III

Con cierta dificultad, Ambrosio se convenció a sí mismo de que no estaba muerto. Le pareció haber caído eternamente, a través de una noche gris habitada por formas siempre cambiantes, con masas borrosas e inestables que parecían disolverse dentro de otras masas antes de alcanzar un perfil definido. Por un momento, había nuevamente paredes a su alrededor; y entonces volvió a caer, de terraza en terraza, por un mundo de árboles fantasmas. A ratos, pensó que también había rostros humanos, pero todo era dudoso y evanescente, todo era humo flotante y oleadas de sombra.

Abruptamente, sin sensación de tránsito ni impacto, descubrió que ya no caía. La vaga fantasmagoría en torno a él había vuelto a ser una escena definida, pero una escena en que no había rastro de la posada de Bonne Jouissance o del Sieur des Èmaux.

Ambrosio observó, a través de ojos incrédulos, una situación que resultaba verdaderamente increíble. Estaba sentado a plena luz del día en un gran bloque cúbico de granito toscamente pulido. Alrededor de él, a escasa distancia, más allá del espacio abierto de un prado con hierba, estaban los altos pinos y frondosos hayales de un bosque antiguo, cuyas ramas ya habían sido tocadas por el oro de un sol poniente. Inmediatamente enfrente de él, había varios hombres en pie.

Estos hombres parecían mirar a Ambrosio con un asombro profundo, casi religioso. Eran barbudos y de aspecto salvaje, con túnicas blancas de una moda que él nunca había visto. Su cabello era largo y con nudos, como nidos de negras serpientes, y sus ojos ardían con un fuego frenético. Cada uno de ellos portaba en su mano derecha un tosco cuchillo de afilada piedra pulida. Ambrosio se preguntó si no habría muerto después de todo y si estos seres eran los extraños demonios de algún infierno ignoto. Teniendo en cuenta lo que había sucedido, y a la luz de las creencias del propio Ambrosio, no era una conjetura irracional. Miró con azoramiento lleno de miedo a los supuestos demonios, y comenzó a murmurar una oración al Dios que le había abandonado tan inexplicablemente a sus enemigos espirituales. Entonces recordó los poderes nigrománticos de Azédarac y concibió otra premisa: que había sido transportado corporalmente de la posada de Bonne Jouissance y entregado a manos de estas entidades pre-satánicas que servían al obispo hechicero. Convencido de su propia solidez e integridad corporal, y reflexionando que aquella era difícilmente la situación que le correspondía a un alma descarnada, y además que la escena selvática que le rodeaba era difícilmente característica de las regiones infernales, aceptó esto como la verdadera explicación. Todavía estaba vivo y sobre la tierra, aunque las circunstancias de su situación eran más que misteriosas y estaban llenas de un peligro grave y desconocido.

Los extraños seres habían mantenido un completo silencio, como si estuviesen demasiado asombrados para hablar. Escuchando los rezos murmurados de Ambrosio, parecieron recobrarse de su sorpresa y se volvieron, no sólo capaces de hablar, sino vociferantes. Ambrosio no podía comprender ninguno de sus chillones vocablos, en los cuales los sonidos silbados, los guturales y los aspirados se combinaban a menudo de una manera que resultaba difícil imitarlos para una lengua humana normal. Sin embargo, entendió varias veces la palabra taranit repetida, y se preguntó si era ese el nombre de un demonio especialmente malévolo.

El habla de los extraños seres empezó a adquirir una especie de tosco ritmo, como la entonación de un canto primordial. Dos de ellos avanzaron y sujetaron a Ambrosio, mientras que las voces de sus compañeros se alzaron en una aguda y malévola letanía.

Apenas consciente de lo que había sucedido y aún menos de lo que vendría después, Ambrosio fue arrojado tumbado sobre el bloque de granito y sujetado por uno de sus captores, mientras el otro levantaba en alto el afilado cuchillo de sílex que portaba. La hoja estaba en el aire, encima del corazón de Ambrosio, y el monje se dio cuenta, con repentino temor, de que caería con terrible velocidad y le atravesaría en un instante.

