes fuese encendiéndolas mientras trabajaba en el interior de los edificios.
Llegó el médico de la policía, permaneció en la habitación durante un doloroso cuarto de hora, y se marchó.
—Es una fractura limpia —anunció—. Tardará unos días en soldar. ¿Cómo se la hizo?
—Me lo pillé con una puerta —respondió Bond.
—Hay que mantenerse alejado de las puertas —comentó el médico—. Son peligrosas. Deberían aprobar una ley que las prohibiera. Ha tenido suerte de no pillarse el cuello en lugar del dedo.
Cuando el médico se hubo marchado, Bond acabó de hacer la maleta. Estaba preguntándose a qué hora se pediría el desayuno cuando sonó el teléfono.
Bond esperaba una voz poco amistosa de la policía o el FBI. En cambio, la voz de una muchacha, baja y apremiante, preguntó por él.
—¿Quién lo llama? —inquirió Bond para ganar tiempo. Ya conocía la respuesta.
—Sé que es usted —replicó la voz, y él oyó que estaba pegada al micrófono—. Soy Solitaire. —El nombre fue apenas susurrado a través del teléfono.
Bond aguardó, con todos los sentidos alerta, pensando en cuál sería la escena que había al otro lado de la línea. ¿Se encontraba sola? ¿Estaba hablando como una necia a través de uno de los teléfonos de la casa, que tenían extensiones que quizá otros se dedicaban a escuchar en ese preciso momento con frialdad y atención? ¿O se hallaba en una habitación, con la mirada de Big clavada en ella, con un lápiz y una libreta junto a él para así escribir con más rapidez la pregunta siguiente?
—Escuche —dijo la voz—. No puedo entretenerme. Debe confiar en mí. Estoy en un drugstore, pero tengo que regresar de inmediato a mi habitación. Por favor, créame.
Bond había sacado el pañuelo. Lo colocó sobre el micrófono del teléfono y habló a través de él.
—Si puedo ponerme en contacto con el señor Bond, ¿qué debo decirle?
—¡Oh, maldito sea! —exclamó la muchacha con lo que parecía un toque de histeria auténtica—. Se lo juro por mi madre, por el hijo que no he tenido. Necesito marcharme de aquí. Y usted también. Tiene que llevarme consigo. Yo lo ayudaré. Conozco muchísimos de los secretos de él. Pero dese prisa. En este momento estoy jugándome la vida por hablar con usted. —Profirió un sollozo de exasperación y pánico—. ¡Por el amor de Dios, confíe en mí! Tiene que hacerlo. ¡Tiene que hacerlo!
Bond continuó callado, mientras su mente trabajaba a un ritmo frenético.
—Escuche —volvió a decir ella, pero esa vez su tono fue inexpresivo, casi desesperanzado—. Si no me lleva con usted, me suicidaré. ¿Lo hará ahora? ¿Quiere cargar con la responsabilidad de mi muerte?
Si era una actuación, era una actriz demasiado buena. Continuaba siendo un riesgo imperdonable, pero Bond tomó una decisión. Habló directamente por el micrófono, sin el pañuelo, y en voz baja.
—Si esto es una mala faena, Solitaire, le aseguro que lo descubriré y la mataré aunque sea lo último que haga. ¿Tiene lápiz y papel?
—Espere —pidió la muchacha, emocionada—. En seguida.
Si hubiese sido una estratagema, reflexionó Bond, habría tenido todo eso preparado.
—Quiero que esté en la estación de Pennsylvania a las diez y veinte en punto. En The Silver Phantom a… —titubeó—, a Washington. Coche 245, compartimiento H. Diga que es la señora Bryce. Por si yo no he llegado aún, el revisor tiene el billete. Vaya directamente al compartimiento y espéreme. ¿Lo tiene todo?
—Sí —respondió ella—, y gracias, gracias.
—No deje que le vean el rostro —le aconsejó Bond—, póngase un velo o algo por el estilo.
—Por supuesto —respondió ella—. Se lo prometo. Se lo prometo de verdad. Tengo que marcharme. —Cortó la comunicación.
Bond contempló el silencioso receptor y luego lo dejó en su sitio.
—Bueno —comentó en voz alta—. Ya la hemos liado.
Se levantó y se desperezó. Fue hasta la ventana y miró al exterior, sin ver nada. Sus pensamientos corrían a toda velocidad. A continuación se encogió de hombros y regresó junto al teléfono. Miró su reloj. Las siete y media.
—Servicio de habitaciones, buenos días —lo saludó la enérgica voz.
—Envíenme el desayuno, por favor —dijo Bond—. Un zumo de piña doble, Cornflakes con nata líquida, huevos escalfados en crema de leche y tocino, dos cafés, y tostadas con mermelada.
—Sí, señor —respondió la muchacha, y luego repitió la lista—. En seguida se lo suben.
—Gracias.
—A su servicio.
Bond sonrió para sí.
«El condenado a muerte tomó un abundante desayuno», pensó. Se sentó junto a la ventana y alzó la mirada al cielo, hacia su futuro.
En Harlem, ante la voluminosa centralita, Susurro volvía a hablar con la ciudad para transmitir nuevamente la descripción de Bond a todos los Ojos. «Todas las estaciones de ferrocarril, todos los aeropuertos. Las puertas del St. Regis que dan a la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y cinco. El señor Big dice que tendremos que correr el riesgo de que escape por una autopista. Pasa el mensaje. Todas las estaciones de ferrocarril, todos los aeropuertos…».