31 de julio de 1930. Nunca he adquirido la costumbre de llevar un diario…, principalmente, a causa de mi aburrido estilo de existencia, en el cual rara vez ha habido algo que recordar. Pero lo que sucedió esta mañana es tan extravagantemente extraño, tan remoto de las leyes y de los paralelismos mundanos, que me siento impulsado a escribirlo, hasta el punto que me permitan mi inteligencia y habilidad. Además, llevaré una memoria de la posible repetición y continuidad de mi experiencia. Resultará perfectamente seguro, puesto que no es probable que nadie que llegue a leer esta memoria la crea.
Había ido a dar un paseo por la Colina del Cráter, que está más o menos a una milla al norte de mi cabaña, cerca de la cima. Aunque difiere marcadamente en su carácter de los paisajes habituales por los alrededores, es uno de mis lugares favoritos. Está excepcionalmente desnudo y desolado, con poca más vegetación que girasoles de montaña, arbustos silvestres de grosellas, unos pocos pinos vigorosos inclinados por el viento y ágiles alerces. Los geólogos desmienten su origen volcánico; y, sin embargo, sus crestones de tosca piedra nodular y enormes restos de escombros tienen todo el aspecto de restos de escoria volcánica…, por lo menos, ante mi vista de no científico. Parecen la chatarra y los restos de forjas ciclópeas, vertidas en años prehumanos para enfriarse y endurecerse en formas en las que lo grotesco se da sin límites. Entre ellas, hay piedras que recuerdan bajorrelieves de antigüedad primordial, o pequeños ídolos y figurillas prehistóricas; y otras que parecen haber sido grabadas con las letras de algún alfabeto indescifrable. Inesperadamente, hay un pequeño lago situado a un costado de la larga y seca colina…, un lago que nunca ha sido sondeado. La colina es un extraño interludio entre las planchas de granito y los precipicios, y entre las cañadas y valles cubiertos de abetos de esta región.
Era una mañana clara y sin viento, y me paraba a menudo a contemplar las magníficas perspectivas y el variado paisaje que eran visibles por todas partes… Los muros titánicos de Castle Peak; las rudas masas de Donner Peak, con su paso que la divide, donde crece la cicuta; el azul de las montañas de Nevada, remoto y luminoso, y el suave verde de los sauces en el valle a mis pies. Era un mundo lejano y silencioso, y no podía escuchar otro sonido más que el de las cigarras entre los arbustos de grosellas.
Paseé en zigzag por alguna distancia, y, al llegar a uno de los campos de escombros con los que la colina está sembrada ocasionalmente, empece a registrar el suelo con cuidado; tenía la esperanza de encontrar una piedra con una forma lo bastante peculiar y grotesca como para que valiese la pena guardarla como curiosidad. Yo había encontrado varias semejantes durante mis anteriores vagabundeos.
De repente, llegué a un espacio despejado entre los escombros, en el que nada crecía…, un espacio tan redondo como un anillo artificial. En su centro, había dos pedrejones aislados, extrañamente parecidos en su forma, levantándose a unos cinco pies de distancia. Me paré a examinarlos. Su sustancia, una piedra apagada verde grisácea, parecía ser diferente de cualquier otra en la proximidad; y concebí inmediatamente la extraña, e injustificable, fantasía de que se trataba de los pedestales de columnas que habían desaparecido, gastadas por el paso de años incalculables hasta que sólo quedaban estos extremos hundidos. Ciertamente, la perfecta redondez y uniformidad de los pedrejones era peculiar; y, aunque poseo nociones de geología, no pude identificar su material, liso y esponjoso.
Mi imaginación estaba excitada, y comencé a dejarme llevar por algunas fantasías sobrecalentadas. Pero la más descabellada de estas era un acontecimiento doméstico en comparación con lo que sucedió cuando di un solo paso adelante, en el espacio vacío justo entre los dos pedrejones.
Intentaré describirlo hasta el límite de mi capacidad; aunque al lenguaje humano le faltan, por naturaleza, las palabras que son adecuadas para la descripción de sucesos y sensaciones que quedan más allá del limite normal de la experiencia humana.
Nada resulta más desconcertante que calcular mal el grado de descenso al dar un paso. Imaginad entonces lo que fue dar un paso adelante en suelo llano y despejado ¡y encontrar el más completo vacío bajo tus pies! Me pareció estar cayéndome a través de un espacio vacío, y, al mismo tiempo, el paisaje alrededor mío desapareció en medio de un remolino de imágenes rotas, y todo se volvió oscuro. Había una sensación de frío intenso, polar, y un vértigo y un mareo indescriptibles se apoderaron de mí, debido, sin duda, a la profunda alteración del equilibrio. Además —ya fuese a causa de la velocidad de mi descenso o por alguna otra razón— era completamente incapaz de tomar aliento. Mis pensamientos y mis ideas estaban completamente confundidos, y la mitad del tiempo me parecía que estaba cayendo hacia arriba en vez de hacia abajo, o que me estaba deslizando diagonalmente en algún ángulo oblicuo. Por fin, tuve la sensación de dar una vuelta completa de campana; y entonces me encontré de nuevo de pie sobre suelo sólido, sin la menor sacudida o vibración a causa del impacto. La oscuridad se levantó de mi vista, pero todavía estaba mareado, y las imágenes ópticas que recibí fueron, durante algunos momentos, completamente carentes de sentido.
