Paraíso negro
En la parada de la esquina de la Quinta Avenida con Cathedral Parkway, había tres negros silenciosos bajo una farola. Estaban mojados y parecían aburridos. Y así era. Se habían dedicado a observar el tráfico de la Quinta Avenida desde que les llegó el aviso, a las cuatro y media de la tarde.
—Te toca a ti, Fatso —dijo uno de ellos cuando apareció el autobús bajo la lluvia y se detuvo con un suspiro de sus frenos de vacío.
—Estoy cansado —protestó el hombre corpulento que llevaba gabardina, pero se encasquetó el sombrero hasta los ojos y subió al autobús. Echó unas monedas en la ranura de pago y se dirigió hacia el fondo del vehículo, al tiempo que observaba a los ocupantes. Parpadeó al ver dos hombres blancos, continuó su avance y se sentó justo detrás de ellos.
Observó con atención la parte posterior de ambas cabezas, los abrigos, los sombreros y los perfiles. Bond se encontraba junto a la ventanilla. El negro vio la cicatriz reflejada en la oscuridad del cristal.
Se levantó y avanzó hacia la parte delantera del autobús sin mirar atrás. En la parada siguiente se apeó y se encaminó hacia el drugstore más cercano y se metió en la cabina telefónica.
Susurro lo interrogó de manera apremiante y luego cortó la comunicación.
Insertó una clavija en la derecha del panel.
—¿Sí? —respondió la voz profunda.
—Jefe, uno de ellos acaba de entrar por la Quinta Avenida. El inglés de la cicatriz. Va acompañado de un amigo, pero no encaja con la pinta de los otros dos. —Susurro transmitió una descripción detallada de Leiter.— Los dos van hacia el norte —concluyó, y dijo el número y horario probable del autobús.
Se produjo una pausa.
—Bien —dijo la voz queda—. Llama a todos los Ojos de las otras avenidas. Avisa a los locales nocturnos de que uno de ellos ha entrado, y diles lo siguiente a Tee-Hee Johnson, McThing, Blabbermouth Foley, Sam Miami y el Flannel…
La voz continuó hablando durante cinco minutos.
—¿Entendido? Repítelo.
—Sí, señor, jefe —respondió el Susurro. Miró su libreta de taquigrafía y susurró con fluidez y sin pausa por el micrófono.
—Correcto. —La comunicación se cortó.
Con los ojos brillantes, el Susurro cogió un puñado de clavijas y comenzó a hablar con la ciudad.
Desde el momento en que Bond y Leiter avanzaron bajo el toldo de la entrada del Sugar Ray’s, situado en la esquina de la Séptima Avenida y la calle Ciento veintitrés, hubo un grupo de hombres y mujeres observándolos o esperando para observarlos, hablando en voz baja con el Susurro que, ante la gran centralita de Riverside, hacía que avanzaran hacia el punto de encuentro. En un mundo donde ser el centro de atención era algo natural, ni Bond ni Leiter percibieron la maquinaria oculta ni la tensión que los rodeaba.
En el famoso local nocturno, los asientos de la barra estaban todos ocupados; pero uno de los pequeños cubículos que se alineaban contra la pared estaba libre, y los dos hombres blancos se deslizaron en los asientos separados por una estrecha mesa.
Pidieron whisky con soda: una botella de Haig and Haig. Bond paseó los ojos por la multitud que llenaba el local. Casi todos eran hombres. Había dos o tres blancos, aficionados al boxeo o reporteros de las columnas de deportes de los periódicos de Nueva York, pensó Bond. El ambiente era más caluroso y ruidoso que en el centro de la ciudad. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de boxeo, sobre todo de Ray Sugar Robinson, y de escenas de sus grandes combates. Se trataba de un local alegre que ganaba mucho dinero.
