EL FINAL DE LA HISTORIA

La siguiente narración fue encontrada entre los papeles de Cristóbal Morand, un joven estudiante de derecho de Tours, después de su inexplicable desaparición durante una visita a la casa de su padre cerca de Moulins, en noviembre de 1789:

Un siniestro crepúsculo otoñal marrón purpúreo, prematuro por la inminencia de una tormenta eléctrica, había llenado el bosque de Averoigne. Los árboles a los lados de mi carretera ya se habían desdibujado en masas de color ébano, y el propio camino, pálido y espectral por la oscuridad cada vez más densa, parecía temblar y oscilar ligeramente, como con el temblor de un misterioso terremoto. Espoleé mi caballo, que estaba terriblemente agotado por el viaje que había comenzado con el alba, y había caído horas antes en un trote disconforme y renuente, y galopamos a lo largo de la carretera que se oscurecía, entre enormes robles que parecían inclinarse hacia nosotros, con ramas como dedos que tratasen de agarrarnos mientras pasábamos.

Con temible rapidez, la noche se nos echó encima, y la negrura se convirtió en un velo tangible que se nos pegaba; una desesperación y una confusión de pesadilla me impulsaron a espolear de nuevo mi montura con un rigor más cruel, y, mientras marchábamos, los rumores de la tormenta se mezclaron con el resonar de las herraduras de mi caballo, y los brillos de los relámpagos iluminaron nuestro camino, que, para mi sorpresa (me había creído sobre la carretera principal que atraviesa Averoigne), se había encogido inexplicablemente en un sendero frecuentemente transitado. Estaba seguro de que me había perdido, pero no estaba dispuesto a volver sobre mis pasos hacia la boca de la oscuridad y las elevadas nubes de tormenta; me apresure con la esperanza, que parecía razonable, de que un sendero que estaba tan claramente gastado conduciría seguramente a alguna casa o posada donde podría encontrar refugio para la noche. Mi deseo estaba justificado, porque a los pocos minutos divisé un brillo entre las ramas del bosque, y llegué repentinamente a un prado abierto, donde, sobre una suave elevación, se levantaba un gran edificio, con varias ventanas iluminadas en el piso inferior, y una planta superior que resultaba prácticamente imposible de distinguir entre la masa de nubes empujadas por el viento.

«Sin duda se trata de un monasterio», pensé mientras sujetaba las riendas y descendía de mi exhausta montura. Levanté la pesada aldaba de bronce con forma de cabeza de perro y la dejé caer contra la puerta de roble. El sonido fue intenso y retumbante, con un eco casi sepulcral, y temblé involuntariamente, con un sentimiento de sorpresa y de tristeza no deseada. Este se disipó un momento más tarde, cuando la puerta se abrió del todo y un monje alto y de facciones rubicundas se plantó ante mí bajo el brillo alegre de los faroles que iluminaban el amplio zaguán.

—Os doy la bienvenida a la abadía de Périgon —dijo él, en un murmullo suave, y, mientras hablaba, otra figura con túnica y capucha apareció y se hizo cargo de mi caballo. Al tiempo que murmuraba dando las gracias, la tormenta estalló y tremendas ráfagas de lluvia, acompañadas del estrépito cada vez más próximo de los truenos, se estrellaban con furia demoníaca contra la puerta que se había cerrado detrás de mí.

Resulta afortunado que nos encontrase cuando lo hizo —comentó mi anfitrión—. Mala cosa sería, para hombre o para bestia, andar a la intemperie en semejante temporal del demonio.

Adivinando, sin mediar pregunta, que me encontraba hambriento además de agotado, me condujo al refectorio, donde puso ante mí una generosa cena de carne de cordero, pan negro, lentejas y un fuerte vino tinto de la mejor calidad.

Se sentó ante mí en la mesa del refectorio mientras comía, y, con mi hambre un tanto saciada, tuve ocasión de examinarle con más detalle. Era alto y de recia constitución a un tiempo, y sus rasgos, donde las cejas no eran menos anchas que la poderosa mandíbula, denotaban una inteligencia afilada no menor que un amor por la buena vida. Una cierta delicadeza y refinamiento, un aspecto de erudición, buen gusto y buena educación emanaban de él. Y pensé para mis adentros: «Este fraile es probablemente tan buen conocedor de los libros como de los vinos». Sin duda, mi expresión delató el aumento de mi curiosidad, porque dijo como contestando:

—Soy Hilarión, el abad de Périgon. Pertenecemos a la orden benedictina, vivimos en amistad con Dios y con todos los hombres, y no mantenemos que el espíritu se enriquezca con las mortificaciones y la miseria de la carne. Tenemos en nuestras despensas sanas provisiones en abundancia, en nuestras bodegas los mejores y más añejos cavas del distrito de Averoigne. Y, si estas cosas os interesan, y puede que lo hagan, una biblioteca que esta aprovisionada con tomos raros, con preciosos manuscritos, con las mejores obras de paganos y cristianos, e incluso con ciertos escritos únicos que sobrevivieron al holocausto de Alejandría.

—Agradezco vuestra hospitalidad —dije haciendo una reverencia—. Soy Cristóbal Morand, estudiante de derecho, de camino desde Tours hacia la finca de mi padre cercana a Moulins. También yo soy un bibliófilo, y nada me agradaría más que inspeccionar una biblioteca tan rica y curiosa como esta de la que habláis.