Cuando, al cabo, recobré la capacidad de comprender, y fui capaz de contemplar mis contornos con cierta medida de perceptividad, experimenté una confusión mental equivalente a la de un hombre que se hubiese encontrado arrojado sin aviso en la costa de algún planeta extraño. Tenía la misma sensación de encontrarme completamente desorientado y extrañado que, con seguridad, se sentiría en caso semejante…, la misma perplejidad, vertiginosa y abrumadora, la misma horrible sensación de separación de todos los detalles familiares de nuestro entorno, que proporcionan color, forma y definición a nuestras vidas, e incluso determinan nuestras propias personalidades.
Estaba de pie en medio de un paisaje que no se parecía, en ningún grado o manera, a la Colina del Cráter. Un largo y gradual declive, cubierto de hierba violeta, y tachonado, a intervalos, con piedras de tamaños y formas monolíticos, se alejaba undulante de mí en dirección a una ancha llanura con prados, sinuosos y abiertos, y altos bosques señoriales de una vegetación desconocida cuyas tonalidades predominantes eran el púrpura y el amarillo.
La llanura parecía terminar en una muralla impenetrable de niebla de color marrón dorado que se elevaba, en pináculos fantasmas, para disolverse en un cielo de ámbar líquido en el que no había sol.
En primer plano de esta escena sorprendente, a no más de dos o tres millas de distancia, se alzaba una ciudad, cuyas enormes torres y rampantes montañosos eran tales como los que los habitantes de mundos por descubrir podrían edificar. Muralla tras muralla colgante, espira tras espira gigante, se alzaba para hacer frente a los cielos, manteniendo por todas partes las líneas, severas y solemnes, de una arquitectura por completo rectilínea. Parecía abrumar y aplastar a quien la contemplaba con su recia inminencia parecida a la de una montaña.
Mientras contemplaba la ciudad, me olvidé de mi sensación inicial de pérdida sorprendente y alienación, en un pasmo con el cual había mezclado algo de auténtico terror; y, al mismo tiempo, sentí una oscura, pero profunda, atracción, la emanación críptica de algún hechizo esclavizante. Pero, después de que hube mirado durante un rato, la extrañeza cósmica y lo sorprendente de mi impensable situación volvieron a mí; y sólo sentí un deseo salvaje de escapar de la rareza, locamente opresiva, de esta región y de recuperar mí propio mundo. En un esfuerzo para controlar mi agitación, intenté descubrir, si era posible, qué era lo que realmente había sucedido.
He leído cierto número de cuentos transdimensionales…, de hecho, yo mismo he escrito uno o dos; y, a menudo, había considerado la posibilidad de otros mundos, o planos materiales, los cuales podrían coexistir en el mismo espacio que el nuestro, invisibles e impalpables para los sentidos humanos.
Por supuesto, me di cuenta inmediatamente de que había caído en una dimensión semejante. Sin duda, cuando di aquel paso adelante entre los pedrejones, me había visto precipitado en alguna falla o fisura del espacio, para emerger en el fondo de este planeta extraño…, una clase de espacio completamente diferente. Parecía, en cierto sentido, bastante simple…, pero no lo bastante simple como para que su modus operandi fuese otra cosa que un quebradero de cabeza.
En un nuevo esfuerzo para controlarme, estudie mis contornos inmediatos con concienzuda atención. Esta vez, me quedé impresionado por la colocación de las piedras monolíticas de las que he hablado, muchas de las cuales estaban colocadas en dos líneas paralelas en intervalos bastante regulares, como para señalar el curso de una antigua carretera borrada por la hierba púrpura.
Volviéndome para seguir su ascenso, vi, justo detrás de mí, dos columnas, levantándose precisamente con la misma separación que habían tenido los dos extraños pedrejones de la Colina del Cráter ¡y hechos de la misma piedra jabonosa gris verdosa! Los pilares tenían, quizá, unos nueve pies de altura, y habían sido más altos en otro momento, ya que sus partes superiores estaban rotas y astilladas. A no mucha distancia de ellos, la cuesta ascendente desaparecía de la vista en un gran banco de la niebla marrón dorada que envolvía la llanura más remota. Pero no había más monolitos… y parecía como si la carretera terminase en aquellos pilares.
