Terror por mar
Aún no era de día cuando los guardianes llegaron a buscarlos. Cortaron las cuerdas que les ataban los tobillos y, con los brazos aún ligados a la espalda, hicieron que ascendieran por el resto de la escalera hasta la superficie.
Se detuvieron entre los árboles dispersos, y Bond aspiró el fresco aire de la mañana. Miró por entre los árboles hacia el este y vio que allí las estrellas estaban más pálidas y el horizonte luminoso con el romper del alba. El canto nocturno de los grillos había casi cesado, y en alguna parte del islote un sinsonte balbuceó sus primeras notas.
Calculó que eran alrededor de las cinco y media.
Permanecieron allí de pie varios minutos. Algunos negros pasaban junto a ellos con bultos y macutos de jipijapa, charlando entre ellos con alegres susurros. Las puertas del grupo de chozas con techo de palma habían quedado abiertas y oscilaban. Los negros avanzaban hasta el borde del acantilado situado a la derecha de donde se encontraban Bond y Solitaire y desaparecían por él. No regresaban. Se trataba de una evacuación. La totalidad de la guarnición del islote levantaba campamento.
Bond frotó a la muchacha con su hombro sano desnudo y ella se apretó contra él. En comparación con el aire viciado del encierro, allí hacía frío y él se estremeció. Pero era mejor estar en movimiento, en lugar de que se prolongara el suspenso abajo.
Ambos sabían lo que se debía hacer, cuál era la naturaleza de la apuesta.
Cuando Big los dejó a solas, Bond no perdió un instante. Entre susurros, habló a Solitaire de la mina magnética que estaba adherida a un flanco del barco, lista para explotar pocos minutos después de las seis, y le explicó los factores que determinarían quién iba a morir esa mañana.
En primer lugar contaba con la manía de Big por la exactitud y la eficiencia. El Secatur debería zarpar a las seis en punto. Además, no debía haber ni una sola nube, o la visibilidad en el alba no sería suficiente para que el barco atravesara el arrecife, y Big pospondría la salida. Si Bond y Solitaire se encontraban en el embarcadero junto al yate, morirían con su enemigo.
Suponiendo que el yate zarpara a la hora en punto, ¿a qué distancia, por detrás y a un lado, serían remolcados los cuerpos de ellos? Tendrían que situarlos a babor[37] para que el paraván no topara con el islote. Bond calculaba que el cable que uniría al paraván con el barco tendría unos cincuenta metros de largo, y que a ellos los remolcarían a unos veinte o treinta metros por detrás del paraván.
Si estaba en lo cierto, serían arrastrados por encima del arrecife unos cincuenta metros después de que el Secatur hubiese salido del canal. Era probable que se aproximara a la salida a unos tres nudos de velocidad, para luego acelerar hasta diez, o incluso veinte. Al principio, sus cuerpos serían alejados del islote en un arco lento, describiendo giros y meandros en el extremo de la cuerda. Después el paraván se enderezaría y, cuando el barco hubiese pasado por encima del arrecife, ellos aún estarían acercándose a él. Luego el paraván cruzaría el arrecife cuando el barco se hallara a unos cuarenta metros más alejado, y ellos lo seguirían.
Bond se estremeció al pensar en el destrozo de que serían objeto sus cuerpos si eran arrastrados a cualquier velocidad sobre los diez metros de rocas y árboles de coral, afilados como navajas de afeitar. Les rajarían la espalda y las piernas.
Una vez al otro lado del arrecife, serían un enorme cebo sangrante, y sólo pasarían escasos minutos antes de que el primer tiburón o la primera barracuda los atacara.
Entretanto, Big iría sentado cómodamente en la cámara de popa, contemplando el sangriento espectáculo, tal vez con unos prismáticos, y contaría los minutos y segundos a medida que los cuerpos fueran haciéndose más y más pequeños hasta que, por último, los peces lanzaran dentelladas a la cuerda manchada de sangre.
Hasta que no quedara nada de ellos.
A continuación izarían el paraván a bordo y el yate seguiría navegando con elegancia hacia los cayos de Florida, Cabo Sable y el embarcadero bañado por el sol del puerto de St. Petersburg.
