La versión jamaicana
Eran las dos de la madrugada. Bond apartó el coche del malecón y se alejó cruzando la ciudad por la calle Catorce, hacia la autovía de Tampa.
Avanzó con lentitud por la autovía de cuatro carriles a través de las interminables hileras dobles de moteles, aparcamientos para caravanas y centros comerciales que vendían muebles de playa, conchas marinas y duendes de cemento.
Se detuvo en el Gulf Winds Bar and Snacks y pidió un Oíd Grandad doble con hielo. Mientras el camarero de la barra lo preparaba, Bond entró en el lavabo y se aseó. Tenía las vendas de la mano izquierda cubiertas de suciedad y la mano le latía de dolor. El entablillado se había partido al estrellarse contra el estómago del Robber. Nada podía hacer para remediarlo. Tenía los ojos enrojecidos por la tensión y la falta de sueño. Regresó al bar, bebió el bourbon y pidió otro. El camarero de la barra parecía un universitario que pasaba las vacaciones trabajando. Tenía ganas de conversación, pero a Bond no le quedaban ánimos para ello. Se sentó, clavó la mirada en el interior del vaso y se puso a pensar en Leiter y el Robber, y volvió a oír el repulsivo gruñido del tiburón al comer.
Pagó, salió a la autovía y prosiguió su camino por el Puente Candy, sintiendo el fresco aire de la bahía en el rostro. Al final del puente giró a la izquierda en dirección al aeropuerto, para detenerse ante el primer motel donde parecía haber alguien despierto.
Los propietarios, una pareja de mediana edad, estaban escuchando un tardío programa de rumba emitido desde Cuba, acompañados por una botella de whisky de centeno colocada entre ambos. Bond les contó una historia de pinchazo en la carretera que va de Sarasota a Silver Springs. No demostraron interés, pero estaban contentos de aceptar los diez dólares que les pagó. Condujo el coche hasta la puerta de la habitación número cinco. El hombre le abrió y encendió la luz. Había una cama de matrimonio, una ducha, una cómoda y dos sillas. La decoración era blanca y azul. Parecía limpia. Con alivio, Bond dejó la maleta en el suelo y dio las buenas noches al propietario. Se desnudó y arrojó las ropas sobre una silla. Luego se dio una ducha rápida, se cepilló los dientes e hizo gárgaras con un colutorio fuerte, y a continuación se metió en la cama.
De inmediato se sumió en un sueño sereno y relajado. Era la primera noche, desde que había llegado a Estados Unidos, en que no amenazaba una nueva batalla con su suerte al día siguiente.
Despertó a mediodía y cruzó la carretera hasta una cafetería, donde el cocinero de comida rápida le preparó un delicioso emparedado de tres pisos con tortilla de pimiento, cebolla y jamón; luego se tomó un café. Cuando hubo acabado regresó a su habitación y escribió un informe detallado para el FBI de Tampa. Omitió toda referencia al oro que había en los acuarios de los peces venenosos, por temor a que el Big Man interrumpiera sus operaciones en Jamaica. Aún quedaba por descubrir la naturaleza de las mismas. Sabía que el daño que había causado a la maquinaria que aquel hombre tenía en Estados Unidos carecía de toda importancia para la esencia de su misión: descubrir la fuente del oro, confiscarlo y, a ser posible, destruir al propio Big.
Condujo hasta el aeropuerto y llegó unos minutos antes de la salida del cuatrimotor plateado. Dejó el coche de Leiter en el aparcamiento, según había especificado en el informe al FBI. Cuando vio a un hombre con un innecesario impermeable que daba vueltas por la tienda de venta de recuerdos sin comprar nada, supuso que no era necesaria dicha mención en el informe. Estaba seguro de que deseaban comprobar que cogía aquel avión. Se alegrarían de verlo partir. Adondequiera que hubiese ido dentro de Estados Unidos, había dejado cadáveres. Antes de abordar el aparato llamó al hospital de St. Petersburg. Al oír la respuesta, deseó no haberlo hecho: Leiter continuaba inconsciente y no había noticias. Sí, le enviarían un cable cuando supieran algo definitivo.
