CAPÍTULO 1

Recibimiento de príncipe

En la vida de un agente secreto hay épocas de gran lujo. Le asignan misiones que le exigen representar el papel de un hombre muy rico; pasa por épocas en que se refugia en la buena vida para borrar el recuerdo del peligro y la sombra de la muerte, y en otras ocasiones, como sucedía ahora, acude como invitado al territorio de un servicio secreto aliado.

Desde el momento en que el avión Stratocruiser de la BOAC carreteó hasta la terminal internacional del aeropuerto de Idlewild, James Bond recibió el trato de un miembro de la realeza.

Cuando abandonó el aparato en compañía de los demás pasajeros, se había resignado a pasar por el famoso purgatorio que conformaba la maquinaria de Sanidad, Inmigración y Aduanas estadounidense. Tenía por delante al menos una hora, pensó, de salas con la calefacción demasiado alta y pintadas de un verde pardo, que olerían al aire del año anterior, al sudor rancio, la culpa y el miedo que flotaban en todas las fronteras del mundo, miedo a aquellas puertas que lucían una placa donde se leía PRIVADO y que ocultaban a los hombres minuciosos, los archivos, los teletipos tecleando mensajes urgentes dirigidos a Washington, al departamento de Narcóticos, al de contraespionaje, al fisco, al FBI.

Mientras cruzaba la pista de asfalto, barrida por el cortante viento de enero, imaginó su propio nombre recorriendo las líneas de comunicación: BOND, JAMES. PASAPORTE DIPLOMÁTICO BRITÁNICO NÚMERO 0094567, seguido de la corta espera y las respuestas que llegarían a través de las diferentes máquinas: NEGATIVO, NEGATIVO, NEGATIVO. Y luego, procedente del FBI: POSITIVO. ESPEREN COMPROBACIÓN. A través de las líneas del FBI se producirían algunas comunicaciones apresuradas con la Agencia Central de Inteligencia, la CIA, que enviaría el mensaje siguiente: FBI A IDLEWILD: BOND OK, OK, y el oficial de actitud amable que daba la cara por los demás le devolvería el pasaporte: «Espero que disfrute de su estancia, señor Bond».

El agente británico se encogió de hombros y siguió a los demás pasajeros a través de la alambrada en dirección a una puerta con el letrero U. S. HEALTH SERVICE[1].

En su caso, sólo se trataba de una tediosa rutina, por supuesto, pero le desagradaba la idea de que su historial estuviera en posesión de cualquier potencia extranjera. El anonimato constituía la herramienta principal de su profesión. Cualquier rastro de identidad real que quedara registrado en un expediente, disminuía su valía como agente y, en última instancia, representaba una amenaza para su propia vida. Allí, en Estados Unidos, donde lo sabían todo acerca de él, se sentía como un negro a quien un brujo hubiese robado la sombra. Una parte vital de sí mismo estaba empeñada, en manos de otros. Amigos, por supuesto, en este caso, pero aun así…

—¿El señor Bond?

Un hombre de aspecto agradable y anodino, ataviado con ropas de paisano, avanzó hacia él desde la sombra del edificio del departamento de Sanidad.

—Me llamo Halloran. ¡Encantado de conocerlo!

Se estrecharon la mano.

—Espero que haya tenido un viaje agradable. Por favor, sígame.

Se volvió hacia el oficial de la policía de aeropuertos que hacía guardia ante la entrada.

—Todo en orden, sargento.

—Bien, señor Halloran. Hasta pronto.

Los demás pasajeros habían desaparecido en el interior. Halloran se alejó del edificio hacia la izquierda. Un segundo policía les franqueó una puerta pequeña que se abría en la valla que rodeaba las instalaciones.

—Adiós, señor Halloran.

—Adiós, oficial, y gracias.

Justo al otro lado aguardaba un Buick negro cuyo motor en marcha emitía un suave ronroneo. Cuando subieron a él, Bond vio que sus dos maletas ligeras estaban en el asiento delantero, junto al conductor. Al agente británico no se le ocurría cómo las habrían sacado con tanta celeridad de entre la montaña de equipajes que apenas minutos antes había visto que transportaban hacia la zona de aduanas.

—Bien, Grady, en marcha.

Bond se retrepó a sus anchas en el asiento mientras la voluminosa limusina arrancaba con rapidez y al cabo de poco llegaba a la velocidad máxima gracias a su caja de cambios Dynaflow.

Miró a Halloran.

—Bueno, debo decir que sin duda este ha sido uno de los recibimientos más principescos que he presenciado en toda mi vida. Esperaba pasar al menos una hora con los trámites de Inmigración. ¿Quién lo ha preparado? No estoy acostumbrado a que me traten como a un personaje importante. En cualquier caso, muchísimas gracias por la parte que usted haya tomado en el asunto.