Inevitablemente, comencé a hacer especulaciones en torno a la relación entre las columnas en esta nueva dimensión y los pedrejones de mi propio mundo. Seguramente, el parecido no podía ser fruto de la simple casualidad. Si pasaba a través de las columnas, ¿podría regresar a la esfera humana mediante una inversión de mi caída de aquella? Y. si así fuese, ¿por qué seres inconcebibles, de un tiempo y un espacio extraños, habían sido colocadas las columnas y los pedrejones, como los portales de un paso entre los dos mundos? ¿Quién podría haber usado aquel paso, y para qué propósito? Mi cerebro daba vueltas ante las infinitas perspectivas de especulación que quedaban abiertas por cuestiones semejantes.
Sin embargo, lo que más me preocupaba era el problema de regresar a la Colina del Cráter. Lo raro de todo esto, los monstruosos muros de la cercana ciudad, los colores y las formas antinaturales de la exótica escena, eran demasiado para los nervios humanos; y sentía que me volvería loco si me veía obligado a permanecer durante mucho tiempo en medio de semejante escenario.
Además, no había manera de predecir qué poderes o entidades hostiles podría encontrar si me quedaba. La cuesta y la llanura estaban privadas de vida animada, hasta el punto que yo podía ver; pero la gran ciudad era una prueba de su presumible existencia. Al contrario de los héroes de mis propias historias, quienes acostumbraban a visitar las quintas dimensiones, o los mundos de Algol, con perfecta sang-froid, yo no me sentía en lo más mínimo con ganas de aventuras; y me eché atrás con el retroceso instintivo del hombre frente a lo desconocido. Con un vistazo, cargado de miedo, a la descollante ciudad y a la amplia llanura, con levantada y vistosa vegetación, me di la vuelta y retrocedí entre las columnas.
Hubo el mismo chapuzón instantáneo en espacios ciegos y glaciales, la misma caída indeterminada y retorcimiento que habían señalado mi descenso a esta nueva dimensión. Al final, me encontré de pie, muy mareado y agitado, en el mismo lugar desde el cual había dado mi paso al frente entre los pedrejones grises verdosos. La Colina del Cráter estaba dando vueltas y retorciéndose en torno a mí, como en medio de los temblores de un terremoto, y tuve que sentarme durante un minuto o dos hasta que pude recobrar el equilibrio.
Regresé a mi cabaña como un hombre en un sueño. La experiencia me parecía, y todavía me parece, increíble e irreal; y, sin embargo, ha eclipsado todo lo demás y ha coloreado y dominado mis pensamientos. Quizá escribiéndola pueda apartarla un poco. Me ha inquietado más que ninguna experiencia previa en toda mi vida, y el mundo que me rodea parece apenas menos improbable y de pesadilla que aquel en que he penetrado de una manera tan fortuita.
2 de agosto. He pensado mucho durante los últimos días…, y, cuanto más considero el enigma, más misterioso se vuelve todo.
Aceptando la falla en el espacio, que tiene que ser un vacío absoluto, impenetrable al aire, al éter, a la luz y a la materia, ¿cómo fue posible para mí caer en él? Y, habiendo caído, ¿cómo pude salir…, particularmente en una esfera que no tiene una relación comprobable con la nuestra?…
Pero, después de todo, un proceso debería ser tan fácil como el otro en teoría. La principal objeción es ¿cómo puede uno moverse en el vacío, arriba o abajo, adelante o atrás? Todo el asunto confundiría la inteligencia de un Einstein; y no puedo creer que ni siquiera me haya aproximado a una solución correcta.
Además, he estado luchando con la tentación de volver, aunque sólo sea para convencerme a mi mismo de que la cosa realmente ocurrió. Pero, después de todo, ¿por qué no debería volver? Una oportunidad me ha sido concedida como a ningún hombre antes; y las maravillas que veré y los secretos que aprenderé quedan más allá de la imaginación. Mi ansiedad nerviosa resulta, en estas circunstancias, inexcusablemente infantil.
3 de agosto. Regresé esta mañana, armado con un revólver. De alguna manera, sin pensar que esto podría representar una diferencia, no avancé justo en el medio del espacio entre los pedrejones. Sin duda como resultado de esto, mi descenso fue más prolongado e impetuoso que antes, y parecía consistir principalmente en una serie de volteretas en espiral. Debo haber tardado varios minutos en recuperarme del vértigo que siguió; y, cuando me recuperé, estaba tumbado sobre la hierba violeta.