Eran las cinco de la tarde cuando describieron un círculo sobre la bahía de Tampa y se dirigieron hacia el este. El sol estaba bajo en el horizonte. Un gran avión a reacción procedente de Pensacola pasó de largo, a buena distancia a babor, dejando cuatro estelas de vapor que permanecieron flotando, casi inmóviles, en el aire quieto. Dentro de poco completaría el recorrido y se adentraría en tierra, de regreso a la costa del golfo con su cargamento de «vejetes» ataviados con camisas Traman. Bond se alegraba de ir camino de las verdes laderas de Jamaica y dejar atrás el enorme continente duro de El dorado.
El avión atravesó la parte más estrecha de Florida, las hectáreas de bosques y pantanos donde no se veía ni rastro de población humana, con las luces de sus alas, verdes y rojas, parpadeando en la creciente oscuridad. Al cabo de poco sobrevolaban Miami y el monstruo de cazabobos de la Costa Este, con sus arterias encendidas de neón. Allá lejos, a babor, la carretera nacional número 1 desaparecía por la costa en una dorada cinta de moteles, gasolineras y puestos de zumo de frutas, pasando por Palm Beach y Daytona hasta Jacksonville, que quedaba a cuatrocientos ochenta kilómetros de distancia. Bond pensó en el desayuno que había tomado en Jacksonville hacía menos de tres días y en todo lo ocurrido desde entonces. Dentro de poco, tras una breve escala en Nassau, estaría sobrevolando Cuba, tal vez justo por encima del escondite donde Big había encerrado a la joven. Ella oiría el ruido del avión y tal vez su instinto le hiciera mirar a lo alto, hacia el cielo, y por un momento sintiera que él se encontraba cerca.
Bond se preguntó si volverían a encontrarse algún día y acabarían lo que habían comenzado. Pero eso tendría que dejarse para después; cuando él hubiera concluido la misión…, sería el premio que hallaría al final de la peligrosa carretera que había comenzado a recorrer tres semanas antes, en la niebla de Londres.
Tras un cóctel y una cena temprana, aterrizaron en Nassau y pasaron media hora en la isla más rica del mundo, la pequeña extensión arenosa donde miles de libras esterlinas atemorizadas yacen enterradas debajo de las mesas de canasta, y donde los chalés rodeados por ralas hileras de pandanáceos y casuarinas cambian de manos por cincuenta mil libras cada uno.
Despegaron de la diminuta población de platino y al cabo de poco sobrevolaban las parpadeantes luces de madreperla de La Habana, tan diferentes, en su modestia de tonos pastel, de los duros colores primarios de las ciudades estadounidenses por la noche.
Volaban a cuatro mil quinientos setenta metros de altura cuando, justo después de dejar atrás la isla de Cuba, se metieron de lleno en una de esas violentas tormentas tropicales que hacen que los aviones dejen de ser cómodos salones para transformarse en turbulentas trampas mortales. El enorme cuatrimotor era zarandeado mientras sus propulsores de hélice rugían, ora girando en el vacío, ora chocando bruscamente contra las paredes de aire sólido. El fino cilindro metálico se estremecía y giraba. La porcelana se hacía pedazos en la pequeña cocina y enormes gotas de lluvia golpeteaban contra las ventanillas de perspex[30].
Bond se aferró a los brazos de su asiento con tanta fuerza que le causó dolor en la mano izquierda, e imprecó en voz baja.
Contempló los estantes de revistas y pensó: «No servirán de mucho cuando el acero se rompa por fatiga metálica a cuatro mil quinientos setenta metros de altura, ni tampoco servirán el agua de colonia de los lavabos, ni las comidas personalizadas, ni las maquinillas de afeitar gratuitas, ni la “orquídea para su dama” que ahora tiembla en la cubitera. Y menos útiles aún resultarán los cinturones de seguridad y los chalecos salvavidas que, según la demostración de la azafata, se inflarían mediante una boquilla, ni la mona lucecita roja de salvamento.
