The Silver Phantom
Bond se les escapó cuando, con el cuello del nuevo abrigo subido hasta las orejas, salió por la puerta del drugstore del St. Regis, conectado con el vestíbulo del hotel.
Esperó en la puerta y saltó para detener a un taxi que pasaba, cuya portezuela mantuvo abierta con el pulgar de la mano herida mientras arrojaba la maleta dentro antes de subir. El taxi apenas se detuvo. El negro que tenía en la mano la hucha para la colecta de los veteranos de color de la guerra de Corea y su colega, que trasteaba bajo el capó de su coche atascado, continuaron con su trabajo hasta que, mucho más tarde, un hombre que pasó en automóvil les indicó que se retiraran mediante dos toques de claxon cortos y uno largo.
Pero Bond fue identificado de inmediato cuando bajó del taxi en el apeadero de la estación de Pennsylvania. Un negro que haraganeaba por allí con una cesta de mimbre entró rápidamente en una cabina telefónica. Eran las diez y cuarto.
Aunque sólo disponían de quince minutos, justo antes de que el tren saliera, uno de los camareros del coche restaurante se puso enfermo y fue reemplazado a toda prisa por un hombre que había sido plena y cuidadosamente informado por teléfono. El chef insistió en que había gato encerrado en todo aquello, pero cuando el recién llegado le dijo un par de palabras, el chef abrió mucho los ojos y guardó silencio, mientras tocaba con disimulo el frijol de la suerte que llevaba colgado al cuello con un cordón.
Bond había cruzado con rapidez el enorme vestíbulo cubierto de cristales y la puerta 14, para bajar hasta el tren.
Este aguardaba, con sus cuatrocientos metros de coches plateados, inmóvil en la penumbra de la estación subterránea. En la parte delantera, los generadores auxiliares de las unidades eléctricas gemelas diesel, de 4000 caballos de fuerza, latían con diligencia. Bajo las bombillas eléctricas desnudas, las bandas horizontales dorado y púrpura —los colores de la Seaboard Railroad— brillaban regiamente en las locomotoras aerodinámicas. El maquinista y el fogonero que conducirían el tren a lo largo de su primera etapa de trescientos veinte kilómetros hacia el sur estaban recostados dentro de la inmaculada cabina de aluminio, situada a tres metros y medio por encima de las vías, observando el amperímetro y el indicador de la presión de aire, listos para la partida.
La quietud reinaba en la gran caverna de cemento abierta en las entrañas de la ciudad, y cualquier sonido provocaba un eco.
No había muchos pasajeros. Subirían más en Newark, Filadelfia, Baltimore y Washington. Bond recorrió cien metros, sus pasos resonando en el andén vacío, antes de encontrar el coche 245, situado hacia la parte trasera del tren. Un revisor de los coches cama se hallaba de pie ante la puerta. Llevaba gafas. Su negro rostro tenía una expresión aburrida, pero cordial. Debajo de las ventanillas del coche, escrito en anchas letras marrones y doradas, podía leerse: «Richmond, Fredericksburg y Potomac», y debajo: Bellesylvania, el nombre del coche cama. Un fino jirón de vapor manaba de la conexión de la calefacción central, cerca de la puerta.
—Compartimiento H —dijo Bond.
—¿El señor Bryce, señor? Sí, señor. La señora Bryce acaba de subir a bordo. Vaya hacia el fondo del coche.
Bond subió al tren y avanzó hacia el fondo del corredor verde amarillento. La moqueta era gruesa. Se percibía el habitual olor a tren estadounidense, de humo de cigarro viejo. Un cartel decía: «¿Necesita otra almohada? Si desea cualquier objeto adicional, llame al camarero de su coche cama. Su nombre es:». Y luego había una tarjeta impresa metida en la ranura: «Samuel D. Baldwin».
El compartimiento H se encontraba pasada la mitad del coche. En el E había una pareja estadounidense de aspecto respetable, pero los demás estaban desocupados. La puerta del H estaba cerrada. Probó el pomo, pero habían echado el cerrojo.
—¿Quién es? —preguntó una voz de muchacha con tono ansioso.
—Soy yo —respondió él.
La puerta se abrió. Bond entró, dejó la maleta en el suelo y echó el cerrojo.
Ella iba vestida con un traje sastre negro hecho a medida. Un velo de rejilla de trama abierta bajaba desde el ala de un pequeño sombrero de paja negro. Se había llevado una mano enguantada a la garganta, y Bond pudo ver a través del velo que su semblante estaba pálido y sus ojos desencajados de miedo. Tenía un aspecto muy francés y hermoso.
