«Tuvo un desacuerdo con algo que lo reconcomió»
La muchacha no había opuesto mucha resistencia.
Leiter y Bond dejaron a la directora boquiabierta en el césped y echaron a correr hacia el último chalé. La cama de Solitaire estaba casi intacta y la ropa de cama sólo un poco arrugada.
La cerradura del dormitorio había sido forzada con un solo golpe seco de palanqueta, y luego los dos hombres se limitarían a aparecer en la puerta con armas en la mano.
«Póngase en marcha, señora. Vístase. Si intenta algún truco, le abrimos un agujero».
Luego debieron de amordazarla o dejarla inconsciente de un golpe, para meterla doblada por la cintura dentro del cajón y clavar la tapa. En la parte trasera del chalé había marcas de neumáticos donde había aparcado el camión. Casi bloqueando la entrada del vestíbulo, encontraron una anticuada radio con gramófono. Era usada y debía haberles costado menos de cincuenta dólares.
Bond vio la expresión de terror ciego en el rostro de Solitaire, como si la tuviese delante. Se maldijo con amargura por dejarla sola. No imaginaba cómo los habían encontrado con tanta rapidez. Era un ejemplo más de qué manera funcionaba la maquinaria de Big.
Leiter estaba hablando con la central del FBI en Tampa.
—Aeropuertos, terminales de ferrocarril y carreteras —estaba diciendo—. Recibiréis carta blanca de Washington en cuanto pueda hablar con ellos. Te garantizo que le darán a esto la máxima prioridad. Muchas gracias. Te lo agradezco. Estaré por aquí. Vale.
Colgó el auricular.
—Gracias a Dios, están dispuestos a cooperar —dijo a Bond, que se encontraba de pie mirando al mar con duros ojos remotos—. Van a enviar de inmediato a dos de sus hombres y pondrán en funcionamiento una red tan amplia como puedan. Mientras acabo de ligar las cosas con Washington y Nueva York, saca todo lo que puedas a esa vieja bruja. Hora exacta, descripciones y demás. Será mejor hacerle creer que se trata de un allanamiento de morada y que Solitaire se ha largado con los ladrones. Eso lo entenderá sin problemas. Hará que el asunto quede dentro de lo que son delitos habituales de hotel. Comunícale que la policía está de camino y que nosotros no hacemos responsable al establecimiento. Querrá evitar el escándalo. Dile que nosotros también deseamos evitarlo.
Bond asintió.
«¿Que se ha largado con los hombres?». También era una posibilidad, pero, de alguna manera, Bond no lo creía. Regresó a la habitación de Solitaire y la registró con minuciosidad. Aún olía a ella, al perfume «Vent Vert» que le recordaba el viaje que habían hecho juntos. El sombrero y el velo de la joven estaban dentro del armario, y sus pocos artículos de aseo descansaban en el estante del cuarto de baño. Cuando encontró su bolso supo que tenía razón al confiar en ella. Estaba debajo de la cama, y el agente británico se la figuró enviándolo con el pie allí debajo al levantarse con las armas encañonándola. Lo vació sobre la cama y palpó el forro. A continuación cogió un cuchillo pequeño y cortó con cuidado algunos hilos de la trama. Sacó los cinco mil dólares y se los guardó en la billetera. Con él estarían seguros. Si Big la había matado, los gastaría en vengarla. Disimuló el forro rasgado lo mejor que pudo, metió de nuevo el contenido del bolso y lo empujó con el pie debajo de la cama.
Luego se encaminó a la oficina de recepción.
Eran ya las ocho de la noche cuando concluyeron el trabajo de rutina. Bebieron un whisky juntos y luego se encaminaron al comedor del establecimiento donde un puñado de huéspedes estaba acabando de cenar. Todos los miraron con curiosidad y cierto temor. ¿Qué hacían aquellos dos hombres jóvenes de aspecto más bien peligroso en aquel sitio? ¿Dónde estaba la mujer que había llegado con ellos? ¿La esposa de cuál de los dos era? ¿Qué habían significado todas aquellas idas y venidas de la tarde? La pobre señora Stuyvesant corría de un lado a otro con aire bastante distraído. ¿Acaso no sabían que la cena era a las siete? El personal de la cocina estaría a punto de marcharse a casa. Lo tendrían bien merecido si les servían la comida fría. La gente debe ser considerada con los demás. La señora Stuyvesant había dicho que creía que eran hombres del gobierno, de Washington. Bueno, ¿y eso qué quería decir?