En adelante, mientras yo terminaba de cenar, nos dedicamos a discutir sobre los clásicos, y a intercambiar citas y pasajes de autores latinos, griegos y cristianos. Mi anfitrión, como enseguida descubrí, era un estudioso de méritos poco comunes, con una erudición, una soltura con la literatura tanto antigua como moderna, que hacía parecer la mía la del más sencillo principiante por comparación. Él, por su parte, fue tan amable como para alabar mi latín, que distaba bastante de ser perfecto, y, para cuando hube terminado mi botella de vino tinto, estábamos charlando como viejos amigos. Todo mi cansancio se había evaporado para ser sustituido por una rara sensación de bienestar y regalo físico, combinado con una sensación de alerta y agudeza mentales. Así que, cuando el abad sugirió que hiciésemos una visita a la biblioteca, asentí con entusiasmo.

Me condujo a través de un largo pasillo, a cuyos lados había celdas que pertenecían a los hermanos de la orden, y abrió, con una gran llave de bronce colgada de su cintura, la puerta de un amplio cuarto con elevado techo y varias profundas ventanas. En verdad, no había exagerado los recursos de la biblioteca, porque los estantes estaban sobrecargados de libros, y muchos volúmenes se hallaban apilados sobre las mesas o almacenados en una esquina. Había rollos de papiro, vitela y pergamino; extrañas biblias bizantinas o coptas; viejos manuscritos árabes o persas con portadas decoradas con flores o joyas; montones de incunables procedentes de las primeras imprentas; innumerables copias de autores antiguos realizadas por monjes, encuadernadas en madera o marfil, con ricas ilustraciones y caligrafía que era a menudo una obra de arte por si misma.

Con un cuidado que resultaba, a un tiempo, cariñoso y escrupuloso, el abad Hilarión colocó ante mí volumen tras volumen para que los inspeccionase. Muchos de ellos no los había visto nunca antes y algunos me resultaban desconocidos hasta de oídas. Mi excitado interés y mi genuino entusiasmo le agradaban sin duda, pues al final oprimió un resorte oculto en una de las mesas de la biblioteca y extrajo un largo cajón, en el cual, me dijo, estaban guardados ciertos tesoros que él prefería no sacar a la luz para la educación o el recreo de muchos, y cuya propia existencia no era ni siquiera imaginada por los frailes.

—Aquí —continuó— verás tres odas de Cátulo que no encontrarás en ninguna edición de sus obras. Además, hay una copia de un manuscrito original de Safo…, una versión completa de un poema que, de otra forma, es conocido sólo en breves fragmentos; aquí hay dos de las historias perdidas de Mileto, una carta de Pericles a Aspasia, un diálogo desconocido de Platón, una vieja obra árabe de astronomía, de autor desconocido, que se anticipa a las teorías de Copérnico. Y, por último, la Histoire d’Amour, por Bernard de Vaillantcoeur, que tiene un poco de mala fama; fue destruida inmediatamente después de publicada y sólo se conoce que exista otra copia.

Mientras contemplaba, con una mezcla de temor y curiosidad, los inauditos y únicos tesoros que me mostraba, vi, en una esquina del cajón, lo que parecía ser un delgado volumen con una encuadernación sin adornos ni título en cuero oscuro. Me atreví a cogerlo y vi que contenía unas pocas hojas manuscritas, de caligrafía apretada, en francés antiguo.

—¿Y esto? —pregunté volviéndome para mirar a Hilarión, cuyo rostro, para mi asombro, había adquirido repentinamente una expresión melancólica y preocupada.

—Es mejor no preguntarlo, hijo mío —se persignó mientras hablaba, y su voz no era ya jovial, sino dura, agitada y llena de una triste inquietud—. Hay una maldición sobre esas páginas que sostienes entre tus manos: un embrujo maligno, un poder del mal está unido a ellas, y aquel que se aventura a leerlas está en adelante en grave peligro tanto de cuerpo como de alma —me quitó el pequeño volumen mientras hablábamos, y lo devolvió al cajón, persignándose de nuevo cuidadosamente mientras lo hacía.

—Pero, padre —me atreví a decir—, ¿cómo pueden ser tales cosas posibles? ¿Cómo puede existir un peligro en unas pocas hojas de pergamino?

—Cristóbal, existen cosas que quedan más allá de tu capacidad de comprender, cosas que no es bueno para ti que sepas. La fuerza de Satanás se manifiesta de diversos modos, de maneras engañosas; existen otras tentaciones además de las del mundo y la carne, hay maldades que no son menos sutiles que irresistibles, y herejías y nigromancias que no son las practicadas por los brujos.

—¿De que tratan entonces estas páginas, qué tal peligro oculto, qué semejante poder maldito se esconde en ellas?

—Te prohíbo preguntar —su tono era muy riguroso y expresaba una determinación que me disuadió de realizar nuevas preguntas.

—Para ti, hijo mío —continuó diciendo—, el peligro será doblemente grande, porque eres joven, ardiente, lleno de deseos y curiosidades. Créeme, es mejor que te olvides hasta de que has visto este manuscrito —cerró el cajón oculto, y, mientras lo hacía, el aspecto de melancólica preocupación fue sustituido por el anterior de bondad—. Ahora —dijo mientras se volvía a una de las estanterías—, te mostrare la copia de Ovidio que fue propiedad del poeta Petrarca —era de nuevo el erudito maduro, el anfitrión amable y jovial, y resultaba evidente que no se debía mencionar de nuevo el manuscrito prohibido. Pero su extraña inquietud, las oscuras y temibles pistas que había dejado caer, los vagamente terroríficos términos de su prohibición, todo ello había servido para despertar mi curiosidad más exacerbada, y, aunque consciente de que la obsesión era irracional, fui incapaz de pensar en ningún otro tema durante el resto de la noche.