Y si la mina explotaba mientras aún se encontraban en el agua, a tan sólo cincuenta metros del barco, ¿cuál sería el efecto de la onda expansiva sobre sus cuerpos? Tal vez no fuese mortal. El casco del barco absorbería la mayor parte de la misma. Quizá el arrecife los protegiera.
Bond sólo podía hacer conjeturas y abrigar esperanzas.
Por encima de todo, debían permanecer con vida hasta el último segundo posible. Tenían que continuar respirando mientras eran arrastrados, como un paquete vivo, por el mar. Mucho dependía de la forma en que los ataran juntos. Big querría conservarlos con vida. No le interesaría un cebo muerto.
Si aún seguían vivos cuando la primera aleta de tiburón apareciera en la superficie detrás de su estela, Bond decidió fríamente que ahogaría a Solitaire. Lo haría poniendo su cuerpo sobre el de ella para mantenerle la cabeza bajo el agua. Luego intentaría ahogarse él mismo situando el cadáver de la muchacha sobre su cuerpo para quedar bajo la superficie.
Una pesadilla surgía con cada giro de sus pensamientos, un horror nauseabundo ante cada espantoso aspecto de la monstruosa tortura y muerte que aquel hombre había inventado para ellos. Pero Bond sabía que debía mantenerse frío y absolutamente decidido para luchar por la vida de ambos hasta el final. Al menos lo reconfortaba saber que Big y la mayoría de sus hombres morirían también. Y abrigaba una chispa de esperanza de que él y Solitaire pudieran sobrevivir. A menos que la mina fallara, para el enemigo no existía esperanza semejante.
Todo eso, y un centenar de otros detalles y planes más, pasó por la mente de Bond durante la última hora transcurrida antes de que los hicieran ascender por la escalera hasta la superficie. Compartió con Solitaire todas sus esperanzas, pero ninguno de sus temores.
Solitaire había permanecido tendida frente a Bond, con los cansados ojos azules fijos en él, obediente, confiada, deleitándose, dócil y amorosa, con su rostro, tan masculino, y con sus palabras.
—No te preocupes por mí, cariño —le había dicho cuando los hombres bajaron a buscarlos—. Estoy muy feliz por encontrarme contigo otra vez. Mi corazón se siente colmado. Por algún motivo que ignoro, no tengo miedo, a pesar de que hay mucha muerte muy cerca de nosotros. ¿Me amas un poco?
—Sí —respondió Bond—. Y disfrutaremos de nuestro amor.
—Arriba —les había ordenado uno de los negros.
Y ahora, ya en la superficie, la luz iba en aumento. Procedente del pie del acantilado, Bond oyó el sonido de los motores diesel al arrancar, seguido de su rugido. Por barlovento[38] llegaba un suave soplo de brisa, pero a sotavento[39], donde estaba anclado el barco, el mar era un espejo de bronce de cañones.
Big apareció en lo alto de la escalera con un maletín de cuero en una mano. Se detuvo un momento a mirar en torno y recobrar el aliento. No prestó atención a Bond y Solitaire, ni a los dos guardianes que se encontraban junto a ellos, armados con revólveres.
Alzó la vista al cielo y de repente gritó, con voz clara y potente, hacia el borde del sol que asomaba:
—Gracias, sir Henry Morgan. Tu tesoro será bien empleado. Danos un buen viento.
Los guardianes negros abrieron los ojos de par en par.
—Es el viento del enterrador —comentó Bond.
Big lo miró.
—¿Todos están abajo? —les preguntó a los guardianes.
—Sí, señor, jefe —respondió uno de ellos.
—Traedlos —ordenó Big.
Avanzaron hasta el borde del acantilado y descendieron por las empinadas escaleras, con un guardián delante y otro detrás. Big los seguía.
Los motores de la elegante y larga embarcación giraban silenciosos, el tubo de escape emitía un borboteo glutinoso, y un jirón de humo azul se alzaba a popa.
