Las Cabañas Everglades
Eran alrededor de las cinco de la madrugada cuando se escabulleron del tren en Jacksonville.
Aún estaba oscuro y los desiertos andenes de la gran estación de enlace de Florida tenían una iluminación escasa. La entrada del paso subterráneo se encontraba a unos pocos metros del coche 245, y en el tren dormido no se apreciaba el más mínimo rastro de vida cuando se precipitaron por los escalones. Bond había pedido al camarero que mantuviera la puerta de su compartimiento cerrada con llave y las cortinillas corridas cuando ellos bajaran, pensando que así tenían una buena posibilidad de que no los echaran en falta hasta que el tren llegara a St. Petersburg.
Salieron del paso subterráneo al vestíbulo donde estaban las taquillas. Cuando Bond verificó que el siguiente tren hacia St. Petersburg sería el Silver Meteor, hermano del Phantom, y que pasaría a eso de las nueve de la mañana, reservó dos billetes en primera clase para el mismo. A continuación cogió a Solitaire por un brazo y salieron juntos a la tibia calle oscura.
Tenían para escoger entre dos o tres restaurantes que permanecían abiertos toda la noche, y traspusieron la puerta del que anunciaba «Buena comida» con los tubos de neón más brillantes. Era la habitual fábrica de comida de baja calidad: dos camareras cansadas detrás de un mostrador de zinc cargado de paquetes de cigarrillos, dulces, libros en rústica y tebeos. Había una gran cafetera de filtro y una hilera de bombonas de gas butano. Una puerta con el letrero de «Servicios» ocultaba sus horrorosos secretos junto a otra donde se leía «Privado», y que probablemente daba a la puerta trasera. Un grupo de hombres con monos de trabajo, que ocupaban una de la docena de mesas manchadas sobre las que descansaban angarillas, alzaron un instante la mirada cuando entró la pareja y luego reanudaron su conversación en voz baja. Operarios de reemplazo para las locomotoras, supuso Bond.
A la derecha de la entrada había cuatro cubículos estrechos; Solitaire y él se deslizaron en uno de ellos. Miraron la carta manchada con ojos desganados.
Al cabo de un rato, una de las camareras se acercó con paso lento y se recostó contra el tabique, recorriendo con la mirada la ropa de Solitaire.
—Zumo de naranja, café y huevos revueltos para dos —pidió Bond.
—Vale —respondió la chica.
Sus zapatos se arrastraron con paso letárgico por el suelo mientras se alejaba con la misma lentitud.
—Los huevos revueltos estarán cocidos con leche —explicó Bond—, pero no se pueden pedir huevos pasados por agua en Estados Unidos. Tienen un aspecto demasiado asqueroso sin la cáscara, revueltos dentro de una taza como los ponen aquí. Sabe Dios de dónde han sacado ese método. De Alemania, supongo. Y el café malo estadounidense es el peor del mundo, peor que el de Inglaterra. Calculo que es posible hacer muchas animaladas con el zumo de naranja. Al fin y al cabo, ya estamos en Florida.
De pronto se sintió deprimido ante la idea de esperar durante cuatro horas en aquel ambiente sucio y deslucido.
—En la actualidad, todo el mundo está ganando dinero fácil en Estados Unidos —comentó Solitaire—. Eso siempre es malo para el cliente. Lo único que quieren es sacarte un dólar con rapidez y echarte fuera. Y espera a que lleguemos a la costa. En esta época del año, Florida es el cazabobos más grande de la tierra. En la Costa Este despluman a los millonarios. En el lugar al que vamos se limitan a pelar a las personas corrientes. Les está bien empleado, por supuesto. Van allí a morir, y no pueden llevarse el dinero encima.
—Por el amor de Dios —dijo Bond—. ¿A qué clase de lugar vamos?
—Todo el mundo está casi muerto en St. Petersburg —explicó Solitaire—. Es el Gran Cementerio de Estados Unidos. Cuando un empleado de banco, un trabajador de correos o un revisor de tren llega a los sesenta años, recoge su pensión mensual o anual y se marcha a St. Petersburg para tomar el sol durante los pocos años que le quedan de vida. La llaman «la ciudad del sol». El clima es tan bueno que te regalan el periódico vespertino, The Independent, los días en que no ha brillado el sol en ningún momento hasta la hora de la edición. Eso sucede sólo tres o cuatro veces al año y resulta ser una buena publicidad. Todo el mundo se va a la cama a eso de las nueve de la noche, y durante el día muchos de los viejos juegan al tejo o al bridge. Hay un par de equipos de béisbol, los «Kids» y los «Kubs», ¡y todos los jugadores tienen más de setenta y cinco años! También juegan a bochas, pero pasan la mayor parte del tiempo sentados todos juntos en unas cosas llamadas «Sidewalk Devenports», unas hileras de bancos que flanquean por ambos lados las calles principales. Simplemente se sientan al sol a chismorrear y a echar alguna cabezada. Resulta un espectáculo aterrador ver a todos esos viejos con sus gafas, audífonos y chasqueantes dentaduras postizas.