—Fue un tipo inteligente, Ray Sugar —comentó Leiter—. Esperemos que, llegado el momento, nosotros dos sepamos cuándo retirarnos. Él ahorró mucho, y ahora está ganando todavía más con sus salas de música en vivo. El porcentaje que saca de este local debe de ser un buen bocado, y tiene muchas propiedades inmobiliarias por esta zona. Todavía trabaja duro, pero no es la clase de trabajo que puede dejarte ciego o provocarte una hemorragia cerebral. Se retiró mientras aún estaba vivo.
—Probablemente financiará un espectáculo de Broadway y lo perderá todo —comentó Bond—, si yo me retirase ahora y me dedicase al cultivo de frutales en Kent, lo más probable es que me cayeran encima las peores condiciones climatológicas desde que el Támesis se congeló, y me quedara en la ruina. Es imposible preverlo todo.
—Pero sí intentarlo —respondió Leiter—. Ya sé a qué te refieres: es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. No llevamos una mala vida cuando se trata de sentarse en un bar cómodo a beber whisky. ¿Qué te parece este rincón de la selva? —Se inclinó hacia delante—. Escucha a la pareja que tienes detrás. Por lo que he oído, son un perfecto producto del «paraíso negro».
Bond miró discretamente por encima del hombro.
El cubículo que había detrás estaba ocupado por un apuesto negro joven ataviado con un costoso traje marrón claro de exageradas hombreras. Se reclinaba contra la pared y tenía un pie sobre el otro asiento. Con un cuchillito de plata se cortaba las uñas de la mano izquierda, y de vez en cuando lanzaba miradas de aburrimiento a la animación que reinaba en el bar. Su cabeza descansaba contra el respaldo del asiento, justo detrás de Bond, y de ella se desprendía el aroma de una gomina costosa. Bond se fijó en la raya artificial afeitada a navaja en el lado izquierdo; el cabello casi lacio era un homenaje a la constante aplicación de la madre con el peine caliente desde la más tierna infancia del muchacho. La corbata de seda negra y la camisa blanca eran de buen gusto.
Enfrente de él, inclinada sobre la mesa con aire de preocupación en su bonito rostro, había una negra menuda y atractiva que evidenciaba tener un toque de sangre blanca en las venas. Su cabello negro como el azabache, tan brillante y pulcro como la mejor de las permanentes, enmarcaba un dulce rostro ovalado con ojos algo oblicuos bajo cejas finamente perfiladas. El púrpura profundo de los sensuales labios separados resultaba cautivador sobre el bronce de la piel. Lo único que Bond veía de su ropa era el corpiño de un vestido de satén negro, ajustado y revelador, sobre los pequeños y firmes senos. Llevaba una sencilla cadena de oro al cuello, y sendas esclavas de oro lisas en torno a sus finas muñecas.
Estaba suplicando con ansiedad y no prestó la más mínima atención a la rápida mirada envolvente de Bond.
—Escúchalos, a ver si puedes entender lo que dicen —propuso Leiter—. Es puro lenguaje de Harlem; dialecto del extremo sur con mucha jerga de Nueva York añadida.
Bond cogió la carta del local y se reclinó contra el respaldo, estudiando la cena de pollo especial frito a tres dólares con setenta y cinco centavos.
—Va, cariño —dijo la muchacha con tono zalamero—. ¿Cómo es posible que parezcas tan cansado hoy?[16]
—Supongo que porque uno se cansa de escucharte —respondió el muchacho con tono lánguido—. ¿Por qué no cierras el pico y me dejas disfrutar de la paz y el silencio?
—¿Es que deseas que me marche, cariño?
—Puedes hacer lo que tu dulce cabecita quiera.
—Va, cariño —imploró la joven—. No te enfades conmigo, cariño. Esta noche pensaba hacer que te lo pasaras bien. Llevarte al Small Paradise, tal vez. A ver cómo se menean y bailan esas negras claras. Ese Birdie Johnson, el máitre, me da una mesa al lado de la pista siempre que voy.
La voz del muchacho se endureció de pronto.
