Después del fin del éxodo de los zombies, un terror universal todavía prevalecía: una extensa sombra de recelo infernal y funeral, que caía estancada sobre Averoigne. Había extrañas señales de desastres en la apariencia de los cielos: meteoros de roja estela habían sido vistos cayendo más allá de las colinas del este; un cometa, en el lejano sur, había apagado las estrellas con su estela luminosa durante varias noches, para después desvanecerse dejando entre los hombres la profecía de la ruina y la pestilencia que habrían de venir. Durante el día, el aire era bochornoso y agobiante, y el cielo azul estaba calentado como al rojo vivo. Nubes de tormenta, oscuras y concentradas, agitaban sus lanzas fulgurantes en el horizonte lejano, como un ejército invasor de titanes. Una melancolía, como la que los hechizos de los magos producen, estaba extendida entre el ganado. Todos estos signos y prodigios eran un peso añadido sobre los oprimidos espíritus de los hombres, quienes iban de un lado para otro con un miedo diario de los preparativos y maquinaciones ocultas del Infierno.
Pero, hasta la salida propiamente dicha de la amenaza incubada, nadie, excepto Gaspard do Nord, tenía el conocimiento de cuál era su verdadera forma. Y Gaspard, escapando precipitadamente hacía Vyones, bajo la luna gibosa, y temeroso de escuchar en cualquier momento las pisadas de un perseguidor de tamaño colosal detrás de él, había pensado que era del todo inútil dar un aviso a los pueblos y aldeas que quedaban en la dirección de su fuga. ¿Dónde, en verdad —incluso con un aviso—, podían los hombres tener la esperanza de esconderse de esa cosa temible, engendrada por el Infierno de un osario violado, que saldría como un muerto viviente para desencadenar su cólera estruendosa sobre un mundo pisoteado?
Así, durante esa noche y el día siguiente, Gaspard du Nord, con el barro seco del calabozo sobre su indumentaria desgarrada por las espinas, avanzó como un loco por los elevados bosques infestados de hombres lobos y bandidos. La luna, poniéndose por el oeste, parpadeó ante sus ojos a través de los troncos de los árboles, lóbregos y retorcidos, mientras corría; y el alba le alcanzó con sus pálidos rayos como flechas penetrantes. La luna derramó sobre él su blanco bochorno, como metal calentado en un horno sublimado en luz. Y la porquería coagulada que se pegaba a sus prendas se convirtió de nuevo en barro por efecto de su propio sudor. Pero todavía continuó su marcha de pesadilla, mientras que un vago plan, aparentemente sin esperanza, tomaba forma en su mente.
En el intervalo, varios monjes de la hermandad cisterciense, vigilando las murallas grises de Ylourgne, a primera hora de la mañana en su guardia habitual, fueron los primeros, después de Gaspard, en mirar el monstruoso horror creado por los nigromantes. Su informe podía estar algo teñido de exageraciones piadosas, pero juraron que el gigante se elevó abruptamente, levantando su cintura a la altura de las ruinas de la tronera, entre un repentino restallar de fuegos de larga lengua y un retorcerse de oscuros humos que salían en erupción de Ylourgne. La cabeza del gigante estaba a la misma altura que el piso superior del calabozo, y su brazo derecho, extendido, descansaba como una barrera de nubes tormentosas contra el sol que acababa de salir.
Los monjes cayeron gimoteando de rodillas, creyendo que el Archienemigo en persona había llegado, utilizando Ylourgne como pasaje desde el abismo. Entonces, a través del valle, que tenía millas de anchura, escucharon una carcajada de risa monstruosa; y el gigante, saltando sobre el terraplén de la barbacana de un solo paso, comenzó a descender por la desigual y escarpada colina.
