El viento del enterrador
Papaya con una raja de lima verde; un plato cargado con plátanos de piel rojiza y mandarinas; huevos revueltos con tocino; café de las Blue Mountains, el más delicioso del mundo; mermelada de naranjas jamaicanas, casi negra, y jalea de guayabas.
Mientras tomaba el desayuno en el mirador, ataviado con pantalón corto y sandalias, y contemplaba el soleado panorama de Kingston y Port Royal a sus pies, Bond pensó en lo afortunado que era y en los momentos de maravillosa consolación que había, a cambio de lo lóbrega y peligrosa que era su vida profesional.
Conocía bien Jamaica. Había estado allí en una larga misión justo después de finalizada la guerra, cuando la base de operaciones comunista en Cuba intentaba infiltrarse en los sindicatos obreros de Jamaica. Aquel resultó ser un trabajo desordenado y poco concluyente, pero él había llegado a tomar afecto a la enorme isla verde y a su gente leal y bromista. Se alegraba de estar de vuelta y disponer de toda una semana de respiro antes de recomenzar la formidable tarea que lo aguardaba.
Después del desayuno, Strangways apareció en la galería con un hombre de piel morena que llevaba una camisa azul desteñida y un pantalón de cruzadillo marrón.
Era Quarrel, el nadador de las islas Caimán. A Bond le cayó bien de inmediato. En él había sangre de los soldados y bucaneros de Cromwell, tenía un rostro fuerte y anguloso y una boca casi severa. Sus ojos eran grises. Sólo la nariz achatada y las pálidas palmas de las manos eran negroides.
Se estrecharon las manos.
—Buenos días, capitán —lo saludó Quarrel.
Era el título más notable que podía concederle un hombre que descendía de la raza de navegantes más famosa del mundo. Pero en su voz no se percibía el deseo de complacer, ni rastro alguno de humildad. Le hablaba como a un compañero de tripulación, y sus modales eran francos y sencillos.
Ese instante definió la relación entre ambos. Se fijó como la de un señor escocés con su jefe de ojeadores; la autoridad era tácita y no había lugar para servilismos.
Tras discutir sus planes, Bond se sentó al volante del pequeño automóvil que Quarrel le había llevado desde Kingston, y comenzaron a ascender Junction Road, dejando a Strangways ocupado con las necesidades de Bond.
Habían salido antes de las nueve, y el aire aún era fresco cuando cruzaron las montañas que corren a lo largo del lomo de Jamaica como las dentadas prominencias de la armadura de un cocodrilo. La carretera descendía serpenteando hacia las llanuras del norte a través de algunos de los paisajes más hermosos del mundo, cuya vegetación tropical cambiaba según la altitud. Las verdes laderas de las tierras altas, cubiertas con un plumaje de bambú salpicado por el verde oscuro destellante del árbol del pan, con la repentina luz de bengala de la Delonix regia, cedió paso a los bosques inferiores de ébanos, caobos y palos de Campeche. Y cuando llegaron a las llanuras de Aguaita Vale, el mar verde de cañas de azúcar y bananos se extendió hasta donde los brillantes penachos, como explosiones de granadas, marcaban el comienzo de los palmerales que bordeaban la costa norte.
Quarrel era un buen compañero de conducción y un guía magnífico. Le habló de las arañas de trampilla mientras atravesaban los famosos jardines de palmeras de Castleton; de la lucha que había presenciado entre un ciempiés gigante y un escorpión, y le explicó la diferencia entre un árbol de papaya macho y uno hembra. Describió los venenos presentes en el bosque y las propiedades curativas de las diferentes hierbas tropicales, la presión que genera un cocotero para hacer que los cocos se abran, el largo de la lengua de un colibrí y la forma en que los cocodrilos transportan a sus pequeños atravesados en la boca como sardinas en lata.
Hablaba con exactitud, pero sin emplear palabras especializadas, usando el lenguaje propio de Jamaica según el cual las plantas «luchan» o se «acobardan», las mariposas nocturnas son «murciélagos» y la palabra «amar» se emplea en lugar de «gustar». Mientras hablaba, alzaba una mano para saludar a las personas con quienes se cruzaban por la carretera, y ellos respondían al saludo del mismo modo y gritando su nombre.
