EL HABITANTE DE LA SIMA

Creciendo y levantándose rápidamente, como un genio liberado de una de las botellas de Salomón, la nube ascendió en el horizonte del planeta. Una columna descomunal y rojiza se movía por la llanura muerta, por un cielo que era tan oscuro como la salmuera de los mares del desierto que han menguado hasta estanques.

—Parece una tormenta de arena de lo más animado —comentó Maspic.

—Difícilmente podría ser otra cosa —asintió Bellman más bien secamente—; cualquier otra clase de tormenta es inaudita por los alrededores. Es la especie de revoltijo infernal que los aihais llaman el zoorth, y, lo que es más, viene en dirección a nosotros. Propongo que empecemos a buscar un refugio. He estado atrapado en el zoorth antes, y no recomiendo respirar un puñado de ese polvo ferruginoso.

—Hay una cueva en la vieja ribera del río, a la derecha —dijo Chivers, el tercer miembro del grupo, quien había estado explorando el desierto con ojos inquietos como de halcón.

El trío de terrestres, aventureros aguerridos que despreciaban los servicios de los guías marcianos, había partido cinco días antes del puesto de Ahoom, adentrándose en la región deshabitada conocida como el Chaur. Aquí, en el lecho de los grandes ríos que no habían corrido desde hacía ciclos, se rumoreaba que podía encontrarse el pálido oro marciano, parecido al platino, en montones como si fuese sal. Si la fortuna les resultaba propicia, sus años de exilio, hasta cierto punto involuntario, sobre el planeta rojo pronto habrían terminado. Habían sido advertidos contra el Chaur, y habían escuchado algunas historias extrañas en Ahoom sobre las razones por las que los anteriores buscadores no habían regresado. Pero el peligro, sin importar lo grave o exótico que fuese, era tan sólo una parte de su rutina diaria. Con una buena posibilidad de oro sin límites al final de su viaje, hubieran bajado al infierno.

Sus suministros de comida y sus barriles de agua eran transportados por un trío de esos curiosos animales conocidos como vortlups, que, con sus piernas y cuellos alargados y sus cuerpos cubiertos con placas de cuerno, podrían aparentemente haber sido una combinación fabulosa de llama y saurio.

Estos animales, aunque extremadamente feos, eran domésticos y dóciles, y estaban bien adaptados al viaje por el desierto, siendo capaces de pasarse sin agua varios meses de una vez.

Durante los últimos dos días, habían estado siguiendo el curso de un río antiguo y sin nombre, que tenía una milla de anchura, retorciéndose entre colinas que habían disminuido hasta convertirse en simples lomas a causa de evos de exfoliación. No habían encontrado otra cosa que piedras gastadas, rocas y fina arena rojiza. Hasta entonces, el cielo había estado en silencio e inmóvil: el sol remoto, el tenue aire, eran tales como podían alzarse sobre los dominios de una muerte eterna; y nada se movía en el lecho del río, donde las piedras estaban desnudas hasta de líquenes sin vida.

La maligna columna del zoorth, retorciéndose e hinchándose en dirección a ellos, era el primer signo de movimiento que habían visto en aquella tierra sin vida.

Espoleando sus vortlups con los bastones con punta de hierro, que era lo único que podía extraer un aumento de velocidad de estos torpes monstruos, los terrestres partieron hacia la boca de la caverna mencionada por Chivers. Estaba quizá a un tercio de milla de distancia, y situada en una elevación del borde escalonado.

El zoorth había borrado el sol antes de que llegasen al final de la antigua cuesta, y se movían por un siniestro crepúsculo que estaba coloreado como sangre seca. Los vortlups, protestando con gritos ultraterrenos, comenzaron a trepar por la playa, que estaba marcada por una serie de peldaños más o menos regulares que indicaban la lenta recesión de las aguas más antiguas.

La columna de arena, levantándose y retorciéndose de una manera formidable, había alcanzado el banco opuesto cuando llegaron a la caverna.

La caverna estaba en la pared de un acantilado de roca, con vetas de hierro. La entrada se había deshecho en montones de ferro-óxido y oscuro polvo basáltico, pero era lo bastante amplia como para admitir con comodidad a los hombres de la Tierra y a sus abarrotadas bestias de carga. Una oscuridad tan densa como el tejido de negras telarañas bloqueaba el interior. No pudieron formarse una idea de las dimensiones de la caverna hasta que Bellman sacó una linterna eléctrica del fardo de sus pertenencias y volvió su rayo inquisitivo a las sombras.

La linterna sólo sirvió para mostrar los comienzos de una cámara de proporciones indeterminadas que retrocedía extendiéndose en la noche, ampliándose gradualmente y con un suelo que era tan liso como las desaparecidas aguas.

La entrada se había oscurecido con la embestida del zoorth. Un extraño quejido, como de demonios confusos, llenó los oídos de los exploradores, y partículas de arena, finas como átomos, fueron empujadas hacia ellos, escociéndoles en las manos y en la cara como si fuese diamante en polvo.

—La tormenta durará media hora, como mínimo —dijo Bellman—. ¿Nos adentramos en la caverna? Probablemente no encontremos nada que sea de mucho interés o valor. Pero la exploración servirá para entretenernos. Y puede que encontremos algunos rubíes violeta, o algunos zafiros amarillo ámbar, como los que a veces se encuentran en estas cavernas del desierto. Será mejor que vosotros también os traigáis vuestras antorchas y vayáis iluminando las paredes y el techo mientras avanzamos.

Sus compañeros pensaron que valía la pena seguir su sugerencia. Los vortlups, por completo insensibles a la arena soplada en su escamosa armadura, fueron dejados cerca de la entrada. Chivers, Bellman y Maspic, desgarrando con los rayos de sus linternas una coagulada oscuridad que quizá no había conocido la invasión de la luz durante todos sus ciclos anteriores, se adentraron en la cueva que se ensanchaba.

