CAPÍTULO 11

Allumeuse

El excelente tren continuó su carrera adentrándose en la brillante tarde hacia el sur. Dejaron atrás Pennsylvania y Maryland. Se produjo una larga parada en Washington, donde Bond oyó, entre sueños, los mesurados campanilleos de las locomotoras de maniobras y el suave discurso reflexivo del sistema de megafonía de la estación. Luego entraron en Virginia. Allí el aire ya era más tibio y el atardecer, a sólo cinco horas de distancia del brillante aliento glacial de Nueva York, tenía un perfume casi primaveral.

De vez en cuando, un grupo de negros que regresaba de trabajar en los campos oía el lejano retumbar sobre los suspirantes raíles plateados silenciosos; alguno sacaba su reloj y lo consultaba para luego anunciar: «Eh, ya viene el Phantom. Las seis en punto. Creo que mi reloj está justo a la hora». «Ya lo creo», asentía otro al aproximarse más el gran latido de la locomotora diesel y pasar a toda velocidad los coches iluminados camino del norte de California.

Despertaron en torno a las siete de la tarde con el tintineo del apremiante timbre de alarma de un paso a nivel, cuando el tren abandonaba los campos para entrar en los suburbios de Raleigh. Bond retiró las cuñas de debajo de las puertas antes de encender las luces y llamar al camarero.

Pidió dos martini secos, y cuando llegaron las dos botellitas «individuales» con los vasos y el hielo, le parecieron tan insuficientes que de inmediato pidió cuatro más.

Discutieron a causa de la cena. Describían el pescado como «hecho de tiernísimos filetes sin espinas», y el pollo como «frito a la francesa, dorado y crujiente, deshuesado».

—Pamplinas —declaró Bond, y acabaron pidiendo huevos revueltos con tocino y salchichas, una ensalada y un poco de queso Camembert nacional, que constituye la mejor de las sorpresas de las cartas de comida estadounidenses.

Eran las nueve de la noche cuando Baldwin apareció para retirar los platos. Preguntó si deseaban alguna otra cosa.

—¿A qué hora llegaremos a Jacksonville? —preguntó Bond, que había estado pensando en sus problemas.

—A eso de las cinco de la mañana, señor.

—¿Hay paso subterráneo en el andén?

—Sí, señor. Este coche para justo al lado.

—¿Le sería posible abrir la puerta y bajar los escalones con mucha rapidez?

El negro le sonrió.

—Sí, señor. Puedo encargarme de eso.

Bond deslizó un billete de diez dólares en la mano del hombre.

—Por si no nos vemos cuando lleguemos a St. Petersburg —dijo.

El negro le dedicó una ancha sonrisa.

—Agradezco mucho su amabilidad, señor. Buenas noches, señor. Buenas noches, señora.

Salió y cerró la puerta.

Bond se levantó y encajó las cuñas con firmeza debajo de las puertas.

—Ya veo —comentó Solitaire—. Así están las cosas.

—Sí —respondió él—. Me temo que así están.

Le habló de la advertencia que Baldwin le había hecho.

—No me sorprende —aseguró la joven después que Bond hubo acabado—. Tienen que haberlo visto a usted al entrar en la estación. Big cuenta con todo un ejército de espías llamados «los Ojos», y cuando los pone a trabajar resulta casi imposible que a uno no lo vean. Me pregunto a quién habrá enviado al tren. Puede estar seguro de que será un negro. O bien un camarero de los coches cama, o bien alguien del coche restaurante. Él consigue que esa gente haga cualquier cosa que les pida.

—Así parece —asintió Bond—. Pero ¿cómo lo consigue? ¿Qué control tiene sobre ellos?

La joven miró por la ventanilla hacia el túnel de oscuridad en el cual el tren iluminado señalaba con luces su paso atronador. Luego volvió la cabeza para fijar la vista en los fríos ojos azul grisáceos muy abiertos de Bond. Se preguntó: «¿Cómo explicarle algo así a alguien que tiene esa seguridad de espíritu, ese historial cultural de sentido común, criado con ropas y zapatos en casas cálidas y calles iluminadas? ¿Cómo explicárselo a alguien que no ha vivido cerca del corazón secreto de los trópicos, que no ha estado a merced de su cólera, su sigilo y su veneno; a alguien que no ha experimentado el misterio de los tambores, ni visto los efectos rápidos de la magia ni el pavor mortal que esta inspira? ¿Qué puede saber él de la catalepsia, de la transmisión de pensamientos, del sexto sentido de los peces, los pájaros, los negros; del significado mortal de una pluma blanca de pollo, de unos palitos cruzados en la carretera, de un saquito de cuero lleno de huesos y hierbas? ¿Y del mialismo, de las sombras que hablan, de la muerte por hinchazón y de la muerte por consunción?».