Entonces, por encima del canto demoníaco, que se había elevado a un frenesí loco y maligno, escuchó una voz de mujer dulce y autoritaria. En medio de la confusión incontrolada de su pánico, las palabras le resultaron extrañas y sin sentido; pero fueron comprendidas claramente por sus captores, e interpretadas como una orden que no podían desobedecer. El cuchillo de piedra fue retirado con desgana, y a Ambrosio se le permitió sentarse sobre la plana losa.

Su salvadora estaba de pie en el borde del prado, bajo la amplia sombra de un antiguo pino. Avanzó, y los individuos de túnica blanca retrocedieron ante ella con evidente respeto. Era muy alta, con una conducta resuelta y un porte regio. Llevaba un vestido azul oscuro, hecho con una tela brillante, como el azul lleno de estrellas de las oscuras noches de verano. Su pelo estaba recogido en una trenza castaña con brillos dorados, tan pesada como los resplandecientes anillos de una serpiente oriental. Sus ojos eran de un extraño ámbar; sus labios, un toque bermellón con la frialdad umbría de los bosques, y su piel era de una claridad alabastrada. Ambrosio vio que era hermosa; pero le inspiraba la misma reverencia que podría haber sentido ante una reina, junto a algo del miedo y aturdimiento que un joven y virtuoso monje sentiría en la peligrosa presencia de algún tentador súcubo.

—Ven conmigo —dijo a Ambrosio, en una lengua que sus estudios monacales le permitieron reconocer como una variante anticuada del francés de Averoigne, un idioma que se suponía que ningún hombre había hablado desde hacía muchos siglos. Obedientemente, y muy maravillado, se levanto y la siguió, sin ningún impedimento por parte de sus coléricos y renuentes captores. La mujer le condujo a lo largo de un estrecho sendero que culebreaba sinuoso a través del profundo bosque. En breves momentos, el prado, el bloque de granito y el puñado de hombres vestidos de blanco se perdieron de vista tras el denso follaje.

—¿Quién eres tú? —preguntó la dama, volviéndose hacia Ambrosio—. Pareces uno de esos misioneros locos que, hoy en día, están empezando a entrar en Averoigne. Creo que la gente les dice cristianos. Los druidas han sacrificado tantos a Taranit, que me asombro ante tu temeridad de venir aquí.

Ambrosio encontró difícil de comprender el arcaico fraseado; y el sentido de sus palabras era tan completamente extraño y sorprendente, que estaba seguro de haberla comprendido mal.

—Soy el hermano Ambrosio —replicó, expresándose lenta y torpemente en aquel dialecto, largo tiempo en desuso—. Por supuesto que soy un cristiano; pero confieso que no consigo comprenderte. He oído hablar de los druidas paganos; pero seguramente fueron expulsados de Averoigne hace muchos siglos.

La mujer se quedó mirando a Ambrosio con clara pena y asombro; sus ojos castaño amarillentos eran claros y brillantes como un vino añejo.

—Pobrecillo —dijo ella—. Me temo que tus temibles experiencias han servido para alterarte. Fue afortunado que llegase en ese momento y que decidiese intervenir. Rara vez me entrometo con los druidas y sus sacrificios, pero te vi sentado sobre su altar hace un rato y me quedé impresionada por tu juventud y galanura.

Ambrosio se sentía, cada vez más, como si hubiese sido víctima de una hechicería muy rara; pero, incluso entonces, se encontraba lejos de sospechar el verdadero alcance de esa hechicería. Se dio cuenta, entre divertido y consternado, de que le debía la vida a aquella extraña y hermosa mujer que estaba a su lado, y comenzó a farfullar su gratitud.