Esta vez, descendía audazmente por la cuesta; y, manteniéndome lo más que pude bajo el refugio de la extraña vegetación púrpura y amarilla, avancé hacia la descollante ciudad. Todo estaba muy tranquilo; no había un soplo de viento entre estos arboles exóticos, que parecían imitar, con sus troncos elevados y su follaje horizontal, las severas líneas de la arquitectura de los edificios ciclópeos.
No había avanzado mucho cuando encontré una carretera en el bosque…, una carretera pavimentada con enormes losas de piedra de por lo menos veinte pies cuadrados. Corría hacia la ciudad. Pensé, durante un rato, que estaba completamente desierta…, quizá en desuso; y hasta me atreví a andar sobre ella hasta que escuché un ruido detrás de mí, y, volviéndome, vi acercarse a varias entidades singulares. Aterrorizado, salté y me escondí entre los arbustos, desde donde observé el paso de estas criaturas, preguntándome con miedo si me habrían visto. Aparentemente, mis miedos resultaron infundados, ya que ni siquiera echaron un vistazo en dirección a mi escondite.
Me resulta difícil describirlos, y hasta visualizarlo ahora, porque eran completamente diferentes de cualquier cosa en que estemos acostumbrados a pensar como humanos o animales. Tendrían unos diez pies de altura, y avanzaban con zancadas colosales que los apartaron de mi vista en unos pocos instantes; sus cuerpos eran lustrosos y brillantes, como si fuesen dentro de una especie de armadura, y sus cabezas estaban equipadas con altos apéndices curvados de colores opalescentes que se inclinaban sobre ellos como si fuesen fantásticas plumas, pero podrían haber sido antenas o un órgano sensorial de un tipo nuevo.
Temblando, a causa del nerviosismo y del asombro, continué mi progreso por medio de la maleza tan vivamente coloreada. Mientras avanzaba, noté por primera vez que no había sombras por ningún lado. La luz venía de todas las partes del cielo ámbar sin sol, cubriéndolo todo con una luminosidad suave y uniforme. Todo estaba inmóvil y silencioso, como he dicho antes; y no había señales, en todo el paisaje sobrenatural, de pájaros, insectos o de vida animal.
Pero, cuando hube avanzado a una milla de la ciudad…, hasta el punto que pude juzgar las distancias en un reino en que las mismas proporciones de los objetos eran desconocidas…, me di cuenta de algo de lo que, en principio, concebí como una vibración antes de como un sonido. Hubo un extraño cosquilleo en mis nervios, la inquietante sensación de una fuerza desconocida o emanación que fluía por mi cuerpo. Esto fue perceptible por algún tiempo antes de que escuchase la música; pero, habiéndola escuchado, mis nervios auditivos la identificaron inmediatamente con la vibración.
Era débil y distante, y parecía emanar del propio centro de la ciudad titánica. Resultaba muy melodiosa y se parecía, a ratos, al canto de una voz femenina voluptuosa.
Sin embargo, ninguna voz humana podría haber poseído ese tono ultraterreno ni las agudas notas, perpetuamente sostenidas, que, de alguna manera, sugerían la luz de estrellas y mundos remotos traducida al sonido.
Ordinariamente, no soy muy sensible a la música; incluso me ha sido reprochado el no reaccionar con más fuerza ante ella. Pero no había avanzado mucho más, cuando me di cuenta del peculiar hechizo, emocional y mental, que el lejano sonido estaba comenzando a ejercer sobre mí. Había una atracción como de sirena que me hacía avanzar, olvidándome de la extrañeza y de los peligros potenciales de la situación; y sentí una lenta intoxicación, parecida a la de una droga, de mi cerebro y de mis sentidos. De una manera insidiosa, no sé el cómo ni el porqué, la música transmitía la idea de un espacio vasto pero alcanzable y de altitud, de libertad y alegría sobrehumanas; y parecía prometer los esplendores imposibles con los que mi imaginación había soñado con vaguedad.
El bosque continuaba hasta la ciudad. Mirando desde el final del mismo, vi sus abrumadoras murallas en el cielo sobre mí, y noté la unión sin tacha de sus bloques colosales. Estaba cerca de la gran carretera que entraba por una puerta abierta que era lo bastante grande como para admitir el paso de enormes monstruos. No había guardias al alcance de la vista, y varias de las entidades altas y brillantes se acercaron y entraron dando zancadas mientras miraba. Desde donde yo estaba de pie, era incapaz de ver el interior de la puerta, dado que el muro era tremendamente ancho. La música se derramaba desde la misteriosa entrada en una inundación siempre creciente, e intentaba atraerme con su extraña seducción, ansioso de cosas inimaginables.
Era difícil resistir, difícil reunir mi fuerza de voluntad y dar la vuelta. Intenté concentrarme en la idea de peligro…, pero el pensamiento era tenuemente irreal. Por fin, me arranqué de allí y retrocedí sobre mis pasos muy lentamente, lleno de anhelos, hasta que estuve más allá del alcance de la música. Incluso entonces, el hechizo continuaba, como los efectos de una droga; y, durante todo el camino a casa, estuve tentado de volver y seguir a esos gigantes brillantes al interior de la ciudad.
