Una entrevista con M
Hacía pocos minutos que le habían llevado el Bentley descapotable gris —el modelo de 1933 de cuatro litros y medio con sobrealimentador Amherst Villiers— del garaje donde lo guardaba, y el motor se había puesto en marcha de inmediato al pulsar el botón de arranque automático. Encendió los faros antiniebla gemelos y condujo con sumo cuidado por King’s Road para luego subir por Sloane Street hasta el Hyde Park.
El jefe de Estado Mayor de M lo había telefoneado a medianoche para decirle que M quería verlo a las nueve de la mañana siguiente.
—Ya sé que es un poco temprano —se disculpó—, pero parece que quiere que alguien entre en acción. Hace varias semanas que lo está rumiando, y supongo que por fin ha tomado una decisión.
—¿Alguna pista que puedas darme por teléfono?
—A de Antillas y C de Caracas —respondió el jefe de Estado Mayor, y colgó.
Eso significaba que el caso se hallaba relacionado con las secciones A y C del Servicio Secreto que estaban a cargo de Estados Unidos y del Caribe. Bond había trabajado durante algún tiempo en la sección A durante la guerra, pero sabía muy poco de la C o de sus problemas.
Mientras avanzaba con lentitud junto al bordillo a través de Hyde Park, acompañado por el lento tamborileo del tubo de escape de cinco centímetros de largo, se sentía emocionado ante la perspectiva de su entrevista con M, el hombre notable que entonces era, y aún es, jefe del Servicio Secreto. No había visto aquellos fríos y astutos ojos desde finales del verano. En aquella ocasión, M se mostró complacido.
«Tómese unas vacaciones —le dijo—. Unas vacaciones largas. Y luego vaya a que le hagan un injerto de piel en el dorso de esa mano. Q. le dirá cuál es el mejor cirujano y le concertará una visita con él. No puedo permitir que ande por ahí con esa maldita marca de fabricación rusa encima. Veré si puedo conseguirle un buen objetivo para cuando esté otra vez en condiciones. Buena suerte».
La reconstrucción de la piel de la mano había sido indolora, pero lenta. Le borraron las finas cicatrices de la letra rusa que representa el sonido SCH, la primera letra de Spion (espía); al pensar en el hombre que se la había grabado con un estilete, Bond apretó el volante con ambas manos.
¿Qué estaba sucediendo con la brillante organización de la cual era agente el hombre del estilete, el organismo soviético de venganza llamado SMERSH, abreviatura de Smyert Spionam (Muerte a los Espías)? ¿Era aún tan poderosa, tan eficiente como antes? ¿Quién la controlaba ahora que Beria[7] había desaparecido? Después del espectacular caso de juego en el que se había visto implicado en Royale-les-Eaux, Bond había jurado devolverles el golpe. Así se lo había dicho a M durante aquella última entrevista. ¿Acaso esta cita con M iba a ponerlo en la senda de la venganza?
Los ojos de Bond se entrecerraron fijos en la lobreguez de Regent’s Park, y su rostro asumió una expresión dura y cruel iluminado por la débil luz del salpicadero del coche.
Entró en la callejuela que había en la parte trasera del alto edificio descolorido, entregó el coche a uno de los conductores de paisano pertenecientes al cuerpo y rodeó la construcción para entrar por la puerta principal. Cogió el ascensor hasta la última planta, y allí recorrió el pasillo de gruesa moqueta que tan bien conocía, hasta llegar a la puerta inmediata a la de M. El jefe de Estado Mayor lo esperaba y de inmediato anunció su llegada a M a través del intercomunicador.
—007 ya ha llegado, señor.
—Hágalo pasar.
La deseable señorita Moneypenny, la todopoderosa secretaria personal de M, le dedicó una sonrisa alentadora cuando atravesaba la doble puerta. De inmediato se encendió la luz verde en lo alto de la pared de la sala que acababa de abandonar. M no debía ser molestado mientras permaneciera encendida.
Una lámpara de lectura con pantalla de cristal verde proyectaba su luz sobre la superficie de cuero rojo del amplio escritorio. El resto de la habitación permanecía en sombras a causa de la niebla que cubría el exterior de las ventanas.