Todo tipo de especulaciones fantásticas, absurdas, escandalosas, ridículas y terribles desfilaron por mi cerebro mientras admiraba debidamente los incunables que Hilarión tomaba de los estantes, con tanta delicadeza, para mi entretenimiento.

Por último, hacia la medianoche, me condujo a mi cuarto, un lugar especialmente reservado para los visitantes, con mayores comodidades y verdadero lujo en sus cortinas, alfombras y cama mullidamente acolchada, de lo que resultaría admisible en las celdas de los frailes o del propio abad. Incluso cuando Hilarión se hubo retirado, y había comprobado a mi satisfacción lo mullido del lecho que me había sido asignado, las preguntas relativas al manuscrito prohibido todavía hacían que me diese vueltas la cabeza. Aunque la tormenta ahora había cesado, tardé bastante en conciliar el sueño, pero el reposo, cuando finalmente llegó, fue profundo y sin sueños.

Cuando me desperté, un río de rayos de sol, claros como el oro derretido, se vertían a través de la ventana. La tormenta había desaparecido del todo, y ni el menor atisbo de nubes resultaba visible en ninguna parte del cielo de octubre azul cerúleo. Corrí a la ventana y contemplé un mundo que era todo bosques otoñales y campos que brillaban con los diamantes de la lluvia. Era hermoso, resultaba idílico hasta un extremo que sólo podía ser apreciado por alguien que, como yo, hubiese vivido durante mucho tiempo dentro de las murallas de una ciudad, con edificios como torres en vez de árboles y pavimento empedrado donde debería haber habido hierba. Pero, siendo como era encantador, la escena retuvo mi atención tan sólo unos momentos, porque, más allá de la cima de los árboles, divisé una colina, que no estaría a más de un kilómetro y medio de distancia, sobre cuya cumbre se alzaban las ruinas de un viejo castillo, resultando claramente visible que sus murallas estaban rotas y derrumbándose. Atraía mi mirada de una manera irresistible, con una sensación subyugante de fascinación romántica que, de alguna manera, me parecía tan natural, tan inevitable, que no me paré a pensar en analizarla o en sorprenderme, y, habiéndolo visto, no podía apartar la mirada, sino que permanecí ante la ventana durante no sé cuánto tiempo, sometiendo a un escrutinio tan minucioso como fui capaz, los detalles de cada torre agitada por el tiempo y cada bastión. Alguna fascinación indefinible era inherente a la forma, a la extensión, a la manera en que el gran edificio estaba dispuesto…, alguna fascinación que no era diferente de la ejercida por un compás de música, por una mágica combinación de palabras y acordes, por las facciones de un rostro amado. Mirando, me perdí en ensueños que no fui capaz de recordar después, pero que dejaron detrás de ellos la misma tentadora sensación de delicias innombrables que los sueños olvidados de la noche a veces dejan.

Fui llamado a las realidades de la vida por un amable golpe en mi puerta, y me di cuenta de que se me había olvidado vestirme. Era el abad, quien venía a preguntar qué tal había pasado la noche, y para decirme que el desayuno estaría listo cuando me apeteciese levantarme.

Por alguna razón, me sentí algo molesto, y hasta avergonzado, por haber sido sorprendido soñando despierto, y, aunque esto resultaba sin duda superfluo, me disculpé por mi tardanza. Hilarión, creí, me lanzó una mirada afilada e inquisitiva que fue rápidamente ocultada cuando, con la delicada cortesía de un buen anfitrión, me aseguró que no había nada de lo que tuviese que disculparme en absoluto.

Cuando hube desayunado, dije a Hilarión, con muchas muestras de gratitud por su hospitalidad, que había llegado el momento en que debía reanudar mi viaje. Pero su tristeza ante el anuncio de mi partida era tan genuina, su invitación a quedarme por lo menos otra noche era tan de corazón, que acepté quedarme. En verdad, no fueron necesarios muchos ruegos, porque, además de la auténtica estimación que sentía hacia Hilarión, el misterio del manuscrito prohibido había esclavizado por completo mi imaginación, y era reacio a partir sin haber descubierto nada más concerniente a este. Por otra parte, para un joven con inclinaciones eruditas, la facilidad con la que se me ofrecía la biblioteca del abad era un raro privilegio, una oportunidad preciosa que no debía pasarse por alto.

—Me gustaría —le dije— realizar ciertos estudios mientras me encuentre aquí, con la ayuda de vuestra incomparable biblioteca.

—Hijo mío, eres más que bienvenido a quedarte durante cualquier período de tiempo, y puedes tener acceso a mis libros cuando convenga a tus necesidades o a tus inclinaciones —diciendo esto, Hílarión se quitó la llave de la biblioteca de su cinturón y me la entregó—. Existen deberes —continuó— que me tienen apartado del monasterio durante unas pocas horas al día, y, sin duda, tú desearás estudiar durante mi ausencia.

Un poco más tarde, se excusó y se marchó. Felicitándome para mis adentros de que la oportunidad deseada hubiese caído tan fácilmente en mis manos, me apresuré en dirección a la biblioteca, sin ningún otro pensamiento que mirar el manuscrito prohibido. Sin echar apenas un vistazo a las estanterías repletas de libros, busqué la mesa con el cajón secreto, y tanteé buscando el resorte. Tras un rato de retraso angustioso, pulse el punto adecuado y saqué el cajón en un impulso que se había convertido en una auténtica obsesión, una fiebre de curiosidad que bordeaba en auténtica locura, y, si la seguridad de mi alma hubiese en verdad dependido de ello, no podría haberme negado a satisfacer el deseo que me obligaba a tomar del compartimento el delgado volumen con encuadernación lisa y sin título.