—¡Gracias a Dios! —exclamó ella.
Bond dio un rápido vistazo por el compartimiento. Abrió la puerta del lavabo y miró dentro. No había nadie.
Una voz, desde el andén, anunció:
—¡Viajeros al tren!
Se oyó un entrechocar metálico cuando el revisor subió los escalones plegables de hierro y cerró la puerta. A continuación el tren comenzó a rodar silencioso por la vía. La campanilla sonaba monótona al pasar por las señales automáticas. Se oyó algún ruido mecánico cuando pasaron algunas agujas, y luego el tren comenzó a acelerar. Para bien o para mal, estaban en camino.
—¿Qué asiento prefiere? —preguntó Bond.
—Me da lo mismo —respondió ella con ansiedad—. Elija usted.
Bond se encogió de hombros y se sentó de espaldas a la locomotora. Prefería no mirar en el sentido de la marcha.
Ella, muy nerviosa, ocupó el asiento opuesto. Aún se encontraban dentro del largo túnel que conduce las líneas de Filadelfia al exterior de la ciudad.
La joven se quitó el sombrero y las horquillas que sujetaban el velo de malla ancha, y lo dejó todo sobre el asiento, a su lado.
Luego hizo lo mismo con algunas horquillas más de la parte de atrás y sacudió la cabeza de modo que el espeso cabello negro cayó hacia delante. Debajo de los ojos tenía sombras azuladas, y Bond pensó que tampoco ella había dormido aquella noche.
Entre ambos había una mesa. De pronto, ella tendió una mano, cogió la derecha de él y la atrajo hacia sí sobre la mesa. La sujetó con sus dos manos, se inclinó y la besó. Bond frunció el entrecejo e intentó retirarla, pero durante un momento la muchacha la retuvo con fuerza.
Alzó la cabeza y sus abiertos ojos azules miraron con expresión franca a los de él.
—Gracias —dijo—. Gracias por confiar en mí. Sé que le ha resultado difícil.
Le soltó la mano y se recostó en el asiento.
—Me alegro de haberlo hecho —fue la inadecuada respuesta de Bond, mientras su mente se esforzaba por resolver el misterio de aquella mujer.
Se metió la mano en el bolsillo para sacar los cigarrillos y el encendedor. Era un paquete de Chesterfield sin abrir, e intentó romper el precinto con la mano derecha.
Ella se inclinó y se lo cogió. Lo abrió ayudándose con la uña del dedo pulgar, sacó un cigarrillo, lo encendió y se lo entregó a él. Bond lo aceptó y le sonrió mirándola a los ojos, mientras saboreaba el rastro de lápiz de labios que había quedado en la boquilla.
—Fumo unos tres paquetes al día —comentó él—. Va a estar muy ocupada.
—Sólo le ayudaré a abrir los paquetes nuevos —respondió ella—. No tema, que no estaré mareándolo con mis atenciones durante todo el viaje hasta St. Petersburg.
Los ojos de Bond se entrecerraron y la expresión risueña desapareció de ellos.
—No habrá pensado que yo me había creído que sólo íbamos hasta Washington —dijo la joven—. Cuando hablamos por teléfono esta mañana, usted vaciló antes de decirme el destino del viaje. Y, en cualquier caso, el señor Big estaba seguro de que intentaría llegar hasta Florida. Oí cómo ponía a su gente sobre aviso en Harlem. Habló con un hombre al que llaman Robber, una llamada de larga distancia. Le dijo que vigilara el aeropuerto de Tampa y los trenes. Tal vez deberíamos bajar antes, en Tarpon Springs o en una de las estaciones pequeñas que hay a lo largo de la costa. ¿No lo vieron subir al tren?
—Que yo sepa, no —le aseguró Bond, cuya expresión se relajó de nuevo—. ¿Y a usted?… ¿Tuvo algún problema para marcharse?
—Es el día en que tomo clases de canto. Él intenta convertirme en cantante melódica. Quiere que continúe en The Boneyard. Como siempre, uno de sus hombres me llevó a casa de mi profesora, y tiene que recogerme a mediodía. No le sorprendió que fuera a dar una clase tan temprano. A menudo desayuno con mi profesora para alejarme del señor Big. Él espera que tome con él todas las comidas.