—No hay de qué, señor Bond. —Halloran sonrió y le ofreció un cigarrillo de un paquete de Lucky Strike recién abierto—. Queremos que su estancia sea cómoda. Cualquier cosa que desee, no tiene más que pedirla y la tendrá. Cuenta usted con buenos amigos en Washington. Desconozco las razones de su visita, pero al parecer las autoridades están muy interesadas en que sea usted un invitado de excepción de nuestro gobierno. Mi cometido es hacer que llegue al hotel con toda la rapidez y comodidad posibles; una vez allí, lo dejaré en compañía de otros y me marcharé. ¿Podría darme un momento su pasaporte, por favor?

Bond se lo entregó. Halloran abrió un maletín que había a su lado en el asiento y sacó un pesado sello de metal. Pasó varias hojas del pasaporte hasta encontrar la del visado estadounidense, lo selló y garrapateó su firma sobre el círculo azul oscuro que encerraba el anagrama del Ministerio de Justicia, y se lo devolvió. A continuación sacó su billetera y extrajo de dentro un abultado sobre blanco que entregó al agente británico.

—Dentro hay mil dólares. —Alzó una mano cuando Bond intentó hablar—. Es dinero comunista que confiscamos en el registro del Schmidt Kinaski. Estamos usándolo contra ellos, y le solicitamos que coopere y gaste esta cantidad como mejor le parezca durante su presente misión. Se me ha comunicado que su negativa a hacerlo sería considerado como un acto muy poco amistoso. Por favor, no hablemos más del tema —añadió, mientras Bond continuaba sujetando en sus manos el sobre con aire dubitativo—. También debo añadir que la disposición de este dinero a través de usted es un hecho conocido por su propio jefe, y que cuenta con su aprobación.

Bond lo observó con atención y luego sonrió, guardándose el sobre en su billetera.

—De acuerdo —asintió—. Y gracias. Intentaré gastarlo en aquello que más daño les haga. Me alegro de contar con un fondo de operaciones, y desde luego resulta agradable saber que nos lo ha proporcionado el enemigo.

—Bien —aprobó Halloran—. Y ahora, si me disculpa, he de poner al día algunas notas para el informe que debo presentar. Tengo que acordarme de enviar cartas de agradecimiento por su cooperación a los departamentos de Inmigración, Aduanas y demás. Simple rutina.

—Claro, adelante —asintió Bond.

Se alegraba del silencio que seguiría para así echar una ojeada a la primera visión de Estados Unidos que tenía desde que había acabado la guerra. No le parecía una pérdida de tiempo familiarizarse de nuevo con la jerga estadounidense: los anuncios publicitarios; los últimos modelos de automóvil y los precios de los vehículos de segunda mano que se exhibían en los establecimientos de coches usados; la exótica seducción de las señales de carretera: BORDES BLANDOS, CURVAS CERRADAS, ESTRECHAMIENTO DELANTE, RESBALA CUANDO HÚMEDO; la forma de conducir de la gente; el número de mujeres al volante, con sus compañeros sentados dócilmente junto a ellas; la ropa de los hombres y los peinados femeninos; las advertencias de Defensa Civil: EN CASO DE ATAQUE ENEMIGO CONTINÚEN AVANZADO, SALGAN DEL PUENTE; el espeso bosque aéreo de antenas de televisión y la influencia de esta en las vallas publicitarias y en los escaparates; algún helicóptero que recorría el cielo; los llamamientos públicos destinados a recaudar fondos para la lucha contra el cáncer o la poliomielitis, como LA MARCHA DE LOS DIEZ CENTAVOS. Todas esas pequeñas impresiones fugaces que eran tan importantes para su profesión, como la corteza dañada de un árbol y las ramas dobladas para un cazador de la selva.

El conductor entró por el puente Triborough y ascendieron por su impresionante extensión hasta el corazón de la zona alta de Manhattan, y la hermosa perspectiva de Nueva York se precipitó hacia ellos mientras descendían hasta hallarse entre las raíces ruidosas, hormigueantes de vida e impregnadas de olor a gasolina de aquella tensa selva de asfalto.

Bond se volvió a mirar a su acompañante.

—Detesto decirlo —le aseguró—, pero este es el objetivo más enorme de la faz de la tierra para un ataque atómico.

—No existe nada que se le compare —asintió Halloran—. A veces no puedo dormir por las noches pensando en qué sucedería si se produjera ese ataque.