El lugar estaba desnudo, con el vacío semejante a la muerte de una catacumba largo tiempo abandonada. Su suelo y sus paredes herrumbrosas no devolvían el brillo y el reflejo de las luces juguetonas. Descendía en una curva suave, y los lados estaban marcados por el agua a una altura de seis o siete pies. Sin duda, había sido, durante evos anteriores, el cauce de un afluente subterráneo del río. Había sido limpiado de todos los detritos, y era como el interior de un conducto ciclópeo que podría conducir a un tártaro situado bajo la superficie de Marte.

Ninguno de los tres aventureros era especialmente imaginativo o susceptible a los nervios. Pero todos fueron asaltados por raras impresiones.

Bajo el tapiz del silencio sepulcral, una y otra vez les pareció escuchar un débil susurro, como el susurro de mares sumergidos en las profundidades de una sima hemisférica. El aire estaba cargado con una leve y sospechosa humedad, y notaron una corriente casi imperceptible sobre sus rostros, levantándose desde simas desconocidas. Lo más extraño de todo era la sugestión de un olor sin nombre, que les recordaba al mismo tiempo el olor de los cubiles de los animales y el olor peculiar de las moradas marcianas.

—¿Crees que encontraremos algún tipo de vida? —dijo Maspic, mientras olfateaba el aire con sospecha.

—No es probable. —Bellman desestimó la pregunta con su habitual sequedad—; hasta los vortlups evitan el Chaur.

—Pero, desde luego, hay un toque de humedad en el aire —insistió Maspic— que significa agua, en alguna parte, y, si hay agua, puede que haya vida…, quizá una forma de vida peligrosa.

—Tenemos nuestros revólveres —dijo Bellman—, pero dudo que vayamos a necesitarlos… mientras no nos encontremos con buscadores de oro rivales, procedentes de la Tierra —añadió cínicamente.

—Escuchad —el semisusurro partió de Chivers—. ¿Vosotros, socios, escucháis algo?

Los tres se pararon. En algún lugar de la oscuridad frente a ellos, habían escuchado un sonido, prolongado y equívoco, que confundía el oído con sus elementos incongruentes. Era un raspado afilado y un entrechocarse como de metal arrastrado sobre las rocas; y además era, de algún modo, como el golpear de miríadas de enormes bocas húmedas. De repente, disminuyó y se apagó a un nivel que estaba, aparentemente, lejano en las profundidades.

—Esto es raro. —Bellman hacía aparentemente una admisión desganada.

—¿Qué es esto? —preguntó Chivers—. ¿Uno de los monstruos subterráneos con mil pies, de media milla de longitud, de los que hablan los marcianos?

—Has estado escuchando demasiados cuentos de hadas de los nativos —le reprochó Bellman—. Ningún terrícola ha visto nunca nada de esa clase. Muchas cavernas profundas de Marte han sido completamente exploradas; pero las situadas en regiones desérticas, como el Chaur, estaban por completo vacías de vida. No puedo imaginarme qué fue lo que causó aquel sonido; pero, en interés de la ciencia, me gustaría avanzar y descubrirlo.

—Empiezo a asustarme —dijo Maspic—, pero estoy dispuesto si vosotros lo estáis.

Sin otra discusión o comentario, los tres continuaron su avance al interior de la cueva. Habían caminado a buen paso durante quince minutos, y estaban ahora a, por lo menos, media milla de la entrada. El suelo se estaba volviendo más empinado, como si hubiese sido el lecho de un torrente. Y, además, la configuración de las paredes había cambiado: a ambos lados había escalones de piedra metálica y huecos con columnas que los rayos de las linternas no siempre podían sondear.

El aire se había vuelto más cargado, y la humedad, inconfundible. Había un aliento de antiguas aguas estancadas. El otro olor, como de animales salvajes y de moradas aihai, también manchaba la oscuridad con su pegajoso hedor.

Bellman abría camino. De pronto, su linterna descubrió el borde de un precipicio, donde el antiguo canal desaparecía repentinamente y, a cada lado, los escalones y las paredes se desvanecían en un espacio incalculable. Acercándose hasta el borde mismo, introdujo su lápiz de luz haciéndolo bajar por el abismo, descubriendo tan sólo el abismo vertical que se hundía bajo sus pies en una oscuridad sin fondo aparente. El rayo también fracasó en revelar la orilla opuesta de la sima, que podría haber tenido muchas leguas de anchura.

—Me parece que hemos encontrado el mejor sitio para tirarnos —comentó Chivers. Buscando por el suelo, cogió un trozo suelto de roca del tamaño de un pequeño canto rodado que tiró lo más lejos que pudo en el abismo. Los terrícolas escucharon a la espera del sonido de su caída; pero pasaron varios minutos, y no hubo eco alguno procedente de las negras profundidades.

Bellman comenzó a examinar los bordes rotos a cada lado del final del canal. A la derecha, distinguió un borde descendente que rodeaba el abismo, extendiéndose por una distancia incierta. Su principio era un poco más alto que el lecho del canal, y era accesible por medio de una formación que parecía una escalera. El borde tenía una anchura de dos yardas, y su amable cuesta, su destacable uniformidad y regularidad, transmitían la idea de una antigua carretera tallada en la pared del abismo. Le sobresalía una pared, como la mitad repentinamente arrancada de un paseo elevado.

—Ahí está nuestra carretera al Hades —dijo Bellman—, y la inclinación de la cuesta es bastante cómoda, por cierto.

—¿De qué sirve ir más lejos? —dijo Maspic—. Yo, por mi parte, ya he tenido suficiente oscuridad, ya. Y, si al avanzar encontramos algo, será algo sin valor… o desagradable.

Bellman dudó.

—Quizá tengas razón. Pero me gustaría seguir ese borde lo bastante como para hacerme una idea de la magnitud de la sima. Tú y Chivers podéis esperar aquí si estáis asustados.