»No; cuando las tensiones son demasiado poderosas para el metal fatigado, cuando el mecánico de tierra que revisa el sistema anticongelante del avión vive un amor contrariado y descuida su trabajo, da lo mismo que sea en Londres, Idlewild, Gander o Montreal; cuando esas cosas, o muchas otras, suceden, el pequeño habitáculo cálido con propulsores en la parte delantera cae del cielo al mar o a la tierra, más pesado que el aire, falible, vano. Y las cuarenta personas diminutas más pesadas que el aire, falibles dentro de la falibilidad del avión, vanas dentro de la más grande vanidad del aparato, caen junto con él, produciendo pequeños hoyos en la tierra o pequeños chapuzones en el mar. Lo que, de cualquier manera, es su propio destino; así pues, ¿por qué preocuparse? Te hallas ligado a los descuidados dedos del mecánico de tierra de Nassau, como lo estás a la debilidad mental del hombrecillo que va en el coche familiar y confunde la luz roja con la verde, topando contigo de frente, por primera y última vez, cuando regresabas tan tranquilo a casa tras cometer un pecadillo privado. Es imposible hacer nada para impedirlo. Comienzas a morir en el momento en que naces. La totalidad de tu vida es una partida de cartas con la muerte.
»O sea que… tómatelo con calma. Enciende un cigarrillo y agradece que todavía estás vivo mientras inhalas el humo hasta el fondo de los pulmones. Tu estrella te ha permitido llegar bastante lejos desde que abandonaste el seno materno y lloraste cuando saliste al frío aire del mundo. Tal vez esta noche te permita incluso aterrizar en Jamaica. ¿No oyes esas alegres voces de la torre de control que durante todo el día han estado diciendo en voz baja: “Adelante, BOAC. Adelante, Panam. Adelante, KLM”? ¿No oyes cómo te llaman también a ti para que aterrices: “Adelante, Transcarib. Adelante, Transcarib”? No pierdas la fe en tu estrella. Recuerda los momentos terribles por los que pasaste anoche, enfrentándote con la muerte contenida en el rifle del Robber. Todavía estás vivo, ¿no? Mira, ya hemos salido de la tormenta. Sólo ha sido algo destinado a recordarte que el mero hecho de ser rápido con un arma de fuego no significa que seas duro de verdad. Simplemente, no lo olvides. Este feliz aterrizaje en el aeropuerto de Palisadoes se te ofrece como cortesía de tu estrella. Será mejor que le des las gracias».
Bond se desabrochó el cinturón de seguridad y se enjugó el sudor del rostro.
«Al diablo con todo esto», pensó mientras descendía del enorme y fuerte avión.
Strangways, el agente jefe del Servicio Secreto en el Caribe, se encontraba en el aeropuerto para recibirlo, y lo hizo pasar con rapidez por la aduana, el control de inmigración y el económico.
Eran casi las once de una noche serena y calurosa. Se oía el agudo canto de los grillos entre los cactos que flanqueaban la carretera del aeropuerto por ambos lados. Bond, agradecido, absorbió los sonidos y aromas de los trópicos mientras el vehículo militar abierto cruzaba el extremo de Kingston y ascendía hacia el pie de las Blue Mountains que relumbraban a la luz de la luna.
Hablaron con monosílabos hasta que se encontraron instalados en la cómoda barandilla de la pulcra casa blanca de Strangways, situada en Junction Road, al pie de Stony Hill.
Strangways sirvió sendos vasos de whisky con soda para ambos y a continuación hizo un conciso relato de todo lo concerniente al caso dentro del territorio jamaicano.
Era un hombre delgado y chistoso, de unos treinta y cinco años de edad, excapitán de corbeta de la RNVR[31]. Llevaba un parche negro sobre un ojo y poseía el tipo de atractivo aquilino que se asocia con el puente de mando de los destructores. Pero su rostro presentaba muchas arrugas bajo el bronceado, y por sus gestos rápidos y frases bruscas, Bond dedujo que se trataba de un hombre nervioso y muy tenso. Sin duda era eficiente y tenía sentido del humor, y no evidenciaba el más mínimo signo de celos por el hecho de que alguien del cuartel general irrumpiera en su territorio. Bond tuvo la sensación de que iban a llevarse bien, y deseaba establecer una relación de compañerismo.