Sentándome en una silla próxima a una de las ventanas, comencé a leer sus paginas, que eran solo seis. La caligrafía era peculiar, con unos caracteres cuya forma era de una fantasía que nunca antes había encontrado, y el idioma francés era no sólo antiguo, sino prácticamente barbárico a causa de su excéntrica singularidad. A pesar de la dificultad con que las descifré, una excitación loca, inexplicable, corrió por mi ser con las primeras palabras, y continué leyendo sintiéndome como un hombre que ha sido hechizado o ha bebido un filtro de potencia sorprendente.

No había título, no había fecha, y el escrito era una narración que comenzaba casi tan abruptamente como terminaba. Trataba de un tal Gerardo, conde de Venteillon, quien, en la víspera de su boda con la bella y renombrada demoiselle Eleanor des Lys, se había encontrado en el bosque, cerca de su castillo, una extraña criatura medio humana, con pezuñas y cuernos. Ahora bien, como la narración explicaba, Gerardo era un joven caballero de valor probado, al mismo tiempo que un buen cristiano; así que, en el nombre de nuestro Salvador, Jesucristo, ordenó a la criatura que se detuviese y explicase lo que era.

Riéndose estruendosamente en el crepúsculo, el extraño ser hizo cabriolas frente a él y gritó:

—Un sátiro soy, y tu Cristo es menos para mí que las malas hierbas que en el patio de tu cocina crecen.

Asqueado ante semejante blasfemia, Gerardo habría desenvainado su espada y dado muerte a la criatura, pero esta gritó de nuevo diciendo:

—Conténte, Gerardo de Venteillon, y un secreto te contaré que, conociéndolo, olvidarás la adoración de Cristo y a tu hermosa novia de mañana, y al mundo la espalda darás y al propio sol sin dudas ni arrepentimientos.

Ahora, aunque fuese a medias contra su voluntad, Gerardo prestó oído al sátiro, y este se acercó y le habló en susurros. Y lo que le susurró no se sabe, pero, antes de desaparecer de nuevo entre las sombras del bosque que se oscurecían, habló de nuevo en voz alta y dijo:

—El poder de Cristo ha prevalecido como una negra escarcha sobre todos los bosques, los campos, los ríos y las montañas donde habitaron en su felicidad las alegres diosas inmortales y las ninfas del ayer. Pero aún, en las cavernas de la tierra semejantes a criptas, en parajes lejanos de las profundidades, semejantes a ese infierno de las fábulas de tus sacerdotes, allí habita la hermosura pagana, allí gritan los paganos éxtasis —y, con estas últimas palabras, la criatura se carcajeó de nuevo con su risa salvaje e inhumana, y desapareció entre el ramaje cada vez más oscuro del bosque.

A partir de ese momento, a Gerardo de Venteillon le sobrevino un cambio.

Volvió a su castillo con el rostro triste, sin decirles a sus lacayos palabras alegres y amables, como era su costumbre, sino que se quedaba sentado o daba paseos en silencio, sin hacer caso de las viandas que colocaban ante él. Tampoco fue a visitar a su novia al caer la tarde, como había prometido, sino que, alrededor de la medianoche, cuando una luna menguante se había puesto roja como levantándose de un baño de sangre, salió clandestinamente por la puerta trasera del castillo, y, siguiendo un sendero viejo, medio borrado, a través de los bosques, se abrió camino hasta las ruinas del Château des Faussesflammes, que se levanta en la colina frente a la abadía benedictina de Périgon.

Ahora bien, estas ruinas, como decía el manuscrito, son asaz antiguas y han sido evitadas por las gentes del distrito, porque leyendas sobre un mal inmemorial están asociadas con ellas, y se dice que son la morada de espíritus impuros, el lugar de reunión de brujos y súcubos.

Pero Gerardo, como si ignorase su mala fama o no la temiese, avanzó como alguien conducido por los demonios adentrándose en las sombras de los muros ruinosos, y se dirigió, con los cuidadosos tanteos de alguien que sigue las instrucciones que ha recibido, al extremo norte del patio. Allí, directamente entre las dos ventanas centrales y debajo de ellas, desde las cuales debieron mirar olvidadas dueñas del castillo, apretó con su pie derecho en una piedra del patio, que se distinguía de las otras por ser de forma triangular. Y la piedra se movió y giró bajo sus pies, revelando un tramo de escaleras de granito que descendían en la tierra. Entonces, prendiendo una antorcha que había traído consigo, Gerardo bajó por las escaleras, y la losa triangular se colocó en su sitio detrás de él.

Por la mañana, su prometida, Eleanor des Lys, junto a todo su cortejo nupcial, esperó en vano por él en la catedral de Vyones, la principal ciudad de Averoigne, donde la boda debería haberse celebrado. Y, desde ese día, su rostro no volvió a ser visto por hombre alguno, y ni el más vago rumor de Gerardo de Venteillon o del destino que le aconteció ha circulado entre los vivientes…

Tal era lo esencial del manuscrito prohibido, y así terminaba. Como he dicho antes, no tenía fecha; tampoco había nada que indicase por quién había sido escrito ni cómo el conocimiento de los sucesos que relataba había llegado a manos del autor. Sin embargo, lo más extraño es que no se me ocurrió dudar ni un momento de su veracidad, y la curiosidad que había sentido por el contenido del manuscrito fue ahora reemplazada por un ardiente deseo, mil veces más poderoso, más obsesivo, de conocer cuál fue el final de la historia, y descubrir qué era lo que Gerardo de Venteillon había encontrado cuando descendió por las escaleras ocultas.

