Medianoche entre los gusanos
A las seis de la tarde, Bond hizo la maleta y pagó en recepción. La señora Stuyvesant se alegró de verlo partir. Las Cabañas Everglades no habían vivido una alarma semejante desde el último huracán.
El coche de Leiter volvía a encontrarse en el paseo, y Bond lo condujo hasta la ciudad. Entró en una ferretería y realizó varias compras. Luego cenó el filete más grande y crudo, con patatas fritas, que había visto en su vida. Era un asador pequeño llamado Pete’s, oscuro y acogedor. Con el filete bebió un vaso de Oíd Grandad, y acabó la cena con dos tazas de café muy cargado. Con todo eso en el estómago, comenzó a sentirse más optimista.
Se entretuvo con la comida y la bebida hasta las nueve. A continuación estudió un mapa de la ciudad, subió al coche y dio un largo rodeo que lo llevó a una manzana de distancia del muelle del Robber, desde el sur. Condujo el automóvil hasta el mar y allí se apeó.
Era una noche de brillante claro de luna; los edificios y el almacén proyectaban grandes parches de sombra color añil. Toda el área parecía desierta, y no se oía más sonido que el quedo chapoteo de las olas contra el malecón y el gorgoteo del agua debajo de los muelles desiertos.
La parte superior del malecón bajo tenía algo menos de un metro de ancho. Estaba en sombras a lo largo de los cien metros o más que separaban a Bond de la silueta del almacén de la Ourobouros.
Subió a él y avanzó con silenciosa cautela entre los edificios y el mar. A medida que se acercaba, un constante zumbido agudo se hacía más audible, y para cuando saltó sobre el amplio aparcamiento de cemento que se extendía detrás del almacén, se había transformado en un alarido amortiguado. Bond suponía algo por el estilo. El sonido procedía de las bombas de aire y del sistema de calefacción que eran necesarios para mantener sanos a los peces durante las frías horas de la noche. También había confiado en que la mayor parte del tejado sería sin duda transparente para que la luz del sol entrara durante el día. Además, habría buena ventilación.
No se vio defraudado. La totalidad de la pared sur, desde una altura situada justo por encima de su cabeza, era una lámina de cristal; y a través de la misma vio la luz de la luna que entraba a través de dos mil metros cuadrados de techo de cristal. Muy arriba, por completo fuera de su alcance, había unas ventanas anchas abiertas al aire de la noche. Tal y como él y Leiter supusieron, había una puerta pequeña en la parte inferior, pero estaba cerrada con llave y cerrojo, y unos cables revestidos de plomo que había cerca de los goznes sugerían la existencia de algún tipo de alarma antirrobo.
Bond no estaba interesado en la puerta. Siguiendo una corazonada, iba equipado para entrar a través de cristales. Buscó por alrededor algo para subirse y que le permitiera situarse un medio metro más arriba. En un lugar donde la basura y la chatarra constituyen una parte tan habitual del paisaje, pronto encontró lo que necesitaba: un neumático para camión de gran tonelaje. Lo hizo rodar hasta la pared del almacén, lejos de la puerta, y se quitó los zapatos.
Colocó ladrillos contra el borde inferior del neumático para mantenerlo quieto y se subió encima. El regular sonido de las bombas de aire le proporcionaba protección contra cualquier ruido que hiciera. De inmediato se puso a trabajar con un pequeño diamante para cortar cristales que había comprado, junto con un buen trozo de masilla, cuando se encaminaba a cenar. En cuanto hubo cortado los dos lados verticales de uno de los cristales de un metro cuadrado, pegó la masilla en el centro del mismo, le dio forma de pomo prominente y, a continuación, se dispuso a cortar los lados horizontales.
