El derribo del Coloso

Adelante y atrás, siguiendo un curso irregular de borracho, en zigzag, el gigante anduvo sin pausa de un confín a otro del reino asolado, como un energúmeno poseído por un demonio implacable de maldad y muerte, dejando detrás de él, como un segador con su guadaña una extensión de eterna ruina, rapiña y carnicería. Y cuando el sol, ennegrecido por el humo de las aldeas en llamas, se hubo puesto rojizo más allá del bosque, los hombres todavía le veían moviéndose en el crepúsculo, y escuchaban el temblor portentoso de su risa loca y tormentosa.

Aproximándose a las puertas de Vyones al ponerse el sol, Gaspard du Nord vio detrás de él, a través de claros en el antiguo bosque, los lejanos hombros y cabeza del temible coloso, quien se movía a lo largo del río Isoile, deteniéndose a ratos entretenido en algún acto horrible.

Aunque insensible a causa de la debilidad y el cansancio, Gaspard aumentó el paso. No creía, sin embargo, que el monstruo intentara invadir Vyones, el objetivo principal del odio y la malicia de Nathaire, antes del día siguiente. El alma malvada del hechicero enano, exultante en su total capacidad para el daño y la destrucción, retrasaría el acto que coronaría su venganza, y continuaría aterrorizando durante la noche las aldeas vecinas y los distritos rurales.

A pesar de sus harapos y de su suciedad, que le volvían prácticamente irreconocible y le daban un aspecto sospechoso, Gaspard fue admitido sin preguntas por los guardias en la puerta de la ciudad. Vyones ya estaba abarrotada con gente que había escapado al santuario de sus sólidas murallas desde el campo adyacente, y a nadie, ni siquiera a los personajes de peor catadura, se le denegaba la entrada. Sobre las murallas había filas de arqueros y alabarderos agrupados y listos para impedir la entrada al gigante. Había hombres armados con ballestas situados sobre las puertas, y catapultas colocadas a cortos intervalos a lo largo de todo el circuito de las murallas. La ciudad bullía y zumbaba como una colmena agitada.

La histeria y el pandemónium prevalecían en las calles. Caras pálidas y presas del pánico remolineaban por todas partes en una corriente sin destino. Antorchas que corrían llameaban dolorosamente en un crepúsculo que se volvía más profundo como alas de sombras inminentes surgidas del averno. En la oscuridad se coagulaba un miedo intangible, con redes de una opresión asfixiante. En medio de todo este revuelo de desorden salvaje y de locura, Gaspard, como un nadador agotado pero que se niega a rendirse braceando sobre una ola de eterna pesadilla visceral, se abrió camino lentamente hasta sus alojamientos del ático.

Después, apenas podía recordar haber comido y bebido. Agotado más allá de los límites del aguante físico y espiritual, se arrojó sobre su lecho sin quitarse sus vestiduras rígidas de barro, y durmió empapado hasta una hora a medio camino entre la medianoche y el amanecer.

Se despertó cuando los rayos de la gibosa luna, pálidos como la muerte, brillaron sobre él desde su ventana, y, levantándose, empleó el resto de la noche en ciertos preparativos ocultos que, según él, ofrecían la única posibilidad de hacer frente al monstruo demoníaco que había sido creado y animado por Nathaire.

Trabajando febrilmente a la luz de la luna del oeste y una única débil vela, Gaspard reunió varios ingredientes de uso alquímico común que él poseía, e hizo de estos un compuesto, a través de un proceso largo y cabalístico, un polvo gris oscuro que había visto emplear a Nathaire en numerosas ocasiones. Él había razonado que el coloso, habiendo sido formado con la carne y la sangre de hombres muertos indebidamente levantados de sus tumbas, y dotado de energía solamente por el alma del hechicero muerto, estaría sujeto a la influencia de este polvo, que Nathaire había utilizado para hacer caer a los muertos resucitados. El polvo, si era arrojado en las fosas nasales de semejantes cadáveres, les hacía volver pacíficamente a sus tumbas y tumbarse de nuevo en el renovado reposo de la muerte.

Gaspard hizo una cantidad considerable de esta mezcla, porque un simple pellizco no sería suficiente para dormir a la gigantesca monstruosidad del cementerio. Su vela, que goteaba cera, fue apagada por la blanca alba cuando él terminaba la fórmula latina de temibles invocaciones de la cual extraería mucha de su eficacia. Él utilizó el hechizo con desgana, porque pedía la colaboración de Alastor y otros espíritus malignos. Pero sabía que no existía otra alternativa: la brujería había que afrontarla con brujería.