—No hace falta que me des las gracias —dijo la dama con una dulce sonrisa—. Yo soy Moriamis la hechicera, y los druidas temen mi magia, que es más eficaz y excelente que la suya, aunque la uso sólo en beneficio de los hombres, nunca para su ruina o perdición.

El monje se entristeció al saber que su hermosa liberadora era una hechicera, aunque sus poderes fuesen declaradamente benignos. El conocimiento aumentó su alarma; pero consideró que seria atinado ocultar sus emociones a este respecto.

—En verdad, te estoy agradecido —protestó él—. Y ahora, si puedes decirme cual es el camino a la posada de Bonne Jouissance, que abandoné no hace mucho, estaría todavía más en deuda contigo.

Moriamis juntó sus livianas cejas.

—Nunca he oído hablar de la posada de Bonne Jouissance. No existe tal lugar en esta región.

—Pero este es el bosque de Averoigne, ¿no es así? —preguntó el asombrado Ambrosio. Y seguramente no nos encontramos lejos de la carretera que va desde Ximes hasta Vyones.

—Tampoco he oído hablar de Ximes o de Vyones —dijo Moriamis—. Verdaderamente, esta tierra es conocida como Averoigne y este bosque es el gran bosque de Averoigne, que los hombres han llamado así desde años inmemoriales. Pero no hay ciudades como las que tú mencionas, hermano Ambrosio. Me temo que aún desvarías un poco.

Ambrosio era consciente de una confusión enloquecedora.

—He sido engañado de la manera más condenable —dijo, a medias, para sí mismo—. Es todo obra de ese abominable hechicero Azédarac, estoy seguro.

La mujer le miró fijamente como si la hubiese picado una abeja salvaje. Había algo ansioso y duro en la mirada escrutadora que volvió hacia Ambrosio.

—¿Azédarac? —le preguntó—. ¿Qué sabes tú de Azédarac? Una vez conocí a alguien con ese nombre; y me pregunto si podría ser la misma persona. ¿Es alto y un poco entrecano, con ojos calientes y oscuros, y un aire colérico y medio enfadado y una cicatriz con forma de media luna en la frente?

Muy confuso y más preocupado que nunca, Ambrosio admitió la veracidad de la descripción. Dándose cuenta de que, de una manera desconocida, se había tropezado con los antecedentes secretos del hechicero, le confió la historia de sus aventuras a Moriamis, con la esperanza de que ella pudiese reciprocar con información adicional acerca de Azédarac.

La mujer le escuchó con la actitud de alguien que está interesado pero no sorprendido.

—Ahora comprendo —comentó cuando él hubo terminado—. A continuación, aclararé todo lo que te confunde y preocupa. También creo conocer a este Jehan Mauvaissoir; él ha sido largo tiempo el sirviente de Azédarac, aunque su nombre fue Melchire en otros días. Estos dos siempre han sido los lacayos del mal, y han servido a los Antiguos en maneras ya olvidadas, o nunca conocidas, por los druidas.

—En verdad, espero que puedas explicarme lo que ha sucedido. Es una cosa temible y extraña y antinatural, beber un trago de vino en una taberna al caer la noche y encontrarse a continuación en el corazón del bosque a la luz del mediodía, entre demonios como esos de los que me rescataste.

—Sí —replicó Moriamis—, es todavía más extraño de lo que tú imaginas. Dime, hermano Ambrosio, ¿en qué año fue en el que tu entraste en la posada de Bonne Jouissance?

—¿Que…? En el año del señor de 1175, por supuesto. ¿En que otro año podría haber sido?

—Los druidas emplean una cronología distinta —replicó Moriamis—, y su calendario no significaría nada para ti. Pero, de acuerdo con el que los misioneros cristianos están introduciendo ahora en Averoigne, el año actual es el 475 A. D. Has sido enviado a no menos de setecientos años en lo que la gente de tu época consideraría el pasado. El altar druídico en que te encontré tumbado esta posiblemente colocado en el futuro emplazamiento de la posada de Bonne Jouissance.