En el embarcadero había dos hombres junto a las amarras. Sobre el puente se veían sólo tres negros, además del capitán y el navegante situados en el aerodinámico puente. No había sitio para más. Todo el espacio disponible en cubierta, dejando a un lado la silla de pesca sujeta a la derecha de la popa, estaba lleno de acuarios. Habían arriado la bandera de la marina mercante y sólo quedaba la estadounidense, que pendía inmóvil a popa.
A pocos metros del barco, el paraván rojo en forma de torpedo de unos dos metros de largo, flotaba en el agua, color aguamarina a la luz de la aurora. Estaba unido a una alta pila de cable metálico, enrollado sobre el suelo de la cubierta de popa. Bond calculó que tendría unos buenos cincuenta metros de largo. El agua estaba transparente como el cristal y no se veían peces por las inmediaciones.
El viento del enterrador había amainado. Muy pronto, el viento del médico comenzaría a soplar desde el mar. ¿Cuánto tardaría?, se preguntó Bond. ¿Era un buen augurio?
A lo lejos, más allá del barco, Bond distinguió el tejado de Beau Desert entre los árboles, pero el embarcadero, el yate y el sendero del acantilado seguían sumidos en profundas sombras. Bond se preguntó si desde allí los verían a ellos con los prismáticos de visión nocturna. Y de ser así, ¿qué estaría pensando Strangways?
Big se quedó un momento en el embarcadero y supervisó cómo los ataban.
—Desnúdala —ordenó al guardián de Solitaire.
Bond comenzó a sentir miedo. Miró de reojo el reloj de Big. Eran las seis menos diez. Guardó silencio. No tenía que producirse ni un solo minuto de retraso.
—Echa las ropas a bordo —dijo Big—. Átale algunas tiras a él alrededor del hombro. No quiero que haya sangre en el agua… todavía.
Cortaron la ropa de Solitaire con un cuchillo y se la quitaron. Quedó de pie sobre el embarcadero, desnuda y pálida. Dejó caer la cabeza hacia delante y el abundante cabello negro se balanceó colgando sobre su rostro. El hombro de Bond fue envuelto con brusquedad en tiras de la falda de lino de la joven.
—¡Hijo de puta!… —exclamó Bond entre los dientes apretados.
Según las instrucciones de Big, les desataron las manos. Unieron sus cuerpos, cara a cara, con los brazos de uno en torno a la cintura del otro, y luego volvieron a atárselas con fuerza.
Bond sintió la suave respiración de la muchacha, que tenía pegada al cuerpo. Solitaire apoyaba el mentón en el hombro derecho de él.
—Yo no quería que las cosas salieran así —susurró a Bond con voz trémula.
Él no respondió. Apenas percibía el contacto del cuerpo de ella. Estaba contando los segundos.
Sobre el embarcadero había un montón de cuerda que acababa en el paraván. Un extremo de la misma colgaba hacia abajo desde el muelle, y Bond vio que recorría el fondo de arena hasta ascender para unirse al vientre del rojo torpedo.
El extremo libre de la misma fue pasado por debajo de las axilas de ambos y anudado en el espacio que quedaba entre sus cuellos. Todo fue hecho con extremo cuidado. No había escapatoria posible.
Bond continuaba contando los segundos. Llegó hasta las seis menos cinco.
Big les echó una última mirada.
—Podéis dejarles las piernas libres —dijo—. Resultarán una carnada apetitosa. —Pasó del embarcadero a la cubierta del yate.
Los dos guardianes subieron a bordo. Los dos negros del embarcadero soltaron las amarras y los siguieron. Las hélices agitaron las quietas aguas y, con los motores avante a medio gas, el Secatur se alejó velozmente del islote.
Big se encaminó a popa y se sentó en su silla de pesca. La pareja atada veía los ojos del hombre fijos en ellos. No dijo nada. Ni hizo gesto alguno. Se limitó a observar.
El Secatur surcaba las aguas en dirección al arrecife. Bond podía ver cómo serpenteaba a un lado el cable del paraván. Este último comenzó a moverse con suavidad tras la embarcación. De pronto hundió el morro en el agua, para luego enderezarse y deslizarse a mayor velocidad, mientras su timón lo alejaba de la estela del barco.