Solitaire miró su reloj. Cínicamente, él reparó en que se trataba de un reloj costoso, de diamantes y platino, conjeturó.
—Me echarán de menos dentro de una hora, más o menos. Esperé hasta que el coche se hubo marchado y luego volví a salir y lo llamé a usted por teléfono. Después cogí un taxi hasta el centro de la ciudad. Compré un cepillo de dientes y algunas cosas más en un drugstore. Por lo demás, no tengo nada, excepto mis joyas y el dinero para emergencias que he guardado en secreto. Alrededor de cinco mil dólares. Así que no seré una carga económica para usted. —Le sonrió—. Pensaba que un día u otro tendría mi oportunidad. —Hizo un gesto hacia la ventanilla—. Usted me ha regalado una vida nueva. Hace casi un año que vivo encerrada con él y sus gangsters negros. Esto es el paraíso.
El tren pasaba en ese momento por los terrenos áridos abandonados y los pantanos que median entre Nueva York y Trenton. No resultaban una vista agradable. A Bond le recordaban algunos trechos del recorrido del Transiberiano de antes de la guerra, si se exceptuaban las enormes vallas solitarias que anunciaban los espectáculos que podían verse en Broadway, los ocasionales vertederos de chatarra y los cementerios de coches.
—Espero encontrar algo mejor que eso para usted —respondió él con una sonrisa—. Pero no me dé las gracias. Ahora estamos en paz. Usted me salvó la vida anoche. Es decir —añadió mientras la observaba con curiosidad—, si es verdad que tiene un sexto sentido.
—Sí —respondió ella—. Lo tengo. O algo muy parecido. A menudo veo algo que va a suceder, en particular lo que les pasará a otras personas. Por supuesto, yo lo adorno, y cuando trabajaba para ganarme la vida en Haití, me resultó fácil convertirlo en un buen número de cabaret. Aquello se encuentra plagado de vudú y supersticiones, y todos estaban completamente seguros de que yo era una bruja. Pero le aseguro que cuando lo vi por primera vez en esa habitación, supe que lo habían enviado para salvarme. —Se ruborizó—. Vi… toda clase de cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Ay, no lo sé —respondió ella mirando de un lado a otro—. Sólo cosas. De todos modos, ya veremos. Pero va a ser difícil —añadió con seriedad— y peligroso, para los dos. —Hizo una pausa—. Así pues, ¿querrá, por favor, cuidar bien de ambos?
—Haré todo lo posible —aseguró Bond—. Y empezaremos por dormir un poco los dos. Tomaremos algo de beber y unos emparedados de pollo, y luego pediremos al revisor que baje las camas. No debe sentirse azorada —añadió al ver la expresión de los ojos de ella—. Estamos juntos en esto. Tendremos que pasar veinticuatro horas juntos en un dormitorio de matrimonio, y no tiene sentido que nos pongamos escrupulosos. En cualquier caso, usted es la señora Bryce —le recordó con una sonrisa— y debe actuar como tal. Hasta un cierto punto, al menos —agregó.
Ella se echó a reír. Sus ojos adoptaron una expresión especulativa. No dijo nada, pero pulsó el botón del timbre que había debajo de la ventanilla.
El revisor llegó al mismo tiempo que el camarero del coche cama. Bond pidió dos cócteles Oíd Fashioned[21] y especificó que los quería con bourbon Oíd Grandad; también pidió emparedados de pollo y café Sanka, descafeinado para que no los desvelara.
—Tengo que cobrarle otro billete, señor Bryce —explicó el revisor.
—Por supuesto —respondió Bond. Solitaire hizo un movimiento para coger su bolso—. No te molestes, amor —dijo él sacando su billetera—. ¿Has olvidado que cuando salíamos de casa me diste tu dinero para que te lo guardara?
—Supongo que la señora necesitará mucho para comprar vestidos de verano —comentó el revisor—. Las tiendas de St. Petersburg son muy caras. Y también hace mucho calor, ahí abajo. ¿Han estado antes en Florida?
—Siempre vamos en esta época del año —respondió Bond.
—Espero que tengan un viaje agradable —les deseó el revisor.
Cuando la puerta se cerró tras él, Solitaire se echó a reír con deleite.
—Usted no logrará azorarme —le aseguró—. Si no se anda con cuidado, pensaré en algo salvaje. Para empezar, entraré ahí —declaró haciendo un gesto hacia la puerta que había detrás de la cabeza de Bond—. Debo de tener un aspecto terrible.