—Parece bastante desagradable —asintió Bond—. ¿Por qué demonios escogió Big aquel sitio como base de operaciones?
—Es perfecto para él —respondió Solitaire con total seriedad—. Casi no se cometen delitos, como no sean las trampas que se hacen en el bridge y la canasta. Así que hay un cuerpo policial muy reducido. Tienen un cuartel de guardia costera muy grande, pero se ocupa sobre todo del contrabando entre Tampa y Cuba, y de la pesca de esponjas fuera de temporada de la zona de Tarpon Springs. En realidad ignoro qué hace allí, excepto que tiene un agente llamado Robber. Está relacionado de algún modo con Cuba, supongo —añadió, pensativa—. Probablemente ande mezclado con los comunistas. Creo que Cuba está dentro de la jurisdicción de Harlem, y que tiene agentes rojos en todo el Caribe. En cualquier caso —prosiguió—, probablemente St. Petersburg es la población más inocente de Estados Unidos. Allí todo resulta muy «familiar» y «afable». Es cierto que hay un lugar llamado «The Restorium», un hospital para alcohólicos, pero supongo que los pacientes son muy viejos —explicó con una risa— y calculo que ya no están en edad de hacer daño a nadie. Te encantará —añadió mientras sonreía a Bond con aire malicioso—. Es probable que quieras establecerte en aquel lugar para siempre y ser también tú un «vejete». Es la palabra de moda allí… «vejete».
—¡Dios no lo quiera! —exclamó Bond con fervor—. Se parece mucho a Bournemouth o Torquay, sólo que un millón de veces peor. Espero que no nos liemos en una competición de tiro con ese Robber y sus amigos. Probablemente aceleraríamos el viaje hacia la tumba de unos centenares de vejetes, provocándoles un infarto. Pero ¿no hay nadie joven en aquel lugar?
Solitaire se echó a reír.
—Por supuesto que sí. Un montón. Todos los habitantes del lugar que les sacan el dinero a los vejetes, por ejemplo. Los propietarios de los moteles y los aparcamientos para caravanas. Podrías ganar muchísimo dinero con los torneos de bingo. Yo sería tu «reclamo», la muchacha que está en la puerta para hacer entrar a los mamones. Querido señor Bond —tendió el brazo y le cogió una mano—, ¿se establecería conmigo y envejecería decorosamente en St. Petersburg?
Bond se recostó en el asiento y la observó con mirada crítica.
—Primero quiero pasar un largo tiempo de vida indecorosa contigo —respondió con una sonrisa—. Seguramente soy mejor para eso. Pero me parece bien que en aquel sitio se acuesten a las nueve de la noche.
Los ojos de ella le devolvieron la sonrisa. Soltó la mano de Bond cuando les llegó el desayuno.
—Sí —dijo la joven—. Tú métete en la cama a las nueve. Entonces yo me escabulliré por la puerta trasera y me iré de juerga con los Kids y los Kubs.
El desayuno era tan malo como Bond había augurado.
Después de pagar, salieron y fueron paseando hasta la sala de espera de la estación.
El sol había salido y su luz entraba a raudales en polvorientos haces al interior del desierto vestíbulo abovedado. Se sentaron juntos en un rincón, y hasta que llegó el Silver Meteor, Bond acribilló a la muchacha con preguntas acerca de Big y de todo cuanto recordara acerca de las operaciones del mismo.
De vez en cuando tomaba nota de una fecha o un nombre, pero había pocas cosas que ella pudiera añadir a lo que Bond ya sabía. Solitaire disponía de un apartamento para ella sola en el mismo bloque donde vivía el señor Big, y allí la habían mantenido virtualmente prisionera durante el último año. Tenía dos rudas mujeres negras como «acompañantes» y jamás se le permitía salir sin un guardián.
De vez en cuando, el señor Big hacía que fuese a la habitación donde había estado Bond. Allí se le ordenaba que adivinara si un hombre o mujer, casi siempre atados a la silla, mentía o decía la verdad. Ella variaba las respuestas según percibiera que se trataba de personas buenas o malas. Sabía que, con frecuencia, su veredicto era una sentencia de muerte, pero sentía indiferencia respecto a la suerte que corrieran aquellos a quienes juzgaba como malvados. Muy pocas de aquellas personas eran blancas.