El montón de cuerda enrollada que tenían al lado despertó de repente a la vida.
—¡Cuidado! —advirtió Bond con tono apremiante, mientras aferraba a la muchacha con más fuerza aún.
El tirón que los hizo volar del embarcadero al mar casi les dislocó los brazos.
Durante un segundo quedaron sumergidos, y luego ascendieron a la superficie, donde sus cuerpos unidos comenzaron a romper las aguas.
Bond tragaba bocanadas de aire para respirar entre las olas y el agua pulverizada que pasaban a toda velocidad por su boca torcida. Entonces oyó la trabajosa respiración de Solitaire junto a él.
—¡Respira, respira! —gritó por encima del agua—. Traba tus piernas con las mías.
Solitaire lo oyó, y él sintió la rodilla de ella metiéndose entre sus muslos. La joven sufrió un ataque de tos, pero luego su respiración se hizo más regular contra el oído de él, y su corazón dejó de latir con tanta violencia contra el pecho de Bond. Al mismo tiempo, la velocidad a la que eran arrastrados disminuyó.
—¡Aguanta la respiración! —gritó Bond—. Tengo que echar un vistazo. ¿Lista?
Una presión de sus brazos le dio la respuesta. Sintió que ella hinchaba el pecho para llenarse los pulmones de aire.
Con el peso de su cuerpo, hizo girar a la muchacha de modo que su propia cabeza quedaba ahora bien fuera del agua y la joven debajo de él.
Avanzaban con lentitud a unos tres nudos. Bond giró la cabeza por encima de la pequeña ola frontal que levantaban sus cuerpos.
El Secatur estaba penetrando en el canal que atravesaba el arrecife, situado a unos ochenta metros de distancia, calculó. El paraván se deslizaba con lentitud, casi en ángulo recto con respecto al barco. Otros treinta metros y el torpedo rojo entraría en las aguas que rompían sobre el arrecife. Treinta metros más atrás, ellos avanzaban con lentitud por la superficie de la bahía.
Faltaban sesenta metros para que llegaran al arrecife.
Bond volvió a girar el cuerpo y Solitaire salió a flote, con la boca abierta en busca de aire.
Continuaron avanzando con lentitud por las aguas.
Cinco metros, diez, quince, veinte.
Sólo quedaban cuarenta metros antes de que chocaran contra el coral.
Sin duda, el Secatur acababa de superar el arrecife. Bond tomó aire. Tenían que ser ya más de las seis. ¿Qué diablos había ocurrido con la condenada mina? Bond rezó una ferviente oración mental. «Que Dios nos proteja», pensó mirando al agua.
De pronto sintió que la cuerda se tensaba debajo de sus brazos.
—¡Respira, Solitaire, respira! —gritó cuando se ponían en marcha y el agua comenzaba a pasar zumbando junto a ellos.
Ahora volaban por encima del mar hacia el arrecife.
Se produjo un alto breve. Bond conjeturó que el paraván habría chocado contra una roca o un trozo de coral superficial. Luego sus cuerpos fueron arrastrados de nuevo en el mortal abrazo.
Faltaban treinta metros, veinte, diez.
«Jesucristo —pensó Bond—. Va a sucedernos». Preparó sus músculos para recibir el demoledor dolor lacerante de los cortes e hizo que Solitaire subiera un poco más por encima de él, con el fin de protegerla de la peor parte.
De repente, el aire abandonó silbando sus pulmones y un puño gigante lo lanzó de golpe contra Solitaire con tal fuerza que ella salió del mar por encima de él y volvió a caer. Segundos después, un relámpago iluminó el cielo y sonó el trueno de una explosión.
Se detuvieron en seco dentro del agua y Bond sintió que el peso de la cuerda, ahora floja, los arrastraba hacia las profundidades.
Las piernas se hundieron debajo de su insensibilizado cuerpo y le entró agua en la boca.
Eso hizo que recobrara el conocimiento. Pateó con fuerza y las bocas de ambos se elevaron sobre la superficie. La joven era un peso muerto entre sus brazos. Pataleó en el agua con desesperación y miró alrededor, manteniendo la cabeza de Solitaire a flote, apoyada sobre el hombro.