Al leer la historia se me había ocurrido que las ruinas del Château des Faussesflammes descritas en ella eran las mismas que había visto esa mañana por la ventana de mi cuarto, y, sopesando esto, una fiebre loca me consumió cada vez más, una inquietud insensata y blasfema. Devolviendo el manuscrito al cajón oculto, abandoné la biblioteca y vagabundeé durante un rato, sin rumbo fijo, por los pasillos del monasterio. Al encontrarme por casualidad al mismo monje que, la noche anterior, se había ocupado de mi caballo, me aventuré a interrogarle, tan discretamente y de la manera más casual que pude, en relación a las ruinas que eran visibles desde las ventanas de la abadía.

Hizo la señal de la cruz, y una expresión asustada apareció en su ancho y plácido rostro ante mi pregunta.

—Las ruinas son las del Château des Faussesflammes —replicó—. Durante años sin cuento, según dicen los hombres, ha sido la morada de espíritus impuros, brujas y demonios, y ceremoniales que no deben ser descritos, y ni siquiera mencionados, se han celebrado dentro de estos muros. Ningún arma conocida por el hombre, ningún exorcismo ni agua bendita han conseguido nunca prevalecer sobre estos demonios; muchos valientes caballeros y monjes han desaparecido entre las sombras de Faussesflammes para nunca volver, y una vez, se cuenta, un abad de Périgon marchó allí para hacer la guerra contra las fuerzas del mal, pero lo que le sucedió a manos de los súcubos ni se sabe ni se conjetura siquiera. Algunos dicen que los demonios son brujas asquerosas cuyos cuerpos terminan en anillos de serpiente; otros, que son mujeres de una belleza superior a la de las mortales, cuyos besos son una diabólica delicia que consume la carne de los hombres con la fiereza de un fuego del infierno… En lo que a mí respecta, yo no sé si estas historias son ciertas, pero no me atrevería a adentrarme en Faussesflammes.

Antes de que hubiese terminado de hablar, una decisión se había formado por completo en mi interior: debería dirigirme al Château des Faussesflammes, y descubrir por mí mismo, sí era posible, todo lo que pudiese ser encontrado. El impulso era inmediato, subyugante, inexcusable, e, incluso si lo hubiese deseado, tan incapaz era de enfrentarme a él como si hubiese sido víctima del hechizo de algún brujo. La prohibición del abad Hilarión, la extraña historia sin terminar en el viejo manuscrito, las leyendas del mal sobre las que el monje había dado pistas…, todo esto debería haber servido para asustarme y frenarme de semejante empeño, pero, por el contrario, debido a una extraña inversión del pensamiento, parecían ocultar algún delicioso misterio, indicar un mundo oculto de cosas inefables, y vagos placeres no soñados que hacían arder mi cerebro y palpitar con delirio mi pulso. No sabía, no era capaz de concebir, en qué consistían estos placeres, pero, de una manera mística, estaba tan seguro de su realidad concreta como el abad Hilarión estaba seguro del Paraíso.

Decidí ir esa misma tarde, durante la ausencia de Hilarión, quien, sentí instintivamente, recelaría ante semejante decisión y se mostraría poco amigo de su cumplimiento.

Mis preparativos fueron sencillos: guardé en el bolsillo una pequeña vela de mi cuarto y parte de una hogaza de pan del refectorio, y, asegurándome de que una pequeña daga que siempre llevaba conmigo estaba en su funda, partí del monasterio inmediatamente. Encontrándome con dos de los hermanos en el patio, les dije que iba a dar un breve paseo por los bosques vecinos. Me dieron un jovial «pax vobiscum» y siguieron su camino según el espíritu de esas palabras.

Dirigiéndome tan directamente como me fue posible hacia Faussesflammes, cuyos torreones a menudo se perdían de vista tras las altas ramas entrelazadas, entré en el bosque. No había senderos, y a menudo me vi obligado a dar breves rodeos y vagabundear por lo denso del bosque. En mi prisa febril por alcanzar las ruinas, me pareció que pasaban horas antes de que llegase al promontorio que coronaba Faussesflammes, pero probablemente tardé poco más de treinta minutos. Trepando el último declive de la cuesta llena de peñascos, llegué repentinamente a la vista del château. Estaba muy próximo, en el Centro de la meseta que formaba la cima. Los árboles habían echado raíces en sus rotos muros, y el ruinoso portal que conducía al patio estaba medio bloqueado por los arbustos, zarzas y cardos. Abriéndome paso, no sin dificultad, y vistiendo ropajes que habían sufrido a manos de las espinas de las zarzas, me dirigí, como Gerardo de Venteillon en el viejo manuscrito, al extremo norte del patio. Malas hierbas enormes y de aspecto siniestro habían echado raíces entre las losas, levantando sus hojas densas y carnosas, que se habían vuelto de un tenebroso marrón y púrpura con la llegada del otoño. Pero pronto encontré la losa triangular mencionada en el cuento, y, sin la menor duda o retraso, presioné sobre ella con mi pie derecho.

Un loco temblor, un estremecimiento de triunfo aventurero que estaba mezclado con algo de azoramiento, paso a través mío cuando la gran losa giró fácilmente bajo mis pies, descubriendo, como en la historia, oscuros escalones de granito.

En ese momento, los horrores de las leyendas clericales, vagamente aludidos, se convirtieron en inminentemente reales en mi imaginación, y me paré ante la negra apertura que estaba a punto de tragarme, preguntándome si algún satánico hechizo no me había conducido allí a peligros de una gravedad desconocida e inconcebible.

