CAPÍTULO 4

La gran centralita

Cuando Dexter y su colega se marcharon con los restos de la bomba, Bond cogió una toalla húmeda y limpió la mancha de humo de la pared. Luego llamó por teléfono al camarero y, sin darle explicaciones, le pidió que cargara los vasos rotos a su cuenta y que retirara el servicio de desayuno. A continuación cogió el sombrero y el abrigo y salió a la calle.

Pasó la mañana en la Quinta Avenida y en Broadway, vagando sin rumbo, mirando los escaparates de las tiendas y observando a la multitud de gente que pasaba a su lado. Poco a poco asimiló el modo de andar y los modales de un visitante forastero, y cuando se puso a prueba entrando en unas cuantas tiendas y preguntando por una u otra calle a varias personas, descubrió que nadie lo miraba dos veces.

Tomó un típico almuerzo estadounidense en un restaurante llamado Gloryfied Ham-N-Eggs («Los huevos que serviremos mañana aún están dentro de las gallinas»), situado en la avenida Lexington, y luego cogió un taxi hacia el centro para acudir a la comisaría central de policía, donde había quedado con Leiter y Dexter a las dos y media de la tarde.

Un tal teniente Binswanger, de Homicidios, un oficial suspicaz y de modales ásperos que se aproximaba a los cincuenta años, les anunció que el comisario Monahan había dicho que contaran con la plena cooperación del departamento de Policía. ¿Qué podía hacer por ellos? Examinaron el expediente policial del señor Big, que más o menos era una repetición de los informes aportados por Dexter, y les mostraron los expedientes y fotografías de la mayoría de sus ayudantes conocidos.

Repasaron los informes de la guardia costera de Estados Unidos acerca de las idas y venidas del yate Secatur, así como los del servicio de aduanas estadounidense, que había mantenido a la embarcación estrechamente vigilada cada vez que atracaba en la cala de St. Petersburg.

Estos confirmaban que el yate había atracado a intervalos regulares en dicho puerto, amarrando en todas las ocasiones en el muelle de la compañía Ourobouros Worm and Bait Shippers Inc., una empresa de apariencia inocente cuyo principal negocio consistía en vender cebo vivo a los clubes de pesca de Florida, el golfo de México y más allá. La empresa también contaba con una productiva actividad complementaria de venta de conchas marinas y corales para decoración de interiores, y con otra rama de comercio en peces tropicales de acuario, en particular especies venenosas poco frecuentes destinadas a los departamentos de investigación de fundaciones médicas y químicas.

Según el propietario, un pescador de esponjas griego que vivía en la cercana ciudad de Tarpon Springs, el Secatur hacía buenos negocios con su empresa llevándole cargamentos de conchas de Strombus gigas y de otros moluscos de Jamaica, además de variedades muy apreciadas de peces tropicales. La compañía Ourobouros compraba todo eso, lo guardaba en sus almacenes y lo vendía a granel a comerciantes mayoristas y minoristas de toda la costa. El griego se llamaba Papagos. No tenía antecedentes penales.

El FBI, con la ayuda de Inteligencia Naval, había intentado escuchar la radio del Secatur, pero la embarcación se mantenía en silencio excepto para enviar mensajes cortos antes de salir de Cuba o de Jamaica, y en esos casos transmitía sin codificador, pero en un lenguaje desconocido que resultaba por completo incomprensible. Las últimas anotaciones del expediente decían que el operador de radio hablaba en lengua, el lenguaje secreto vudú que sólo usaban los iniciados. Le dijeron que harían todo lo posible para contratar a un experto de Haití antes del siguiente viaje de la embarcación.

—Últimamente ha estado apareciendo más oro —comentó el teniente Binswanger cuando regresaron a su despacho, tras abandonar el departamento de identificación, que se encontraba al otro lado de la calle—. Han lanzado cien monedas en una semana sólo en Harlem y Nueva York. ¿Quieren que hagamos algo al respecto? Si se encuentran en lo cierto, y se trata de fondos comunistas, deben de estar entrándolos en el país con bastante rapidez mientras nosotros nos quedamos con el culo pegado a la silla sin hacer nada.

—El jefe dice que de momento tenemos que dejar que sigan con ello —respondió Dexter—. Espero que entremos en acción dentro de poco.

—Bueno, el caso está por completo en sus manos —reconoció Binswanger, de mala gana—. Pero les aseguro que al comisario no le gusta en absoluto tener a ese bastardo cagándole en el escalón de la puerta mientras el señor Hoover se queda sentado en Washington, a sotavento del olor. ¿Por qué no lo acusamos de evasión de impuestos, violación de los servicios de correos, o aparcamiento indebido delante de una boca de incendios o de una alcantarilla? Lo metemos en el calabozo y le damos una buena. Si los federales no quieren ensuciarse las manos, a nosotros nos encantará hacerles ese favor.