Cuando se aproximó, saltando de loma en loma, sus rasgos eran, de una manera manifiesta, los de algún gran demonio inflamado por la ira y la malicia contra los hijos de Adán. Su pelo, en mechones enmarañados, le caía por detrás como un amasijo de negras pitones; su piel desnuda estaba lívida y pálida y mortecina, como la piel de los muertos; pero, debajo de ella, los portentosos músculos de un titán se agitaban y movían. Los ojos, saltones y brillantes, resplandecían como calderos descubiertos calentados por algún insondable abismo.
El rumor de su llegada se extendió como una tormenta de terror a través del monasterio. Muchos de entre los hermanos, considerando la prudencia la parte más positiva del fervor religioso, se ocultaron en las bodegas de piedra y en los sótanos. Otros se agazaparon en sus celdas, murmurando y chillando plegarias incoherentes a todos los santos. Todavía otros, los más valientes, se retiraron en grupo a una capilla y se arrodillaron, en oración solemne, ante el gran crucifijo de madera.
Sólo Bernard y Stéphane, ahora algo recobrados de su terrible paliza, se atrevieron a vigilar el avance del gigante. Su horror aumentó de forma inenarrable cuando descubrieron en las colosales facciones un extraordinario parecido con los rasgos del malvado enano que había presidido las oscuras actividades malditas de Ylourgne; y la risa del coloso, mientras descendía valle abajo, era como un eco traído por la tormenta de las infames risotadas que les habían perseguido durante su ignominiosa fuga de la fortaleza maldita. A Bernard y Stéphane, sin embargo, les pareció que el enano, quien era en realidad un demonio, había elegido manifestarse con su verdadera forma.
Parándose en el fondo del valle, el gigante miró al monasterio con sus ojos ardientes a la altura de la ventana desde la cual Stéphane y Bernard espiaban. Se rio de nuevo —una risa terrible como un terremoto subterráneo— e inclinándose, tomó un montón de pedrejones como si fuesen guijarros, y procedió a apedrear el monasterio. Los pedruscos chocaron contra los muros, como si hubiesen sido arrojados por una poderosa catapulta, pero el sólido edificio aguantó aunque fuese terriblemente agitado.
Entonces, con las dos manos, el coloso arrancó una inmensa roca que estaba profundamente hundida en el suelo de la colina, y, levantándola, la arrojó contra los inquebrantables muros. La tremenda masa rompió una pared entera de la capilla, y aquellos que se habían agrupado ahí fueron encontrados más tarde machacados en una pulpa sanguinolenta, entre las astillas de su Cristo tallado.
Después de eso, como desdeñando divertirse más con una presa tan insignificante, el coloso dio la espalda al pequeño monasterio y, como un Goliat engendrado por demonios, fue rugiendo valle abajo adentrándose en Averoigne.
Mientras se marchaba, Bernard y Stéphane, que aún vigilaban desde su ventana, vieron algo en lo que no habían reparado antes: una enorme cesta, hecha de tablazón, que colgaba, suspendida con sogas, entre los hombros del gigante. En la cesta, diez hombres —los pupilos y ayudantes de Nathaire— estaban siendo transportados como si fuesen muñecos o marionetas a la espalda de un buhonero.
En torno a los vagabundeos subsiguientes y a las depredaciones del coloso, se contaron cien leyendas durante mucho tiempo a lo largo de Averoigne. Cuentos de un horror que no tiene igual, unos caprichos diabólicos sin paralelo en toda la historia de aquella tierra infestada de demonios.
Los cabreros de las colinas debajo de Ylourgne le vieron acercarse, y escaparon junto con sus ágiles rebaños a los riscos más altos. A esos les dedicó poca atención, limitándose a pisotearles como escarabajos cuando no conseguían apartarse de su camino. Siguiendo el arroyo de montaña que era la fuente del gran río Isoile, llegó al borde del gran bosque, y allí arrancó un pino recio y antiguo con sus propias manos, y, dándole forma de porra, lo llevó a partir de entonces.
Con esta cachiporra, más pesada que un ariete, machacó, hasta convertirla en ruinas amorfas, una ermita que estaba junto al camino en el bosque. Un villorrio se cruzó en su camino y pasó a través de e él, hundiendo sus techos, derribando las paredes y aplastando a los habitantes bajo sus pies.