Sin embargo, tan sólo vacilé durante unos breves instantes. Entonces, la sensación de peligro se desvaneció, los horrores monjiles se convirtieron en un sueno fantástico, y el encanto de las cosas que no podían formularse, más próximas y fáciles de alcanzar, se apretó en torno mío como un abrazo amoroso. Encendí mi vela, descendí por las escaleras y, al igual que cuando bajó Gerardo de Venteillon, el bloque triangular de piedra volvió a ocupar su lugar silenciosamente en el patio detrás de mí. Sin duda, resultaba impulsado por algún mecanismo operado por el peso de un hombre sobre uno de los escalones; pero no me paré para analizar su modus operandi, o para preguntarme si existiría alguna manera para hacerlo funcionar desde abajo para permitir mi retorno.

Había quizá una docena de escalones, terminando en una estrecha y triste cueva de techo bajo, ocupada tan sólo por antiguas telarañas llenas de polvo. Al final, una estrecha puerta me condujo a una segunda cueva que sólo se diferenciaba de la primera en ser más grande y en estar aún más llena de suciedad. Atravesé varias cuevas semejantes, y entonces me encontré en un largo pasadizo o túnel, medio bloqueado en algunos lugares por las piedras y los montones de escombros que se habían desprendido de los lados que se derrumbaban. Era muy húmedo, lleno del apestoso olor de las aguas estancadas y del moho subterráneo. Mis pies chapotearon en más de una ocasión sobre pequeños charcos, y sentía gotas por encima de mí, fétidas y sucias, como si se filtrasen desde un cementerio. Más allá del círculo tembloroso de luz que mantenía mi vela, me parecía que los anillos de oscuras y fantasmales serpientes se retorcían a mi paso; pero no podía estar seguro de si en realidad se trataba de ofidios o sólo de las preocupantes sombras que se desvanecían, vistas por unos ojos que aún no se habían acostumbrado a la oscuridad de las criptas.

Dando la vuelta en un repentino recodo del pasaje, vi la última cosa que hubiera soñado ver: el brillo de la luz solar, que se encontraba, aparentemente, al final del túnel. Apenas sabía qué era lo que esperaba hallar, pero semejante suceso era totalmente imprevisto.

Me apresuré, algo confuso, y atravesé a tropezones la apertura para encontrarme parpadeando bajo los rayos del sol de mediodía.

Incluso antes de que hubiese recuperado mi entendimiento y mi vista lo suficiente como para examinar el paisaje frente a mí, me sorprendió una extraña circunstancia: mi entrada en las cuevas había tenido lugar temprano por la tarde, y aunque mi paso a través de ellas no podía haber sido cuestión de más de unos pocos minutos, el sol se estaba acercando ahora al horizonte. Había también una diferencia en la luz, que era, a un tiempo, más brillante y más cálida que el sol que yo había visto sobre Averoigne, y el mismo cielo era intensamente azul sin atisbo alguno de palidez otoñal.

Entonces, con estupefacción creciente, mire a mi alrededor y no fui capaz de descubrir nada que me resultase familiar, o siquiera digno de crédito, en la escena en medio de la que había emergido. En contra de todas las expectativas razonables, no había ningún parecido con la colina sobre la que se alzaba Faussesflammes, o con la región vecina, sino que en torno mío había una tierra plácida de prados ondulados, a través de la cual fluía un río de brillo dorado en dirección a un mar del más profundo azul que era visible por encima de la copa de los árboles de laurel… Pero dichos arboles no crecen en Averoigne, y el mar está a cientos de kilómetros de distancia; juzgad, pues, mi completa confusión y aturdimiento.

Era una escena de una belleza como nunca antes había contemplado. La hierba de los prados bajo mis pies era más suave y más lustrosa que el terciopelo esmeralda, y estaba repleta de asfódelos de muchos olores y de violetas. El oscuro verde de los acebos se reflejaba en el dorado río, y, lejos en la distancia, vi el pálido brillo de una acrópolis de mármol, colocada sobre una suave elevación en la colina. Todo tenía el aspecto de una suave y clemente primavera que se aproximaba a un verano opulento. Me sentí como si hubiese entrado en el país del mito clásico y la leyenda griega, y, por momentos, toda la sorpresa y todo el deseo de saber cómo había llegado allí fueron ahogados en una sensación de éxtasis que no dejaba de crecer ante la absoluta e inefable belleza del paisaje.

Cerca, en un paseo de laureles, un techo blanco brillaba con los tardíos rayos del sol. Fui atraído hacia él con el mismo aliciente, sólo que más poderoso y apremiante, que había sentido al ver las ruinas de Faussesflammes y el manuscrito prohibido. Aquí, supe con esotérica seguridad, se encontraba la culminación de mi búsqueda, el premio de toda mi loca, y quizá impía, curiosidad. Mientras entraba al jardín, escuché risas entre los árboles, mezclándose armoniosamente con el suave murmullo de las hojas bajo el suave viento cálido.

Pensé ver formas difusas que se desvanecerían entre los troncos de los árboles al aproximarme; y, en cierta ocasión, una criatura peluda, parecida a una cabra pero con cabeza y cuerpo humanos, se cruzó en mi camino al perseguir a una ninfa fugitiva.

En el corazón del jardín, descubrí un palacio de mármol con un pórtico de columnas dóricas. Al aproximarme, fui saludado por dos mujeres que llevaban el ropaje de los antiguos esclavos, y, aunque mi griego es de lo más pobre, no encontré dificultad en comprender su lenguaje, que era de una pureza ática.