Ambrosio estaba más que estupefacto. Su mente era incapaz de captar el significado completo de las palabras de Moriamis.

—Pero ¿cómo pueden ser tales cosas? —gritó él—. ¿Cómo puede un hombre volver atrás en el tiempo, entre años y personas que son polvo hace largo tiempo?

—Ese, quizá, es un misterio que le corresponde a Azédarac resolver. Sin embargo, el pasado y el futuro coexisten con lo que llamamos el presente, y son simplemente dos segmentos del círculo del tiempo. Los vemos y les damos nombre de acuerdo con nuestra posición en el círculo.

Ambrosio sintió que había ido a parar entre nigromancias de la clase más impía, y que era víctima de brujerías ignoradas por los catálogos cristianos.

Guardando silencio al ser consciente de que todo comentario, toda protesta o incluso la oración resultarían inadecuados ante esta situación, vio que una torre de piedra con pequeñas ventanas en forma de rombo resultaba ahora visible sobre las copas de los pinos a lo largo del camino que él y Moriamis recorrían.

—Este es mi hogar —dijo Moriamis, al avanzar entre los árboles que clareaban hasta los pies de una pequeña loma sobre la que estaba situada la torre—. Hermano Ambrosio, debes ser mi huésped.

Ambrosio fue incapaz de rechazar la ofrecida hospitalidad, a pesar de su sensación de que Moriamis era difícilmente la anfitriona más adecuada para un monje casto y temeroso de Dios. Sin embargo, los escrúpulos piadosos que ella le inspiraba no dejaban de estar mezclados con fascinación. Y además, como un niño perdido, se agarraba a su única protección disponible en una tierra de temibles peligros y sorprendentes misterios.

El interior de la torre era limpio, ordenado y acogedor, aunque el mobiliario pertenecía a una clase más rústica que aquel al que Ambrosio estaba acostumbrado, y los tapices de vivo colorido estaban toscamente tejidos.

Una sirvienta, tan alta como la propia Moriamis pero más morena, le trajo un enorme cuenco de leche y pan de trigo, y el monje fue ahora capaz de calmar el hambre que habría quedado sin satisfacer en la posada de Bonne Jouissance.

Mientras se sentaba ante su sencilla ración, se dio cuenta de que el Libro de Eibon todavía le pesaba en la pechera de su túnica. Sacó el volumen y se lo entregó delicadamente a Moriamis. Los ojos de ella se desorbitaron, pero no hizo comentario alguno hasta que él hubo terminado su comida.

Entonces, ella dijo:

—Este volumen es verdaderamente propiedad de Azédarac, quien fue anteriormente vecino mío. Conocí al canalla bastante bien… De hecho, le conocí demasiado bien —el pecho de ella tembló, a causa de una oscura emoción, mientras hizo una pausa—. Él era el más sabio y el más poderoso de los hechiceros y, al mismo tiempo, el más discreto; porque nadie conoce el momento ni la manera de su llegada a Averoigne, o la forma en que se había procurado el inmemorial Libro de Eibon, cuyos escritos rúnicos están más allá de la sabiduría de los otros brujos. Era el maestro de todos los encantamientos, el amo de todos los demonios, y asimismo el mezclador de poderosas pócimas. Entre estas, había ciertos filtros, mezclados por medio de potentes hechizos y poseedores de una virtud única, que enviarían a quien los bebiese adelante o atrás en el tiempo. Uno de ellos, yo creo, te fue administrado por Melchire, o Jehan Mauvaissoir; y el propio Azédarac, junto a su sirviente, hicieron uso de otro, quizá no por primera vez, cuando avanzaron de esta época actual de los druidas hasta esa época de autoridad cristiana a la que perteneces. Había un frasquito rojo como la sangre para el pasado, y otro verde para el futuro. ¡Mira! Tengo uno de cada clase aunque Azédarac ignoraba que yo conociese su existencia.