La historia que Strangways tenía que contarle era la siguiente:
Siempre se había rumoreado que existía un tesoro en el islote llamado Isle of Surprise, y lo que se sabía sobre Morgan el Sanguinario sustentaba dicho rumor.
El diminuto islote se encontraba en el centro justo de Shark Bay, un puerto pequeño situado al final de Junction Road, que atraviesa la estrecha franja de tierra que une Kingston con la costa norte.
El gran bucanero había hecho de Shark Bay su base de operaciones. Le gustaba tener todo el ancho de la isla entre su residencia y la del gobernador, establecida en Port Royal, de modo que pudiera escabullirse fuera de las aguas de Jamaica en absoluto secreto. Al gobernador también le agradaba esa disposición. La Corona deseaba que se hiciera de la vista gorda con respecto a la piratería de Morgan mientras los españoles no hubiesen sido expulsados del Caribe. Cuando eso se logró, recompensaron a Morgan con los títulos de caballero y de gobernador de Jamaica. Hasta entonces, las acciones del pirata tuvieron que ser repudiadas de manera oficial para evitar una guerra europea con España.
Así pues, durante el largo período de tiempo que transcurrió antes de que el cazador furtivo se convirtiera en guardabosques, Morgan usó Shark Bay como base de operaciones. Construyó tres casas en la hacienda vecina a la que bautizó Llanrummey por su pueblo natal de Gales. Dichas casas se llamaban «Morgan’s», «The Doctor’s» y «The Lady’s». De las ruinas de las mismas aún se desentierran hebillas y monedas.
Sus barcos siempre anclaban en Shark Bay, y los carenaba a sotavento del Isle of Surprise, un escarpado islote de coral y piedra caliza que se alza vertical en el centro de la bahía, coronado por una media hectárea de meseta selvática.
En 1683, cuando se marchó de Jamaica por última vez, lo hizo bajo arresto para que sus pares del reino lo juzgaran por burlarse de la Corona. Su tesoro quedó atrás, en alguna parte de Jamaica, y murió en la pobreza sin revelar jamás el escondite del mismo. Tenía que ser un tesoro incalculable, fruto de incontables incursiones en la Española[32], de la captura de innumerables barcos cargados de monedas de oro que navegaban hacia el Río de la Plata, de los saqueos de Panamá y de los pillajes de Maracaibo. Pero ese tesoro se desvaneció sin dejar rastro.
Siempre se creyó que el secreto se encontraba en algún punto del islote Isle of Surprise; pero, durante doscientos años, los buceos y las excavaciones de los cazadores de tesoros no dieron ningún resultado.
—Pues bien —prosiguió Strangways—, apenas seis meses antes habían sucedido dos cosas en el plazo de pocas semanas. Primera: un joven pescador desapareció del poblado de Shark Bay y no se había vuelto a tener noticias de él desde entonces; y segunda: un sindicato anónimo de Nueva York había comprado el islote por mil libras al actual propietario de la hacienda Llanrumney, que ahora era una rica propiedad dedicada al cultivo de plátanos y a la cría de ganado.
Pocas semanas después de la venta, el yate Secatur arribó a Shark Bay y echó el ancla en el antiguo fondeadero de Morgan, a sotavento del islote. Iba tripulado enteramente por negros. Se pusieron a trabajar tallando una escalera en la cara rocosa del islote y construyeron en la cima un grupo de barracas bajas al estilo de lo que en Jamaica se conoce como «zarzo y barro».
Al parecer, estaban bien pertrechados de provisiones, y lo único que al principio compraron a los pescadores de la bahía fue fruta fresca y agua dulce.
Era un grupo de hombres taciturnos y tranquilos que no causó ningún problema. A los funcionarios de la aduana en Port María, por la que habían pasado, les explicaron que habían ido allí a pescar peces tropicales, variedades venenosas en especial, y a recoger conchas exóticas para la Compañía Ourobouros de St. Petersburg. Una vez establecidos, compraron grandes cantidades de estas cosas a los pescadores de Shark Bay, Port Maria y Oracabessa.