—Nuestra señora, Nycea, te espera —me dijeron. Yo ya no era capaz de asombrarme ante nada, sino que acepté mi situación sin preguntar ni hacer conjeturas, como alguien que se resigna al despliegue de un sueño delicioso. Probablemente, pensé, se trataba de un sueño, y me encontraba todavía tumbado en mi cama del monasterio, pero nunca antes había sido favorecido por visiones nocturnas de una belleza y claridad tan sobresalientes.

El interior del palacio estaba lleno de un lujo que rondaba lo barbárico, y que evidentemente pertenecía a la época de la decadencia griega, con sus influencias orientales mezcladas. Fui conducido a lo largo de un pasillo que brillaba por el ónix y el pórfido pulido, hasta un dormitorio opulentamente decorado donde, sobre una cama de preciosos tejidos, estaba reclinada una mujer de belleza semejante a la de una diosa.

Al verla, temblé de pies a cabeza con la violencia de una emoción desconocida. Había oído hablar de repentinos amores locos por los cuales los hombres son atrapados al contemplar por primera vez un cierto rostro o una forma, pero nunca antes había experimentado una pasión de semejante intensidad, un ardor que me consumiese por completo como el que había concebido inmediatamente por esta mujer En verdad, me parecía como sí la hubiese amado durante largo tiempo, sin saber que era a ella a quien amaba, y sin ser capaz de distinguir la naturaleza de mi emoción o de orientar el sentimiento de ninguna manera.

Ella no era alta, pero estaba formada con una pureza de líneas y contornos que resultaba exquisitamente voluptuosa. Sus ojos eran de un oscuro azul zafiro, con profundidades derretidas en las cuales el alma tenía inclinación a sumergirse como en los suaves abismos de un mar veraniego. La curva de sus labios resultaba enigmática, un poco triste, y tan seriamente tiernos como los labios de una antigua Venus. Su pelo, castaño más que rubio, caía sobre su nuca, su frente y sus orejas en deliciosos rizos sujetos con una sencilla diadema de plata. En su expresión, se observaba una mezcla de orgullo y sensualidad, de autoridad imperial y sumisión femenina. Sus movimientos eran realizados con tan poco esfuerzo y tanta gracia como los de una serpiente.

—Sabía que vendrías —murmuró en el mismo griego de suaves vocales que había escuchado en los labios de sus sirvientas—; te he esperado durante mucho tiempo, pero, cuando buscaste refugio de la tormenta en la abadía de Périgon y viste el manuscrito en el cajón secreto, supe que tu llegada estaba próxima. ¡Ah! No te imaginabas que el hechizo que tan irresistiblemente te atraía, con una potencia tan inexplicable, era el hechizo de mi belleza, ¡la mágica atracción de mi amor!

—¿Quién eres? —pregunté. Hablaba con fluidez el griego, lo que me habría sorprendido grandemente una hora antes. Pero ahora estaba preparado para aceptar cualquier cosa, sin importar lo fantástica o increíble que fuese, como parte de la increíble aventura que me había sucedido.

—Soy Nycea —replicó ella, contestando a mi pregunta—. Te amo. Y la hospitalidad de mi palacio y de mis brazos se encuentra a tu disposición. ¿Necesitas saber algo más?

Los esclavos habían desaparecido. Me arroje sobre la cama y besé la mano que ella me ofreció, con un torrente de disculpas sin duda incoherentes, pero llenas de un ardor que la hizo sonreír tiernamente.

Su mano resultaba fría a mis labios, pero su contacto disparó mi pasión. Me aventuré a sentarme junto a ella en la cama, y no se opuso a esta confianza. Mientras que un suave crepúsculo púrpura comenzaba a llenar las esquinas del cuarto, conversamos felices, recitando una y otra vez las mismas dulces letanías, y todas las felices fruslerías que acuden por instinto a los labios de los enamorados. Ella era increíblemente suave entre mis brazos, y parecía casi que lo completo de su entrega no estuviese frenado por la presencia de un esqueleto en el interior de su hermoso cuerpo.

Los sirvientes entraron sin ruido, encendiendo ricas lamparas de oro intrincadamente labrado, y colocando ante nosotros una cena de carnes con especias, frutas desconocidas de gran sabor y fuertes vinos. Pero poco podía comer yo, y, mientras bebía, sentía sed del vino más dulce, que era la boca de Nycea. Ignoro cuándo nos rendimos al sueño, pero la noche se había fugado como un momento encantado. Cargado de felicidad, me dejé llevar por una sedosa ola de somnolencia. Y las lámparas doradas y el rostro de Nycea se desvanecieron en una niebla gozosa y no volvieron a ser vistos.

Repentinamente, desde las profundidades de un reposo más allá de todo sueño, me encontré conducido a la fuerza a la más completa vigilia. Durante un instante, ni siquiera me di cuenta de dónde estaba y, todavía menos, de lo que me había despertado. Entonces, escuché una pisada en la puerta abierta del cuarto y, mirando más allá de la cabeza dormida de Nycea, vi la lampara del abad Hilarión, quien se había detenido en el umbral. Una expresión del más completo horror se había adueñado de su cara y, al verme, comenzó a farfullar en latín, en cuyo tono se mezclaba el miedo, el odio y la repugnancia fanática. Vi que llevaba entre sus manos una gran botella y un hisopo. Estaba convencido de que la botella contenía agua bendita, y, por supuesto, adiviné el uso al que estaba destinada.