Se estremeció y la totalidad de la hueste de oscuros recuerdos se apiñó en torno a ella. Por encima de todo recordaba aquella primera visita al Houmfor, adonde la había llevado en una ocasión su niñera negra cuando era pequeña. «No le hará ningún daño, señorita. Este poderoso talismán es bueno. Cuidará de usted durante el resto de su vida». Y al repugnante hombre viejo y la asquerosa bebida que le dio. Recordaba como la niñera le mantuvo la boca abierta hasta que se tragó todo el líquido, y como permaneció despierta y gritando todas las noches de la semana que siguió. Y la preocupación que su niñera demostró hasta que, de repente, volvió a dormir bien. Pero, semanas más tarde, al desplazar la cabeza sobre la almohada sintió algo duro y lo sacó de dentro de la funda: era un sucio paquetito de estiércol. En un arrebato, lo arrojó por la ventana, pero a la mañana siguiente no pudo encontrarlo. Continuó durmiendo bien, y sabía que la niñera debía haber encontrado el amuleto, escondiéndolo luego en algún lugar secreto del dormitorio, debajo de las tablas del suelo.

Años después había averiguado de qué estaba hecha aquella bebida vudú: una mezcla de ron, pólvora, tierra de tumba y sangre humana. Estuvo a punto de vomitar cuando el recuerdo del sabor le volvió a la boca.

¿Qué podía saber ese hombre de todas esas cosas ni del hecho de que ella las creyera a medias?

Alzó la mirada y se encontró con los ojos de Bond, que la miraban fijamente, con expresión de divertida perplejidad.

—Usted cree que yo no lo entendería —dijo—, y tiene razón hasta un cierto punto. Pero sé lo que el miedo puede hacer con la gente, y sé que es posible provocar el miedo por muchos medios. He leído la mayor parte de los libros que se han publicado sobre vudú, y creo que funciona, aunque no que funcione conmigo porque dejé de tener miedo a la oscuridad cuando era niño, y no soy muy sensible a la sugestión ni a la hipnosis. Pero conozco la jerga del vudú y no debe pensar que voy a reírme del asunto. Los científicos y médicos que escribieron los libros no se reían.

Solitaire le sonrió.

—De acuerdo —asintió—. En ese caso, lo único que hace falta decirle es que ellos creen que el señor Big es el zombi del barón Samedi. Los zombis ya son algo bastante malo por sí mismos. Se trata de cadáveres animados que han sido obligados a levantarse de entre los muertos y a obedecer las órdenes de la persona que los controla. El barón Samedi es el espíritu más aterrador de todo el vudú. Es el espíritu de las tinieblas y la muerte. Así pues, la idea de que el barón Samedi tenga el control de su propio cuerpo de zombi resulta por completo pavorosa. Ya sabe el aspecto físico del señor Big. Es enorme, grisáceo y tiene grandes poderes psíquicos. Y no le resulta difícil conseguir que un negro crea que es un zombi, y uno muy malo. Hacer que vean en él al barón Samedi le ha resultado sencillo. El señor Big fomenta esa idea teniendo el fetiche del barón junto a sí. Usted ya lo vio en la habitación.

La joven hizo una pausa. Pero continuó con mucha rapidez, casi sin respirar.

—Puedo asegurarle que da buen resultado y que apenas hay un negro que, habiéndole visto a él y oyendo la historia, no la crea y no lo contemple con un terror total y absoluto. Y tienen razón al hacerlo —añadió—. Usted también pensaría así si supiera lo que hace con aquellos que no lo han obedecido al pie de la letra, cómo son torturados y asesinados.

—¿Dónde entra Moscú en todo esto? —preguntó Bond—. ¿Es verdad que es agente de SMERSH?