A lo que se ve, Chivers y Maspic no estaban dispuestos a reconocer cualquier inquietud que pudiesen estar sintiendo. Siguieron a Bellman, a lo largo del borde, agarrándose a la pared interior. Bellman, sin embargo, andaba descuidadamente por el borde, a menudo iluminando con su linterna la extensión que se tragaba su débil rayo.

Más y más, por medio de su anchura uniforme, su inclinación y lo lisa que era, y el semiarco de la loma ante ellos, el borde les dio la impresión a los terrestres de ser una carretera artificial. Pero ¿quién podría haberla construido y utilizado? ¿En qué edades olvidadas y para qué propósito enigmático había sido diseñada? La imaginación de los terrestres fracasaba ante las simas tremendas de la antigüedad marciana que se abrían ante preguntas tan tenebrosas. Bellman pensó que la pared se curvaba sobre sí misma, hacia adentro, lentamente. Sin duda, darían la vuelta al abismo completo con el paso del tiempo, siguiendo la carretera. Quizá trazaba una espiral, lenta y tremenda, siempre descendente, hasta las propias entrañas de Marte.

Él y los otros callaban durante períodos cada vez más largos a causa del pasmo. Se quedaron horriblemente sorprendidos cuando, mientras avanzaban, escucharon el mismo sonido prolongado, o mezcla de sonidos, que habían escuchado en la cueva exterior.

Sugería ahora otras imágenes: el arrastrarse sugería ahora el raspado de una lima; la miríada de golpes, suaves y metódicos, era vagamente similar al ruido que haría alguna criatura enorme que retirase sus pies del lodazal.

El sonido resultaba inexplicable, terrorífico. Parte de su terror consistía en su sugestión de distancia, que parecía señalar lo enorme de su causa y dar énfasis a la profundidad del abismo.

Escuchado en un foso de profundidad planetario, debajo de un desierto sin vida, sorprendía… y asustaba. Incluso Bellman, que hasta el momento se había mostrado intrépido, comenzó a sucumbir ante el horror sin forma que se elevaba como una emanación desde la noche.

Al cabo, el sonido se volvió más débil y se apagó, dando de alguna manera la sensación de que su causante había descendido directamente por la pared perpendicular hasta las profundidades de la sima.

—¿Retrocedemos? —preguntó Chivers.

—Da igual —respondió Bellman sin dudar—; de todos modos, tardaríamos toda la eternidad en explorar este lugar.

Empezaron a volver sobre sus pasos a lo largo del borde. Los tres con ese sentido extratáctil que advierte del acercamiento de un peligro oculto, estaban ahora preocupados y alerta. Aunque la sima había quedado en silencio una vez más con la retirada del extraño sonido, de alguna manera sintieron que no se encontraban solos. No podían suponer de dónde surgiría el peligro, ni bajo qué forma, pero sentían una preocupación que era casi pánico. Tácitamente, ninguno de ellos la mencionó, ni tampoco discutieron el inquietante misterio con el que habían tropezado de una manera tan casual.

Maspic iba ahora un poco por delante de los demás. Habían cubierto por lo menos la mitad de la distancia hasta el viejo canal de la cueva, cuando su linterna, iluminando a unos veinte pies por delante de su camino, alumbró a un grupo de figuras blancuzcas que, en fila de les a tres, les bloqueaban el paso. Las luces de Bellman y Chivers, que venían cerca detrás, mostraron con terrible claridad los miembros y los rostros deformes de la multitud, pero no pudieron determinar su número.

Las criaturas, en perfecto silencio e inmóviles, como esperando a los terrestres, se asemejaban de una manera genérica a los aihais, los nativos de Marte. Ellos parecían, sin embargo, representar a un tipo extremadamente degradado o aberrante; y la palidez, como de hongos, de sus cuerpos indicaba mucho tiempo de vida subterránea. Además, eran más pequeños que los aihais adultos, alcanzando como media unos cinco pies de altitud. Poseían las enormes fosas nasales abiertas, las orejas de soplillo, los pechos de barril y los delgados miembros de los marcianos…, pero todos ellos eran ciegos.

En los rostros de algunos había tenues, rudimentarias, hendiduras, donde deberían haber estado los ojos; en los rostros de otros había cuencas profundas y vacías, que sugerían que los globos oculares habían sido arrancados.

—¡Dios mío! ¡Qué grupo más repugnante! —gritó Maspic—. ¿De dónde han salido? ¿Y qué es lo que quieren?

—No puedo imaginármelo —dijo Bellman—, pero la situación se presenta algo peliaguda…, a no ser que sean amistosos. Deben haber estado ocultos en los escalones superiores de la cueva cuando entramos.

Avanzando audazmente, delante de Maspic, se dirigió a las criaturas en la gutural lengua aihai, muchos de cuyos vocablos apenas podían ser pronunciados por un terrícola. Algunos de entre ellos se revolvieron nerviosos y emitieron sonidos, agudos y chirriantes, que no guardaban más que un parecido mínimo con el lenguaje de Marte. Estaba claro que no podían comprender a Bellman. El lenguaje de los signos, a causa de su ceguera, hubiera sido igualmente inútil.

Bellman sacó su revólver, indicando a los otros que hiciesen lo mismo.

—Tenemos que abrirnos camino entre ellos de alguna manera —dijo él—, y, si no nos dejan pasar sin interferirse… —el sonido metálico de un revolver amartillado sirvió para terminar la frase.

Como si el sonido metálico hubiese sido la señal que esperaban, la multitud de ciegos seres blancos se echó adelante sobre los terrestres con un movimiento repentino. Era como el ataque de autómatas… máquinas andantes irresistibles, metódicas y unidas, bajo la dirección de algún poder oculto.

Bellman apretó su gatillo una, dos, tres veces a quemarropa. Era imposible fallar; pero las balas resultaban tan inútiles como guijarros arrojados a un torrente desbordante. Los seres ciegos no dudaban, aunque dos de ellos empezaron a sangrar con el fluido amarillo rojizo que los marcianos usan en vez de sangre.