Mirando a Nycea, vi que ella también estaba despierta, y supe que era consciente de la presencia del abad. Me ofreció una extraña sonrisa, en la que leí una pena cariñosa mezclada con la confianza que una mujer ofrece a un niño asustado.

—No temas por mí —susurró ella.

—¡Asquerosa vampira! ¡Lamia maldita! ¡Serpiente del infierno! —tronó el abad repentinamente mientras atravesaba el umbral del cuarto, levantando el hisopo. En el mismo momento, Nycea se deslizó de la cama con una increíble velocidad de movimientos, y desapareció por una puerta trasera que daba al jardín de laureles. Su voz resonó en mis oídos, pareciendo llegar de una distancia inmensa.

—Hasta luego, Cristóbal. Pero no temas, me encontrarás de nuevo si eres valiente y tienes paciencia.

Al terminar estas palabras, el agua bendita del hisopo cayó sobre el suelo de la cámara y la cama donde Nycea había yacido junto a mí. Hubo un crujido como el de muchos truenos y las lámparas doradas se apagaron en una oscuridad que parecía estar llena del polvo de una lluvia de fragmentos que caía. Perdí el conocimiento y, cuando lo recobré, me encontré tumbado sobre un montón de escombros en una de las cuevas que había atravesado antes ese día. Con una vela en la mano y una expresión de infinita pena y gran solicitud sobre su rostro, Hilarión estaba inclinado sobre mí. Junto a él descansaban la botella y el goteante hisopo.

—Doy gracias a Dios, hijo mío, de haberte encontrado tan a tiempo —dijo él—. Cuando regresé a la abadía esta tarde y supe que te habías marchado, supuse todo lo que había sucedido. Vi que habías leído el manuscrito maldito durante mi ausencia y habías caído bajo su maléfico hechizo, como tanto otros, incluso cierto reverendo abad, uno de mis predecesores. Todos ellos, ¡ay!, comenzando por Gerardo de Venteillon, han caído víctimas de la lamia que mora en estas criptas.

—¿La lamia? —le pregunté, sin apenas comprender sus palabras.

—Sí, hijo mío, la hermosa Nycea que ha pasado la noche entre tus brazos es una lamia, una antigua vampira que mantiene en estas apestosas criptas un palacio de ilusiones beatíficas. El modo en que ella llegó a tomar Faussesflammes como morada no lo sé, porque su llegada precede a la memoria de los hombres. Es tan vieja como el paganismo; fue exorcizada por Apolonio de Tyana, y, si pudieses contemplarla como realmente es, verías, en lugar de su voluptuoso cuerpo, los anillos de una inmunda y monstruosa serpiente. Todos aquellos a quienes ama y admite a su hospitalidad, termina al final por devorarlos, después de haberles robado la vida y la fuerza con la diabólica delicia de sus besos. La llanura con el bosque de laurel que viste, el río bordeado de acebos, el palacio de mármol y todos los lujos que contenía, no eran más que ilusiones satánicas, una hermosa burbuja que se levantaba del polvo y la corrupción de una muerte inmemorial y una corrupción antigua. Se hicieron polvo ante el beso del agua bendita que traje conmigo cuando te seguí. Pero Nycea, ¡ay!, ha escapado, y me temo que aún sobrevivirá, para construir de nuevo su palacio de encantamientos demoníacos, para cometer de nuevo la abominación indecible de sus pecados.

Todavía bajo una especie de estupor ante la ruina de mi recién encontrada felicidad, ante las singulares revelaciones efectuadas por el abad, le seguí obediente mientras me conducía a través de las cuevas de Faussesflammes. Subió por las escaleras a través de las cuales yo había descendido, y, cuando se acercaba a la superficie y se vio obligado a inclinarse un poco, la gran losa se levantó hacia arriba, dejando pasar un torrente de gélida luz de luna. Emergimos y le permití que me condujese de regreso al monasterio. Mientras mi mente comenzaba a aclararse, y la confusión a la que había sido arrojado se resolvía, una sensación de resentimiento comenzó a crecer…, una fuerte cólera ante la intromisión de Hilarión. Sin hacer caso de si me había rescatado o no de graves peligros físicos o espirituales, eché en falta el hermoso sueño de que se me había privado. Los besos de Nycea ardían suavemente en mi recuerdo, y supe que, sin importar lo que quiera que fuese, mujer o demonio o serpiente, no había nadie en el mundo que pudiese despertar en mi el mismo amor y el mismo placer. Tuve cuidado, sin embargo, de ocultarle mis sentimientos a Hilarión, dándome cuenta de que traicionar semejantes emociones simplemente haría que me considerase como un alma que estaba perdida más allá de la redención.

A la mañana, alegando la urgencia de mi regreso al hogar, me marché de Périgon. Ahora, en la biblioteca de la casa de mi padre, cerca de Moulins, escribo este relato de mis aventuras. El recuerdo de Nycea es mágicamente claro, inefablemente querido, como si ella todavía estuviese a mi lado, y aún puedo ver los ricos tapices de una habitación iluminada a medianoche por lámparas de oro curiosamente labrado, y oír las palabras de su despedida:

«No temas. Volverás a encontrarme si eres valiente y tienes paciencia».

Pronto volveré a visitar de nuevo las ruinas del Château des Faussesflammes, y volveré a descender a las criptas debajo de la losa triangular. Pero, a pesar de lo cercano de Périgon a Faussesflammes, a pesar de mi estima por el abad, mi gratitud por su hospitalidad, mi admiración por su incomparable biblioteca, no creo que me apetezca volver a ver a mi amigo Hilarión.