—¿Acaso desea crear un alboroto racial? —objetó Dexter con amargura—. No tenemos nada contra él, y usted lo sabe igual que nosotros. Si ese picapleitos negro que tiene no ha conseguido que lo pongan en libertad al cabo de media hora, esos tambores vudú comenzarán a sonar desde aquí hasta la frontera sur. Cuando las cosas llegan a ese punto, todos sabemos lo que ocurre. ¿Recuerda los años treinta y cinco y cuarenta y tres? Ustedes tuvieron que pedir la ayuda de la milicia. Nosotros no solicitamos este caso. El presidente nos lo ha dado y tenemos que continuar con él.

Ya de regreso en el deslucido despacho de Binswanger, recogieron los abrigos y los sombreros.

—De todas formas, gracias por su ayuda, teniente —se despidió Dexter con una cordialidad forzada, cuando se marchaban—; ha sido muy valiosa.

—No hay de qué —respondió Binswanger con tono glacial—. El ascensor está a la derecha. —Cerró con un portazo detrás de ellos.

A espaldas de Dexter, Leiter hizo un guiño a Bond. En silencio, bajaron y se dirigieron hacia la puerta principal, que daba a Center Street.

Ya en la acera, Dexter se volvió a mirarlos.

—Esta mañana he recibido instrucciones de Washington —comentó sin evidenciar emoción alguna—. Parece que debo hacerme cargo de lo que concierne a Harlem, y que ustedes dos tienen que ir mañana a St. Petersburg. Leiter ha de averiguar lo que pueda allí y luego marcharse de inmediato a Jamaica con usted, señor Bond. Es decir —añadió—, si no le importa que lo acompañe. Es su territorio.

—Por supuesto —respondió Bond—. De todas formas iba a preguntarle si vendría conmigo.

—Bien —concluyó Dexter—. En ese caso diré a los de Washington que todo está arreglado. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted? Cualquier comunicación con el FBI deberá establecerse con Washington, por supuesto. Leiter tiene los nombres de todos los hombres de Florida, conoce los códigos y demás.

—Si a Leiter le interesa, y a usted no le importa —comentó Bond—, me gustaría mucho ir hasta Harlem esta noche y echar un vistazo por allí. Quizá resultara de utilidad hacerse una idea de qué aspecto tiene el «patio» de Big.

Dexter se quedó pensativo.

—De acuerdo —respondió al fin—. Probablemente eso no hará ningún daño. Pero no se dejen ver demasiado. Y procuren no exponerse a ningún peligro, porque no habrá nadie que pueda ayudarlos. Y no vayan por ahí alborotándonos las cosas. Este caso no está maduro todavía. Y mientras siga así, nuestra política con el señor Big es la de «vive y deja vivir».

Bond miró a Dexter con aire burlón.

—En mi profesión —dijo—, cuando me tropiezo con un hombre como ese, tengo otra divisa: «vive y deja morir».

Dexter se encogió de hombros.

—Tal vez —respondió—, pero ahora está bajo mis órdenes, señor Bond, y me sentiré complacido si las acata.

—Por supuesto —le aseguró Bond—, y gracias por toda la ayuda que me ha prestado. Espero que tenga suerte con su parte del caso.

Dexter alzó un brazo para detener un taxi. Se estrecharon la mano.

—Hasta pronto, muchachos —fue la breve despedida de Dexter—. Conserven la vida.

El taxi se incorporó al tráfico que ascendía hacia la parte alta de la ciudad. Bond y Leiter se sonrieron el uno al otro.

—Un tipo capaz, diría yo —comentó Bond.

—En su profesión todos lo son —admitió Leiter—. Con tendencia a mostrarse algo pomposos y estirados. Un poco quisquillosos cuando se trata de sus derechos. Siempre están riñendo con nosotros o con la policía. Pero supongo que en Inglaterra tenéis más o menos el mismo problema.

—Desde luego —asintió Bond—. Siempre vamos a contrapelo del MI5, y ellos siempre le pisan los callos a la brigada especial. La de Scotland Yard —aclaró—. Bueno, ¿qué me dices acerca de darnos una vuelta por Harlem esta noche?