Los primeros de ellos, indemnes, y moviéndose con diabólica seguridad, cogieron el brazo de Bellman con largos dedos, de cuatro articulaciones, y arrancaron el revólver de su mano antes de que pudiese apretar el gatillo una vez más. Curiosamente, la criatura no intentó privarle de su linterna, que ahora llevaba en su mano izquierda; y vio el brillo acerado del colt, que era arrojado a la oscuridad y la distancia desde la mano del marciano. Entonces, los cuerpos blancos como hongos, acordonando horriblemente la estrecha carretera, le rodearon por todas partes, acercándose tanto, que no le quedaba espacio para una resistencia efectiva. Chivers y Maspic, después de hacer unos pocos disparos, también se vieron privados de sus armas, pero, a través de una rara discriminación, se les permitió conservar sus linternas.

Todo el episodio había sido una cuestión de minutos. Hubo un breve suavizamiento del movimiento adelante del grupo, dos de cuyos miembros habían sido acertados por los disparos de Maspic y Chivers y después fueron arrojados a la sima, sin miramientos, por sus compañeros. Las filas delanteras, abriéndose hábilmente, incluyeron a los terrestres y les obligaron a dar la vuelta.

Entonces, sólidamente sujetos por la prensa en movimiento de los cuerpos, fueron arrastrados sin poderse resistir. Con la desventaja de su miedo de dejar caer las linternas, no podían hacer nada ante el torrente de pesadilla.

Arrastrados con pasos terribles por un sendero que les conducía siempre más profundamente en el abismo, y capaces tan sólo de ver las espaldas y los miembros iluminados de las criaturas que estaban frente a ellos, se convirtieron en parte de ese ejército, ciego y misterioso.

Detrás de ellos, parecía haber docenas de marcianos empujándoles implacablemente. Después de un rato, su situación comenzó a atontar sus facultades. Les parecía que ya no se movían con pasos humanos, sino con las zancadas, rápidas y automáticas, de las cosas que se amontonaban en torno a ellos. El pensamiento, la voluntad, incluso el terror, quedaban atontados por el ritmo ultraterreno de esos pasos que se dirigían al abismo. Encerrados por esto y por una sensación de completa irrealidad, hablaban tan sólo a largos intervalos, y entonces con monosílabos que parecían haber perdido todo su significado pertinente, como el hablar de máquinas. La gente ciega estaba completamente en silencio…, no había ningún ruido excepto la miríada de eternos golpes en el suelo.

Adelante siempre, continuaron a través de horas de ébano que no pertenecían a ningún periodo diurno. Lenta, tortuosamente, la carretera se curvaba para adentro, como si estuviese agazapada en el interior de una Babel ciega y cósmica. Los hombres de la Tierra sintieron que debieron haber dado la vuelta al abismo varias veces, en aquella espiral terrorífica; pero la distancia que habían recorrido y las dimensiones reales de la pasmosa sima resultaban inconcebibles.

Excepto por sus linternas, la noche era absoluta e inmutable. Era más vieja que el sol; se había cernido allí durante todos los evos pasados en medio de un horror ciego e inviolado. Se acumulaba sobre ellos como una carga monstruosa, y se abría terriblemente debajo. De ella se levantaba el olor, cada vez más fuerte, de las aguas estancadas. Pero todavía no había sonido alguno que no fuese el golpeteo, suave y mesurado, que producían los pies al andar en su descenso a aquel infierno sin fondo.

En algún lugar, como después del transcurso de épocas en la oscuridad, el avance hacia el abismo había cesado. Bellman, Chivers y Maspic sintieron relajarse la presión de la multitud de los cuerpos; notaron que estaban parados, mientras que sus mentes seguían llevando el ritmo de aquel descenso inhumano.

La razón —y el horror— regresaron a ellos lentamente. Bellman levantó su linterna, y el rayo que daba vueltas descubrió a la multitud de marcianos, muchos de los cuales se estaban dispersando en una enorme caverna en la que terminaba la carretera que circunvalaba la sima. Sin embargo, otros de los seres se quedaron, como para vigilar a los terrestres. Temblaban alertas cuando Bellman se movía, como si fuesen conscientes de ello a través de un sentido desconocido.

Cerca, a la derecha, el suelo liso terminaba abruptamente, y, acercándose al borde, Bellman vio que la caverna era una cámara abierta en la pared perpendicular. En la distancia, lejos en la oscuridad, un brillo fosforescente se movía de acá para allá, como un nautilus en un océano subterráneo.

Una lenta brisa fétida soplaba sobre él, y escuchó el extraño suspiro de las aguas en cataratas sumergidas, aguas que habían retrocedido durante años incontables, durante la desecación del planeta.

Se dio la vuelta mareado. Sus compañeros estaban examinando el interior de la cueva. Parecía que el lugar era de origen artificial, porque, moviéndose de acá para allá, los rayos de las linternas descubrían enormes columnatas decoradas con relieves profundamente grabados. Quién los había tallado y cuándo eran problemas no menos insolubles que el origen de la carretera tallada. Sus detalles parecían tan obscenos como las visiones de la locura; dañaban la vista como un golpe violento, transmitiendo un mal sobrehumano, una malignidad sin fondo, durante el momento transitorio de su contemplación.

En verdad, la cueva era de grandes proporciones, adentrándose profundamente en el precipicio, y con numerosas salidas que conducían, sin duda, a otros ramales. Las luces de las linternas desalojaron a medias las sombras amontonadas sobre los huecos escalonados, atraparon los salientes de las paredes distantes que trepaban y ascendían a la oscuridad inaccesible; iluminaron a las criaturas que se movían de acá para allá como monstruosos hongos vivientes; dieron una breve existencia visual a las plantas, pálidas y parecidas a un pólipo, que se colgaban apestosamente al techo.