5 de agosto. He visitado la nueva dimensión una vez más. Pensé que podría resistir la música que me llamaba; e incluso me llevé unos tapones de algodón que podría ponerme en los oídos en caso de que me afectase demasiado fuertemente. Comencé a escuchar la melodía sobrenatural a la misma distancia que antes, y fui atraído adelante de la misma manera, ¡pero esta vez atravesé la puerta abierta!
Me pregunto si puedo describir la ciudad. Me sentí como una hormiga que se arrastra sobre sus enormes calles, entre la babel inconmensurable de sus edificios y paseos. Por todas partes, había columnas, obeliscos y los pilones de estructuras parecidas a abanicos que habrían empequeñecido a Tebas y Heliópolis.
¡Y la gente de la ciudad! ¿Cómo podría uno describirlos o darles un nombre? Creo que las entidades brillantes que vi primero no son sus verdaderos habitantes, sino tan sólo visitantes…, quizá procedentes de otro mundo o de otra dimensión, igual que yo mismo. La gente real también son gigantes, pero se mueven más despacio, con pasos solemnes e hieráticos. Sus cuerpos estaban desnudos y eran oscuros, y sus miembros eran los de cariátides…, quizá lo suficientemente grandes como para sostener los techos y dinteles de sus edificios. Temo describirlos con detalle, porque las palabras humanas darían la idea de algo monstruoso y grotesco, y estos seres no son monstruosos, sino que, simplemente, se han desarrollado obedeciendo las leyes de otra evolución que no es la nuestra, las condiciones y las fuerzas ambientales de un mundo diferente.
Por algún motivo, no me asusté al verlos por primera vez…, quizá la música me había drogado hasta el punto de que me encontraba más allá del miedo. Había un grupo de ellos justo en el interior de la puerta, y, al pasar a su lado, no parecieron prestarme atención alguna. Las órbitas, opacas como el carbón, de sus ojos enormes eran tan impasibles como los ojos tallados de las esfinges, y no emitieron ningún sonido con sus labios pesados, rectos y sin expresión. Quizá carecían del sentido del oído, porque en sus extrañas cabezas semirrectangulares no había nada que indicase un oído externo.
Seguí la música, que era todavía remota y parecía aumentar poco en volumen. Pronto, fui alcanzado por varios de esos seres que había visto previamente en la carretera fuera de las murallas; me dejaron atrás rápidamente y desaparecieron en el laberinto de edificios. Después de ellos, llegaron otros seres de una clase menos gigantesca, y sin los élitros, como armadura, de los primeros en llegar. Entonces, por encima, dos criaturas, con largas alas translúcidas de color de sangre, con una intrincada red de venas y huesos, llegaron volando juntas y desaparecieron detrás de las otras. Sus rostros, que mostraban órganos cuyo uso no podía suponerse, no eran los de animales, y me quedé convencido de que se trataba de seres muy evolucionados.
Vi cientos de las entidades, tristes y lentas, que había identificado como los verdaderos habitantes de la ciudad, pero ninguno de ellos pareció fijarse en mí. Sin duda, estaban acostumbrados a ver formas de vida mucho más misteriosas y desacostumbradas que la humanidad. Mientras continuaba, fui alcanzado por docenas de criaturas de aspecto improbable, todas dirigiéndose en la misma dirección que yo, como atraídas por la misma canción de sirena.
Cada vez más profundamente, nos adentramos en aquel desierto de arquitectura colosal, conducidos por aquella música, remota, etérea y opiácea. Pronto, detecté una especie de ascensión y caída en el sonido, que ocupaba un intervalo de unos diez minutos o más; pero, por grados imperceptibles, se volvía más melodiosa y cercana. Me pregunté cómo podía penetrar el múltiple laberinto de edificios de piedra y ser escuchada al exterior de las murallas.
Debí andar millas, a la sombra incesante de las estructuras rectangulares que colgaban sobre mí, fila tras fila, hasta una altura de vértigo en el crepúsculo ámbar. Entonces, por fin, llegué al corazón y al secreto de todo esto.
Precedido y seguido por cierto número de estas quiméricas entidades, emergí en una gran plaza en cuyo centro había un edificio que parecía un templo, más enorme que los otros. Desde su entrada, con muchas columnas, la música se vertía imperiosamente, a un volumen elevado y con un tono agudo.