—Adelante, amor —respondió él entre risas, mientras la joven desaparecía.
Bond se volvió hacia la ventanilla y observó las bonitas casas de madera ante las que pasaban a medida que se aproximaban a Trenton. Le encantaban los trenes, y pensaba con emoción en el resto del trayecto.
El tren estaba aminorando la velocidad. Pasaron ante apartaderos llenos de vagones de carga que llevaban nombres de todos las localidades —«Lackawanna», «Chesapeake y Ohio», «Lehigh Valley», «Seaboard Fruit Express» y el melodioso de «Acheson, Topeka y Santa Fe»—, nombres que contenían todo el romance de los ferrocarriles estadounidenses.
«¿Ferrocarriles británicos?», pensó Bond. Suspiró y devolvió sus pensamientos a la presente aventura.
Para bien o para mal, había decidido aceptar a Solitaire o, mejor dicho, dentro de su fría naturaleza, sacar de ella el mejor partido posible. Había muchas preguntas que necesitaban respuesta, pero aquel no era el momento adecuado para formularlas. Lo único que le importaba de forma inmediata era que se le había asestado otro golpe a Big, y donde más le dolía: en su vanidad.
En cuanto a la muchacha, como muchacha, pensó, iba a ser divertido provocarla con sus bromas y ser objeto de las bromas de ella. Se alegraba de que ya hubieran atravesado las fronteras de la camaradería, incluso de la intimidad.
¿Sería verdad lo que había dicho Big de que ella no quería nada con los hombres? Bond lo dudaba. Parecía abierta al amor y al deseo. En cualquier caso, sabía que no estaba cerrada a él. Tenía ganas de que se sentara en el asiento del otro lado de la mesa, para mirarla bien, jugar con ella y descubrirla poco a poco. Solitaire. Era un nombre atractivo. No resultaba extraño que la hubiesen apodado así en los insignificantes clubes nocturnos de Puerto Príncipe. Incluso con su actitud presente de cálida promesa dirigida a él, en aquella muchacha había mucho que permanecía oculto y misterioso. Bond percibía una infancia solitaria en alguna gran plantación en decadencia, una «Casa Grande» llena de ecos, que se derrumbaba poco a poco por la falta de reparaciones y siendo recuperada lentamente por la exuberante vegetación de los trópicos. La muerte de los progenitores, la venta de la propiedad. El compañerismo de un sirviente o dos y una vida equívoca en una casa de huéspedes de la capital. La belleza que constituía su única posesión, y la lucha contra las proposiciones veladas para que trabajara como «institutriz», «acompañante» o «secretaria», cuando todas ellas significaban lo mismo: prostitución respetable. Luego los dudosos y desconocidos pasos que la llevaron al mundo del espectáculo. El trabajo por las noches en un club nocturno con su número misterioso que, entre personas dominadas por la magia, había mantenido a muchos apartados de ella, convirtiéndola en una persona a quien se tenía miedo. Y luego, una noche, el hombre enorme con el rostro grisáceo que estaba sentado a solas en una mesa. La promesa de que la haría actuar en Broadway. La oportunidad de una vida nueva, de huir del calor, el polvo y la soledad.
Bond apartó bruscamente los ojos de la ventanilla. Tal vez era un cuadro romántico, pero tenía que haber sido algo bastante parecido a eso.
Oyó que la joven descorría el cerrojo de la puerta. Regresó y se deslizó en el asiento de en frente. Tenía un aspecto fresco y alegre. Observó a Bond con atención.
—Ha estado haciéndose preguntas acerca de mí —dijo—. Lo he sentido. No se preocupe. No hay nada muy malo que contar. Algún día le hablaré de todo eso. Cuando tengamos tiempo. Ahora quiero olvidarme del pasado. Sólo le diré que mi verdadero nombre es Simone Latrelle, aunque puede llamarme como quiera. Tengo veinticinco años. Y ahora soy feliz. Me gusta esta habitación pequeña. Pero tengo hambre y sueño. ¿Con qué cama se quedará usted?
Bond sonrió ante la pregunta y pensó durante un momento.
—No es muy galante por mi parte —dijo al fin—, pero creo que me quedaré con la de abajo. Prefiero estar cerca del suelo…, por si acaso. No es que haya nada de qué preocuparse —añadió al ver que ella fruncía el entrecejo—, pero el señor Big parece tener el brazo muy largo, sobre todo dentro del mundo negro. Y eso incluye a los ferrocarriles. ¿Le importa?