El lugar era abrumador, oprimía los sentidos, aplastaba el cerebro. La propia piedra parecía la encarnación de la oscuridad, y la luz y la visión eran como intrusos efímeros en los dominios de la ceguera. De alguna manera, los terrestres se encontraron cargados con una convicción de que la fuga era imposible. Un extraño letargo se apoderó de ellos, que ni siquiera discutieron sobre su situación, sino que se quedaron en silencio e indiferentes.

Entonces, de la sucia oscuridad apareció cierto número de marcianos. Con la misma sugestión de automatismo controlado que había señalado todos sus actos, se agruparon en torno a los hombres una vez más y los empujaron hacia una cueva que se abría.

Paso a paso, los tres fueron empujados por aquella extraña procesión de leprosos. Las columnas obscenas se multiplicaron, la cueva se hizo más profunda a su vista, con perspectivas sin fin, como una revelación de las cosas obscenas que dormitan en lo más profundo de la noche. Al principio débilmente, pero más fuertemente conforme avanzaban, les sobrevino una insidiosa sensación de somnolencia, semejante a la que pueden producir los efluvios mefíticos. Se rebelaron contra esto, porque el adormecimiento era de algún modo oscuro y malo. Se volvió más fuerte en ellos, conforme se acercaban al corazón del horror. Entre las densas columnas, aparentemente sin parte superior, el suelo ascendía en un altar de siete escalones oblicuos y piramidales. En el superior se levantaba una imagen de pálido metal: un objeto no mayor que una liebre, pero monstruoso más allá de toda imaginación.

El raro sopor antinatural pareció aumentar en los terrestres al contemplar esta imagen. Detrás de ellos, los marcianos se amontonaban con un impulso adelante, como adoradores que se reúnen ante un ídolo. Bellman notó una mano que le agarraba por el hombro. Dándose la vuelta, descubrió junto a su codo una aparición sorprendente y por completo inesperada.

Aunque estaba tan pálido y sucio como los habitantes de la cueva, y tenía cuencas vacías en lugar de ojos, el ser era, o había sido antes, ¡un hombre!

Estaba descalzo y vestido tan sólo con unos restos harapientos de caqui que parecían haberse gastado a causa del uso y de la vejez. Su pelo y barba blancos, enredados por el barro, estaban llenos de restos inmencionables. Una vez había sido tan alto como Bellman, pero ahora estaba encorvado a la altura de los enanos marcianos y terriblemente delgado. Temblaba como si tuviese la fiebre palúdica, y una expresión casi de idiota de desesperación y terror estaba estampada en las ruinas de sus rasgos.

—¡Dios mío! ¿Quién eres tú? —gritó Bellman completamente despierto a causa de la sorpresa.

Durante algunos momentos, el hombre babeo incoherentemente, como si hubiese olvidado las palabras del lenguaje humano o ya no fuese capaz de articularlas. Entonces gruñó débilmente, con muchos intervalos y pausas de incoherencia.

—¡Sois hombres de la Tierra! ¡Terrícolas! Me dijeron que os habían capturado… igual que me capturaron a mí… Yo, una vez, fui un arqueólogo… Me llamaba Chalmers… John Chalmers. Fue hace años…, no sé cuántos. Me adentré en el Chaur para explorar algunas de sus viejas ruinas. Me capturaron estas criaturas del abismo…, y he estado aquí desde entonces… No hay fuga…, el habitante se ocupa de ello.

—¿Pero quiénes son estas criaturas? ¿Y qué quieren de nosotros? —preguntó Bellman.

Chalmers pareció recuperar sus estropeadas facultades, su voz se volvió más clara y firme.

—Se trata de un resto degenerado de los yorhis, la antigua raza marciana que floreció antes que los aihais. Todo el mundo supone que se han extinguido. En el Chaur, se encuentran las ruinas de algunas de sus ciudades. Por lo que he podido descubrir (ahora soy capaz de hablar su idioma), esta tribu fue empujada a las profundidades por la deshidratación del Chaur, y siguieron la retirada de las aguas hasta un lago submarciano que descansa en el fondo de esta sima. Ahora viven prácticamente como animales y adoran a un extraño monstruo que vive en el lago… el habitante… la cosa que camina sobre el precipicio. El pequeño ídolo que podéis contemplar sobre el altar es una imagen de ese monstruo. Están a punto de celebrar una de sus ceremonias religiosas; y desean que vosotros toméis parte. Debo daros instrucciones… Será el principio de vuestra iniciación en la vida religiosa de los yorhis.

Bellman y sus compañeros, escuchando las extrañas declaraciones de Chalmers, sintieron una mezcla de asco, pesadilla y asombro.

El blanco rostro de la criatura que estaba ante ellos, barbisucio y ciego, parecía indicar la misma degradación que veían en los habitantes de la cueva. De alguna manera, ese sujeto apenas parecía humano. Pero, sin duda, se había venido abajo a causa del horror de su largo cautiverio en medio de la oscuridad, en medio de una raza de alienígenas. Sentían que se encontraban entre misterios asquerosos y las cuencas vacías de Chalmers planteaban una pregunta que ninguno de ellos se atrevía a formular.

—¿En qué consiste esta ceremonia? —dijo Bellman al cabo de un rato.

—Vengan, se lo mostraré —había una extraña ansiedad en la voz quebrada de Chalmers. Tiró de la manga de Bellman y comenzó a ascender por la pirámide con una tranquilidad y una seguridad al poner el pie que indicaban una larga familiaridad. Como soñadores en un sueño, Bellman, Chivers y Maspic le siguieron.

La imagen no se parecía a nada que hubiesen visto antes sobre el planeta rojo… ni en ninguna otra parte. Estaba tallada en un metal extraño que parecía más blanco y más blando que el oro incluso, y representaba a un animal agazapado con un caparazón liso que le cubría, debajo del cual le salían la cabeza y los miembros al estilo de las tortugas. La cabeza era venenosamente plana, triangular y sin ojos. De las comisuras caídas de la cruel raja de su boca, dos largas probóscides se curvaban para arriba, huecas y parecidas a copas en el extremo. La cosa estaba equipada con una serie de piernas cortas, que le salían a intervalos regulares de debajo del caparazón; una curiosa doble cola estaba recogida y entrelazada debajo de su cuerpo agazapado. Los pies eran redondos y tenían la forma de pequeñas copas invertidas.