—Buenos días, 007. Echemos una mirada a esa mano. No está mal. ¿De dónde sacaron la piel para el injerto?
—De la parte superior del antebrazo, señor.
—Hum. Le crecerá el vello un poco más grueso de lo normal, y rizado. En fin, eso es inevitable. De momento tiene buen aspecto. Siéntese.
Bond rodeó la única silla encarada con M al otro lado del escritorio. Los ojos grises lo miraron directamente, lo atravesaron.
—¿Ha disfrutado de un buen descanso?
—Sí, gracias, señor.
—¿Ha visto alguna vez una de estas? —Con gesto abrupto, M sacó algo del bolsillo de su chaleco que arrojó al centro del escritorio, en dirección a Bond, donde cayó con un débil golpecito sobre la superficie de cuero y quedó allí, brillando suntuosamente; se trataba de una moneda de oro batido de dos centímetros y medio de diámetro.
Bond la recogió, la volvió en la mano y la sopesó.
—No, señor. Debe de valer unas cinco libras, tal vez.
—Quince para un coleccionista. Es una Rose Noble[8] de Eduardo IV.
M volvió a meter los dedos en el bolsillo del chaleco y sacó otras magníficas monedas de oro que fue arrojando una a una sobre el escritorio ante Bond. Antes les echaba una mirada y las identificaba.
—Una excelente mayor[9] española acuñada por Fernando e Isabel, de 1510; un Ecu du Soleil francés, acuñado por Carlos IX en 1574; ecu d’or doble francés de Enrique IV, 1600; un ducado doble español de Felipe II, 1560; un ryder holandés, de Carlos d’Egmond, 1538; un cuádruple genovés de 1617; un Luis, á la meche courte francés, de Luis XIV, 1644… Valdrían muchísimo dinero si fueran fundidas. Y valen todavía más como están, para los coleccionistas, entre diez y veinte libras esterlinas cada una. ¿Advierte algo en común entre todas ellas?
Bond reflexionó.
—No, señor.
—Todas fueron acuñadas antes de 1650. Morgan el Sanguinario, el pirata, fue gobernador y comandante en jefe de Jamaica entre 1674 y 1683. La moneda inglesa es la excepción del conjunto. Quizá porque formaba parte de un envío destinado a pagar a la guarnición de Jamaica. Pero de no ser por ella y por las fechas, estas monedas podrían proceder de cualquier otro tesoro hallado recientemente, de los que escondían los grandes piratas como L’Ollonais, Pierre el Grande, Sharp, Sawkins, Barbanegra. Según están las cosas, y tanto Spinks como el Museo Británico se muestran de acuerdo en este punto, las monedas pertenecen con casi total seguridad al tesoro de Morgan el Sanguinario.
M hizo una pausa para llenar la pipa y encenderla. No invitó a Bond a que fumara un cigarrillo, y este no habría soñado siquiera con hacerlo sin ser autorizado.
—Y debe de tratarse de un tesoro condenadamente grande. Hasta el momento, unas mil monedas como estas o similares han aparecido en Estados Unidos durante los últimos meses. Y si la sección especial de Hacienda y el FBI han descubierto un millar, ¿cuántas no habrán sido fundidas o habrán desaparecido para formar parte de colecciones privadas? Y no dejan de entrar en el país, aparecen en bancos, en manos de comerciantes de oro y plata, en tiendas de curiosidades; pero, sobre todo, en las casas de empeño, por supuesto. El FBI se encuentra en un verdadero aprieto. Si lo incluyen en los informes policiales como propiedad robada, saben que la fuente de procedencia se cerrará. Las fundirán en lingotes de oro que canalizarán directamente a través del mercado negro. Tendrán que sacrificar el valor como antigüedad de las monedas, pero el oro pasará de inmediato a circular clandestinamente. Al parecer, alguien está utilizando a los negros (mozos de estación, revisores de coches cama, camioneros) para esparcir las monedas por todos los estados. Se trata de personas del todo inocentes. Aquí tiene un caso típico.
M abrió una carpeta marrón que lucía la estrella roja de alto secreto y de ella sacó una hoja de papel. Por transparencia, mientras M la sujetaba en el aire, Bond leyó el encabezamiento grabado: «Ministerio de Justicia. Oficina Federal de Investigación[10]».