Mientras trabajaba, de vez en cuando observaba el espectáculo que ofrecía el almacén bañado por el claro de luna. Los interminables acuarios descansaban sobre caballetes de madera alineados, con estrechos pasillos entre ellos. En el centro del edificio había un corredor amplio. Debajo de los caballetes podía ver largos estanques y bandejas encajados en el suelo. Justo debajo de él, anchos estantes cubiertos por montones de conchas marinas sobresalían de la pared. Casi todos los acuarios estaban a oscuras, pero en algunos se veía una fina línea de luz eléctrica que relumbraba de manera espectral y centelleaba sobre pequeños surtidores de burbujas que se elevaban entre algas y arena. Encima de cada acuario, suspendida del techo, había una pasarela de metal ligero, y Bond supuso que cualquier acuario en concreto podía ser alzado y llevado hasta la salida para embarcarlo, o para retirar un pez enfermo con el fin de ponerlo en cuarentena. Aquella era una ventana abierta a un mundo misterioso, tan misterioso como su comercio. Resultaba extraño pensar en todos los gusanos, anguilas y peces que se movían silenciosos en la noche, en los millares de agallas que palpitaban y en la multitud de antenas que se agitaban, señalaban y transmitían sus diminutas señales de radar a los soñolientos centros nerviosos.
Tras un cuarto de hora de trabajo meticuloso, se oyó un ligero chasquido y el cristal se desprendió, pegado al pomo de masilla que sujetaba con una mano.
Bajó y colocó con cuidado el cristal en el suelo, lejos del neumático. A continuación se metió los zapatos dentro de la camisa. Con sólo una mano en condiciones, constituían un arma de vital importancia. Se detuvo a escuchar. Sólo oyó el constante sonido de las bombas. Alzó los ojos para ver si por casualidad alguna nube estaba a punto de ocultar la luna, pero sólo vio un cielo limpio y el dosel de ardientes estrellas. Subió otra vez al neumático, y sólo con el impulso, la mitad de su cuerpo pasó al otro lado de la amplia abertura que había hecho.
Giró sobre sí y se aferró al marco metálico que tenía por encima de la cabeza tras lo cual, aguantando todo su peso con los brazos, plegó las piernas y las introdujo por la ventana, dejándolas colgar de modo que quedaron a pocos centímetros del estante cargado de conchas. Bajó el cuerpo hasta que rozó las conchas con los pies enfundados en los calcetines; entonces las apartó con suavidad hasta dejar una parte de la madera al descubierto. Luego hizo que todo su peso se apoyara con suavidad sobre el estante. Este resistió, y al cabo de un momento Bond se encontraba de pie en el suelo, con todos los sentidos alerta para detectar cualquier sonido que ahogara el ruido de la maquinaria.
Pero no oyó nada. Se sacó los zapatos de puntera de acero de dentro de la camisa y los dejó sobre el estante; luego avanzó por el suelo de cemento con una linterna bolígrafo encendida en una mano.
Se encontraba en la zona de peces de acuario y, mientras leía las etiquetas, captaba destellos de luz coloreada dentro de los profundos tanques, y, de vez en cuando, una joya viviente se materializaba durante un breve instante y lo contemplaba con ojos saltones antes de que él continuara su camino.
Los había de todas las especies: xifos, gupis, platijas, tetras, neones, cíclidos, peces laberinto y peces paraíso, además de todas las variedades de peces de colores de agua fría. Debajo, hundidas en el suelo y casi todas cubiertas con tela metálica, había bandejas y más bandejas pululantes y palpitantes de gusanos y cebo vivo: gusanos blancos, gusanos diminutos, dafnias, gambas muy pequeñas y gruesos gusanos viscosos. Desde aquellos tanques del suelo, bosques de ojos minúsculos se alzaban hacia su linterna.
En el aire flotaba un fétido olor a manglar, y la temperatura rondaba los veintiséis grados centígrados. Al cabo de poco rato, Bond comenzó a sudar, anhelando el aire limpio de la noche.
Había llegado al pasillo central antes de encontrar los peces venenosos que constituían uno de sus objetivos. Cuando había leído acerca de ellos en los expedientes de la central de Policía de Nueva York, tomó nota mental de que le gustaría averiguar más cosas acerca de esa peculiar vertiente del negocio de la Compañía Ourobouros.
En aquel lugar, los acuarios eran más pequeños y por lo general había un solo espécimen en cada uno. Los perezosos ojos que miraban a Bond desde dentro de los mismos eran fríos y hundidos, y al brillar el haz de su linterna, algunos le enseñaban afilados dientes y otros alzaban una aleta dorsal provista de púas.
Cada acuario lucía una ominosa calavera con dos tibias cruzadas dibujada con tiza, y había grandes etiquetas en que se leía: MUY PELIGROSO y NO ACERCARSE.