Impuro y bestial como el fragmento de una locura atávica, el ídolo parecía dormitar sobre el altar. Atormentaba el cerebro con un terror lento e insidioso, atacaba los sentidos con una emanación de sopor, una influencia como de mundos primarios anteriores a la creación de la luz, en los cuales la vida podría parir y devorar suciamente en medio del barro ciego.

—¿Y esta cosa realmente existe? —A Bellman le pareció escuchar sus propias palabras a través de una película de sueño que le acechaba, como si fuese otro quien hubiese hablado y le hubiese despertado.

—Es el habitante —murmuró Chalmers. Se inclinó hacia la imagen, y sus dedos extendidos temblaron sobre ella en el aire, moviéndose de un lado a otro como si estuviese a punto de acariciar ese horror blanco.

—Los yorhis hicieron el ídolo hace tiempo…, no sé cómo fue fabricado —continuó—, y el metal con el que lo moldearon es distinto de cualquier otra cosa… un nuevo elemento. Hagan lo que yo… y no les importará tanto la oscuridad…, no echas de menos tu vista aquí, ni la necesitas. Se beberán el agua podrida del lago, se comerán crudos las babosas, los peces ciegos del lago y los gusanos. Y les cogerán el gusto…, y no se darán cuenta si el habitante viene y les atrapa.

Incluso mientras hablaba, comenzó a acariciar el caparazón giboso y la plana cabeza de reptil. Su ciego rostro adquirió la expresión de debilidad somnolienta de un comedor de opio, su voz murió en medio de murmullos inarticulados, como los sonidos sobrepuestos de algún denso líquido. En torno a él, había un ambiente de extraña depravación subhumana.

Bellman, Chivers y Maspic, mirando sorprendidos, se dieron cuenta de que el altar estaba cubierto de marcianos blancos. Varios de ellos se amontonaban en el lado opuesto a Chalmers, en la cima, y también comenzaron a acariciar al ídolo, como si fuese algún fantástico ritual del tacto. Con sus delgados dedos trazaban su repugnante silueta, sus movimientos parecían seguir un orden estrictamente trazado del cual ninguno de ellos se desviaba. Emitían sonidos que eran como los chirridos de murciélagos con sueño. Sobre sus caras brutales aparecía impreso un éxtasis narcótico.

Completando la extraña ceremonia, los devotos de primera fila se apartaron de la imagen. Pero Chalmers, con movimientos lentos y somnolientos, con la cabeza inclinada sobre su pecho desgastado, continuó acariciándola.

Con una extraña mezcla de asco, curiosidad y empuje, los hombres de la Tierra, impulsados por los marcianos que estaban detrás de ellos, se acercaron y colocaron las manos sobre el ídolo. Todo el asunto resultaba muy misterioso, y de algún modo asqueroso, pero parecía sensato seguir las costumbres de sus captores.

La cosa resultaba fría al tacto, y pegajosa como si hubiese descansado recientemente en un lecho de barro. Pero parecía estar viva, crecer y latir bajo las yemas de sus dedos. De ella, en fuertes ondas incesantes, surgía una emanación que sólo podía ser descrita como una electricidad o un magnetismo opiáceo. Era como si algún poderoso alcaloide, que afectase los miembros a través de un contacto superficial, estuviese siendo suministrado por el metal desconocido. Rápida e irresistiblemente, Bellman y los otros notaron una oscura vibración que recorría todos sus miembros, nublándoles la vista y llenándoles la sangre de sopor. Meditando somnolientos, intentaron explicarse a sí mismos el fenómeno en términos de ciencia terrestre, y entonces, conforme la narcosis aumentaba más y más, se olvidaron de sus especulaciones.

Con sentidos que flotaban en una oscuridad extraña, eran vagamente conscientes de la presión de la multitud de los cuerpos que les sustituían en la cima del altar. Entonces, algunos entre ellos, retirándose como saciados de la emanación parecida a una droga, les arrastraron a través de los escalones oblicuos hasta el suelo de la caverna, junto al lánguido y empapado Chalmers. Conservando aún sus linternas en dedos sin nervio, vieron que el lugar rebosaba de la gente blanca, quienes se habían reunido para la ceremonia maldita.

A través de manchas de sombra que se oscurecían, los hombres les contemplaron mientras trepaban arriba y abajo de la pirámide, como un friso vivo y leproso.

Chivers y Maspic, rindiéndose los primeros a la influencia, se desplomaron en el suelo en el más completo letargo. Pero Bellman, más resistente, se sintió caer y flotar en un mundo de sueños sin luz. Sus sensaciones eran anómalas, desconocidas hasta el grado más extremo. Por todas partes, había un poder que se cernía de manera palpable, y para el que no podía encontrar una imagen visual: un poder que exhalaba un sueño de miasmas. En esos sueños, en una graduación que no se notaba, olvidando su ser humano, de alguna manera se identificaba con la gente sin ojos, vivía y se movía como ellos, en profundas cavernas, sobre carreteras nocturnas. Y, sin embargo, como si la participación en el obsceno ritual le hubiese admitido a ello, era algo distinto…, una Entidad sin nombre que gobernaba a los ciegos y era adorada por ellos, una cosa que habitaba en las antiguas aguas estancadas, en la profundidad más remota, y salía a intervalos para cazar de una manera de la que no se podía hablar. En esa dualidad del ser, se saciaba en ciegos festines… y era a su vez devorado. Con todo ello, como un tercer elemento de su identidad, estaba asociado al ídolo, pero sólo en un sentido táctil, y no como una memoria óptica. No había luz por ninguna parte…, ni siquiera el recuerdo de la luz.