—Parece conocer a mucha gente —comentó Bond cuando el conductor de un voluminoso autobús que tenía la palabra ROMANCE escrita en grandes letras en lo alto del parabrisas, lo saludó con un par de bocinazos.
—He estado vigilando el islote Surprise durante tres meses, capitán —respondió Quarrel—, y he recorrido esta carretera dos veces por semana. Todo el mundo lo conoce pronto a uno en Jamaica. Tienen buena vista.
A las diez y media habían atravesado Port María y se habían desviado por la pequeña carretera local que desciende hasta Shark Bay. Después de una curva se la encontraron de pronto debajo de ellos; Bond detuvo el vehículo y ambos bajaron.
La bahía tenía forma de luna creciente, y medía alrededor de mil doscientos metros entre uno y otro brazo. Una suave brisa del noreste rizaba su superficie, el frente de uno de los vientos alisios que nacen a ochocientos kilómetros de distancia, en el golfo de México, y emprenden su largo viaje alrededor del mundo.
A un kilómetro y medio del lugar en que se hallaban, una larga línea de rompiente mostraba el borde del arrecife que comenzaba justo fuera de la bahía, y el estrecho de aguas en calma del canal que constituía la única entrada al fondeadero. En el centro de la media luna, el islote Surprise se alzaba hasta una altura de treinta metros por encima del mar, con pequeñas olas que hacían espuma en la base por el este, y aguas calmas que la bañaban por sotavento.
Era casi redondo y parecía una alta tarta gris coronada por azúcar verde sobre un plato de porcelana azul.
Se habían detenido a unos treinta metros por encima del pequeño grupo de chozas de pescadores que se alzaban detrás de la playa rodeada de palmeras, y se encontraban a la misma altura que la plana cumbre del islote situado a unos ochocientos metros de distancia. Quarrel señaló los tejados de paja de las chozas de zarzo revestidas de barro que había entre los árboles del centro de la diminuta isla. Bond las examinó a través de los prismáticos de su acompañante. No se apreciaba señal de vida alguna, excepto por un jirón de humo que se desvanecía en la brisa.
Por debajo de ellos, el agua de la bahía era de un color verde pálido sobre la arena blanca. Luego se iba oscureciendo hasta un azul profundo justo antes de las diferentes tonalidades marrones de un borde sumergido del arrecife interior que trazaba un amplio semicírculo a unos cien metros del islote. Luego volvía a tornarse azul oscuro con manchas de un azul más claro y de aguamarina. Quarrel dijo que la profundidad del fondeadero del Secatur era de unos nueve metros.
A la izquierda de ellos, en medio del brazo occidental de la bahía, bien oculta entre los árboles, detrás de una diminuta playa de arena blanca, se encontraba la base de operaciones, Beau Desert. Quarrel describió la disposición de la misma, y Bond continuó estudiando, durante diez minutos, los trescientos metros de mar que se extendían entre aquella y el fondeadero del Secatur, junto al islote.
En total, Bond dedicó una hora al reconocimiento de la zona y luego, sin acercarse ni a la casa ni al poblado, dieron la vuelta al coche y regresaron a la carretera principal de la costa.
Cruzaron el pequeño y hermoso puerto bananero de Oracabessa y Ocho Ríos con su enorme planta nueva de bauxita, en la costa norte de Montego Bay, a dos horas de distancia. Corría el mes de febrero, y la temporada turística se encontraba en plena actividad. La pequeña aldea y la profusión de grandes hoteles estaban bañados por el torrente de oro de cuatro meses que les proporcionaba lo suficiente para vivir durante todo el año. Se detuvieron en una posada situada al otro lado de la ancha bahía, donde almorzaron para luego continuar, en el calor de la tarde, hasta el extremo occidental de la isla, a dos horas de viaje.
Allí, a causa de las enormes marismas, no había sucedido nada desde que Colón utilizó Manatee Bay como fondeadero casual. Los pescadores jamaicanos han reemplazado a los indios araucanos, pero por lo demás da la impresión de que el tiempo se ha detenido.
Bond pensó que era la playa más hermosa que había visto en su vida, ocho kilómetros de arenas blancas que descendían con suavidad hasta la rompiente y, detrás, las palmeras marchando en grácil desorden hasta el horizonte. Bajo ellas, las canoas grises se encontraban sobre la arena junto a pequeñas montañas de conchas vacías color rosa, y entre ellas se elevaba el humo de las cabañas con tejado de palmas de los pescadores, en la zona sombreada que mediaba entre las marismas y el mar.