Debía de haber al menos un centenar de acuarios de diversos tamaños, desde los más grandes, que albergaban torpedos y el siniestro pez guitarra, hasta los más pequeños para el Amia calva del Pacífico, y el monstruoso pez escorpión de las Antillas, cuyas púas estaban provistas de sacos de un veneno tan poderoso como el de las serpientes de cascabel.
Los ojos de Bond se entrecerraron cuando advirtió que, en todos los acuarios peligrosos, el fango o la arena del fondo ocupaba casi la mitad del espacio.
Escogió un acuario donde había un pez escorpión de quince centímetros de largo. Tenía algunos conocimientos sobre los hábitos de esa especie mortal, y en particular sabía que no envenenan cuando atacan, sino sólo por contacto.
El borde del acuario le llegaba a la cintura. Sacó una resistente navaja que había comprado y abrió la hoja más larga. Luego se inclinó sobre el acuario y, una vez se hubo arremangado, apuntó la navaja hacia el centro de la cabeza llena de bultos, entre las hundidas fosas de los ojos. Cuando su mano rompió la superficie del agua, las púas del blanco pez antediluviano se irguieron amenazadoras y sus manchadas listas se tornaron de un color marrón fangoso uniforme. Sus aletas pectorales, anchas como alas, se alzaron ligeramente, preparadas para la lucha.
Bond le asestó un navajazo rápido, corrigiendo la trayectoria para compensar la refracción de la luz desde la superficie. Clavó la abultada cabeza contra el fondo mientas la cola se agitaba enloquecida, y con lentitud arrastró el pez hacia sí y lo deslizó al exterior por el cristal lateral del acuario. Se apartó a un lado y lo arrojó al suelo, donde continuó dando coletazos y saltando a pesar de tener el cráneo destrozado.
Luego se inclinó de nuevo sobre el acuario y hundió la mano en el centro de fango y arena, hasta el fondo.
Sí, allí estaban. La corazonada que había tenido con respecto a los peces venenosos era correcta. Sus dedos rozaron las apretadas hileras de monedas debajo de la capa de fango, como fichas de juego en el interior de una caja. Estaban colocadas dentro de una bandeja plana. Podía palpar las divisiones de madera. Sacó una moneda y la enjuagó, al igual que su mano, en el agua más limpia de la superficie. La alumbró con la linterna. Era tan grande como una moneda de cinco chelines y casi igual de gruesa, pero estaba hecha de oro. Lucía el escudo de armas de España y la cabeza de Felipe II.
Miró el acuario, calculando sus medidas. Debía de haber unas mil monedas en aquel acuario, que ningún oficial de aduanas pensaría siquiera en tocar. Un tesoro por valor de entre diez y veinte mil dólares guardado por un Cancerbero[28] de colmillos envenenados. Debía de pertenecer al cargamento que el Secatur había llevado allí en su último viaje, una semana antes. Cien acuarios. Unos ciento cincuenta mil dólares en oro por viaje. Dentro de poco, los camiones pasarían a recoger los acuarios y, en alguna parte, unos hombres con tenazas revestidas de goma extraerían los mortales peces para arrojarlos de vuelta al mar o quemarlos. Sacarían el agua y el fango, lavarían las monedas y las meterían en bolsitas, las cuales irían a parar a manos de los agentes. Estos introducirían las monedas poco a poco en el mercado y rendirían cuenta estricta ante la maquinaria de Big de cada una de ellas.
Era una trama ideada de acuerdo con la filosofía del señor Big: efectiva, técnicamente brillante y a prueba de casi todo.
Bond sentía una profunda admiración mientras se inclinaba hasta el suelo y ensartaba al pez escorpión en un flanco. Lo metió otra vez en el acuario. No tenía ningún sentido que notificara sus conocimientos al enemigo.
En el momento en que se apartaba del acuario, todas las luces del almacén se encendieron.
—No te muevas ni un milímetro. Arriba las manos —le ordenó una voz con cortante tono autoritario.
Mientras se lanzaba al suelo y rodaba por debajo de los acuarios, vislumbró la alta y flaca silueta del Robber, que se encontraba contra la entrada principal, con un ojo guiñado y el otro fijo en la mira de su rifle. Al lanzarse, Bond rezó para que el Robber errase el tiro, pero también para que el tanque del suelo que iba a recibirlo sobre sí fuese uno de los que estaban tapados. Lo era. Una tela metálica lo cubría. Algo chasqueó los dientes hacia él cuando cayó sobre la tela y rodó hasta el siguiente pasillo. En cuanto hubo desaparecido, el rifle restalló, el acuario del pez escorpión que tenía encima se hizo añicos y el agua se derramó al exterior.