Cuándo pasó de estas oscuras pesadillas a un reposo sin sueños, no lo supo. Al principio, su despertar, oscuro y letárgico, fue como una continuación de los sueños. Entonces, abriendo los párpados atontados, vio el rayo de luz que descansaba en el suelo procedente de la linterna que se le había caído. La luz se vertía sobre algo que no fue capaz de reconocer en su despertar drogado. Sin embargo, le preocupaba, y un creciente horror hizo que sus facultades volviesen a la vida.

Poco a poco, se dio cuenta de que lo que contemplaba era el cuerpo medio devorado de Chalmers. Había harapos de ropa podrida sobre los miembros mordisqueados, y, aunque la cabeza había desaparecido, los huesos que quedaban y las vísceras eran los del terrestre.

Bellman se levantó vacilante y miró a sus alrededores con ojos que todavía tenían una red de oscuridad que entorpecía su visión. Chivers y Maspic descansaban junto a él en un pesado sopor, y, a lo largo de la caverna y sobre el altar de siete escalones, había devotos de la imagen soporífera, tirados.

Sus otros sentidos comenzaron a despertar de su letargo, y pensó que escuchaba un sonido que le resultaba hasta cierto punto conocido; un afilado arrastre, junto a una mesurada absorción. El sonido se retiró a lo largo de los enormes pilares, más allá de los cuerpos dormidos. Un olor como de agua podrida contaminaba el aire, y se fijó en que había muchos anillos de humedad sobre la piedra, como los que producirían los bordes de copas invertidas. Manteniendo el orden de pisadas, se alejaban del cuerpo de Chalmers adentrándose en las sombras de la caverna exterior que bordeaba con el abismo: la dirección en que se había movido el extraño sonido, apagándose hasta la inaudibilidad.

En la mente de Bellman se despertó un terror loco que se enfrentó con el embrujo que aún le dominaba atontándole. Se inclinó sobre Maspic y Chivers, y les agitó fuertemente por turnos hasta que abrieron los ojos y comenzaron a protestar con murmullos somnolientos.

—¡En pie, malditos! —les recriminó—. Si alguna vez vamos a escaparnos de este agujero infernal, ahora es el momento.

Por el efecto de muchos tacos y reprimendas y muchos esfuerzos musculares, consiguió que sus compañeros se pusiesen en pie. No parecieron fijarse en los restos de lo que había sido el desafortunado Chalmers. Tropezando como borrachos, siguieron a Bellman alrededor de los cuerpos de los marcianos tirados por los suelos, alejándose de aquella pirámide en la que el ídolo blanco se cernía sobre sus adoradores en su maligna somnolencia.

Una oscuridad que le colgaba pesaba sobre Bellman; pero, de alguna manera, hubo una relajación del hechizo opiáceo. Notó un renacer de la voluntad y un gran deseo de escapar de la sima y de aquello que habitaba en la oscuridad. Los otros, más profundamente esclavizados por el poder soporífero, aceptaban su liderazgo y su guía de una manera atontada, como embrutecidos.

Estaba seguro de poder retroceder por la ruta que habían empleado para acercarse al altar. Este, parecía, era el camino tomado por el causante de las manchas de humedad repugnante parecidas a anillos.

Vagabundeando por entre las columnas desagradablemente talladas, llegaron por fin al borde del abismo: ese pórtico del Tártaro negro, desde el cual podían contemplar la profundidad de su sima. Descendiendo lejos, en aquellas aguas putrefactas, la fosforescencia se movía en círculos cada vez más amplios, como alterada por el chapuzón de un cuerpo pesado. Hasta el mismo borde bajo sus pies, las huellas acuosas estaban marcadas sobre la roca.

Se dieron la vuelta. Bellman temblaba con recuerdos a medias de sus ciegos sueños y el terror de su despertar. Encontraron en una esquina de la cueva el nacimiento de la carretera que arriba bordeaba el abismo, la carretera que les devolvería al sol perdido.

Siguiendo su orden, Maspic y Chivers apagaron sus linternas para ahorrar las pilas. Era dudoso lo mucho que aún podían durar, y la luz era su necesidad más primaria. Su propia linterna funcionaría para los tres hasta que se gastase.

No hubo sonido alguno ni señal de vida desde la caverna en la que los marcianos descansaban en torno a la imagen narcotizante. Pero un miedo como nunca había sentido durante sus aventuras forzó a Bellman a marearse y palidecer mientras escuchaba en su umbral.

También la sima estaba en silencio, y los círculos de fosforescencia habían dejado de aumentar sobre el agua. Y, sin embargo, el silencio era algo que atontaba los sentidos, que frenaba los miembros. Se levantaba en torno a Bellman como el barro pegajoso del más profundo foso, en el que debía ahogarse. Con un esfuerzo sostenido, comenzó el ascenso, arrastrando, maldiciendo y pateando a sus compañeros hasta que respondían como animales somnolientos.

Era un ascenso por el limbo, un ascenso desde la nada por una oscuridad que parecía palpable y pegajosa. Arriba y arriba se esforzaron, a lo largo de la monótona cuesta que se levantaba imperceptiblemente, donde toda medida de la distancia se perdía, y el tiempo era medido solamente por la repetición eterna de los pasos. La noche descendía ante el débil rayo de luz de Bellman, se cerraba como un mar que todo lo tragaba, incansable y paciente, esperando su momento hasta que su linterna se apagase.

Mirando sobre el borde a intervalos, Bellman vio el gradual apagarse de la fosforescencia en las profundidades. Imágenes fantásticas surgieron en su mente: era como el último rescoldo del fuego en un infierno apagado, como el ahogo de las nebulosas en los vacíos más allá del universo. Sintió d mareo de alguien que mira un espacio infinito… Entonces, sólo hubo oscuridad, y supo por esta señal la tremenda distancia que habían ascendido.

Los impulsos menores del hambre, la sed y la fatiga habían sido pisoteados bajo el miedo que les impulsaba. El letargo pegajoso se levantó lentamente de Maspic y Chivers, y también ellos fueron conscientes de una sombra de terror tan vasta como la noche misma. Los golpes, patadas y reprimendas de Bellman ya no fueron necesarios para hacerles continuar.