De acá para allá, en un loco paroxismo de destrucción, como un cíclope borracho de muerte, vagabundeó durante todo el día. Hasta las bestias salvajes del bosque escapaban de él presas del miedo. Los lobos, en mitad de su cacería, abandonaban la presa y se escondían, aullando lastimeramente a causa del terror, en sus rocosos cubiles. Los salvajes perros negros de caza del bosque no estaban dispuestos a hacerle frente, y se escondían gimoteando en las perreras.
Los hombres escucharon su poderosa carcajada, sus gritos como de tormenta; le vieron acercarse a una distancia de muchas leguas, y escaparon o se escondieron tan bien como fueron capaces. Los señores de los castillos con foso llamaron a sus soldados, levantaron sus puentes levadizos y se prepararon como para el asedio de un ejército. Los campesinos se escondieron en las cavernas, en las bodegas, en pozos viejos, incluso debajo de montones de paja, con la esperanza de que pasara de largo sin fijarse. Las iglesias estaban repletas de refugiados que buscaban la protección de la cruz, considerando que Satanás en persona, o alguno de sus lugartenientes más destacados, se había alzado para asolar la región y convertirla en un desierto.
Con una voz como un trueno de verano, locas maldiciones, obscenidades y blasfemias impensables eran pronunciadas sin cesar por el gigante mientras se dirigía de un lado para otro. La gente le escuchó dirigirse a la camada de figuras vestidas de negro que portaba en sus espaldas en tonos de reproche o explicación como los de un maestro que se dirige a sus alumnos. Quienes habían conocido a Nathaire reconocieron el increíble parecido de las facciones hinchadas con las suyas. Un rumor corrió de que el brujo enano, gracias a su despreciable lazo con el Adversario, había conseguido transmitir su alma odiosa a esa forma titánica; y, llevando a sus discípulos con él, había regresado para desencadenar una ira insaciable, un rencor sin fondo contra el mundo que se había burlado de él por su pequeño tamaño y le había despreciado por su brujería. También se rumoreaba la génesis en el osario del monstruoso avatar; y lo cierto es que se decía que el coloso había proclamado abiertamente su identidad.
Resultaría aburrido hacer mención explícita de todas las barbaridades, de todas las atrocidades que fueron atribuidas al gigante merodeador. Hubo personas —se dice que principalmente mujeres y sacerdotes— a quienes atrapó mientras escapaban, y descuartizó miembro a miembro como un niño haría con un insecto… Y hubo cosas peores que no serán mencionadas en esta crónica.
Muchos testigos oculares vieron cómo dio caza a Pierre, el señor de La Frênaie, quien había salido con sus hombres y su jauría para dar caza a un noble ciervo en un bosque cercano. Alcanzando a caballo y jinete, los levantó con una sola mano y, llevándolos por alto mientras andaba por encima de la copa de los árboles, los arrojó contra las murallas del castillo de La Frênaie mientras pasaba. Entonces, alcanzando al ciervo rojo que Pierre había cazado, lo arrojó detrás de ellos, y las enormes manchas de sangre producidas por el impacto de los cuerpos permanecieron largo tiempo sobre las piedras del castillo, y nunca fueron lavadas del todo por las lluvias del otoño y las nieves del invierno.
Se contaron también historias innumerables de actos de sacrilegio y profanación cometidos por el coloso: la virgen de madera que arrojó al Isoile, cerca de Ximes, atada con las entrañas humanas al cuerpo en descomposición, y vestido con cota de malla, de un famoso forajido; los cadáveres llenos de gusanos que sacó con las manos de tumbas sin consagrar y arrojó al patio de la abadía benedictina de Périgon; enterró la iglesia de Santa Zenobia, junto con sus sacerdotes y congregación, bajo una montaña de abono conseguida con todos los estercoleros de las granjas vecinas.