Bond anotó las fechas y los datos de todas esas ocasiones.
Lo que contaba la joven se sumaba al cuadro de un hombre muy poderoso y activo, implacable y cruel, que dirigía una enorme red de operaciones.
Lo único que Solitaire sabía acerca de las monedas de oro era que en varias ocasiones había tenido que interrogar a diversos hombres acerca de cuántas habían vendido y qué precio habían cobrado. Con mucha frecuencia, dijo, mentían con respecto a ambas cosas.
Bond se guardó bien de contarle lo que él sabía o suponía al respecto. Su creciente afecto por Solitaire y el deseo que sentía por su cuerpo se encontraban encerrados en un compartimiento de su mente que no tenía puerta de comunicación con su vida profesional.
El Silver Meteor llegó sin retraso, y fue un alivio para ambos ponerse de nuevo en marcha y dejar atrás el triste mundo de la enorme estación de enlace.
El tren continuó a toda velocidad hacia el sur de Florida, a través de bosques y pantanos desolados y hechizados por el musgo negro, y a través de kilómetros y más kilómetros de plantaciones de cítricos.
A todo lo largo del centro del estado, el musgo negro confería al paisaje un toque muerto, espectral. Incluso los pequeños pueblos por donde pasaban tenían un aspecto gris de esqueleto, con sus casas de madera reseca bajo el sol. Sólo las plantaciones de cítricos cargadas de fruta parecían frescas y vivas. Todo lo demás daba la impresión de haberse desecado y quemado a causa del calor.
Mientras miraba por la ventanilla los sombríos bosques silenciosos y marchitos, Bond pensó que allí no podía vivir otra cosa que no fueran murciélagos, escorpiones, sapos cornudos y arañas viuda negra.
Almorzaron, y al cabo de poco el tren se encontró corriendo a lo largo del golfo de México, a través de manglares y bosquecillos de palmeras, e interminables moteles y aparcamientos de caravanas. Bond percibió el ambiente de la otra Florida, la Florida de los anuncios publicitarios, la tierra de «Miss Flor de Azahar 1954».
Bajaron del tren en Clearwater, la última estación antes de St. Petersburg. Bond decidió tomar un taxi y le dio la dirección de Treasure Island, de la cual los separaba un recorrido de media hora. Eran las dos de la tarde y el sol caía a plomo desde un cielo por completo despejado. Solitaire insistió en quitarse el sombrero y el velo.
—Se me pega al rostro —protestó—. Apenas un alma me ha visto jamás por aquí.
Un negro corpulento picado de viruelas se encontraba detenido con su taxi en el mismo momento en que ellos tuvieron que parar en el cruce de Park Street y Central Avenue, donde la avenida atraviesa el largo viaducto de Treasure Island por encima de las aguas poco profundas hasta la bahía de Boca Ciega[23].
Cuando el negro vio el perfil de Solitaire se quedó boquiabierto. Aparcó el taxi junto al bordillo y se lanzó al interior de un drugstore. Marcó un número de St. Petersburg.
—Habla Poxy —dijo con tono apremiante cuando le contestaron—. Pásame con el Robber, y date prisa. ¿Eres tú, Robber? Escucha, el señor Big tiene que estar en la ciudad… ¿Qué quieres decir con que acabas de hablar con él en Nueva York? Yo acabo de ver a su chica en un taxi de Clearwater, uno de la Stassen Company, en dirección al viaducto… Claro que estoy seguro. Te lo juro. No podría equivocarme con esa preciosidad. Iba con un hombre de traje azul y sombrero gris. Me ha parecido verle una cicatriz en la cara… ¿Qué quieres decir que si los seguí? No podía creer que me hubieras asegurado que el señor Big no estaba en la ciudad cuando sí estaba. Pensé que era mejor comprobarlo y asegurarme. Vale… Vale… Pillaré a ese taxi cuando regrese por el viaducto, o en Clearwater. Vale… Muy bien. Tú tranquilo. No he hecho nada malo.
El hombre al que llamaban el Robber hablaba con Nueva York al cabo de cinco minutos. Aunque le había llegado la advertencia respecto a Bond, no entendía dónde encajaba Solitaire en aquel asunto. Cuando acabó de hablar con el señor Big, continuaba sin saberlo, pero las instrucciones que había recibido eran muy precisas.