Bond retrocedió a toda velocidad entre los tanques hacia su única vía de retirada. Justo cuando giraba en un recodo, oyó un disparo y un acuario de peje ángel estalló como una bomba junto a su oído.
Ahora se encontraba en el extremo trasero del almacén, con el Robber al otro, separado de él por cincuenta metros. No tenía posibilidad alguna de saltar hacia la ventana, situada al otro lado del pasillo central. Se detuvo un momento para recobrar el aliento y pensar. Sabía que las hileras de acuarios sólo lo protegerían hasta las rodillas, y que entre dichas hileras quedaría a plena vista a través de los estrechos corredores. En cualquier caso, no podía quedarse quieto. Este hecho se lo recordó una bala que le pasó silbando entre las piernas para estrellarse en una pila de conchas, haciendo volar las duras astillas de las mismas, que zumbaron en torno a su cabeza como avispas. Giró a la derecha, y otra bala salió disparada hacia sus piernas, rebotó en el suelo y acabó en un gran depósito de almejas, que se partió por la mitad y desparramó un centenar de ellas por el suelo. Bond retrocedió corriendo a grandes zancadas rápidas. Había desenfundado la Beretta y efectuó dos disparos mientras cruzaba el pasillo central. Vio al Robber saltar para ponerse a cubierto, al tiempo que estallaba el acuario que tenía por encima de la cabeza.
Bond sonrió cuando oyó el grito, ahogado por el estrépito de cristales rotos y agua.
De inmediato echó una rodilla en tierra y efectuó dos disparos apuntando a las piernas del Robber, pero una distancia de cincuenta metros era excesiva para su pistola de pequeño calibre. Se oyó el estrépito de otro acuario al romperse, pero la segunda bala repiqueteó contra las puertas de hierro de la entrada.
El Robber siguió disparando y Bond pudo esquivarlo moviéndose de un lado a otro entre los cajones, mientras esperaba que una bala le acertara en una rótula. De vez en cuando efectuaba un disparo para obligar al Robber a mantenerse a distancia, pero sabía que tenía perdida la batalla. El otro hombre parecía contar con un número interminable de municiones. A Bond sólo le quedaban dos balas dentro del arma y un cargador nuevo en el bolsillo.
Mientras iba de un lado a otro, resbalando con aquellos peces raros que daban coletazos contra el cemento, incluso se detenía para coger pesadas conchas de estrombos gigantes[29] y se las arrojaba a su enemigo. A menudo rebotaban contra la parte superior de algún acuario del extremo del almacén donde se encontraba el Robber, sumándose al espantoso estrépito reinante entre las paredes de hierro, y resultaban bastante ineficaces. Pensó en disparar contra las luces para apagarlas, pero había al menos veinte, repartidas en dos hileras.
Por último, Bond decidió renunciar. Le quedaba una artimaña a la que recurrir, y cualquier cambio en la batalla sería mejor que agotarse corriendo por el extremo peligroso de aquella galería de tiro.
Al pasar ante una hilera de acuarios de los cuales el que tenía más cerca se había roto, lo empujó para derribarlo. Aún estaba lleno hasta la mitad de raros peces luchadores de Siam, y se sintió complacido por el estrepitoso ruido que hicieron los restos del mismo al estallar en pedazos contra el suelo. Sobre la mesa de caballetes quedó libre un amplio espacio y, tras realizar dos carreras cortas para recoger sus zapatos, Bond regresó a toda velocidad y saltó encima de ella.
Al quedarse el Robber sin un blanco contra el cual disparar, se produjo un momento de silencio que sólo rompía el sonido de las bombas, el del agua que caía de los acuarios rotos y los coletazos de los peces agonizantes. Bond se puso los zapatos y se ató los cordones muy fuerte.
—Oye, inglés —gritó el Robber con tono de paciencia—. Sal adonde te vea o empezaré a lanzar granadas. Estaba esperándote y tengo munición más que de sobras.
—Creo que tendré que rendirme —respondió Bond haciendo bocina con las manos—. Pero sólo porque me has destrozado uno de los tobillos.
