Gaspard, volviendo de su oscuro salto en una negrura como del Leteo, se encontró a si mismo mirando a los ojos de Nathaire: cuencas de noche líquida y de ébano, en las cuales nadaban los helados fuegos de las estrellas que se habían hundido en una perdición irremediable. Por algún tiempo, en la confusión de sus sentidos, no podía ver otra cosa que los ojos, que parecían atraerle en su desmayo como siniestros imanes. Aparentemente sin cuerpo, o situados sobre un rostro demasiado vasto para la percepción humana, ardían en un fuego caótico. Entonces, paulatinamente, fue viendo las otras facciones del hechicero, y los detalles de una escena vívida, y fue consciente de su propia situación.
Intentando levantar las manos a su cabeza dolorida, encontró que estaban atadas fuertemente por las muñecas. Estaba medio tumbado, medio apoyado, contra un objeto de dura superficie y bordes que le lastimaban la espalda. El objeto, descubrió que era una especie de horno alquímico, o atanor, parte de un montón de aparatos en desuso que estaban de pie o tumbados por el suelo del castillo. Copelas, aludeles y retortas de alambiques, como enormes calabazas y peceras globulares, estaban mezcladas en extraña confusión, amontonadas junto a los libros con candados de hierro, los sucios calderos y los braseros de una ciencia más siniestra.
Nathaire, apoyado contra almohadones de estilo sarraceno decorados con arabescos de apagado oro y fulgurante escarlata, le estaba observando desde una cama improvisada, hecha con fardos de alfombras orientales y tapicerías de Arrás, ante cuyo lujo las rudas paredes del castillo, manchadas por el moho y moteadas de secos hongos, ofrecían un grotesco contraste. Pálidas luces y sombras que oscilaban siniestras parpadeaban sobre la escena, y Gaspard podía escuchar el gutural murmullo de voces detrás de él. Torciendo un poco la cabeza, vio una de las cubas de piedra, cuya luminosidad rosada estaba manchada y apagada por las alas de un vampiro que se movían de un lado a otro.
—Bienvenido —dijo Nathaire al cabo de un intervalo durante el cual el estudiante comenzó a percibir el fatal progreso de la enfermedad en las facciones, contraídas por el dolor, que había ante él—. ¡Así que Gaspard du Nord ha venido a visitar a su antiguo maestro! —la voz dura y autoritaria surgía sorprendentemente con un volumen demoníaco de la mustia figura.
—He venido —dijo Gaspard en un lacónico eco—. Dígame, ¿cuál es la obra del diablo en que le encuentro ocupado? ¿Y qué es lo que ha hecho con los cuerpos muertos que fueron robados por sus detestables demonios familiares?
El frágil cuerpo agonizante de Nathaire, como poseído por algún demonio sardónico, se acunó de un lado a otro de la lujosa cama en un largo y violento brote de carcajadas, sin ninguna otra respuesta.
—Si su aspecto es un testigo digno de confianza —dijo Gaspard cuando la siniestra risa hubo cesado—, usted está mortalmente enfermo, y escaso es el tiempo que le resta para expiar sus actos de maldad y hacer las paces con Dios, si en verdad aún es posible que usted haga las paces. ¿Qué asquerosa y maligna pócima está usted preparando para asegurar la definitiva perdición de su alma?
El enano fue de nuevo presa de un espasmo de risa demoníaca.
—Voto que no, de ningún modo, mi buen Gaspard —dijo finalmente—. Yo he forjado otro vínculo que aquel con que vosotros, cobardes llorosos, queréis comprar la buena voluntad y el perdón del Tirano Celestial. El Infierno me tomará al final, si lo desea, pero el Infierno ha pagado, y aún ha de pagar, un precio amplio y generoso. Pronto he de morir, es cierto, porque mi final esta escrito en las estrellas, pero en la muerte, por la gracia de Satanás, viviré de nuevo, y marcharé dotado con los poderosos músculos de los muertos para cumplir mi venganza sobre la gente de Averoigne, quien, desde hace largo tiempo, me ha odiado por mi nigromántica sabiduría y me ha despreciado por mi estatura de enano.
—¿Qué locura es esa con la que vos soñáis? —preguntó el joven, aterrado ante la maldad y locura sobrehumanas que parecían extenderse de la desgastada figura y verterse como un torrente desde el brillo oscuro e infernal de sus ojos.
—No es locura, sino algo verdadero; un milagro, tal vez, si la vida en sí es un milagro… De los cuerpos frescos de los muertos, que de otro modo se habrían podrido en la asquerosidad del cementerio, mis pupilos y mis demonios familiares me están fabricando, bajo mis instrucciones, el gigante cuyo esqueleto has contemplado. Mi alma, a la muerte del actual cuerpo, pasará a esta colosal residencia a través del funcionamiento de ciertos hechizos de transmigración en los cuales mis fieles asistentes han sido cuidadosamente instruidos. Si conmigo hubieses permanecido, Gaspard, y no te hubieses echado atrás, llevado por tus mezquinos remilgos de meapilas, las maravillas y la profunda sabiduría te habría desvelado, y ahora sería privilegio tuyo participar en la creación de este prodigio…, y, si hubieses venido antes por tu presuntuosa curiosidad, podría haber hecho un uso peculiar de tus fuertes huesos y músculos…, el mismo uso que he dado a otros hombres jóvenes, quienes han muerto a causa de un accidente o de la violencia. Pero es demasiado tarde incluso para eso, ya que la construcción de los huesos ha sido completada y sólo resta investirlos de carne humana. Mi buen Gaspard, no hay nada en absoluto que hacer contigo…, excepto apartarte del medio de una manera segura. Providencialmente, para este propósito, hay un calabozo de prisión perpetua con entrada por el techo debajo del castillo. Un lugar de residencia algo deprimente, sin duda, pero que fue construido fuerte y profundo por los fieros señores de Ylourgne.
Gaspard fue incapaz de concebir réplica alguna para este siniestro y extraordinario discurso. Buscando palabras en su mente, congelada por el horror, se notó sujetado por las manos de seres no vistos que se habían acercado por detrás, contestando a algún gesto de Nathaire, una señal que el cautivo no había notado. Le taparon los ojos con algún pesado tejido, polvoriento y lleno de moho como un sudario, y fue conducido tropezando a través de la acumulación de extraños aparatos, y bajado por una escalera que daba muchas vueltas a través de tramos estrechos y en ruinas, de los cuales salía el repugnante aliento del agua estancada para recibirle, mezclado con el aceitoso olor a almizcle de las serpientes.
Pareció descender una distancia que no admitiría regreso. Lentamente, el hedor se volvió más fuerte, más insoportable; las escaleras acabaron; una puerta hizo un reticente sonido metálico sobre goznes herrumbrosos, y Gaspard fue empujado adelante a un suelo empapado, desigual, que parecía haber sido desgastado por una miríada de pisadas.
Escuchó el chirriar de una pesada losa de piedra. Sus muñecas fueron liberadas, la venda retirada de sus ojos, y vio a la luz de antorchas parpadeantes, un agujero redondo a sus pies que bostezaba en el suelo rezumante de humedad.
Junto a este, estaba la losa que había sido su tapa. Antes de que pudiese volverse para ver a sus captores, para descubrir si eran hombres o diablos, fue agarrado con brusquedad y arrojado al agujero que se abría. Cayó a través de una negrura como la del submundo, por una oscuridad inmensa, antes de golpear el fondo. Tumbado, medio atontado, en un charco fétido de poca profundidad, escuchó sobre él el seco golpe funeral de la losa al deslizarse de nuevo.