La opinión de consenso decía que la presencia de aquella gente era un mal asunto y que no favorecía en absoluto la buena reputación de la clientela de las Cabañas Everglades, cuidadosamente restringida.
A Bond y Leiter los condujeron a una mesa mal situada, junto a la puerta de servicio. El menú —una sarta de palabras pomposas inglesas y francesas en versión estadounidense— se reducía a zumo de tomate, pescado hervido con salsa bechamel, un filete de pavo congelado apenas pintado con salsa de arándanos, y una porción de cuajada de limón con un espiral de sucedáneo de nata montada, encima. Lo masticaron todo con aire taciturno mientras el comedor se iba vaciando de las parejas de «vejetes», y las luces de las mesas se apagaban una a una. Dos cuencos lavamanos, en los que flotaban pétalos de hibisco, constituyeron el elegante final de la cena.
Bond comió en silencio y, cuando acabaron, Leiter hizo un decidido esfuerzo por mostrarse alegre.
—Ven a emborracharte conmigo —dijo—. Este es el mal final de un día todavía peor. ¿O prefieres jugar al bingo con los «vejetes»? Se anuncia un torneo de bingo en la «sala de juego» para esta noche.
Bond se encogió de hombros y regresaron a la sala de estar de su chalé, donde permanecieron sentados con aire taciturno durante un rato, bebiendo y mirando más allá de la arena, blanca como el marfil a la luz de la luna, hacia el interminable mar lóbrego.
Cuando Bond hubo bebido lo bastante para ahogar sus pensamientos, dio las buenas noches a Leiter y se marchó al dormitorio de Solitaire, que ahora ocupaba él. Se metió entre las sábanas donde el cálido cuerpo de ella había reposado y, antes de dormirse, tomó una decisión: iría tras el Robber en cuanto despuntara el día y le arrancaría la verdad. Su preocupación había sido demasiado grande para discutir el tema con Leiter, pero estaba seguro de que el Robber tenía una gran responsabilidad en el secuestro de Solitaire. Vio de nuevo los ojillos crueles y los pálidos labios finos del hombre. Luego pensó en el cuello flaco que salía de la camiseta sucia. Debajo de las sábanas, los músculos de sus brazos se tensaron. Ya tomada la decisión, relajó el cuerpo y se durmió.
Despertó a las ocho. Cuando vio la hora en su reloj, profirió una imprecación. Se dio una ducha rápida, manteniendo abiertos los ojos debajo de las agujas de agua hasta que se despejaron. Luego se rodeó la cintura con una toalla y fue a la habitación de Leiter, que estaba vacía. Las persianas aún se encontraban bajas, pero entraba la luz suficiente para ver que nadie había dormido en ninguna de las dos camas.
Sonrió, pensando que tal vez Leiter hubiese acabado con la botella de whisky, quedándose dormido luego en el sofá de la salita. Fue hasta allí. Tampoco estaba. La botella, llena hasta la mitad, descansaba sobre la mesa, y una pila de colillas de cigarrillo desbordaba el cenicero.
Bond se acercó a la ventana, levantó la persiana y abrió. Contempló la hermosa mañana diáfana antes de volver al dormitorio.
Vio un sobre. Se encontraba sobre una silla delante de la puerta por la que había entrado. Lo cogió. Contenía una nota escrita con lápiz.
Tengo que pensar y no me apetece dormir. Son las cinco de la mañana. Voy a visitar el almacén de gusanos y cebos. Al que madruga Dios le ayuda. Es extraño que ese artista del tiro al blanco estuviera allí sentado mientras secuestraban a S. Como si supiese que estábamos en la ciudad y se preparara por si surgían problemas en caso de que el secuestro saliera mal. Si no he vuelto a las diez de la mañana, llama a la milicia. Tampa 88.
FÉLIX
Bond no esperó. Mientras se vestía y afeitaba, pidió café, bollos y un taxi. En poco más de diez minutos había llegado todo, y se escaldó la boca con el café. Salía por la puerta cuando oyó sonar el teléfono del salón. Regresó corriendo.