Lo primero que vio fueron las arremolinadas aguas del arrecife a menos de cinco metros de distancia. Sin la protección de coral, ambos habrían sido aplastados por la onda expansiva de la explosión. Sintió en las piernas el empuje y los remolinos de las corrientes del arrecife. Retrocedió desesperadamente hacia las rocas, aspirando el aire a grandes bocanadas cuando podía. El pecho le estallaba a causa del esfuerzo, y veía el cielo a través de un velo rojo. La cuerda lo arrastraba hacia abajo y el cabello de la muchacha se le metía en la boca e intentaba ahogarlo.
De pronto sintió el afilado arañazo del coral contra las piernas. Pateó y tanteó con los pies en busca de un punto donde apoyarlos, rajándoselos a cada movimiento.
Apenas sentía el dolor.
Ahora le estaba desollando la espalda y los brazos. Forcejeó con torpeza mientras los pulmones amenazaban con estallarle dentro del pecho. Entonces sintió un lecho de agujas debajo de los pies. Apoyó todo su peso sobre él, inclinándose hacia atrás para impedir que los fuertes remolinos los arrastraran fuera de allí. Los pies se mantuvieron, y notó que a sus espaldas tenía una roca. Se apoyó, jadeante, con la sangre manando a su alrededor y dispersándose en el agua, sujetando contra sí el frío cuerpo de la muchacha que apenas respiraba.
Durante un minuto descansó, agradecido, con los ojos cerrados y la sangre latiendo con fuerza por sus extremidades, mientras tosía dolorosamente y esperaba que sus sentidos se centraran de nuevo. Su primer pensamiento fue para la sangre que había en el agua alrededor de sus cuerpos. Pero calculó que los peces grandes no se aventurarían a entrar en el arrecife. De todas formas, nada podía hacer para remediarlo.
Luego miró hacia el mar abierto.
No se veía ni rastro del Secatur.
Allá, en el cielo, una nube de humo en forma de seta comenzaba a derivar, con el viento del médico, hacia tierra.
La superficie del agua estaba sembrada de objetos y de unas pocas cabezas que se sacudían aquí y allá, y todo el mar destellaba con los vientres blancos de los peces que habían muerto o resultado aturdidos a causa de la explosión. El aire estaba cargado de un fuerte olor a explosivos. Al borde de los restos, el paraván flotaba en calma, con el casco hacia abajo, anclado por el cable cuyo otro extremo debía yacer en algún punto del fondo. Fuentes de burbujas rompían la espejada superficie del mar.
En la periferia del círculo de cabezas que se mecían y peces muertos, algunas aletas triangulares surcaban veloces las aguas. Mientras Bond observaba, aparecieron más. En una ocasión vio un enorme morro que salía del agua y se cerraba sobre algo. Las aletas levantaban nubes de agua al moverse con rapidez entre los restos del barco. Dos brazos negros se alzaron de repente en el aire y luego desaparecieron. Se oían gritos. Dos o tres pares de brazos comenzaron a azotar el agua en dirección al arrecife. Uno de los hombres dejó de batir con las palmas de las manos el agua que tenía delante. A continuación, las manos desaparecieron bajo la superficie. Entonces, también él comenzó a gritar, y su cuerpo se sacudió de aquí para allá dentro del agua. «Las barracudas que se lanzan contra él», dijo la aturdida mente de Bond.
Pero una de las cabezas se acercaba cada vez más a la pequeña sección de arrecife donde él se encontraba, con las pequeñas olas rompiendo contra sus axilas y el cabello negro de la muchacha colgándole a la espalda.
Se trataba de una cabeza grande, con el rostro cubierto por un velo de sangre que le bajaba de una herida abierta en el gran cráneo calvo.
Bond la observó acercarse.
Big nadaba con torpes brazadas, agitando el agua lo suficiente para atraer a cualquier pez que no estuviera ya ocupado.
Bond se preguntó si lo conseguiría. Sus ojos se entrecerraron y su respiración se hizo más lenta mientras contemplaba la escena, a la espera de que el cruel mar tomara una decisión.