Se detuvieron ante el mejor hotel de Nueva York, el St. Regis, situado en una esquina de la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y cinco. Un hombre taciturno, de mediana edad, con abrigo azul oscuro y sombrero de fieltro negro, salió de detrás del portero y avanzó hacia ellos. Aún en la acera, Halloran los presentó.

—Señor Bond, este es el capitán Dexter. —Su tono fue respetuoso—. ¿Puedo dejarlo ya en su compañía, capitán?

—Claro, por supuesto. Pero antes encárguese de que suban las maletas. Habitación 2100. En el último piso. Yo me adelantaré con el señor Bond para asegurarme de que tiene cuanto necesite.

Bond se volvió para despedirse de Halloran y darle las gracias. En ese momento, el estadounidense se encontraba de espaldas a él, hablando del equipaje con el portero. Bond miró más allá del hombre, al otro lado de la calle Cincuenta y cinco. Sus ojos se entrecerraron. Un Chevrolet negro hacía una maniobra brusca para incorporarse al denso tráfico, cruzándose en el camino de un taxi de la compañía Checker; el taxista tuvo que frenar en seco, y su puño cayó sobre el claxon y allí lo mantuvo. El sedán continuó como si nada, pasó el semáforo cuando la luz estaba a punto de cambiar a ámbar y desapareció hacia el norte por la Quinta Avenida.

La maniobra había sido diestra y decidida, pero lo que sorprendió a Bond fue que al volante iba una mujer negra, una mujer hermosa con uniforme de chófer negro; y a través del cristal trasero captó un atisbo del único pasajero del vehículo, un enorme rostro negro grisáceo que se había vuelto con lentitud y lo había mirado directamente a los ojos —de eso no le cabía duda alguna—, mientras el coche aceleraba hacia la avenida.

Bond estrechó la mano de Halloran. Dexter le tocó un codo con impaciencia.

—Ahora entraremos y, sin detenernos, cruzaremos el vestíbulo hasta los ascensores. Están a medio camino, a la derecha. Y, por favor, no se quite el sombrero, señor Bond.

Mientras seguía a Dexter por los escalones de entrada al hotel, Bond pensó que ya era casi demasiado tarde para tomar semejantes precauciones. Si apenas había un lugar en el mundo donde pudiera verse una mujer negra conduciendo un automóvil, una mujer negra que trabajara como chófer constituía un hecho aún más extraordinario. Apenas resultaba concebible, incluso en Harlem, aunque estaba seguro de que ese era el barrio de procedencia del sedán.

¿Y la gigantesca figura del asiento trasero? ¿Aquel semblante negro grisáceo? ¿El señor Big?

—Hum… —murmuró Bond para sí mientras seguía la delgada espalda del capitán Dexter y entraba en el ascensor.

Cuando llegaban a la planta veintiuno, el ascensor aminoró la velocidad y se detuvo.

—Le hemos preparado una pequeña sorpresa, señor Bond —anunció el capitán Dexter, sin mucho entusiasmo, pensó el británico.

Avanzaron por el corredor hasta la habitación que había en el recodo.

El viento susurraba tras las ventanas del pasillo, y Bond captó una visión fugaz de la cumbre de otros rascacielos y, más allá, las desnudas ramas de los árboles de Central Park. Se sentía tan alejado del suelo que, por un momento, una extraña sensación de soledad y espacio vacío le atenazó el corazón.

Dexter sacó la llave de la habitación 2100 y abrió la puerta, cerrándola cuando ambos la hubieron traspuesto. Se encontraban en un pequeño vestíbulo cuyas luces estaban encendidas. Dejaron los sombreros y los abrigos sobre una silla, y Dexter abrió la puerta que había frente a ellos e indicó a Bond que pasara delante.

Este entró en una atractiva sala de estar decorada según el estilo Imperio de la Tercera Avenida: sillones cómodos y un amplio sofá tapizados en seda amarillo claro, una copia bastante buena de una alfombra Aubusson[2], paredes y techo pintados de gris claro, un aparador francés con la parte frontal curvada con botellas, vasos y una cubitera niquelada; una ventana grande dejaba entrar el sol invernal desde un cielo tan despejado como el de Suiza. La calefacción central era apenas soportable.

La puerta de comunicación con el dormitorio se abrió.

—Estaba colocando las flores junto a tu cama. Forma parte del famoso «servicio con una sonrisa» de la CIA —explicó el joven alto y delgado que avanzó con una ancha sonrisa y la mano derecha tendida hacia donde Bond permanecía clavado en el suelo a causa del asombro.

—¡Félix Leiter! ¿Qué diablos haces aquí? —Bond aferró la dura mano del otro y la estrechó con efusión—. ¿Y qué demonios estás haciendo en mi habitación? Dios, cuánto me alegro de verte. ¿Por qué no has seguido en París? No me digas que te han asignado este trabajo.