Sentí la excitación de quien se acerca al santuario de algún misterio supremo, cuando atravesé las paredes de aquel edificio. Gente, que debería haber venido de muchos mundos o dimensiones diferentes, entró conmigo o junto a mí, a través de las titánicas columnatas, cuyos pilares estaban grabados con runas indescifrables y enigmáticos bajorrelieves. Los habitantes de la ciudad, oscuros y colosales, estaban parados o moviéndose, ocupados como los demás en sus propios asuntos. Ninguno de estos seres habló, ni para dirigirse a mí ni a ninguno de los otros; y, aunque me miraron varios por casualidad, mi presencia era, evidentemente, dada por supuesto.
No existen palabras para transmitir la incomprensible maravilla de todo ello. ¿Y la música? Además, he fracasado por completo en describir esto. Era como si algún maravilloso elixir se hubiese transformado en ondas sonoras…, un elixir que concediese el regalo de una vida sobrehumana y los sueños, elevados y magníficos, que son soñados por los inmortales. Mientras me acercaba a su oculta fuente, se me subía a la cabeza como una borrachera sobrenatural.
Ignoro qué oscuro aviso me impulsó a llenarme los oídos de algodón antes de avanzar más. Aunque aún podía oírla, aún podía notar su peculiar y penetrante vibración, el sonido se volvió apagado cuando hice esto, y su influencia fue menos poderosa a partir de entonces. Caben pocas dudas de que le debo mi vida a esta sencilla y doméstica precaución.
La incesante fila de columnas se oscureció un rato, como el interior de una larga caverna basáltica; y entonces, a alguna distancia adelante, noté el brillo de una luz suave en el suelo y los pilares. El brillo enseguida se convirtió en un resplandor rebosante, como si en el corazón del templo se hubiesen encendido lámparas gigantescas; y las vibraciones de la música oculta pulsaron mis nervios con más fuerza.
El pasillo terminaba en una cámara de anchura inmensa, indefinida, cuyas paredes y techo eran inciertos a causa de las sombras incesantes.
En el centro, en medio del pavimento de losas gigantescas, había un foso circular sobre el que parecía flotar una fuente de llamas, que se levantaban en un único chorro perpetuo, que se alargaba lentamente.
Esta llama era la única iluminación; y, además, era la fuente de la música fogosa y ultraterrena. Incluso con mis oídos ensordecidos a propósito, me sentí atraído por la dulzura, penetrante y rutilante, de su canto; y sentí la atracción voluptuosa y esa gran alegría vertiginosa.
Supe inmediatamente que el lugar era un santuario, y que los seres transdimensionales que me acompañaban eran peregrinos visitantes. Los había por docenas…, quizá centenares. Pero todos quedaban empequeñecidos en la inmensidad cósmica de aquella cámara. Se reunían ante la llama en distintas actitudes de culto; inclinaban sus cabezas exóticas o hacían gestos misteriosos de adoración con manos y miembros inhumanos. Y las voces de varios de ellos, profundas como tambores resonantes o agudas como el chirrido de insectos gigantes, eran audibles entre el cantar de la llama.
Hechizado, avancé y me uní a ellos. Dominado por la música y la visión de la llama que se levantaba, presté tan poca atención a mis extraños compañeros como ellos me prestaron a mí.
La fuente se levantó y se levantó, hasta que su luz parpadeó en los miembros y en los rasgos de las colosales estatuas entronadas detrás de ella… de héroes, dioses o demonios de ciclos anteriores de un tiempo extraño, mirando en su piedra un crepúsculo de misterio ilimitado. El fuego era blanco y deslumbrante, tan puro como el corazón central de una estrella; me cegó, y, cuando aparté mis ojos, el aire estaba lleno de redes de colores intrincados, con arabescos que cambiaban rápidamente, cuyos muchos colores desacostumbrados y sus dibujos eran tales como un ojo mundano nunca ha contemplado jamás. Noté un calor estimulante que me llenaba, hasta la propia médula de los huesos, con una vida más intensa.
La música se elevaba con la llama; y comprendí ahora su ascensión y caídas recurrentes. Mientras miraba y escuchaba, un pensamiento loco nació en mi mente…, el pensamiento de lo maravilloso y gozoso que sería correr adelante y tirarse de cabeza en la llama que cantaba. La música parecía decirme que, en ese momento de ardiente disolución, encontraría toda la delicia y el triunfo, todo el esplendor y la alegría que me había prometido de lejos.
Me cortejaba, me rogaba con tonos de una melodía celeste; y, a pesar del taponamiento de mis oídos, la atracción resultaba prácticamente irresistible.