La mañana llegó con nuevos terrores a Vyones. Gaspard sintió, por medio de una especie de intuición, que el coloso vengativo, que se decía había vagabundeado con un vigor inhumano y una diabólica energía durante toda la noche a través de Averoigne, se acercaría a la odiada ciudad temprano en ese día. Su pensamiento resultó confirmado; porque apenas había terminado sus labores ocultas cuando escuchó un griterío creciente en las calles y, sobre el triste y agudo clamor de las voces asustadas, el lejano rugido del gigante.

Gaspard supo que no tema tiempo que perder, si iba a apostarse en un sitio desde donde arrojar con ventaja su polvo a las fosas nasales del gigante de cien pies. Ni los muros de la ciudad ni la mayoría de los campanarios de las iglesias eran lo suficientemente elevados para su propósito; y una breve reflexión le indicó que la gran catedral, levantándose en el corazón de Vyones, era el único lugar desde cuyo techo podía hacer frente al invasor con éxito. Estaba seguro de que los soldados en las murallas poco podrían hacer para impedir al monstruo la entrada y el ejercicio de su malévola voluntad. Ningún arma terrenal podría dañar a un ser de ese volumen y naturaleza; porque incluso un cadáver de tamaño normal, levantado de esta manera, podía ser cosido a flechazos o atravesado por media docena de picas sin frenar su progreso.

Apresuradamente, llenó un enorme saco de cuero con el polvo y, llevándolo a la cintura, se unió al agitado revoltijo de gente en la calle. Muchos estaban escapando a la catedral, buscando el refugio en su augusta santidad, y sólo tuvo que dejarse llevar por aquella corriente empujada por el miedo.

La catedral estaba repleta de fieles, y misas solemnes estaban siendo dichas por sacerdotes cuyas voces temblaban a veces por pánico interior. Sin que le prestase atención la multitud, lívida y desesperada, Gaspard encontró un tramo de escaleras que conducían, tortuosamente, al techo de la alta torre vigilada por las gárgolas.

Aquí se apostó, agazapado detrás de la figura de piedra de un hipogrifo con cabeza de gato. Desde su posición ventajosa podía ver más allá de los campanarios y techos atestados, al gigante que se aproximaba, cuya cabeza y torso se levantaban sobre las murallas de la ciudad. Una nube de flechas, visible hasta a esa distancia, se levantó para recibir al monstruo, quien aparentemente ni siquiera se paró para arrancárselas del costado.

Grandes peñascos, arrojados por catapultas, eran como una llovizna de arenisca, y los pesados dardos de las ballestas, hundidos en su carne, no eran más que simples astillas.

Nada podía frenar su avance. Las diminutas figuras de una compañía de alabarderos, que le hacían frente sacando sus armas, fueron barridas de la puerta del este con un solo movimiento lateral del pino de setenta pies que usaba como bastón. Entonces, habiendo vaciado la muralla, el coloso trepó sobre ella entrando en Vyones.

Rugiendo, carcajeándose y riendo como un cíclope maníaco, recorrió calles estrechas entre casas que sólo alcanzaban su cintura, pisoteando sin misericordia a quienes no podían escapar a tiempo, y hundiendo los techos con terribles golpes de su bastón. Con un golpe de su mano izquierda, rompió los tejados que sobresalían y volcó los campanarios de las iglesias con sus campanas repicando en dolorosa alarma mientras caían. Un chillido lleno de pena y las lamentaciones de voces llenas de histeria acompañaban su paso.

Fue directo hacia la catedral, tal y como Gaspard había calculado, sintiendo que el elevado edificio sería el objetivo especial de su maldad.

Las calles estaban ahora vacías de gente, pero, como para cazarlos y aplastarlos en sus escondites, el gigante metió su bastón como un ariete a través de techos y ventanas al pasar. La ruina y el caos que dejaba eran indescriptibles.

Pronto, se irguió frente a la torre de la catedral en la cual Gaspard esperaba agazapado detrás de la gárgola. Su cabeza estaba a la misma altura que la torre, y sus ojos ardían como pozos de azufre ardiente mientras se acercaba. Sus labios estaban separados sobre dientes como estalactitas en un gruñido odioso, y gritó con una voz que era como el retumbar de un trueno articulado en palabras:

—¡Eh! ¡Sacerdotes lloricas y devotos de un Dios impotente! ¡Adelantaos y haced reverencias ante Nathaire el maestro, antes de que él os barra al limbo!

Fue entonces cuando Gaspard, con un valor sin comparación, se levantó de su escondite y se plantó a la vista del colérico gigante.

—Acercaos, Nathaire, si sois vos en verdad, vil ladrón de tumbas y de osarios —se burló—. Acercaos, pues con vos querría platicar.