Colgó el auricular y permaneció sentado durante un rato, tamborileando con los dedos sobre el escritorio. Diez de los grandes por el trabajo. Necesitaba dos hombres. Eso significaba que se quedaría con ocho de los grandes. Se lamió los labios y llamó a la sala de billar que había en un bar del centro de Tampa.
Bond pagó y despidió al taxista cuando llegaron a las Cabañas Everglades, un grupo de primorosos chalés de madera blancos y amarillos situados en tres de los flancos de un cuadrado cubierto de grama que bajaba por una extensión de cincuenta metros hasta una playa blanca, más allá de la cual se encontraba el mar. Desde allí se extendía todo el golfo de México, liso como un espejo, hasta que la calina del horizonte se unía con un cielo sin nubes.
Después de Londres, después de Nueva York, después de Jacksonville, la transición resultaba brillante.
Bond, con Solitaire recatadamente tras él, atravesó la puerta que tenía un letrero donde se leía «Oficina». Cuando hizo sonar el timbre de «Directora: señora Stuyvesant», apareció una mujer diminuta y marchita, con el cabello ligeramente teñido de azul, que le sonrió con sus labios estrechos.
—¿Sí?
—¿El señor Leiter?
—Ah, sí, señor Bryce. Cabaña número uno, justo en la playa. El señor Leiter ha estado esperándolo desde la hora del almuerzo. ¿Y…? —Volvió sus quevedos hacia Solitaire.
—La señora Bryce —respondió Bond.
—Ah, sí —dijo la señora Stuyvesant, deseosa de no creerle—. Bueno, si tiene la amabilidad de firmar el registro, estoy segura de que usted y la señora Bryce desearán refrescarse después del viaje. La dirección completa, por favor. Gracias.
Los condujo al exterior y abrió la marcha por un sendero de cemento hasta el último chalé de la izquierda. Llamó a la puerta con unos golpes y Leiter les abrió. Bond había estado deseando una calurosa bienvenida, pero Leiter pareció asombrado al verlo. Se quedó boquiabierto. Su cabello color paja, todavía ligeramente negro en las raíces, parecía un almiar.
—Aún no conoces a mi esposa, según creo —comentó Bond.
—No, no, quiero decir, sí. ¿Cómo está?
La totalidad de la situación lo desbordaba. Olvidándose de Solitaire, casi arrastró a Bond al interior del chalé. En el último momento se acordó de la joven, la cogió con la otra mano y también la hizo entrar al tiempo que cerraba la puerta con el talón.
—Espero que tengan una feliz… —dijo la señora Stuyvesant, cuya frase quedó guillotinada por el portazo.
Una vez dentro, Leiter continuaba sin asumir la presencia de su amigo. Permanecía de pie, mirando de uno a otro con la boca abierta.
Bond dejó su maleta en el suelo del pequeño recibidor. Había dos puertas. Empujó la que tenía a la derecha y la mantuvo abierta para que entrara Solitaire. Se trataba de un salón pequeño que abarcaba todo el ancho del chalé y cuya pared opuesta daba a la playa. Estaba agradablemente amueblado con sillas playeras de bambú forradas de espuma de goma cubierta por una trama de hibisco de Cuba roja y verde. El suelo estaba cubierto por esteras de hojas de palma. Las paredes tenían la tonalidad azul de los huevos de pato, y en el centro de cada una colgaba una lámina de flores tropicales en color con marco de bambú. Había una mesa grande en forma de tambor hecha de bambú con la superficie de cristal. Sobre ella descansaban un cuenco con flores y un teléfono blanco. Las grandes ventanas de la estancia miraban al mar, y a la derecha de ellas se abría una puerta que conducía a la playa. Unas persianas de plástico estaban bajadas hasta la mitad para amortiguar el feroz resplandor del sol sobre la arena.
Bond y Solitaire se sentaron. El primero encendió un cigarrillo y arrojó el paquete y el encendedor sobre la mesa.
De pronto, el teléfono sonó. Leiter salió de su trance, avanzó desde la puerta y cogió el auricular.
—Al habla —dijo—. Que se ponga el teniente. ¿Es usted, teniente? Está aquí. Acaba de entrar. No, de una sola pieza. —Escuchó durante un momento y se volvió a mirar a Bond—. ¿Dónde os bajasteis del Phantom? —preguntó. Bond se lo dijo—. En Jacksonville —informó Leiter por teléfono—. Sí, diría que sí… Claro. Ya le pediré más detalles y volveré a llamarlo. ¿Informará a los de Homicidios para que dejen de buscar? Se lo agradecería mucho. Y a Nueva York. Se lo agradezco, teniente… Orlando 9000. Vale. Y gracias otra vez. Adiós.