—Ignoro qué es SMERSH —respondió la muchacha—, pero sé que trabaja para Rusia. De hecho, lo he oído hablar en ruso con algunas personas que van a verlo de vez en cuando. En ocasiones me ha pedido que entrara en esa habitación y luego me ha preguntado qué pensaba de sus visitantes. En general, me daba la impresión de que decían la verdad, aunque yo no entendía sus palabras. Pero no olvide que hace sólo un año que lo conozco, y que es de lo más reservado. Si Moscú lo utiliza, tienen en sus manos a uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos. Puede averiguar casi cualquier cosa que desee, y si no consigue lo que quiere, alguien acaba muerto.

—¿Y no hay quién lo mate? —quiso saber Bond.

—No se lo puede matar —explicó ella—. Ya está muerto. Es un zombi.

—Sí, ya entiendo —asintió Bond con lentitud—. Es un montaje bastante impresionante. ¿Usted lo intentaría?

La joven desvió los ojos hacia la ventana y luego los volvió hacia él.

—Como último recurso —admitió de mala gana—. Pero no olvide que procedo de Haití. Mi cerebro dice que podría matarlo, pero… —titubeó, haciendo un gesto de impotencia con las manos— mi instinto afirma que no.

Le sonrió con docilidad.

—Debe de pensar que soy una estúpida sin remedio —concluyó.

Bond estaba pensativo.

—Después de haber leído esos libros, no —admitió él. Tendió un brazo por encima de la mesa y cubrió una mano de la muchacha con la suya—. Cuando llegue el momento —le aseguró con una sonrisa—, tallaré una cruz en la bala que le esté destinada. En la antigüedad solía funcionar.

Ella asumió un aire pensativo.

—Creo que si alguien lo consigue, ese es usted —le aseguró—. Anoche le asestó un duro golpe a cambio de cuanto él le hizo. —Rodeó la mano de él con la suya y la apretó con fuerza—. Ahora dígame qué he de hacer yo.

—Irse a la cama —respondió Bond. Miró su reloj. Eran las diez de la noche—. Será mejor que durmamos todo lo posible. Abandonaremos el tren en Jacksonville y nos arriesgaremos a que nos vean. Buscaremos una ruta alternativa para descender por la costa.

Se levantaron y se quedaron el uno frente al otro en el tren que se balanceaba.

De pronto, él tendió su brazo derecho y rodeó el cuerpo de la joven. Los brazos de ella ciñeron el cuello de Bond y se besaron con pasión. Él la hizo retroceder contra la pared que se mecía y la retuvo allí. Ella le tomó el rostro con ambas manos y lo apartó de sí, jadeando. En sus ojos brillantes había una mirada ardorosa. Luego acercó los labios de él a los suyos y se entregó a un beso largo y lascivo, como si ella fuese el hombre y él la mujer.

Bond maldijo a su mano herida que le impedía explorar el cuerpo de la joven, cogerla en sus brazos. Liberó la mano derecha y la introdujo entre los cuerpos, sintiendo los duros senos de ella, cada uno con su estigma agudizado de deseo. La deslizó hacia abajo, por la espalda de Solitaire, hasta llegar a la hendidura que comenzaba en la base de la columna, y la dejó descansar allí, presionando el centro del cuerpo de ella con fuerza contra el suyo hasta que el beso tocó a su fin.

La joven retiró los brazos del cuello de Bond y lo empujó con suavidad.

—Tenía la esperanza de besar algún día así a un hombre —dijo—. Y cuando te vi por primera vez, supe que serías tú.

Los brazos pendían a los lados y el cuerpo estaba allí, abierto a él, preparado para él.

—Eres muy hermosa —aseguró Bond—. De todas las muchachas que he conocido, eres la que besa más maravillosamente. —Bajó los ojos hacia las vendas que le envolvían la mano izquierda—. Maldito sea este brazo —imprecó—. No puedo abrazarte bien ni hacerte el amor. Me duele demasiado. Esa es otra cosa por la que Big tiene que pagar.

La muchacha se echó a reír.

Sacó un pañuelo de su bolso y limpió el carmín de los labios de Bond. Luego le retiró el cabello de la frente y volvió a besarlo, con un beso leve y tierno.

—Es mejor así —aseguró ella—. Tenemos demasiadas cosas en la cabeza.

