Francis Melchior se despertó en su silla debajo del telescopio. Temblaba porque el aire se había enfriado; y, al moverse, notó que sus miembros estaban extrañamente rígidos, como si hubiese estado expuesto a un frío más riguroso que el de una noche de verano. El largo y curioso sueño que había tenido era inexpresablemente real para él; y los pensamientos, miedos, deseos y desesperaciones de Antarion todavía seguían con él.
Mecánicamente, más que a través de una renovación de sus impulsos como ser terrenal, fijó sus ojos en el telescopio y buscó la estrella que había estado estudiando cuando el vértigo premonitorio le atrapó. La configuración del cielo no había cambiado apenas, las constelaciones que la rodeaban estaban altas al sudoeste; pero, con una impresión que se convirtió en auténtica sorpresa, se dio cuenta de que la propia estrella había desaparecido.
Nunca, aunque ha explorado los cielos noche tras noche durante la alternancia de muchas estaciones, ha sido capaz de encontrar el pequeño y distante orbe que le atrajo de una manera tan inexplicable e irresistible.
Tiene una doble pena; y, aunque se ha vuelto viejo y gris con la lentitud de los años estériles, con la compra y venta de las antigüedades, con el estudio de las estrellas, Francis Melchior aún duda un poco sobre cuál es el verdadero sueño: su vida en la Tierra o su mes en Phandiom, bajo un sol agonizante, cuando, como el poeta Antarion, amó la extraordinaria y triste belleza de Thameera.
Y siempre está preocupado por un sordo arrepentimiento de haberse despertado (si despertar es lo que fue) de la muerte que murió en el palacio de Altanoman, con Thameera entre sus brazos y los besos de Thameera entre sus labios.