Un gesto de monstruosa sorpresa apagó la cólera diabólica de las facciones colosales. Mirando fijamente a Gaspard, como presa de la duda o de la incredulidad, el gigante bajó su bastón levantado y se acercó a la torre, hasta que su rostro estuvo sólo a unos pies del intrépido estudiante. Entonces, cuando aparentemente se había convencido de la identidad de Gaspard, la expresión de cólera maníaca volvió, inundando sus ojos con un fuego tartáreo y retorciendo sus facciones en una máscara de malignidad Su brazo izquierdo se levantó en un arco prodigioso, con dedos que se retorcían colocados horriblemente por encima de la cabeza del joven, proyectando una sombra negra como un buitre contra el sol del mediodía. Gaspard vio las caras blancas, sorprendidas, mirando por encima de su hombro desde la cesta de madera.

—¿Eres tú, Gaspard, mi discípulo rebelde? —rugió el coloso tormentosamente—. Pensé que estabas pudriéndote en el calabozo debajo de Ylourgne… ¡Y ahora te encuentro colgado en la cima de esta maldita catedral que estoy a punto de demoler!… Hubieras sido más sabio quedándote donde yo te dejé, mi buen Gaspard.

Mientras hablaba, su aliento era como un vendaval que se cernía sobre el estudiante. Sus vastos dedos, con uñas negras como palas, revoloteaban sobre él con una amenaza de ogro. Gaspard había aflojado furtivamente la bolsa de cuero que llevaba a la cintura, y había abierto su cuello. Ahora, mientras los dedos que se retorcían descendían hacia él, vació el contenido de la bolsa en el rostro del gigante, y el fino polvo, formando una nube gris, oscureció de su vista los labios burlones y las narices palpitantes.

Ansioso, vigiló el efecto, temiendo que el polvo fuese inútil, después de todo, contra las artes superiores y los recursos satánicos de Nathaire. Pero, milagrosamente, el brillo maligno murió en los ojos profundos como el abismo, mientras el monstruo inhaló la nube flotante. Su mano levantada, no acertando en su movimiento al joven agazapado, cayó sin vida en su costado. La cólera fue borrada de la poderosa máscara retorcida, como del rostro de un hombre muerto; el gran bastón cayó sobre la calle vacía con un crujido, y entonces, con pasos desiguales y adormilados, y con los brazos colgando descuidados, el gigante dio la espalda a la catedral y volvió sobre sus pasos a través de la ciudad devastada.

Hablaba solo, con un tono somnoliento, mientras andaba, y la gente que le escuchó juraba que el tono ya no era la voz terrible de Nathaire, inflada por el trueno, sino los tonos y acentos de una multitud de hombres, entre los cuales las voces de algunos de los muertos violados eran reconocibles.

Y la voz de Nathaire en persona, sin más volumen del que tuvo en vida, era a intervalos escuchada, a través de los múltiples murmullos, como protestando rabiosa.

Trepando sobre las murallas del este, como había entrado, el coloso fue de acá para allá durante muchas horas, no para dar salida a una cólera y un rencor infernales, sino buscando, como la gente pensó, las distintas tumbas para los centenares de personas que lo componían y que habían sido tan asquerosamente arrancadas de ellas. De osario en osario, de cementerio en cementerio, recorrió toda la región, pero no había tumba en lugar alguno en que el coloso pudiese descansar.

Entonces, hacia el atardecer, los hombres le vieron en la distancia recortándose contra el borde rojizo del cielo, cavando con sus manos en las blandas tierras arcillosas junto al río Isoile. Allí, en una tumba monstruosa que él mismo se fabricó, el coloso se tumbó y no volvió a levantarse. Los diez discípulos de Nathaire, se pensó, al no ser capaces de descender de su cesta, fueron aplastados bajo el enorme cuerpo, porque ninguno de ellos volvió a ser visto después.

Durante muchos días, nadie se atrevió a aproximarse al lugar donde el cadáver descansaba en la tumba sin cubrir que él mismo se había cavado. Y así, el monstruo se pudrió de una manera prodigiosa bajo el sol del verano, produciendo un fuerte hedor que trajo la peste a una parte de Averoigne. Y quienes se atrevieron a acercarse, el siguiente otoño, cuando el hedor hubo desaparecido, juraron que la voz de Nathaire, todavía protestando colérica, fue escuchada por ellos saliendo de la enorme masa infestada de cornejas.

De Gaspard du Nord, quien había sido el salvador de la provincia, fue contado que vivió con muchos honores hasta una edad madura, siendo el único hechicero de la región que nunca incurrió en la desaprobación de la Iglesia.