—Claro que no —respondió ella—. Yo iba a sugerir lo mismo. Y usted no podría subir a la de arriba con esa pobre mano.
Llegó el almuerzo, que les sirvió un camarero negro con aire preocupado. Parecía ansioso por cobrar y volver a su trabajo.
Cuando acabaron y Bond pulsó el timbre para llamar al camarero del coche cama, también él pareció distraído y evitó mirar al británico. Se tomó su tiempo para arreglar las camas. Hizo muchos aspavientos para demostrar que no tenía espacio suficiente para moverse por el compartimiento.
Por último pareció hacer acopio de valor.
—Tal vez a la señora le apetezca sentarse en el compartimiento de al lado mientras arreglo las camas —comentó mirando por encima de la cabeza de Bond—. El de al lado estará desocupado durante todo el trayecto hasta St. Petersburg.
Sacó una llave y abrió la puerta de comunicación sin aguardar la respuesta de Bond.
Al ver un gesto de este, Solitaire comprendió la indirecta y se trasladó al compartimiento contiguo. Bond oyó que echaba el cerrojo a la puerta que daba al pasillo. El negro cerró de un golpe la puerta de comunicación.
Bond aguardó durante un momento. Entonces recordó el nombre del negro.
—¿Le preocupa alguna cosa, Baldwin? —preguntó.
Aliviado, el camarero se volvió y lo miró directamente.
—Ya lo creo que sí, señor Bryce. Sí, señor. —Una vez hubo comenzado, las palabras salieron como un torrente—. No debería decirle esto, señor Bryce, pero hay muchos problemas en el tren en este viaje. Tiene un enemigo en este tren, señor Bryce. Sí, señor. Oigo cosas que no me gustan nada de nada. No puedo decirle mucho. Me metería en serios problemas. Pero le interesa mucho vigilar sus pasos. Sí, señor. Cierto elemento le ha puesto el dedo encima, señor Bryce, y ese hombre es como las malas noticias. Será mejor que coja esto —se metió la mano en el bolsillo y sacó dos cuñas de madera para sujetar las ventanas—. Métalas debajo de la puerta —dijo—. No puedo hacer nada más. Me cortarían el pescuezo. Pero no me gusta que nadie la líe con los clientes de mi coche. No, señor.
Bond aceptó las cuñas que le ofrecía.
—Pero…
—Me es imposible ayudarlo más, señor —lo interrumpió el negro, decidido, con una mano ya en la manija de la puerta—. Si me llama esta noche, les traeré la cena. No dejen entrar a ninguna otra persona en el compartimiento.
Su mano se tendió para coger el billete de veinte dólares que Bond le ofrecía. Lo arrugó y se lo metió en el bolsillo.
—Haré todo lo que pueda, señor —le aseguró—. Pero se me cargarán a mí si no me ando con ojo. Seguro que lo harán.
Salió y cerró con rapidez la puerta a su espalda.
Bond se quedó un momento pensativo y luego abrió la puerta de comunicación. Solitaire estaba leyendo.
—Ya ha terminado —anunció—. Ha tardado mucho. También quería explicarme la historia de su vida. Me quedaré aquí hasta que usted haya subido a su nido. Llámeme cuando esté lista.
Ocupó el asiento que ella había dejado libre en el compartimiento contiguo y observó los verdes suburbios de Filadelfia que presentaban sus llagas, como si fueran mendigos, ante el costoso tren.
No tenía sentido alguno asustar a la muchacha antes de lo necesario. Pero la nueva amenaza había llegado antes de lo que esperaba, y ella correría tanto peligro como él si el vigilante de Big que se encontraba en el tren descubría su identidad.
Cuando Solitaire lo llamó, volvió al compartimiento.
La habitación estaba a oscuras, salvo por la luz de la cama de Bond, que la joven había encendido.
—Que duerma bien —dijo ella.
Bond se quitó la americana. En silencio deslizó las cuñas debajo de las puertas. Luego se tendió con cuidado sobre el lado derecho en el cómodo lecho y, sin dedicar un solo pensamiento al futuro, cayó en un profundo sueño, acunado por el golpeteante galope del tren.
A algunos coches de distancia, en el desierto coche restaurante, un camarero negro releyó lo que había escrito en un formulario de telégrafos y esperó hasta la parada de diez minutos que harían en Filadelfia.