Antigua, malvada y soporífera, la noche se levantaba sobre ellos. Era como el pelo, denso y fétido, de los murciélagos: un tejido que ahogaba los pulmones, que atontaba los sentidos. Era tan silenciosa como el reposo de mundos muertos… Pero de ese silencio, tras el transcurso aparente de años, un doble sonido familiar se levantó y llegó a los fugitivos: el sonido de algo que se deslizaba sobre la piedra en las profundidades del abismo, el sonido de chupeteo de una criatura que retiraba sus pies como de un lodazal.

Inexplicable y despertando locas ideas incongruentes en las mentes de los terrestres, como un sonido escuchado en el delirio, aceleró su terror a un paroxismo.

—¡Dios! ¿Qué es esto? —susurró Bellman. Le pareció recordar cosas sin vista, formas asquerosas y palpables de la noche primigenia, que no formaban una parte legítima del recuerdo humano. Sus sueños y su pesadilla al despertar…, el ídolo narcótico…, el cuerpo medio devorado de Chalmers…, las pistas que Chalmers había dejado caer…, los anillos de humedad que conducían a la sima…, todo volvía como los fragmentos de una locura que se multiplicaba para asaltarle en esa terrible carretera a medio camino entre el mundo subterráneo y la superficie de Marte.

Su pregunta sólo fue contestada por una continuación del ruido. Parecía aumentar en volumen…, ascender la pared de debajo. Maspic y Chivers, encendiendo de repente sus luces, echaron a correr con saltos frenéticos, y Bellman, perdiendo su último resto de control, hizo lo mismo.

Era una carrera con un horror desconocido. Por encima del trabajoso latido de sus corazones, el mesurado golpear de sus pies, los hombres todavía oían el sonido siniestro e inexplicable. Les parecía correr a lo largo de leguas de oscuridad, y, sin embargo, el sonido se les acercaba continuamente, trepando detrás de ellos, como si el causante fuese algo que trepase por el precipicio.

Ahora el sonido estaba terriblemente cerca…, un poco delante.

Se detuvo abruptamente. Las luces en movimiento de Maspic y Chivers, quienes iban antes, descubrieron la cosa agazapada que cubría la carretera en toda su anchura de dos yardas.

Aunque eran aventureros endurecidos, los hombres habrían gritado histéricos o se habrían arrojado por el precipicio, si la visión no les hubiese inducido una especie de catalepsia. Era el pálido ídolo de la cueva, hinchado a una proporción enorme, y asquerosamente vivo, que había ascendido desde el abismo ¡y estaba agazapado ante ellos!

Esta era, claramente, la misma criatura que había servido como modelo para la atroz imagen: la criatura que Chalmers había llamado el habitante. El enorme caparazón, como una joroba, que recordaba vagamente la armadura de un gliptodonte, brillaba con un lustre tan húmedo como el metal. La cabeza ciega, alerta pero somnolienta, estaba echada adelante en un cuello que se curvaba obscenamente. Una docena o más de las cortas piernas, con sus pies como globos, sobresalían lateralmente del caparazón colgante. Las dos probóscides, de una yarda de longitud, con la punta en forma de copa, se elevaban de la cruel raja de la boca, y oscilaban lentamente en el aire en dirección a los terrestres.

La cosa, parecía, era tan vieja como el planeta; una forma desconocida de vida primordial que había habitado siempre en las aguas de las cavernas. Ante ella, las facultades de los terrestres estaban drogadas por un letargo maléfico, como si estuviese compuesta, en parte, del mineral opiáceo de su imagen. Se quedaron parados con sus linternas iluminando por completo el terror, y no podían moverse ni gritar cuando se levantó, repentinamente erecto, dejando al descubierto su escamosa barriga y la extraña cola doble que se deslizaba y arrastraba con un sonido metálico contra la roca. Sus numerosos pies, contemplados desde esta postura, eran huecos y semejantes a cálices, supuraban mefitica humedad. Sin duda, servían como ventosas, permitiéndole trepar sobre una superficie perpendicular.

Con una rapidez y una seguridad en sus movimientos inconcebibles, con cortos pasos de sus patas traseras, manteniendo el equilibrio con la cola, el monstruo se acercó a los hombres indefensos. Sin equivocarse, las dos probóscides se curvaron y sus extremos descendieron sobre los ojos de Chivers, que estaba parado con la cara levantada. Descansaron allí, cubriendo los párpados por completo… sólo un momento. Entonces resonó un grito agónico y salvaje, cuando los extremos huecos fueron retirados con un movimiento de barrido como el del ataque de una serpiente, flexible y vigoroso.

Chivers osciló lentamente, moviendo la cabeza y retorciéndose a causa del dolor, medio narcotizado. Maspic, de pie a su lado, vio de una manera oscura, como en sueños, las cuencas vacías de las que habían desaparecido los ojos. Fue lo último que vio. En aquel instante, el monstruo se volvió hacia él, y las terribles copas, goteando sangre y podredumbre, descendieron sobre los ojos del propio Maspic.

Bellman, quien se había detenido un poco detrás de los otros, contemplaba lo que ocurría como quien contempla las abominaciones de una pesadilla pero es impotente para intervenir o escapar. Vio el movimiento de los miembros terminados en copa, escuchó el único y atroz grito que fue arrancado de Chivers, y el grito que enseguida partió de Maspic. Entonces, por encima de las cabezas de sus compañeros, quienes todavía sostenían las inútiles linternas entre sus dedos rígidos, las probóscides se dirigieron hacia él…

Con la sangre chorreándoles fuertemente sobre la cara, con la sombra ciega, somnolienta, vigilante e implacable en sus talones, empujándoles adelante, frenándoles cuando estaban a punto de caerse por un precipicio, los tres comenzaron su segundo descenso por la carretera que les conducía, para siempre, a un Averno limitado por la noche.