Sin embargo, no me había privado de toda mi cordura. Con un repentino espasmo de terror, como alguien que ha estado tentado de lanzarse desde un elevado precipicio, me aparté. Entonces, vi que el mismo terrible impulso era compartido por algunos de mis compañeros. Las dos entidades con alas escarlatas, a quienes he mencionado anteriormente, estaban de pie un poco apartadas del resto de nosotros. Ahora, con un gran aleteo, se levantaron y volaron hacia la llama como polillas a una vela. Durante un momento, la luz brilló roja a través de sus alas translúcidas, antes de que desapareciesen en la incandescencia saltarina, que soltó una breve llamarada y después ardió como antes.
Entonces, en rápida sucesión, cierto número de otros seres, quienes representaban las tendencias más opuestas de la biología, se echaron adelante y se inmolaron en la llama. Había criaturas con cuerpos translúcidos, y algunas que brillaban con todas las tonalidades de un ópalo; había colosos alados, y titanes que avanzaban como con botas de siete leguas; y había un ser con inútiles alas malogradas que, más que correr, se arrastró para buscar la misma gloriosa condena que el resto. Pero, entre ellos, no había ninguno de los habitantes de la ciudad, que sencillamente estaban de pie y miraban, tan impasibles y parecidos a estatuas como siempre.
Vi que la fuente había alcanzado ahora su mayor altura y estaba empezando a declinar. Se hundió, lenta pero continuamente, hasta la mitad de su elevación anterior. Durante este intervalo, no hubo más actos de autosacrificio, y varios de los seres junto a mí dieron la vuelta abruptamente como si hubieran vencido el hechizo letal. Una de las entidades altas con armadura, mientras se marchaba, se dirigió a mí con palabras que eran como notas de clarín, con un tono inconfundible de advertencia. Con un gran esfuerzo de la voluntad, en un revoltijo de emociones conflictivas, le seguí. A cada paso, la locura y el delirio de la música se enfrentaban con mi instinto de autoconservación. Más de una vez, comencé a retroceder. Mi viaje a casa fue tan borroso e incierto como los vagabundeos de un hombre sumido en un trance de opio; y la música cantaba detrás de mí y me hablaba del placer que había perdido, de la ardiente disolución cuyo breve instante era mejor que evos de vida mortal.
9 de agosto. He intentado comenzar un nuevo cuento, pero no he progresado. Cualquier cosa que puedo imaginar, o expresar con palabras, parece vulgar y pueril frente al mundo de misterio inescrutable al que he encontrado la entrada. La tentación de volver es más convincente; la llamada de la música que recuerdo, más dulce que la voz de la mujer amada. Y siempre me encuentro atormentado por el problema que representa todo ello, y molesto por lo poco que he visto y comprendido. ¿Qué fuerzas son esas cuya existencia y funcionamiento apenas he captado? ¿Quiénes son los habitantes de la ciudad? ¿Y quiénes son los seres que visitan la llama en el santuario? ¿Qué rumor o leyenda les ha atraído desde sus exóticos reinos o lejanos planetas hasta aquel lugar de peligro y destrucción inenarrables? ¿Y qué es la fuente misma, cuál es el secreto de su atracción y de su mortífero canto? Estos problemas admiten infinitas hipótesis, pero ninguna solución concebible.
Estoy planeando regresar una vez más…, pero no solo. Alguien debe acompañarme esta vez, como testigo de la maravilla y del peligro.
Todo es demasiado extraño como para ser creído…, debo tener una corroboración humana de lo que he visto, sentido y conjeturado. Además, puede que otro entienda donde yo no he conseguido hacer más que captar.
¿A quién llevaré? Será necesario invitar a alguien que venga desde el mundo exterior…, alguien de una gran capacidad estética e intelectual. ¿Se lo pediré a Philip Hastane, mi compañero escritor de ficción? Él se hallará demasiado ocupado, me temo. Pero está el artista californiano, Félix Ebbonly, quien ha ilustrado varias de mis novelas de fantasía. Ebbonly, si puede venir, sería el hombre adecuado para ver y apreciar la nueva dimensión. Con su inclinación hacia lo raro y lo sobrenatural, el espectáculo de la llanura y de la ciudad, de los edificios como de Babel, y de los paseos, y el templo de la llama, le fascinarán. Le escribiré inmediatamente a su dirección de San Francisco.
12 de agosto. Ebbonly está aquí…; las pistas misteriosas en mi carta, referidas a nuevos temas pictóricos dentro de su propia línea, eran demasiado provocativas como para que él se resistiese. Ahora, se lo he explicado por completo y le he hecho una narración detallada de mis aventuras. Noto que está un poco incrédulo, lo que a duras penas puedo echarle en cara. Pero no continuará estando incrédulo durante mucho tiempo, porque mañana visitaremos juntos la ciudad de la llama que canta.
13 de agosto. Debo reunir mis desordenadas facultades. Debo elegir mis palabras y escribir con el mayor cuidado. Esta será la última entrada en el diario, y lo último que nunca escribiré. Cuando haya terminado, envolveré mi diario y se lo enviaré a Philip Hastane, que podrá hacer con él lo que considere adecuado.