La cabeza que se agitaba se acercó más. Bond vislumbró los dientes, que se hicieron visibles debido a un rictus de agonía y de esfuerzo frenético. La sangre velaba a medias los ojos que Bond sabía que estarían saliéndose de las órbitas. Casi oía cómo latía con fuerza el enorme corazón enfermo bajo la piel negra grisácea. ¿Acaso fallaría antes de que alguien mordiera el cebo?
Big continuaba nadando. Tenía los hombros desnudos; la explosión le había arrancado la ropa, supuso Bond, pero la corbata de seda negra había permanecido en su sitio y flotaba en torno al grueso cuello detrás de la cabeza como una coleta de chino.
Un salpicón de agua le limpió parte de la sangre que le cubría los ojos. Los tenía abiertos de par en par, mirando fijamente hacia Bond con expresión enloquecida. No contenían ninguna súplica de ayuda, sólo una mirada fija de agotamiento físico.
Mientras Bond los contemplaba, ahora a apenas diez metros de distancia, se cerraron de repente y el enorme rostro se distorsionó en una mueca de dolor.
—¡Aarrrg! —exclamó la boca contorsionada.
Ambos brazos dejaron de agitar el agua y la cabeza desapareció bajo la superficie y volvió a emerger. Una nube de sangre oscureció el mar. Dos marrones y esbeltas sombras, de aproximadamente un metro ochenta de largo, retrocedieron desde la nube, para luego lanzarse de nuevo hacia ella. El cuerpo que había en el agua se movió a un lado con brusquedad. La mitad del brazo izquierdo de Big salió del agua. No tenía mano, ni muñeca, ni reloj de pulsera.
Pero la enorme cabeza de nabo, con aquella boca abierta por completo y llena de dientes blancos que casi la partía por la mitad, continuaba viva. Y gritaba, un largo grito gorgoteante que sólo se interrumpía cada vez que una barracuda embestía el cuerpo que se bamboleaba bajo la superficie.
En la bahía que quedaba detrás de Bond se oyó un grito distante, pero él no le prestó la menor atención. Todos sus sentidos estaban concentrados en el horror que se desarrollaba en las aguas delante de sus ojos.
Una aleta surcó la superficie a unos pocos metros de distancia y se detuvo.
Bond percibió al tiburón tenso como un perro de caza; los rosados ojos de botón, cortos de vista, intentaban penetrar la nube de sangre y sopesar a la presa. Luego salió disparado hacia el pecho del hombre, y la cabeza que gritaba se hundió tan de repente como el corcho de una línea de pesca.
Algunas burbujas ascendieron a la superficie.
Una cola afilada con manchas marrones se agitó cuando el enorme tiburón leopardo retrocedió para tragar el bocado y atacar otra vez.
La cabeza volvió a salir flotando a la superficie. La boca estaba cerrada. Los amarillos ojos parecían mirar aún a Bond.
Entonces el morro del tiburón salió del agua y se lanzó hacia la cabeza con la curva mandíbula inferior tan abierta que los dientes destellaron al sol. Se oyó un gruñido del animal acompañado por otro de masticación y luego se hizo el silencio.
Los ojos de pupilas dilatadas de Bond continuaron mirando fijamente la mancha oscura, que cada vez se agrandaba más sobre el mar.
La muchacha gimió y atrajo su atención.
Detrás de él sonó otro grito, y entonces Bond volvió la cabeza hacia la bahía.
Era Quarrel, cuyo lustroso pecho pardo se encumbraba sobre el esbelto casco de una canoa mientras sus brazos movían el remo de pala; a bastante distancia detrás de él, todas las otras canoas de Shark Bay se deslizaban como chinches de agua sobre las pequeñas ondas que comenzaban a rizar la superficie.
Los frescos vientos alisios del noreste habían empezado a soplar y el sol brillaba sobre las aguas azules y las laderas verde claro de Jamaica.
Las primeras lágrimas desde que era niño asomaron a los ojos gris azulado de James Bond y se deslizaron por sus demacradas mejillas hasta caer al mar tinto en sangre.