En un claro abierto entre las cabañas, construida sobre un tosco césped de grama, se alzaba una casa sobre postes destinada a vivienda de fin de semana para los empleados de la West Indian Citrus Company. La habían edificado sobre postes para mantener alejadas a las termitas, y las ventanas estaban cubiertas por mosquiteras para protegerla de mosquitos y jejenes. Bond giró en la pista sin asfaltar y aparcó debajo de la casa. Mientras Quarrel escogía dos habitaciones y las acondicionaba para que resultaran cómodas, Bond se rodeó la cintura con una toalla y recorrió a pie los veinte metros que lo separaban del mar, entre palmeras.
Durante una hora nadó y holgazaneó en las aguas que lo mantenían a flote, mientras pensaba en Isle of Surprise y en su secreto, memorizando los detalles de aquellos trescientos metros, formulándose preguntas acerca de los tiburones, las barracudas y los otros peligros del mar, esa gran biblioteca de libros que no se pueden leer.
Cuando regresaba a la pequeña casa de madera, sufrió sus primeras picaduras de jején. Quarrel rio entre dientes al ver las hinchazones planas que Bond tenía en la espalda y que pronto comenzarían a causarle una comezón enloquecedora.
—Nada puedo hacer para mantener alejados a esos bichos, capitán —dijo—, pero sí que puedo conseguir que deje de sentir picor. Será mejor que primero tome una ducha para quitarse la sal. Sólo pican durante una hora al anochecer, y la cena les gusta tomarla con sal.
Cuando Bond salió de la ducha, el isleño sacó un viejo frasco de medicina y untó las picaduras con un líquido marrón que olía a creosota.
—En las Caimán tenemos más mosquitos y jejenes que en ninguna otra parte del mundo —dijo—, pero no les prestamos atención, siempre y cuando tengamos esta medicina.
Los diez minutos de crepúsculo tropical trajeron consigo su melancolía, y luego las estrellas y la luna, llena en sus tres cuartas partes, resplandecieron desde el cielo y el mar se aquietó hasta un susurro. Se produjo el corto intervalo de calma entre los dos grandes vientos de Jamaica, y luego las palmeras comenzaron a susurrar una vez más.
Quarrel sacudió la cabeza en dirección a la ventana.
—El «viento del enterrador» —comentó.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Bond, alarmado.
—La brisa intermitente de la costa, la llaman los marineros —explicó Quarrel—. El enterrador se lleva los malos aires de la isla durante la noche, nueve veces, de seis a seis. Luego, cada mañana llega el «viento del médico» y hace entrar el aire dulce del mar. Por lo menos los llamamos así en Jamaica.
Quarrel dirigió una mirada burlona a Bond.
—Supongo que usted y el enterrador tienen más o menos el mismo trabajo, capitán —dijo, medio en serio.
Bond profirió una corta carcajada.
—Me alegro de no tener que hacer el mismo horario —le aseguró.
En el exterior, los grillos y las ranas arborícolas comenzaron a cantar y croar, y la gran mariposa de la esfinge fue a posarse en el mosquitero de la ventana donde se aferró con las patitas, contemplando con tembloroso éxtasis las dos lámparas de aceite que pendían de las vigas cruzadas del interior.
De vez en cuando, un par de pescadores o un grupo de muchachas que proferían risitas, pasaban por la playa camino de la diminuta taberna de ron situada en un extremo de la bahía. Ningún hombre caminaba a solas por miedo a los duppies[34] que habitaban bajo los árboles, o al ternero rodante, el espantoso animal que llega rodando hacia las personas con las patas encadenadas y lanzando fuego por la nariz.