Colgó el auricular, se enjugó el sudor de la frente y se sentó delante de su amigo.
De pronto miró a Solitaire y le dedicó una sonrisa de disculpas.
—Supongo que usted es Solitaire —dijo—. Perdóneme por la brusca recepción. Ha sido un día bastante duro. Por segunda vez en veinticuatro horas había perdido la esperanza de ver vivo a este tipo. —Se volvió a mirar a Bond—. ¿Puedo continuar hablando?
—Sí —respondió Bond—. Solitaire está de nuestro lado.
—Eso es un alivio —declaró Leiter—. Seguro que no habéis leído los periódicos ni oído la radio, así que primero os contaré la historia a grandes rasgos. El Phantom fue detenido poco después de Jacksonville, entre Waldo y Ocala. Vuestro compartimiento fue ametrallado y volado con una bomba. Saltó en pedacitos. La explosión mató al camarero del coche cama, que en ese momento se encontraba en el corredor. No hubo ninguna otra baja. Se ha liado un escándalo de mil demonios. ¿Quién lo hizo? ¿Quiénes son el señor y la señora Bryce? ¿Dónde se encuentran? Por supuesto, estábamos seguros de que os habían secuestrado. La investigación la lleva la policía de Orlando. Siguieron la pista de las reservas hasta Nueva York. Descubrieron que las había hecho el FBI. Todos se me han echado encima como una pila de ladrillos. Y luego entras tú con una bonita muchacha del brazo, feliz como unas pascuas.
Leiter estalló en carcajadas.
—¡Chico! Deberías haber oído a los de Washington hace un rato. Cualquiera habría pensado que era yo quien había puesto la bomba en el maldito tren.
Cogió uno de los cigarrillos de Bond y lo encendió.
—Bueno —resumió—, esa es la sinopsis. Te pasaré el guión de rodaje cuando haya oído tu historia. Escupe.
Bond describió con todo detalle lo sucedido desde que había hablado con Leiter desde el St. Regis. Cuando llegó a la noche pasada en el tren, sacó la hoja de papel de la billetera y la empujó al otro lado de la mesa.
Leiter silbó.
—Vudú —dijo—. Supongo que esto estaba destinado a que lo encontraran sobre tu cadáver. Un asesinato ritual cometido por los amigos de los hombres que te cargaste en Harlem. Era lo que debía parecer. Apartaría de inmediato las pesquisas policiales del señor Big. Desde luego, hay que reconocer que tienen en cuenta todos los detalles. Iremos tras la pista de ese asesino que metieron en el tren. Es probable que fuera uno de los ayudantes del coche restaurante. Ese debe de ser el hombre que les indicó cuál era vuestro compartimiento. Pero acaba. Luego te contaré cómo lo hizo.
—Déjeme ver eso —dijo Solitaire, al tiempo que tendía una mano para coger la hoja de papel—. Sí —comentó en voz baja—. Es un ouanga, un fetiche vudú. Se trata de la invocación de la bruja del tambor. La tribu de los ashanti, de África, lo usa cuando quiere matar a alguien. En Haití emplean algo parecido. —Se la devolvió a Bond—. Fue una suerte que no me hablaras de esto —declaró con toda seriedad—. Aún estaría con un ataque de histeria.
—A mí tampoco me gustó nada —le aseguró Bond—. Tuve la sensación de que era una mala noticia. Fue una suerte que nos bajáramos en Jacksonville. Pobre Baldwin. Le debemos muchísimo.
Acabó de narrar el resto del viaje.
—¿Alguien os vio cuando bajasteis del tren? —quiso saber Leiter.
—Yo diría que no —respondió Bond—. Pero será mejor que mantengamos a Solitaire fuera de circulación hasta que podamos sacarla de aquí. Pienso que deberíamos enviarla por avión a Jamaica, mañana mismo. Haremos que cuiden allí de ella hasta que lleguemos nosotros.
—Claro —asintió Leiter—. La embarcaremos en un vuelo chárter en el aeropuerto de Tampa. Llegará a Miami mañana a la hora del almuerzo, y allí podrá coger uno de los vuelos de la tarde, de la KLM o la Panam. Estará en Jamaica mañana a la hora de cenar. Es demasiado tarde para hacer algo hoy.
—¿Te parece bien, Solitaire? —preguntó Bond.
La joven estaba mirando fijamente por la ventana. Sus ojos tenían una expresión remota que Bond ya había visto antes.
De pronto, ella se estremeció.
Sus ojos se volvieron hacia el británico. Tendió una mano y le tocó la manga de la americana.
—Sí —respondió. Luego vaciló—. Sí, supongo que sí.