—Qué significa ese Birdie para ti, ¿eh? —preguntó con suspicacia—. ¿Exactamente…? —hizo una pausa—. ¿Exactamente qué hay entre tú y ese negro tirado, calentorro y baboso? ¿Acaso te acuestas con él? Creo que tendré que estudiar un poco ese pequeño arreglito entre tú y Birdie Johnson. A lo mejor me busco una tía mejor que tú. No me gustan las tías que se largan a cualquier parte cada vez que me enchironan por una temporada. Sí, señor. Tengo que estudiar ese pequeño arreglito. —Hizo una pausa amenazadora—. Ya lo creo que sí —añadió.
—Ay, cariño… —La muchacha estaba ansiosa—. No tiene sentido que te enfades conmigo. No he hecho nada que te dé motivos para actuar de ese modo. Sólo pensaba que te gustaría tener una mesa al lado de la pista en el Paradise en lugar de quedarte aquí sentado, dándole vueltas a tus problemas. Vamos, cariño, pero si todos sabéis que yo no me enamoraría de ese quiero y no puedo de Birdie Johnson. No, señor. No significa nada para mí. Es el peor tipo de Harlem, que me muerda un perro si no es verdad. A pesar de eso, me da los mejores asientos del local y yo digo que nos aprovechemos de ello, nos tomemos una cerveza y nos lo pasemos bien. Vamos, cariño. Salgamos de aquí. Estás muy guapo y quiero que mis amigos nos vean juntos.
—Tú también estás guapa, niña bonita —respondió el muchacho, halagado por el homenaje rendido a su elegancia—, y es la verdad. Pero debo especificar que quiero que te quedes cerca de mí y mantengas los ojos apartados de ese basura tirado y sus pantalones calentorros. Y quiero decirte —añadió con tono amenazador— que si te pillo coqueteando con ese desgraciado, te daré tal paliza que te arrancaré la piel de ese dulce culito.
—Claro que sí, cariño —susurró la muchacha, emocionada.
Bond oyó que el pie del hombre raspaba el asiento al bajarlo al suelo.
—Vamos, muñeca, larguémonos. ¡Camarero!
Bond dejó la carta sobre la mesa.
—He pillado el meollo del asunto —dijo—. Al parecer les interesan las mismísimas cosas que al resto de la humanidad: el sexo, la diversión y mantenerse a la misma altura social que la gente de su clase. Gracias a Dios, no son unos cursis.
—Algunos sí —le advirtió Leiter—. Juegos de porcelana, aspidistras y chasquiditos de lengua por todas partes. Los metodistas son casi la secta más fuerte entre ellos. Harlem está plagado de distinciones sociales, igual que cualquier otra ciudad, pero con el añadido de todas las variaciones de color. Venga —sugirió—, marchémonos a buscar algo de comer.
Acabaron las bebidas y Bond pidió la nota.
—Todos los gastos de la noche corren de mi cuenta. Tengo que deshacerme de un montón de dinero, y me he traído trescientos dólares encima.
—Me parece bien —respondió Leiter, que estaba al tanto de los mil dólares que le habían entregado.
De pronto, mientras el camarero escogía las monedas del cambio, Leiter dijo:
—¿Sabes dónde está el Big Man esta noche?
El camarero abrió los ojos de par en par. Luego se inclinó para limpiar la mesa con la servilleta que llevaba al brazo.
—Tengo esposa e hijos, jefe —masculló por un lado de la boca. Colocó los vasos en la bandeja y regresó a la barra.
—Big cuenta con la mejor protección del mundo —comentó Leiter—. El miedo.
Salieron a la Séptima Avenida. La lluvia había cesado, pero Hawkins, el helado viento del norte que los negros reciben con un reverente «Hawkins está aquí», había llegado para sustituirla y mantener las calles libres de la multitud habitual. Leiter y Bond echaron a andar entre las escasas parejas que caminaban por la acera. Las miradas que les lanzaban eran casi todas despectivas o abiertamente hostiles. Dos o tres hombres escupieron hacia la alcantarilla después de que pasaran por su lado.