—No te dispararé —le gritó el Robber—. Tira el arma al suelo y baja por el pasillo central con las manos en alto. Mantendremos una tranquila charla.
—Supongo que no me queda otra opción —respondió Bond, dándole a su voz un tono de desesperanza.
Dejó caer la Beretta al suelo, donde repiqueteó sonoramente. Sacó la moneda de oro del bolsillo y la agarró con la mano izquierda vendada.
Gimió al posar los pies en el suelo. Caminó arrastrando la pierna izquierda, mientras cojeaba pesadamente por el pasillo central, con las manos alzadas a la altura de los hombros. Se detuvo a la mitad.
El Robber avanzó hacia Bond con las piernas semiflexionadas y el rifle apuntándole al estómago. Bond se alegró al ver que tenía la camisa empapada de sudor y un corte encima del ojo izquierdo.
El Robber caminaba muy arrimado al lado izquierdo del pasillo. Cuando se encontraba a unos diez metros de Bond, se detuvo con un pie posado como por casualidad sobre una pequeña protuberancia que sobresalía del suelo de cemento.
Hizo un gesto con el rifle.
—Levanta más las manos —ordenó.
Bond gimió y las alzó algunos centímetros más, casi cruzándolas ante el rostro, como en un gesto defensivo.
Por entre los dedos vio que el pie del Robber daba un golpe seco lateral a algo, y oyó un suave sonido metálico como si se hubiera descorrido un cerrojo. Los ojos de Bond destellaron detrás de las manos y apretó las mandíbulas. En ese momento supo qué le había sucedido a Leiter.
El Robber avanzó, interponiendo su cuerpo duro y delgado entre Bond y el punto donde se había detenido.
—Cristo —se quejó Bond—. Tengo que sentarme. Las piernas no me aguantan.
El Robber se detuvo a pocos pasos de distancia.
—Continúa de pie mientras te hago algunas preguntas, inglés. —Le enseñó los dientes manchados de tabaco en un amago de sonrisa—. Pronto estarás tumbado, y para siempre.
El Robber se detuvo y lo miró de arriba abajo. Bond dejó caer los hombros. Detrás de la expresión de derrota de su rostro, su cerebro iba midiendo cada centímetro.
—Hijo de puta entrometido… —dijo el Robber.
En ese momento, Bond dejó caer la moneda de oro que tenía en la mano izquierda. Esta repiqueteó contra el cemento y comenzó a rodar.
Los ojos del Robber bajaron hacia el suelo durante una fracción de segundo, y en ese instante el pie derecho de Bond, con su zapato de puntera de acero, salió disparado con la pierna estirada al máximo. La patada casi arrancó el rifle de la mano al Robber. En el mismísimo instante en que este apretaba el gatillo y la bala atravesaba, inofensiva, el techo de cristal, Bond se lanzó contra el estómago del hombre, golpeando con ambos puños.
Sus manos hicieron impacto en algo blando y provocaron un gruñido de agonía. Un fuerte dolor hizo presa en la mano izquierda de Bond, y este dio un respingo cuando el rifle cayó con fuerza sobre su espalda. Pero, ciego al dolor, continuó golpeando al hombre con ambas manos, la cabeza agachada entre los hombros encogidos, obligándole a retroceder y haciéndole perder el equilibrio. Al sentir que el otro cedía, se enderezó ligeramente y lanzó una segunda patada con el zapato de puntera de acero, que hizo impacto en la rótula del Robber. Se oyó un alarido agónico y el rifle se estrelló contra el suelo mientras el Robber intentaba protegerse. Estaba a medio camino del suelo cuando Bond le asestó un directo en la mandíbula que lo hizo volar unos cuantos pasos más por el aire.
El Robber cayó en el centro del pasillo, justo frente a lo que Bond vio que era un cerrojo descorrido en el suelo.
Cuando el cuerpo impactó contra el suelo, un cuadrado del cemento giró con gran rapidez sobre un pivote central, y el cuerpo casi desapareció a través de la negra abertura de una ancha trampilla.
Al sentir que aquello cedía bajo su peso, el Robber profirió un penetrante alarido de terror al tiempo que manoteaba en busca de un asidero. Se cogió al borde de la abertura y se aferró a él mientras su cuerpo pendía en el vacío y el panel de cemento armado, de un metro ochenta, giraba con lentitud hasta quedar vertical sobre el pivote, con un rectángulo negro que bostezaba a cada lado de él.