—«Zachary Smith —comenzó a leer M—, 35 años, negro, miembro de la hermandad de mozos de equipaje de coches cama, domiciliado en el 90b de West 126th Street, Nueva York». —M alzó la vista y añadió—: Harlem[11]. «El sujeto fue identificado por Arthur Fein (de las Joyerías Fein), del 870 de la avenida Lenox, como la persona que el 21 de noviembre próximo pasado le ofreció cuatro monedas de oro de los siglos XVI y XVII (se adjuntan detalles). Fein le ofreció cien dólares, precio que el hombre aceptó. Al ser interrogado más tarde, Smith declaró que se las había vendido en el Seventh Heaven Bar-B-Q (un bar de Harlem muy conocido), por veinte dólares cada una, un negro a quien nunca había visto antes ni se había encontrado otra vez desde entonces. El vendedor le había dicho que cada una valía cincuenta dólares en Tiffany’s, pero que él (el vendedor) necesitaba dinero en efectivo con urgencia y Tiffany’s quedaba demasiado lejos. Smith le compró una por veinte dólares, y cuando descubrió que en una casa de empeños del vecindario le ofrecían veinticinco dólares por ella, regresó al bar y compró las tres restantes por sesenta dólares. A la mañana siguiente se las llevó a Fein. El sujeto no tiene antecedentes penales».
M guardó de nuevo la hoja dentro de la carpeta.
—Es un caso típico —repitió—. Varias veces han logrado dar con el siguiente eslabón de la cadena (el intermediario que las compró un poco más baratas), descubriendo que este había adquirido un puñado de ellas, cien en un caso, de manos de algún otro hombre que presumiblemente las había conseguido por un precio aún más bajo. Estas transacciones de mayor envergadura han tenido lugar en Harlem o en Florida. Y en todos los casos, el siguiente eslabón de la cadena era un negro desconocido para el comprador, siempre bien vestido, de aspecto próspero, educado, que decía creer que las monedas procedían de un tesoro pirata escondido, del tesoro de Barbanegra.
»Esa historia de Barbanegra se sostendría ante la mayoría de las investigaciones que se realizaran —prosiguió M—, porque existen razones para creer que una parte de dicho tesoro fue desenterrado en torno a la Navidad de 1928, en un lugar llamado Plum Point. Se trata de una estrecha franja de tierra situada en el condado de Beaufort, en Carolina del Norte, donde el arroyo Bath Creek afluye al río Pamlico. No piense que soy un experto —añadió con una sonrisa—. Puede leer todo eso en el expediente. Así pues, en teoría, sería bastante razonable pensar que esos afortunados cazadores de tesoros escondieron entonces el botín en espera de que todo el mundo olvidara la historia, y ahora están introduciéndolo rápidamente en el mercado. O bien que se lo vendieron en bloque a alguien en aquel entonces, o más tarde, y que el comprador ha decidido transformarlo en dinero contante y sonante. En cualquier caso, es una tapadera bastante buena, de no ser por dos detalles.
M hizo una pausa para volver a encender la pipa.
—En primer lugar, Barbanegra estuvo activo entre 1690 y 1710, y resulta improbable que alguna de estas monedas haya sido acuñada después de 1650. Además, como he mencionado antes, resulta muy poco probable que en su tesoro hubiesen Rose Nobles de Eduardo IV, puesto que no existe constancia de que ningún barco inglés que transportara oro fuese capturado cuando iba hacia Jamaica. Los Hermanos de la Costa no los habrían atacado. Llevaban demasiada escolta. Si uno navegaba «en nombre del saqueo», como decían en aquella época, había presas mucho más fáciles.
M alzó los ojos al techo y luego volvió a posar su mirada sobre Bond.
—En segundo lugar —prosiguió—, yo sé dónde se halla ese tesoro que va saliendo a la luz. Al menos estoy bastante seguro de saberlo. No se encuentra en Estados Unidos, sino en Jamaica, y es el de Morgan el Sanguinario, y calculo que se trata de uno de los tesoros más valiosos de la historia.
—Buen Dios… —dijo Bond—. ¿Y cómo… dónde entramos nosotros en todo esto?
M alzó una mano.