—¿Señor Bryce? Le hablo desde el hospital Mound Park —dijo una voz—. Sala de urgencias. Soy el doctor Roberts. Tenemos aquí a un tal señor Leiter que pregunta por usted. ¿Puede venir de inmediato?
—¡Dios todopoderoso! —exclamó Bond, presa del miedo—. ¿Qué le sucede? ¿Está muy mal?
—Nada por lo que haya que preocuparse —respondió la voz—. Un accidente de coche. Al parecer, lo atropellaron y huyeron. Una conmoción leve. ¿Puede venir? Quiere verlo.
—Por supuesto —respondió Bond, aliviado—. Salgo de inmediato.
«Y ahora, ¿qué demonios es esto?», se preguntó mientras cruzaba el césped a la carrera. Debían de haberle dado una paliza para luego tirarlo en la calle. En conjunto, se alegraba de que no hubiese sido peor.
Cuando el taxi en el que iba giraba para entrar en el viaducto de Treasure Island, una ambulancia pasó a toda velocidad en el sentido contrario con la sirena encendida.
«Más problemas —pensó Bond—. Parece que no puedo moverme sin encontrarme con uno».
Atravesaron St. Petersburg por Central Avenue y giraron por la misma calle por la que él y Leiter habían entrado el día anterior. Las sospechas de Bond parecieron confirmarse cuando se encontró con que el hospital estaba situado a sólo dos manzanas de distancia de la Compañía Ourobouros.
Pagó al taxista y subió corriendo por las escaleras del impresionante edificio. En el espacioso vestíbulo de entrada había un mostrador de recepción. Una bonita enfermera se hallaba sentada tras él, leyendo los anuncios del St. Petersburg Times.
—¿El doctor Roberts? —preguntó Bond.
—¿El doctor qué? —inquirió la joven mientras lo observaba con aprobación.
—El doctor Roberts, de la sala de urgencias —respondió Bond con impaciencia—. Es por un paciente llamado Leiter, Félix Leiter, que ingresó esta mañana.
—Aquí no hay ningún doctor Roberts —le aseguró ella. Pasó un dedo por la lista que tenía sobre el mostrador—. Ni tampoco un paciente que se llame Leiter. Espere un momento que preguntaré en urgencias. ¿Cómo se llama usted?
—Bryce —respondió Bond—. John Bryce.
Comenzó a sudar en abundancia, aunque hacía bastante fresco en el vestíbulo. Se secó las manos en los pantalones mientras luchaba para no dejarse ganar por el pánico. Aquella condenada muchacha no sabía hacer su trabajo. Demasiado bonita para ser enfermera. Deberían tener a alguien competente en recepción. Apretó los dientes mientras ella hablaba alegremente por teléfono.
Colgó el auricular.
—Lo lamento, señor Bryce. Debe tratarse de un error. Durante la noche no ha ingresado nadie, y jamás han oído hablar del doctor Roberts ni del señor Leiter. ¿Está seguro de que era en este hospital?
Bond dio media vuelta sin responderle. Mientras se enjugaba el sudor de la frente, se encaminó a la salida.
La joven hizo una mueca a su espalda y cogió el periódico.
Por fortuna un taxi acababa de llegar con otros visitantes. Bond indicó al conductor que lo llevara lo más rápido posible de vuelta a las Cabañas Everglades. Lo único que sabía era que tenían a Leiter y que habían querido alejarlo a él del chalé. No lograba entenderlo, pero estaba seguro de que, de repente, las cosas se habían puesto mal para ellos y que la iniciativa volvía a hallarse en las manos de Big y de su maquinaria.
La señora Stuyvesant salió con prisas cuando lo vio apearse del taxi.
—Su pobre amigo —comentó sin que se apreciara compasión en su voz—. La verdad es que debería tener más cuidado.
—Sí, señora Stuyvesant. ¿Qué sucede? —preguntó con impaciencia.
—La ambulancia llegó justo después de que usted se marchara. —Los ojos de la mujer brillaban al darle la mala noticia—. Al parecer, el señor Leiter sufrió un accidente con su coche. Tuvieron que entrarlo en el chalé con una camilla. El jefe de la ambulancia era un hombre de color muy agradable. Dijo que el señor Leiter estaría bien, pero que no había que molestarlo bajo ningún concepto. Pobre muchacho. Tiene toda la cabeza cubierta de vendas. Dijeron que iban a ponerle cómodo y que un médico vendría a verlo más tarde. Si hay algo que yo pueda…
Bond no esperó más. Cruzó el césped a la carrera hacia el chalé y entró como un rayo en la habitación de Leiter.