Bond estaba jadeando. Se llevó las manos a las caderas y recobró un poco el aliento. A continuación avanzó hasta el agujero que quedaba a su derecha y miró hacia abajo.
El aterrorizado rostro del Robber, con los labios estirados hasta dejar desnudos los dientes y con las pupilas dilatadas de pánico, se alzaba hacia él, farfullando palabras ininteligibles.
Cuando miró con más detenimiento el fondo, Bond no vio nada en concreto, pero oyó el chapoteo del agua contra los cimientos del edificio y percibió una débil luminiscencia que procedía del lado del mar. Dedujo que en esa dirección se encontraba el acceso al océano a través de una alambrada o de estrechos barrotes.
A medida que la voz del Robber mermaba hasta transformarse en un gimoteo, oyó algo que se movía abajo, alertado por la luz que penetraba desde lo alto. «Un pez martillo —pensó—, o un tiburón tigre, que son los que reaccionan con mayor celeridad».
—Sáqueme de aquí, amigo. Sáqueme. No podré resistir mucho más. Haré lo que usted quiera. Le diré lo que sea.
La voz del Robber era un áspero susurro de súplica.
—¿Qué le ha sucedido a Solitaire? —inquirió Bond, mirando fijamente a los frenéticos ojos.
—Fue idea del señor Big. Me ordenó que dispusiera el secuestro con dos hombres de Tampa. Pidió a Butch y al Lifer, de la sala de billar que está detrás del Oasis. La chica no ha sufrido ningún daño. Déjeme salir, amigo.
—¿Y al estadounidense, a Leiter?
El rostro de agónica expresión adoptó un aire suplicante.
—Eso fue culpa de él. Me hizo salir a primera hora de esta mañana. Dijo que se había declarado un incendio. Que lo había visto al pasar con su coche. Me atrapó y me trajo aquí. Quería registrar esto. Se cayó por la trampilla. Fue un accidente. Juro que él tuvo la culpa. Lo sacamos antes de que muriera. Sobrevivirá.
Bond clavó una mirada fría en los blancos dedos que se aferraban con desesperación al borde de cemento. Sabía que el Robber tenía que haber descorrido el cerrojo y logrado, de alguna forma, que Leiter pasara por encima de la trampilla. Casi podía oír la risa de triunfo del hombre cuando el suelo se abrió y ver la sonrisa cruel mientras escribía la nota y la metía entre las vendas después de pescar el cuerpo medio devorado de su amigo.
Por un momento una ira ciega se apoderó de él.
Pateó con fuerza, dos veces.
El breve alarido ascendió desde las profundidades. Se oyó algo que chocaba contra el agua, y luego se produjo una tremenda conmoción de chapoteos.
Se desplazó a un lado de la trampilla y empujó la losa de cemento vertical. Esta giró suavemente sobre su pivote central.
Justo antes de que cubriera del todo las tinieblas del hueco, oyó un terrible gorgoteo gruñente, como si un cerdo gigantesco se llenara la boca de comida. Lo reconoció como el gruñido que hace un tiburón cuando su monstruoso morro aplanado sale fuera del agua y su boca en forma de hoz se cierra sobre una carcasa que flota en la superficie. Se estremeció y dio una patada al cerrojo para que regresara a su sitio.
Recogió la moneda de oro del suelo y recuperó la Beretta. Avanzó hasta la salida principal y volvió la cabeza durante un momento para contemplar los destrozos causados por la batalla.
Se le ocurrió que no se veía nada que denunciara la presencia del tesoro que había descubierto. La parte superior del acuario del pez escorpión había sido volada de un disparo, y cuando los hombres llegaran por la mañana no se sorprenderían de encontrar al bicho muerto dentro. Sacarían los restos del Robber del estanque de los tiburones e informarían a Big que el hombre había resultado muerto en un tiroteo y que se habían producido daños por valor de x millares de dólares que tendrían que ser reparados antes de que el Secatur pudiera llevar allí el siguiente cargamento. Encontrarían algunas de las balas de Bond y no tardarían en deducir que había sido obra suya.
Bond apartó de su mente el horror que habitaba bajo el suelo del almacén. Apagó las luces y salió por la puerta principal.
Ya se había cobrado un pequeño adelanto a cuenta de la deuda por Solitaire y Leiter.