Durante una semana realizaron voladuras en la isla, y se hizo correr la voz de que era para excavar un gran estanque donde mantener los peces.
El Secatur comenzó a hacer viajes regulares entre el islote y el golfo de México, y los guardias que observaban con binoculares confirmaron que, antes de cada partida, llevaban a bordo acuarios portátiles. Siempre quedaban en tierra una media docena de hombres. Las canoas que se acercaban eran despedidas por un guardián situado en la base de la escalera tallada en el acantilado; el hombre pasaba todo el día pescando desde un embarcadero junto al cual amarraba y echaba dos anclas el Secatur, bien protegido de los predominantes vientos del noreste.
Nadie logró entrar en el islote durante el día y, después de dos trágicos intentos, nadie lo intentó de nuevo durante la noche.
La primera vez fue un pescador, atraído por los rumores de que había un tesoro enterrado, rumores que no podían suprimir todas aquellas explicaciones referentes a peces tropicales. Había partido a nado en una noche oscura, y su cadáver fue devuelto por el mar y apareció en el arrecife al día siguiente. Los tiburones y las barracudas no habían dejado de él más que el tronco y los restos de un muslo.
En torno a la hora en que debería haber llegado al islote, la totalidad de la aldea de Shark Bay despertó a causa del más horrible ruido de tambores. Parecía proceder del interior del islote. Lo reconocieron como el toque de los tambores vudú. Comenzó con un tamborileo suave y aumentó hasta resultar atronador. Luego fue disminuyendo hasta cesar. Duró alrededor de cinco minutos.
A partir de ese momento, la isla fue ju-ju u obeah, como es llamado en Jamaica, e incluso las canoas que navegaban durante el día por aquella zona mantenían una distancia prudencial.
A esas alturas, Strangways se interesó por todo el asunto y envió un informe completo a Londres. Desde 1950, Jamaica se había convertido en un importante objetivo estratégico gracias a la explotación, por parte de la Reynolds Metals y la Kaiser Corporation, de enormes yacimientos de bauxita[33] encontrados en la isla. Por lo que Strangways sabía, las actividades desarrolladas en el islote Isle of Surprise podían muy bien ser la construcción de una base para submarinos de un solo tripulante para caso de guerra, en particular dado que Shark Bay se encontraba cerca de la ruta que seguían los barcos de la Reynolds hasta el nuevo puerto de embarque de bauxita en Ocho Ríos, a pocos kilómetros costa abajo.
Londres investigó más a fondo aquel informe con la colaboración de Washington, y se descubrió que el sindicato que había comprado el islote era propiedad del señor Big.
Eso había sucedido tres meses antes. Entonces ordenaron a Strangways que penetrara en el islote a toda costa y descubriera qué sucedía allí. Montó toda una operación. Alquiló una propiedad, llamada Beau Desert, situada en el brazo occidental de Shark Bay. Sobre la misma se alzaban las ruinas de uno de los famosos caserones jamaicanos de principios del siglo XIX, además de una moderna casa de playa que quedaba justo enfrente del fondeadero del Secatur, situado en la costa del islote.
Llevó a la isla dos excelentes buceadores de la base naval de las Bermudas y estableció una vigilancia permanente del islote con prismáticos de visión diurna y nocturna. Como no observaron nada de naturaleza sospechosa durante varios días, en una oscura noche de calma envió a los dos buceadores con la orden de realizar una inspección submarina de la parte sumergida de la isla.
Strangways describió su horror cuando, una hora después de que sus dos hombres hubiesen partido para recorrer los trescientos metros de agua que los separaban de su objetivo, los terribles tambores comenzaron a sonar en algún punto del interior de los acantilados del islote.
Aquella noche, ninguno de los dos submarinistas regresó.
Al día siguiente, el mar los devolvió en puntos diferentes de la bahía. O, mejor dicho, lo único que apareció fueron los restos dejados por los tiburones y las barracudas.