Sobre la cama del estadounidense reposaba la forma de un cuerpo. Estaba cubierto por una sábana. Sobre el rostro, la sábana parecía inmóvil.
Apretó los dientes mientras se inclinaba hacia la cama. ¿Había un ligerísimo movimiento?
Apartó bruscamente la sábana de encima del rostro. No lo había. Sólo un gran envoltorio de vendas sucias que cubrían algo como un nido de avispas.
Con lentitud, retiró la sábana hacia abajo. Más vendas, envueltas de una manera más tosca aún, cubrían la mitad inferior del cuerpo. Todo estaba empapado de sangre.
De la abertura donde debería haber estado la boca sobresalía un trozo de papel.
Lo retiró y se inclinó. Percibió un ligerísimo aleteo de respiración contra la mejilla. Cogió el teléfono que había junto a la cama. Necesitó varios minutos para lograr que Tampa entendiera lo que decía. Al fin, el tono apremiante de su voz logró transmitirles lo que sucedía. Llegarían en veinte minutos.
Colgó el auricular y dirigió una mirada vaga al papel. Se trataba de un trozo de áspero papel de embalaje. En toscas letras mayúsculas, habían garrapateado las siguientes palabras:
«TUVO DESACUERDO CON ALGO QUE LO RECONCOMIÓ».
Y debajo, entre paréntesis:
(«P. D. TENEMOS UN MONTÓN MÁS DE CHISTES TAN BUENOS COMO ÉSTE»).
Con los movimientos de un sonámbulo, Bond dejó el papel en la mesita de noche. Luego se volvió hacia el cuerpo que yacía en la cama. Apenas se atrevía a tocarlo por temor a que la diminuta palpitación de aliento cesara de repente. Pero necesitaba averiguar algo. Separó con suavidad las vendas de la parte superior de la cabeza. Al cabo de poco descubrió algunos mechones de cabello. Estaba mojado y Bond se llevó los dedos a la boca. Tenían gusto a sal. Sacó algunos mechones fuera de las vendas y los examinó de cerca. Ya no le cupo duda.
Volvió a ver el mechón de cabello color paja claro que solía colgar en desorden sobre el ojo derecho, gris y humorístico, y debajo de este el rostro de halcón que hacía muecas, del tejano con quien tantas aventuras había compartido. Durante un momento pensó en él, en cómo había sido. Luego volvió a meter los mechones de cabello dentro de las vendas, se sentó en el borde de la otra cama y veló en silencio el cuerpo de su amigo mientras se preguntaba cuánto podrían salvar de él.
Cuando llegaron los dos detectives y el cirujano de la policía, les contó lo que sabía con voz inexpresiva por completo. Actuando de acuerdo con la información que Bond les había dado por teléfono, habían enviado una brigada al almacén del Robber y aguardaban el informe mientras el médico trabajaba en la habitación contigua.
Fue el primero en acabar. Entró en el salón con expresión de ansiedad. Bond se levantó de un salto. El cirujano de la policía se desplomó en una silla y alzó los ojos hacia él.
—Creo que sobrevivirá —anunció—, pero sólo tiene un cincuenta por ciento de probabilidades. Desde luego, al pobre muchacho le hicieron una faena. Le falta un brazo. Media pierna izquierda. Tiene el rostro machacado, pero sólo superficialmente. Que me parta un rayo si sé qué le ha hecho eso. Lo único que se me ocurre es que fuera un animal o un pez grande. Algo lo ha desgarrado con los dientes. Sabré un poco más cuando pueda llevármelo al hospital. Revisaré las huellas dejadas por los dientes de lo que sea que lo mordió. La ambulancia llegará en cualquier momento.
Permanecieron sentados en taciturno silencio. El teléfono no cesaba de sonar: Nueva York, Washington y el departamento de policía de St. Petersburg preguntaban qué demonios estaba sucediendo en el muelle; se les respondió que se mantuvieran fuera del caso. Era asunto de los federales. Finalmente, desde una cabina telefónica, el teniente de la brigada les transmitió su informe.