Mientras Quarrel preparaba una de las suculentas comidas de pescado, huevos y verdura que constituirían la dieta principal, Bond se sentó bajo la luz y se puso a leer los libros que Strangways había obtenido prestados del Instituto de Jamaica, libros que trataban sobre los mares tropicales y sus habitantes, escritos por Beebe, Allyn y otros autores, así como obras que versaban sobre la pesca submarina y cuyos autores eran Cousteau y Hass. Cuando se dispusiera a atravesar aquellos trescientos metros de mar, estaba decidido a hacerlo como un experto y no dejar nada al azar. Había calibrado bien a Big y suponía que las defensas del islote Surprise serían técnicamente brillantes. Pensaba que no implicarían cosas sencillas como armas de fuego y potentes explosivos. Big necesitaba trabajar sin que la policía lo molestara. Debía mantenerse fuera del alcance de la ley. Calculaba que, de alguna forma, se utilizaban las fuerzas naturales del mar para que hicieran el trabajo al señor Big, y debido a esto se concentró en la muerte causada por el tiburón y la barracuda, y tal vez por la manta raya y el pulpo.
Los hechos expuestos por los naturalistas eran escalofriantes y aterradores, pero las experiencias de Cousteau en el Mediterráneo y las de Hass en el mar Rojo y el Caribe resultaban más alentadoras.
Aquella noche, los sueños de Bond estuvieron poblados por pavorosos encuentros con calamares gigantes y rayas de aguijón venenoso, peces martillo e hileras de dientes como sierras de barracudas, así que gemía y sudaba en sueños.
Al día siguiente comenzó su entrenamiento bajo el ojo crítico y experto de Quarrel. Cada mañana nadaba un kilómetro y medio a lo largo de la playa antes del desayuno, y regresaba corriendo por la arena firme de la orilla hasta la casa. A eso de las nueve salían juntos en una canoa y, con lanzas, mascarillas y un viejo fusil submarino, Quarrel lo conducía a expediciones pasmosas por el tipo de aguas que hallaría en Shark Bay.
Ambos pescaban en silencio, a pocos metros de distancia el uno del otro, Quarrel moviéndose sin esfuerzo por un elemento en el que se encontraba casi como en casa. Muy pronto, también Bond aprendió a no luchar contra el mar, sino a entregarse a un juego de concesiones mutuas con las corrientes y remolinos, y a no batallar contra ellos, a usar las técnicas del judo dentro del agua.
El primer día regresó a la casa lleno de heridas e inflamaciones del coral, y con una docena de púas de erizo en cada costado. Quarrel le sonrió y trató las heridas con thimerosal y meprozamato. Luego, como cada noche, le dio un masaje con aceite de palmera durante media hora, mientras hablaba con voz queda acerca de los peces que habían visto ese día, explicándole los hábitos de los carnívoros y de los que se alimentan en el fondo, cómo funciona el camuflaje de los peces y sus mecanismos para cambiar de color mediante el torrente sanguíneo.
Tampoco él tenía noticia de que un pez hubiese atacado a un ser humano como no fuera por desesperación o porque hubiera sangre en el agua. Explicó que los peces raras veces pasan hambre en los mares tropicales, y que casi todas sus armas son para defenderse y no para atacar. La única excepción, admitió, era la barracuda. «Peces viles», los llamaba, audaces por no conocer otro enemigo que la enfermedad, capaces de nadar a ochenta kilómetros por hora en distancias cortas, y con la peor batería de dientes de todos los peces del mar.
Un día arponearon a uno de cuatro kilos y medio que había estado merodeando en torno a ellos, desapareciendo en la lejanía gris para reaparecer luego, silencioso, inmóvil en las aguas altas, con sus coléricos ojos de tigre relumbrando al mirarlos, tan cerca que podían ver el suave agitar de sus agallas y los dientes, brillantes como los de un lobo, a lo largo de la mandíbula cruel situada en la parte inferior.
Quarrel acabó por quitarle a Bond el fusil submarino y arponearlo, en un punto erróneo, a través del vientre aerodinámico. Se lanzó directamente hacia ellos, las mandíbulas abiertas al máximo de sus enormes articulaciones, como una serpiente de cascabel al atacar. Bond, desesperado, le lanzó una estocada con el fusil submarino justo cuando llegaba hasta Quarrel. Erró, pero la lanza se le metió entre las mandíbulas, que se cerraron de inmediato sobre la vara de acero y, cuando el pez arrancaba el arma de las manos de Bond, Quarrel lo apuñaló con su cuchillo y el animal se volvió loco y comenzó a nadar como un rayo por el agua con las entrañas colgándole, el fusil cogido entre los dientes y el arpón bamboleándose clavado en el cuerpo. Quarrel apenas podía sujetar la línea del arpón mientras el pez intentaba arrancarse la ancha lengüeta que le atravesaba la pared ventral, pero el isleño se desplazó con ella hasta una zona de arrecife sumergido, se subió a él y, lentamente, atrajo al pez hacia sí.