De pronto, Bond sintió la fuerza de lo que Leiter le había contado. Eran intrusos. Sencillamente no los querían allí. Entonces experimentó la incomodidad que tan a menudo lo había asaltado durante la guerra cuando, por un tiempo, estuvo trabajando detrás de las líneas enemigas. Se sacudió de encima esa sensación.
—Iremos al Ma Frezier’s, que está un poco más arriba —anunció Leiter—. Sirven la mejor comida de Harlem, o al menos solían servirla.
Mientras caminaban, Bond miraba los escaparates de las tiendas.
Le asombró la cantidad de barberías y salones de belleza que había. Anunciaban varios tipos de alisadores de cabello —«Apex Glossatina, para usar con el peine caliente», «Silk Strate. No irrita la piel, no quema»— o fórmulas secretas para aclarar la piel. Los siguientes establecimientos más numerosos eran las mercerías, camiserías y tiendas de ropa, que mostraban fantásticos zapatos de piel de serpiente para caballeros, camisas con estampados de pequeños aviones, pantalones con pinzas en la cintura que se estrechaban hacia los tobillos con rayas de dos centímetros y medio de ancho, trajes de pantalones anchos por arriba y americanas enormes. Todas las librerías estaban llenas de libros educativos —cómo aprender esto, cómo hacer lo otro— y de tebeos. Había varias tiendas dedicadas a amuletos de la suerte y a diversos temas de ocultismo: Las siete llaves del poder, «el libro más extraño jamás escrito». Leyó subtítulos como: «Si le han echo un TRABAJO, le enseña cómo librarse de él y devolverlo»; «Salmodie sus deseos en el Idioma del Silencio»; «Haga un hechizo a cualquiera, no importa dónde esté»; «Consiga el amor de quien usted quiera». Entre los amuletos había la «Raíz del conquistador, del supremo John», el «Aceite Brand que atrae dinero» y la «Mano Whamie de la suerte, que protege contra el mal. Confunde y desconcierta a los enemigos».
Bond pensó que no era de extrañar que el vudú resultara un arma tan poderosa para Big, con mentes que aún se asustaban ante una pluma blanca de pollo o unos palitos cruzados en la calle…, justo en el centro de la ciudad capital de Occidente.
—Me alegro de que hayamos venido —comentó Bond—. Comienzo a tomarle las medidas a Big. En un país como Inglaterra es imposible captar la esencia de todo esto. Los de allí somos muy supersticiosos, por supuesto, en especial los celtas, pero aquí uno casi puede oír los tambores.
Leiter profirió un gruñido.
—Preferiría volver a mi cama —dijo—, pero necesitamos tomar bien las medidas a ese tipo antes de decidir cómo vamos a atacarlo.
Ma Frazier’s constituía un alegre contraste comparado con las calles desoladas. Tomaron una cena excelente de chirlas de Little Bay y pollo frito al estilo de Maryland, con tocino y maíz fresco.
—Tenemos que pedirlo —había dicho Leiter—. Es el plato nacional.
El ambiente era muy civilizado en el cálido restaurante. El camarero se alegró de verlos y les señaló a varias celebridades, pero cuando Leiter deslizó una pregunta acerca del señor Big, el camarero pareció no haberlo oído. Se mantuvo alejado de la mesa hasta que le pidieron la cuenta.
Leiter repitió la pregunta.
—Lo siento, señor —fue la breve respuesta del camarero—. No recuerdo a ningún caballero que se llame así.
Cuando salieron del restaurante ya eran las diez y media, y la avenida estaba casi desierta. Cogieron un taxi hasta la sala de baile Savoy, donde pidieron whisky con soda y se dedicaron a mirar a los que bailaban.