Leiter lo miró con expresión afectuosa.

—Tú lo has dicho. Eso es exactamente lo que han hecho. ¡Menudas vacaciones! Al menos para mí. La CIA piensa que en la misión del casino trabajamos muy bien juntos[3], así que me arrebataron de la compañía de los muchachos de Operaciones Conjuntas de París, me informaron del asunto en Washington, y aquí estoy. Soy una especie de enlace entre la CIA y nuestros amigos del FBI. —Hizo un gesto hacia el capitán Dexter, que contemplaba sin entusiasmo aquella muestra de viva emoción nada profesional—. El caso es de ellos, por supuesto, al menos en lo referente al territorio de Estados Unidos; pero, como ya sabes, hay importantes ramificaciones en el extranjero que son competencia de la CIA, así que estamos colaborando. Tú has venido para hacerte cargo de lo tocante a Jamaica en nombre de Gran Bretaña[4], y el equipo ya está completo. ¿Qué te parece? Siéntate y tomemos una copa. En cuanto supe que te encontrabas abajo, encargué el almuerzo, así que ya estará de camino.

Fue hacia el aparador y comenzó a preparar el martini seco.

—Que me cuelguen —exclamó Bond—. Ese viejo demonio de M no me había dicho una sola palabra de esto. Tiene la costumbre de hablar sólo de los hechos. Nunca cuenta las buenas noticias. Supongo que pensaría que quizá influyeran en nuestra decisión de aceptar o no un caso determinado. De todas formas, es fantástico.

Bond percibió de pronto el silencio del capitán Dexter, y se volvió a hacia él.

—Estaré encantado de hallarme a sus órdenes aquí, capitán —dijo con diplomacia—. Según lo veo yo, el caso se divide en dos partes muy claras. La primera reside por completo en territorio estadounidense, que es su jurisdicción, por supuesto. Luego, según las apariencias, tendremos que reseguirlo hacia el interior del Caribe, hasta Jamaica. Y tengo entendido que debo hacerme cargo del asunto cuando salga de las aguas territoriales de Estados Unidos. Félix unirá ambas mitades en lo concerniente a su gobierno. Yo debo informar a Londres a través de la CIA mientras permanezca aquí, y directamente a Londres, aunque manteniendo a la Central de Inteligencia al tanto de cuanto suceda, cuando me desplace al Caribe. ¿Es usted de la misma opinión?

Dexter le dedicó una leve sonrisa.

—Yo diría que sí, señor Bond. El señor Hoover[5] me ha pedido que le transmita su satisfacción de tenerlo con nosotros. Como invitado —añadió—. Naturalmente, no nos conciernen en absoluto las ramificaciones del caso que afectan a Gran Bretaña, y nos parece muy bien que la CIA colabore con usted y su gente de Londres. Supongo que todo irá bien. Brindo por nuestra suerte —concluyó, alzando la copa que Leiter le había servido.

Sorbieron el frío cóctel fuerte con placer; en el rostro de halcón de Leiter había una expresión algo burlona.

Se oyó un golpe de llamada en la puerta. Leiter la abrió para dar paso al botones que traía las maletas de Bond. Lo seguían dos camareros empujando sendos carritos cargados de platos, cubiertos, mantel y servilletas blancos como la nieve, que procedieron a colocar sobre una mesa plegable.

—Cangrejos de concha blanda con salsa tártara, hamburguesas de buey al punto hechas a la brasa, patatas fritas, brécol, ensalada mixta con salsa thousand-island[6], helado con dulce de mantequilla y caramelo, y el mejor Liebfraumilch que puede conseguirse en Estados Unidos. ¿Qué tal?

—Parece un buen almuerzo —respondió Bond, que se guardó para sí sus reservas acerca del dulce de mantequilla y caramelo.

Se sentaron y comieron sin pausa cada uno de aquellos deliciosos platos estadounidenses de extraordinaria calidad.

Hablaron poco, y no fue hasta que hubo llegado el café y la mesa estuvo despejada que el capitán Dexter se quitó de la boca el cigarro de cincuenta centavos y se aclaró la garganta con determinación.

—Señor Bond —comenzó—, tal vez ahora le parezca bien contarnos lo que sabe acerca de este caso.

Bond abrió un paquete de cigarrillos largos marca Chesterfield con la uña del dedo pulgar, se retrepó en la cómoda silla de aquella cálida y lujosa habitación, y su mente se remontó a dos semanas antes, hasta el gélido día de principios de enero en que salió de su apartamento de Chelsea a la triste media luz de la niebla de Londres.