—Encontrará todos los detalles aquí —anunció al tiempo que dejaba caer la mano sobre la carpeta marrón—. En pocas palabras, el puesto C se ha interesado por un yate diesel, el Secatur, que ha estado navegando desde una pequeña isla del norte de Jamaica, a través de los cayos de Florida, al interior del golfo de México, hasta un lugar llamado St. Petersburg, una especie de complejo de veraneo cercano a Tampa, en la costa occidental de Florida. Con la ayuda del FBI, hemos descubierto que el propietario del yate y de la isla es un hombre a quien llaman señor Big, un gángster negro. Vive en Harlem. ¿Ha oído hablar de él?
—No —respondió Bond.
—Y hay algo bastante curioso. —La voz de M se hizo más suave y queda—. Uno de los billetes de veinte dólares con que uno de esos negros inocentes había adquirido una moneda de oro, y cuyo número había anotado para el Peaka Peow (el juego de los números), fue usado por un ayudante del señor Big. —M señaló a Bond con la boquilla de la pipa—. Y lo usó para pagar la información recibida de un agente doble del FBI que es miembro del Partido Comunista.
Bond emitió un suave silbido.
—En resumen —continuó M—, sospechamos que ese tesoro jamaicano está siendo usado para financiar el sistema de espionaje soviético, o una parte importante del mismo, dentro de Estados Unidos. Y nuestra sospecha se transforma en certidumbre cuando se sabe quién es ese señor Big.
Bond aguardó con los ojos fijos en M.
—El señor Big —declaró M, sopesando sus palabras— es, probablemente, el delincuente negro más poderoso del mundo. —Enumeró con sumo cuidado cada título—: Jefe del Vudú de la Viuda Negra, y ese culto cree que es el propio barón Samedi. Encontrará la información referente a eso aquí dentro —añadió dando unos golpecitos a la carpeta—, y sentirá un miedo cerval. También es agente soviético. Y por último, algo que a usted le interesará de modo particular, es un destacado miembro de SMERSH.
—Sí —asintió Bond con lentitud—. Ya veo.
—Se trata de un caso muy serio —comentó M, mientras lo miraba fijamente—. Y ese señor Big es todo un personaje.
—Creo que nunca antes había oído hablar de un gran delincuente negro —dijo Bond—. De chinos, por supuesto que sí, los hombres que están detrás del tráfico de opio. Ha habido algunos peces gordos japoneses, sobre todo en el tráfico de perlas y drogas. Hay muchos negros que están mezclados en el tráfico de diamantes y oro de África, pero siempre se trata de cuestiones de poca monta. No parecen dedicarse a ese asunto a gran escala. Son tipos bastante respetuosos de la ley, diría yo, excepto cuando beben demasiado.
—Nuestro hombre es algo así como una excepción —explicó M—. No es un negro puro. Nació en Haití. Tiene una buena dosis de sangre francesa. Y las razas negras están comenzando a dar genios en todas las profesiones: científicos, médicos, escritores. Ya era hora de que produjeran un gran delincuente. Al fin y al cabo, hay doscientos cincuenta millones de ellos en el mundo. Casi un tercio de la población blanca. Tienen cerebro de sobras, y capacidades, y agallas. Y ahora Moscú ha enseñado la técnica a uno de ellos.
—Me gustaría conocerlo —comentó Bond. Luego, con voz suave, agregó—: Me gustaría conocer a cualquier miembro de SMERSH.
—Muy bien pues, Bond. El caso es suyo. —Le entregó la carpeta marrón—. Hable del asunto con Plender y Damon. Quiero que esté preparado para empezar dentro de una semana. Es un trabajo conjunto con la CIA y el FBI. Por el amor de Dios, tenga cuidado de no pisarle los pies al FBI. Los tiene cubiertos de callos. Buena suerte.
Bond había bajado directamente a ver al capitán de fragata Damon, jefe de la sección A, un canadiense despierto que controlaba el enlace con la Agencia Central de Inteligencia, el servicio secreto estadounidense.
Damon alzó la vista del escritorio.
—Veo que lo ha traído —comentó mirando la carpeta—. Ya suponía que lo haría. Siéntese. —Con un gesto señaló un sillón que se encontraba junto a la estufa eléctrica—. Cuando haya acabado de leerlo, le daré la información adicional.