Ella abrió un pequeño cofre, que contenía varios hechizos y medicamentos, las hierbas secadas por el sol y las esencias mezcladas bajo la luna que una hechicera emplearía. De entre ellas, sacó dos frascos, uno de los cuales contenía un líquido de color sanguinolento, y el otro un fluido de brillantez esmeralda.

—Los robé un día, impulsada por mi curiosidad femenina, de su almacén escondido de filtros, elixires y fórmulas magistrales —continuó Moriamis—. Podría haber seguido al sinvergüenza cuando desapareció en el futuro, si hubiese querido; pero estoy bastante satisfecha con mi propia época, y además no soy la clase de mujer que persigue a un amante agotado y reacio…

—Entonces —dijo Ambrosio, más asombrado que nunca, pero esperanzado—, si bebiese el contenido del frasco verde, volvería a mi propia época.

—Precisamente. Y estoy segura, por lo que me has dicho, de que tu regreso sería una fuente de muchas molestias para Azédarac. Es propio del sujeto haberse establecido en una jugosa prelatura. Siempre fue el amo de las circunstancias, con el ojo puesto en su propia comodidad y confort. Poco le iba a gustar. Estoy segura, si llegases a alcanzar al arzobispo… Yo no soy vengativa por naturaleza…, pero, por otra parte…

—Es difícil comprender cómo alguien puede cansarse de ti —dijo Ambrosio galantemente, al empezar a comprender la situación.

Moriamis sonrío.

—Eso estuvo bien dicho. Y tú eres en verdad un joven encantador, a pesar de esa túnica de aspecto patético. Estoy contenta de haberte rescatado de los druidas, quienes te habrían arrancado el corazón y se lo habrían ofrecido a su demonio, Taranit.

—¿Y ahora me enviarás de vuelta?

Moriamis frunció un poco el ceño y luego adoptó su aspecto más seductor.

—¿Tienes tanta prisa en abandonar a tu anfitriona? Ahora que estás viviendo en un siglo diferente al tuyo, un día, una semana o un mes no representarán diferencia alguna en la fecha de tu regreso. También he conservado las fórmulas de Azédarac; y sé cómo regular la poción si fuese necesario. El periodo habitual de viaje en el tiempo es de setecientos años; pero el filtro puede ser reforzado o debilitado un poco.

El sol se había puesto detrás de los pinos, y un suave crepúsculo comenzaba a invadir la torre. La sirvienta había abandonado el cuarto. Moriamis se acercó y se sentó junto a Ambrosio en el rústico banco que este ocupaba. Todavía sonriente, fijó sus ojos de ámbar en él, con una lánguida llama brillando en su interior… Una llama que parecía hacerse más fuerte conforme el crepúsculo se hacía más profundo. Sin hablar, ella comenzó lentamente a deshacer la trenza que sujetaba su tupida cabellera, de la cual emanaba un perfume tan sutil y delicioso como el de las flores del viñedo. Ambrosio se sentía avergonzado ante esta deliciosa proximidad.

—No estoy seguro, después de todo, de que me quede. ¿Qué pensaría el arzobispo?

—Mi querido niño, el arzobispo no nacerá por lo menos en seiscientos cincuenta años. Y todavía falta más para que tú nazcas. Y, cuando vuelvas, cualquier cosa que hayas hecho durante tu estancia aquí conmigo habrá sucedido no menos de siete siglos antes…, lo que debería ser tiempo suficiente para obtener la remisión de cualquier pecado sin importar la frecuencia con que se haya repetido.

Como un hombre que ha caído en las redes de un extraño sueño, y descubre que el sueño no es del todo desagradable, Ambrosio cedió ante este razonamiento, femenino e irrefutable. Apenas tenía idea de lo que sucedería después; pero, bajo las extraordinarias circunstancias puntualizadas por Moriamis, los rigores de la disciplina monástica bien podían relajarse hasta cualquier extremo concebible, sin que eso representase la perdición espiritual o una seria ruptura de los votos.