Habían peinado el almacén del Robber palmo a palmo. No encontraron nada más que acuarios con peces, cebo, y cajones de coral y conchas. El Robber y otros dos hombres, que se encontraban allí a cargo de las bombas de aire y de los calentadores de agua, habían sido detenidos e interrogados durante una hora, comprobándose después que sus coartadas eran tan sólidas como el Empire State. El Robber exigió, colérico, que llamaran a su abogado, y cuando a este por fin se le permitió hablar con ellos, quedaron automáticamente en libertad, como era natural. Sin cargos porque no tenían prueba alguna en qué basarlos. Todo conducía a callejones sin salida, excepto el hecho de que habían encontrado el coche de Leiter en el otro extremo de la dársena para embarcaciones deportivas, a un kilómetro y medio del muelle. Muchas huellas dactilares, pero ninguna que coincidiera con las pertenecientes a los tres hombres. ¿Alguna sugerencia?
—Continúe con la investigación —respondió el oficial superior que se encontraba en el chalé y que se había presentado como capitán Franks—. Ahora iré hacia allí. Washington dice que tenemos que coger a esos hombres aunque sea lo último que hagamos. Esta noche llegarán en avión dos de los mejores agentes. Ha llegado el momento de pedir la cooperación de la policía. Les diré que pongan a trabajar a sus confidentes de Tampa. No es sólo un asunto de St. Petersburg. Hasta luego.
Eran las tres de la tarde. La ambulancia policial llegó y volvió a marcharse con el médico y el cuerpo que tan cerca estaba de la muerte. Los dos hombres se marcharon. Prometieron mantenerse en contacto. Estaban ansiosos por conocer los planes de Bond. Este se mostró evasivo. Dijo que tendría que hablar con Washington. Entretanto, ¿podían dejarle el coche de Leiter? Sí, se lo traerían en cuanto los del laboratorio acabaran con él.
Cuando se hubieron marchado, Bond se sentó, absorto en sus pensamientos. Habían preparado bocadillos con lo que encontraron en la bien provista despensa, y ahora Bond acabó con ellos y bebió un whisky solo.
Sonó el teléfono. Conferencia interurbana. Bond se encontró hablando con la sección de Leiter de la Agencia Central de Inteligencia. La esencia del mensaje era que se alegrarían muchísimo de que Bond se trasladara de inmediato a Jamaica. Todo ello dicho con la mayor de las amabilidades. Habían hablado con Londres, donde se habían mostrado de acuerdo con ellos. ¿Cuándo debían comunicar a Londres que llegaría él a Jamaica?
Bond sabía que había un vuelo de la Transcarib vía Nassau, al día siguiente. Les dijo que lo cogería. ¿Alguna otra noticia? Ah, sí, respondió la CIA: el caballero de Harlem y su novia se habían marchado en avión a La Habana durante la noche, volando en un avión privado desde una pequeña población de la Costa Este llamada Vero Beach. Los documentos estaban en regla, y como la compañía era tan pequeña, el FBI no se había molestado en incluirla en la lista de vigilancia de aeropuertos. El agente de la CIA en Cuba había informado de la llegada. Sí, una pena. Sí, el Secatur continuaba allí. No tenía fecha de salida. Desde luego, era una verdadera lástima lo de Leiter. Buen hombre. Esperaban que saliera de aquella. ¿Así pues, Bond volaría a Jamaica al día siguiente? Bien. Lamentaban que las cosas hubieran estado tan agitadas. Adiós.
Bond pensó durante un rato y luego cogió el teléfono y se puso en comunicación con un hombre del acuario Eastern Garden de Miami. Deseaba hacerle una consulta acerca de la compra de un tiburón vivo para tenerlo en una laguna salada ornamental.
—El único lugar donde yo sepa que hay algo así se encuentra cerca de donde usted está ahora, señor Bryce —respondió la voz servicial—. En la Ourobouros Worm and Bait. Ellos tienen tiburones, y de los grandes. Se los venden a zoológicos extranjeros y lugares así. Disponen de tiburones de tres clases: blanco, tigre y martillo. Estarán encantados de ayudarlo. Cuesta mucho dinero alimentarlos. A su servicio. Venga a verme si pasa por aquí. Adiós.
Bond sacó su pistola y se puso a limpiarla, mientras esperaba que cayera la noche.