Un balanceo del tren volvió a acercarlo a su cuerpo.

Bond posó la mano derecha sobre el seno izquierdo de la muchacha y le dio un beso en el blanco cuello. Luego la besó en la boca.

Sintió que el fuerte palpitar de su propia sangre iba disminuyendo. La cogió de la mano y la llevó hasta el centro de la pequeña habitación que se mecía.

Sonrió.

—Tal vez tengas razón —dijo—. Cuando llegue el momento, quiero estar a solas contigo y disponer de todo el tiempo del mundo. Aquí hay al menos un hombre que con toda probabilidad nos estropearía la noche. Y de todas formas tendremos que estar en pie a las cuatro de la madrugada. Así pues, ahora no hay tiempo para comenzar siquiera a hacerte el amor. Prepárate para meterte en la cama; luego subiré a darte un beso de buenas noches.

Se besaron una vez más, con lentitud, y se separaron.

—Veamos si tenemos compañía en el compartimiento de al lado —comentó él.

Retiró con sigilo la cuña de debajo de la puerta de comunicación y giró el pomo con suavidad. Sacó la Beretta de la pistolera, le quitó el seguro e indicó con gestos a la joven que tirase de la puerta hacia sí de modo que quedara resguardada detrás de la misma. Le hizo la señal convenida y ella tiró con rapidez. El compartimiento vacío pareció dedicarles un bostezo sarcástico.

Bond sonrió a Solitaire y se encogió de hombros.

—Llámame cuando hayas acabado —dijo, tras lo cual traspuso la puerta y la cerró tras de sí.

La puerta que daba al corredor tenía echado el cerrojo. El compartimiento era idéntico al que ellos ocupaban. Bond lo registró con mucho cuidado en busca de puntos vulnerables. Sólo encontró el conducto de aire acondicionado en el techo y, aunque estaba dispuesto a considerar cualquier posibilidad, descartó el uso de gas a través del sistema. Eso mataría a todos los demás ocupantes del coche cama. Sólo quedaban las tuberías de desagüe del lavabo, y si bien estas podían ser usadas sin duda para inyectar algún agente químico mortal desde la parte inferior del tren, quien lo hiciese tendría que ser un acróbata osado y muy hábil. No había ninguna rejilla de ventilación que diera al pasillo.

Se encogió de hombros. Si entraba alguien, lo haría a través de las puertas. Tendría que permanecer despierto.

Solitaire lo llamó. La habitación olía a «Vent Vert» de Balmain. La joven estaba apoyada sobre un codo y lo miraba desde la litera superior.

Tenía la ropa de cama subida hasta los hombros. Bond supuso que estaba desnuda. El cabello le caía como una cascada negra. Al estar encendida sólo la lámpara de lectura situada detrás de ella, su rostro quedaba en sombras. Tendió un brazo hacia él y de pronto la ropa de cama se deslizó de sus hombros.

—Maldita seas —murmuró Bond—. Eres una…

Ella le tapó la boca con la mano.

Allumeuse[22] es una palabra delicada para decirlo —precisó la joven—. Me resulta divertido tener la facultad de provocar a un hombre tan silencioso y fuerte como tú. Ardes con una llama tan tremenda… Es el único juego que ahora me es posible practicar contigo, y no podré hacerlo durante mucho tiempo. ¿Cuántos días tardará en curar esa mano?

Bond mordió con fuerza la suave mano que le cubría la boca. Ella profirió un gritito.

—No muchos —respondió él—. Y un día, cuando estés jugando a este jueguecito, de repente te encontrarás clavada como una mariposa.

Ella lo rodeó con los brazos y le dio un largo y apasionado beso. Luego se dejó caer sobre la almohada.

—Date prisa en ponerte bien —dijo—. Ya estoy cansada de mi propio juego.

Bond bajó al suelo y echó las cortinas que cubrían la litera superior.

—Ahora intenta dormir un poco —aconsejó él—. Mañana será un día muy largo.

Solitaire murmuró algo y él oyó como se volvía de espaldas y apagaba la luz.

Entonces verificó que las cuñas estuvieran bien encajadas debajo de las puertas, se quitó la americana y la corbata y se echó en la litera de abajo. Apagó su luz de lectura y se quedó tendido pensando en la muchacha y escuchando el galope regular debajo de su cabeza, y los tranquilizadores sonidos diminutos de la habitación: esos suaves traqueteos y crujidos de la estructura de un coche cama que por las noches provocan sueño con tanta rapidez dentro de los trenes.