—Me parece bien —respondió Leiter—. Te dejaré en el St. Regis y pasaré a recogerte a eso de las seis y media. Te esperaré en el bar King Colé de la planta baja. Supongo que quieres echar un vistazo a ese señor Big —dijo con una sonrisa—. La verdad es que yo también, pero no habría sido conveniente decírselo a Dexter.

Hizo señas para detener un taxi.

—Al St. Regis —ordenó al taxista—. En la esquina de la Quinta Avenida y la Cincuenta y cinco.

Entraron en el automóvil, una caja de hojalata recalentada que olía a humo de cigarro de la semana anterior.

Leiter bajó la ventanilla.

—Pero ¿qué quiere hacer? —preguntó el taxista por encima del hombro—. ¿Matarme de una neumonía?

—Exacto —respondió Leiter—, si con eso evitamos morir en esta cámara de gas.

—Es un tío listo, ¿eh? —dijo el taxista, haciendo chirriar el cambio de marcha. Se quitó una colilla de cigarro masticada de detrás de la oreja—. Tres por veinticinco centavos —declaró con tono ofendido.

—Ha pagado veinticuatro de más —le aseguró Leiter.

El resto del trayecto transcurrió en silencio.

Se separaron al llegar al hotel y Bond subió a su habitación. Eran las cuatro de la tarde. Pidió a la telefonista que lo llamara a las seis. Pasó un rato mirando por la ventana del dormitorio. A su izquierda, el sol se ponía en medio de un incendio de color. En los rascacielos se encendían las luces, convirtiendo la ciudad en un dorado panal de abejas. Abajo, las calles eran ríos de luces de neón carmesí, azul, verde… El viento suspiraba tristemente en el aterciopelado ocaso, confiriendo a la habitación una atmósfera aún más cálida, segura y lujosa. Echó las cortinas y encendió las luces suaves que había encima de la cama. Luego se quitó la ropa y se metió entre las finas sábanas de percal. Pensó en el cortante frío de las calles londinenses, en el calor insuficiente que despedía la estufa de gas de su despacho del cuartel general del Servicio Secreto, en el menú escrito con tiza en la pizarra del pub donde había estado el último día que pasó en Londres: Salchicha gigante al horno con mantequilla y verduras.

Se desperezó con una profunda sensación de placer. Casi de inmediato se quedó dormido.

En Harlem, ante la voluminosa centralita de teléfonos, el Susurro entrecerraba los ojos soñolientos mientras leía el boletín de apuestas. Todas las líneas estaban en silencio. De pronto, una luz brilló a la derecha del panel, una luz importante.

—Sí, jefe —respondió en voz baja a través del auricular.

No habría podido hablar más alto aunque hubiese querido. Había nacido en lo que se dio en llamar la «Manzana del Pulmón», situada entre la Séptima Avenida y la calle Ciento cuarenta y dos, donde las muertes por tuberculosis son dos veces más numerosas que en cualquier otra zona de Nueva York. Ahora sólo le quedaba una parte del pulmón izquierdo.

—Avisa a todos los «Ojos» —respondió una voz lenta, profunda—, que estén alerta a partir de ahora. Tres hombres. —Siguió una breve descripción de Leiter, Bond y Dexter—. Es posible que aparezcan por aquí esta noche o mañana. Diles que vigilen sobre todo desde la Primera a la Octava y las otras avenidas. También los locales nocturnos, por si acaso no los ven cuando lleguen. No deben molestarlos. Que me llamen cuando los tengan localizados. ¿Entendido?

—Sí, señor, jefe —respondió el Susurro, con la respiración acelerada.

La otra voz calló. El telefonista cogió un manojo de clavijas y, al cabo de unos segundos, la centralita despertó a la vida con parpadeantes luces. En voz baja, apremiante, comenzó a susurrar en el anochecer.

A las seis en punto, el ronroneo del teléfono despertó a Bond. Tomó una ducha fría y se vistió con sumo cuidado. Se puso una llamativa corbata a rayas, y en el bolsillo pectoral de la americana metió un pañuelo de hierbas, dejando un buen trozo a la vista. Se ajustó la sobaquera de ante sobre la camisa de modo que pendiera a unos siete centímetros por debajo de la axila. Accionó varias veces el cerrojo de la Beretta hasta que las ocho balas quedaron sobre la cama. Luego las metió de nuevo en el cargador, introdujo este en el arma, le puso el seguro y la enfundó en la sobaquera.

Cogió los mocasines, les palpó la punta y los sopesó. A continuación metió una mano debajo de la cama y sacó un par de sus propios zapatos que había tenido la precaución de dejar fuera de la maleta que, llena con sus pertenencias, el FBI se había llevado aquella mañana.