—Los bailes más modernos fueron inventados aquí —explicó Leiter—. Así de bueno es el local. El Lindy Hop, el Truckin’, el Susie Q, el Shag…, todos comenzaron en esa pista. Cualquier gran banda estadounidense de la que hayas oído hablar, se enorgullece de haber tocado aquí en una u otra época: Duke Ellington, Louis Armstrong, Cab Calloway, Noble Sissie, Fletcher Henderson… Es la Meca del jazz y todos sus estilos de baile.
Ocupaban una mesa situada cerca de la barandilla que rodeaba la enorme pista. Bond estaba embelesado. Muchas de las jóvenes le parecían hermosísimas. La música fue metiéndosele en las venas hasta tal punto que casi olvidó qué hacía allí.
—Se apodera de uno, ¿verdad? —comentó Leiter al fin—. No me importaría quedarme aquí toda la noche, pero será mejor que continuemos, o no llegaremos a tiempo al Small Paradise. Se parece mucho a esto, pero no tiene la misma clase. Creo que te llevaré al Yeah Man, que también está en la Séptima Avenida. Después tendremos que ir a uno de los locales que son propiedad del señor Big. El problema es que no abren hasta medianoche. Voy al lavabo mientras pides la cuenta. Veré si consigo alguna pista de dónde podríamos encontrarlo esta noche. No me apetece tener que recorrer todos sus garitos.
Bond pagó la cuenta y bajó por la escalera para reunirse con Leiter en el estrecho vestíbulo de entrada.
Leiter lo condujo al exterior, y anduvieron calle arriba en busca de un taxi.
—Me ha costado veinte pavos —anunció Leiter—, pero corre la voz de que estará en el The Boneyard. Es un local pequeño de la avenida Lenox, bastante cerca de su cuartel general. Tienen el strip-tease más caliente de la ciudad. Una muchacha llamada Gi-Gi Sumatra. Iremos a tomar otra copa en el Yeah Man y a escuchar al pianista. Estaremos allí unos veinte minutos y luego continuaremos.
La voluminosa centralita telefónica, que ahora estaba a pocas manzanas de distancia de ellos, guardaba un silencio casi total. Habían visto a los dos hombres entrar y salir del Sugar Ray’s, del Ma Frazier’s y de la sala de baile Savoy. A medianoche habían entrado en el Yeah Man. A las doce y media llegó la última llamada, y las líneas quedaron en silencio.
Big habló a través del teléfono interno. Primero con el jefe de camareros.
—Dentro de cinco minutos llegarán dos hombres blancos. Llévalos a la mesa Z.
—Sí, señor, jefe —respondió el jefe de camareros. Cruzó la pista a toda prisa hasta una mesa que había al fondo, a la derecha, oculta a la sala casi del todo por una gruesa columna. Se encontraba situada junto a la entrada de servicio, pero tenía una buena visión de la pista de baile y la banda quedaba justo delante.
Estaba ocupada por un grupo de cuatro personas, dos hombres y dos muchachas.
—Lo siento, hermanos —se disculpó el jefe de camareros—. Ha sido un error. Esta mesa está reservada. Unos periodistas del centro de la ciudad.
Uno de los hombres comenzó a discutir.
—Muévete, amigo —lo interrumpió el jefe de camareros, tenso—. Lofty, lleva a estos hermanos a la mesa F. Invita la casa. Sam —llamó, dirigiéndose a otro camarero—, limpia la mesa. Es para dos.
El grupo de cuatro se alejó con docilidad, apaciguado por la perspectiva de la bebida gratis. El jefe de camareros colocó el letrero «Reservado» sobre la mesa Z, la inspeccionó y regresó a su puesto, ante el tablero con la lista de mesas que descansaba sobre el elevado escritorio situado junto a la entrada cubierta por cortinas.
Entre tanto, Big había realizado dos llamadas más a través del teléfono interno. Una al maestro de ceremonias.
—Que apaguen las luces al final de la actuación de Gi-Gi.
—Sí, señor, jefe —respondió el interpelado con prontitud.
La otra llamada fue para hablar con cuatro hombres que jugaban a los dados en el sótano. Fue una llamada larga y muy detallada.