Eran las once y el tren recorría el largo trecho que iba de Columbia a Savannah, en Georgia. Quedaban unas seis horas hasta Jacksonville, seis horas durante las cuales, con casi total seguridad, Big había ordenado a su agente que hiciera algún movimiento, mientras todo el tren dormía y un hombre podía deambular por los pasillos sin interferencias.

El enorme tren serpenteaba en la noche, devorando kilómetros a través de las llanuras desiertas y los míseros poblados de Georgia, el «estado del melocotón», sobre cuya extensa sabana hacía resonar el colérico gemido de su silbato neumático de cuatro tonos, mientras el largo haz de su potente foco solitario hendía el negro velo de la noche.

Bond encendió la luz de su cama y leyó durante un rato, pero sus pensamientos resultaban demasiado insistentes y al cabo de poco renunció al libro y apagó la luz. Entonces se puso a pensar en Solitaire y en el futuro, en la perspectiva más inmediata de la llegada a Jacksonville y St. Petersburg, y en el reencuentro con Leiter.

Mucho más tarde, a eso de la una de la madrugada, cuando medio dormitaba y se aproximaba a la frontera del sueño, un sonido metálico bastante cerca de su cabeza hizo que se despertara de golpe y por completo, con la mano en la pistola.

Alguien, en la puerta del pasillo, hurgaba sigilosamente en la cerradura.

Al instante estuvo de pie y avanzó hacia ella con los pies descalzos. Quitó con suma cautela la cuña de debajo de la puerta que comunicaba con el compartimiento de al lado y, con la misma suavidad, descorrió el cerrojo y abrió. Cruzó el otro compartimiento y comenzó a abrir silenciosamente la puerta que daba al pasillo.

Se oyó un chasquido ensordecedor cuando el pestillo retrocedió. Abrió la puerta de un tirón y se lanzó al pasillo, donde sólo alcanzó a ver una figura que se escabullía hacia el extremo delantero del coche.

Si hubiese tenido las dos manos en condiciones, habría disparado un tiro certero al hombre que huía, pero había tenido que meterse la pistola en la cintura del pantalón para abrir la puerta. Bond sabía que la persecución resultaría inútil: demasiados compartimientos desocupados en que el intruso podía esconderse y cerrar la puerta sin hacer ruido. Bond ya había calculado todo eso por anticipado. Sabía que su única posibilidad residía en la sorpresa y, o bien en un disparo rápido, o en la rendición del hombre.

Avanzó los pocos pasos que lo separaban de la puerta del compartimiento H. Una diminuta punta de papel sobresalía por debajo.

Regresó al interior del compartimiento que ocupaba junto con la muchacha, cerrando las puertas con pestillo tras de sí. En silencio encendió su luz de lectura. Solitaire continuaba durmiendo. El resto del papel, una sola hoja, yacía en el suelo bajo la puerta que daba al pasillo. La recogió y se sentó en la cama.

Era una hoja arrancada de un cuaderno pautado barato. Estaba cubierta por irregulares líneas de toscas letras mayúsculas, trazadas con tinta roja. Bond la sujetó con delicadeza, aunque no abrigaba la esperanza de que hubiera huellas dactilares. Aquella gente no era tan descuidada.

Oh, bruja —leyó—, no me mates perdóname la vida.

Suyo es el cuerpo.

El tamborilero divino declara que cuando él se levante con el alba tocará sus tambores para TI por la mañana.

Muy temprano, muy temprano, muy temprano, muy temprano.

Oh, bruja que asesinas a los hijos de los hombres antes de que hayan madurado del todo.

Oh, bruja que asesinas a los hijos de los hombres antes de que hayan madurado del todo.

El tamborilero divino declara que cuando él se levante con el alba tocará sus tambores para TI por la mañana.

Muy temprano, muy temprano, muy temprano, muy temprano.

Estamos hablándote a TI y TU comprenderás.

Bond se tendió en la cama y se puso a pensar. Luego dobló la hoja de papel y la guardó en su billetera. Permaneció tumbado sin mirar nada en particular, aguardando a que amaneciera.