Se los puso y se sintió mejor equipado para enfrentarse con la velada.

Por debajo del cuero, las punteras eran de acero.

A las seis y veinticinco bajó al bar King Colé y se sentó a una mesa cerca de la entrada y contra la pared. Pocos minutos más tarde entró Félix Leiter. Bond apenas lo reconoció. Su mata de cabello pajizo era negra como el azabache. Llevaba un deslumbrante traje azul con camisa blanca y corbata de lunares blanca y negra.

Leiter se sentó al tiempo que le dedicaba una ancha sonrisa.

—De repente he decidido tomarme a esa gente en serio —explicó—. Esto es sólo un baño de color. Se me quitará por la mañana. Al menos eso espero —añadió.

Leiter pidió dos martinis secos poco cargados y con sendas rodajas de limón. Especificó que los quería con ginebra House of Lords y Martini Rossi. El sabor de la ginebra estadounidense, de graduación mucho más alta que la inglesa, era demasiado áspero para Bond. Pensó que debería ser cuidadoso con lo que bebiera aquella noche.

—En la zona adonde vamos, tendremos que mantenernos alerta —comentó Félix Leiter, haciéndose eco de los pensamientos de Bond—. Últimamente, Harlem se parece mucho a una selva. La gente ya no va tanto por allí como solía hacer. Antes de la guerra, al final de la velada, uno iba a Harlem igual que va a Montmatre cuando está en París. A los habitantes de la zona les encantaba aceptar el dinero de los visitantes. Era habitual entrar en la sala Savoy a mirar cómo bailaba la gente. Tal vez te ligabas a una negra clara, aunque te arriesgaras a pagar luego las facturas del médico. Todo eso ha cambiado. Al barrio de Harlem ya no le gusta ser observado. Muchos de los locales han cerrado, y te dejan entrar en los otros por pura tolerancia. A veces te sacan fuera de una oreja por el mero hecho de ser blanco. Y tampoco la policía te demuestra mucha simpatía.

Leiter cogió la rodaja de limón que había dentro de su martini y la masticó con aire reflexivo. El bar empezaba a llenarse de gente. Era un local cálido y amistoso, pensó Leiter, muy diferente del ambiente hostil y cargado de tensión de los locales de ocio para negros en los cuales estarían bebiendo más tarde.

—Por suerte —continuó el agente de la CIA—, a mí los negros me caen bien y ellos, de alguna manera, se dan cuenta. Yo era bastante aficionado a Harlem. Escribí algunos artículos sobre el jazz Dixiland[15] para el Amsterdam News, uno de los periódicos locales. Y también una serie para la North American Newspaper Alliance sobre el teatro negro en torno a la época en que Orson Welles estrenó su versión de Macbeth en el Lafayette, con el reparto compuesto sólo por negros. Así que sé cómo moverme por ese barrio.

Y admiro la manera en que están abriéndose camino en el mundo, aunque sólo Dios sabe cuándo van a acabar de conseguirlo.

Acabaron las bebidas y Leiter pidió la cuenta.

—Por supuesto que hay malos bichos entre ellos —dijo—. Algunos de los peores que existen. Harlem es la capital del mundo negro. En cualquier grupo de medio millón de personas encontrarás un montón de sinvergüenzas. El problema que tenemos con nuestro señor Big reside en que es un técnico infernalmente bueno, gracias a su formación en la oficina del Servicio Estratégico y al entrenamiento que recibió en Moscú. Y debe de estar muy bien organizado.

Leiter pagó la cuenta y se encogió de hombros.

—Vamos allá —dijo—. Nos divertiremos un poco e intentaremos volver de una pieza. A fin de cuentas, para eso nos pagan. Cogeremos un autobús en la Quinta Avenida. No encontraremos muchos taxis que quieran acercarse por allí después del anochecer.

Salieron del cálido hotel y recorrieron los pocos pasos que los separaban de la parada del autobús.

Estaba lloviendo. Bond se subió el cuello del abrigo y dirigió la mirada a la derecha, hacia Central Park, en dirección a la oscura ciudadela que albergaba la casa del Big Man.

Las fosas nasales de Bond se dilataron levemente. Anhelaba entrar en busca de aquel hombre. Se sentía fuerte, entero y seguro de sí mismo. La velada, como un libro, aguardaba a que él la abriera y leyera, página a página, palabra a palabra.

Ante sus ojos, la lluvia caía en ráfagas rápidas e inclinadas, como letra cursiva sobre la negra cubierta de una obra aún sin abrir que ocultaba el secreto de las horas que se avecinaban.