Cuando Quarrel le cortó la garganta y lograron arrancarle el fusil de entre los dientes, encontraron profundos arañazos brillantes en el acero.
Sacaron el pez a la orilla y Quarrel lo decapitó y le abrió la enorme boca con un palo. La mandíbula superior se alzó formando un ángulo casi recto con la inferior y dejando a la vista una fantástica batería de dientes afilados como navajas, tan apiñados entre sí que se superponían como las tejas de un tejado. Incluso la lengua tenía varias hileras de pequeños dientes recorvados, y en la parte frontal había dos enormes colmillos que se proyectaban hacia delante como los de una serpiente.
A despecho de que apenas pesaba más de cuatro kilos y medio, medía más de un metro veinte, como una bala niquelada de músculos y carne dura.
—No arponearemos más barracudas —declaró Quarrel—. De no ser por usted, yo estaría en el hospital durante un mes y probablemente perdería el rostro. He cometido una estupidez. Si hubiésemos nadado hacia él, se habría marchado. Siempre lo hacen. Son tan cobardes como todos los demás peces. No se preocupe por esos —comentó al tiempo que señalaba los dientes—. No volverá a verlos.
—Espero que no —respondió Bond—. No me sobran los rostros.
Hacia finales de aquella semana, Bond estaba bronceado y con los músculos endurecidos. Redujo la cantidad de cigarrillos a diez por día y no tomó una sola gota de alcohol. Podía nadar tres kilómetros sin cansarse, tenía la mano completamente curada y había perdido todas las escamas de la vida en las grandes ciudades.
Quarrel se mostró complacido.
—Ya se encuentra preparado para el islote Surprise, capitán —declaró—, y no me gustaría ser el pez que intentara comérselo.
Al caer la noche del octavo día, cuando regresaron a la casa se encontraron con que Strangways los estaba esperando.
—Tengo buenas noticias para usted —anunció—. Su amigo Félix Leiter se recuperará. En todo caso, no morirá. Han tenido que amputarle los restos de un brazo y una pierna. Los cirujanos plásticos ya han comenzado a reconstruirle el rostro. Me llamaron ayer desde St. Petersburg. Al parecer, ha insistido en hacerle llegar un mensaje a usted. Es lo primero en que pensó (cuando fue capaz de pensar en algo). Dice que lamenta no poder estar con usted y quiere que le diga que no se moje los pies… o, en todo caso, que no se los moje tanto como él.
Bond estaba emocionado. Miró por la ventana.
—Dígale de mi parte que se dé prisa en recuperarse —respondió con tono abrupto—. Dígale que lo echo de menos. —Se volvió hacia el interior de la habitación—. ¿Qué hay del equipo? ¿Ha ido bien?
—Ya lo tengo todo —le aseguró Strangways—, y el Secatur zarpa mañana hacia Isle of Surprise. Después de pasar por la aduana de Port Maria, deberían de anclar antes del anochecer. El señor Big se encuentra a bordo…, es sólo la segunda vez que viene por aquí. Ah, y trae una mujer consigo. Una muchacha llamada Solitaire, según la CIA. ¿Sabe algo respecto a ella?
—No mucho —respondió Bond—. Pero me gustaría alejarla de él. No pertenece a su equipo.
—Ya veo que es algo así como una damisela en apuros —dijo el romántico Strangways—. Vaya historia. Según la CIA, esa muchacha es algo extraordinario.
Pero Bond había salido a la galería y contemplaba las estrellas. Nunca antes en su vida había tenido tantas cosas en juego. El secreto del tesoro, la derrota de un gran criminal, el desbaratamiento de una red de espionaje comunista, la destrucción de un tentáculo de SMERSH —la cruel maquinaria que constituía su objetivo personal— y, además, Solitaire, el premio personal definitivo.
Las estrellas parpadeaban transmitiéndole su críptico morse, pero él no disponía de la clave para descifrar dicho mensaje.