En este punto de la narración, Bond lo interrumpió.
—Espere un momento —dijo—. ¿Qué es todo eso de tiburones y barracudas? En general, no son tan salvajes en estas aguas. Hay pocos por los alrededores de Jamaica y no suelen alimentarse por la noche. En todo caso, no creo que ninguno de ellos ataque a los seres humanos a menos que haya sangre en el agua. Sólo en muy contadas ocasiones lanzan una dentellada a un pie blanco, llevados por la curiosidad. ¿Se habían comportado así antes de ahora, en los alrededores de Jamaica?
—Desde que uno arrancó un pie a una chica en el puerto de Kingston, en 1942, no se había producido ningún caso —respondió Strangways—. La remolcaba una lancha rápida, y ella agitaba los pies arriba y abajo. Los pies blancos debieron de parecerle especialmente apetitosos. Y también tenía que moverse a la velocidad adecuada. Todo el mundo concuerda con la teoría de usted. Y mis hombres llevaban arpones y cuchillos. Yo creía que había hecho todo lo posible para que estuvieran protegidos. Fue un asunto terrible. Puede imaginarse cómo me sentí con lo sucedido. Desde entonces no hemos hecho más que tratar de conseguir un acceso legítimo a través de la Oficina Colonial y de Washington. Verá, el islote pertenece ahora a un estadounidense. Es un asunto muy lento, sobre todo porque nada tenemos contra esa gente. Parece que cuentan con una protección muy buena en Washington y con algunos buenos abogados internacionales. Estamos completamente atascados. Londres me dijo que esperara hasta que usted llegara.
Strangways bebió un trago de whisky y dirigió a Bond una mirada expectante.
—¿Cuáles son los movimientos del Secatur? —preguntó este último.
—Aún se encuentra en Cuba. Zarpará dentro de una semana, más o menos, según la CIA.
—¿Cuántos viajes ha hecho?
—Unos veinte.
Bond multiplicó ciento cincuenta mil dólares por veinte. Si su cálculo era correcto, Big había sacado ya un millón de libras esterlinas del islote, unos tres millones de dólares.
—He tomado algunas disposiciones provisionales para usted —comentó Strangways—. Tiene la casa de Beau Desert. Le he conseguido un coche, un Talbot Sunbeam coupé. Neumáticos nuevos. Rápido. El automóvil adecuado para estas carreteras. Tengo un hombre muy bueno que le servirá de factótum. Es un isleño de las Caimán llamado Quarrel. Es el mejor buceador y pescador del Caribe. Terriblemente astuto. Y un buen tipo. Además he conseguido prestada la casa de fin de semana que la West Indian Citrus Company posee en Manatee Bay. Se encuentra al otro lado de la isla. Puede descansar allí durante una semana y entrenarse hasta la llegada del Secatur. Necesitará estar en forma si quiere ir al islote Isle of Surprise, y creo honradamente que es la única solución. ¿Puedo hacer algo más por usted? Yo andaré por aquí, claro está, pero tendré que quedarme por los alrededores de Kingston para mantener las comunicaciones con Londres y Washington. Querrán estar al corriente de todo lo que hagamos. ¿Hay alguna otra cosa que desee encargarme?
—Sí —respondió Bond, que había estado pensando en ello—. Podría pedir a Londres que indique al Almirantazgo que nos envíe uno de sus trajes de hombre rana completo, con botellas de aire comprimido. Necesitaremos varias de ellas. Y un par de buenos fusiles submarinos. Los franceses de la marca Champion son los mejores. Una buena linterna submarina. Un cuchillo de campaña. Toda la información que puedan conseguir del Museo de Historia Natural sobre la barracuda y el tiburón. Y ese repelente para tiburones que los estadounidenses utilizan en el Pacífico. Que pidan a la BOAC que lo envíe todo en uno de sus servicios directos.
Bond hizo una pausa.
—Ah, sí —añadió—. Y una de esas cosas que nuestros saboteadores usaban contra los barcos durante la guerra. Una mina ventosa, con diferentes detonadores.