Me llevé a Ebbonly a la otra dimensión hoy. Se sintió impresionado, como yo me sentí, ante los dos pedrejones aislados de la Colina del Cráter.
—Parecen los extremos gastados de columnas colocadas por dioses prehumanos —comentó—; estoy comenzando a creerte ahora.
Le dije que fuese primero, y le indiqué el lugar por el que debía avanzar. Me obedeció sin vacilar, y tuve la singular experiencia de ver a un hombre desaparecer en la nada, instantánea y completa.
Un momento estaba ahí… y, al siguiente, sólo estaba el suelo vacío y los distantes alerces, cuya panorámica su cuerpo había obstruido. Le seguí. Y le encontré de pie en la hierba violeta, incapaz de hablar a causa del pasmo.
—Esto es la clase de cosa cuya existencia, hasta el momento, sólo había sospechado, y de lo que tan sólo había sido capaz de transmitir pistas por medio de mis dibujos más imaginativos —dijo por fin.
Hablamos poco mientras seguimos la fila de pedrejones monolíticos en dirección a la llanura. Lejos en la distancia, más allá de los elevados y señoriales árboles de suntuoso follaje, los vapores marrón dorado se habían abierto, mostrando las perspectivas de un horizonte inmenso; y, más allá del horizonte, había una fila de esferas brillantes y ardientes, motas valoradas en las profundidades de aquel cielo ámbar. Era como si el velo de otro universo que no era el nuestro hubiese sido retirado.
Atravesamos la llanura, y, al cabo, aquella música, peligrosa y hechicera, llegó al alcance de nuestros oídos. Advertí a Ebbonly que se llenase los oídos con tapones de algodón, pero él se negó.
—No quiero apagar ninguna sensación nueva que pueda experimentar —comentó.
Entramos en la ciudad. Mi compañero sintió un auténtico rapto de placer artístico al contemplar los enormes edificios y las gentes. Podía ver, además, que la música le había dominado: su expresión pronto se volvió tan rígida y soñadora como la de un comedor de opio.
Al principio, hizo muchos comentarios sobre la arquitectura y los distintos seres que pasaban a nuestro lado, y me llamaba la atención sobre detalles en los que no me había fijado antes. Sin embargo, mientras nos acercamos al templo de la llama, su interés en observar pareció aflojarse, y fue sustituido por una concentración interior cada vez más placentera. Sus comentarios disminuyeron en número y se hicieron más breves; y ni siquiera parecía oír mis preguntas. Era evidente que el sonido le había fascinado y hechizado por completo.
Al igual que durante mi visita anterior, había muchos peregrinos dirigiéndose al santuario…, y pocos alejándose de este. La mayoría de estos pertenecía a tipos de evolución que había visto antes. Entre ellos había uno que resultaba nuevo para mí; recuerdo una espléndida criatura de alas cerúleas y doradas como las de un lepidóptero gigante, y ojos temblorosos como joyas que deberían haber sido diseñados para reflejar las glorias de un mundo semejante al Edén.
Yo también sentí, como antes, el engañoso dominio y el embrujo, la perversión, insidiosa y gradual, del pensamiento y del instinto, como sí la música estuviese actuando sobre mi cerebro como algún sutil alcaloide. Dado que había adoptado mi precaución acostumbrada, mi sumisión a su influencia era menos completa que la de Ebbonly; pero, sin embargo, era suficiente como para hacerme olvidar cierto número de cosas…, entre ellas, la preocupación inicial que había sentido cuando mi compañero se había negado a utilizar el mismo modo de protección que yo. Ya no pensaba en su peligro, ni en el mío, sino como en algo muy distante e inmaterial.
Las calles eran como el laberinto, prolongado y sorprendente, de una pesadilla. Pero la música nos conducía directamente; y siempre había otros peregrinos. Como hombres a quienes arrastra una corriente poderosa, éramos conducidos hacia nuestro destino.
Mientras atravesábamos el salón de columnas gigantescas y nos acercábamos a la morada de la fuente ardiente, una idea de nuestro peligro se solidificó momentáneamente en mi cerebro, e intenté advertir a Ebbonly una vez más. Pero todas mis protestas y admoniciones fueron inútiles: estaba tan sordo como una máquina, y completamente ajeno a nada que no fuese la música letal.
Su expresión y sus movimientos eran los de un sonámbulo. Incluso cuando le agarré y le agite con tanta fuerza como pude reunir, permaneció ajeno a mi presencia.
La multitud de los adoradores era mayor que durante mi primera visita. El chorro de llama, pura e incandescente, estaba aumentando progresivamente mientras entrábamos, y cantaba con el blanco ardor y el éxtasis de una estrella sola en el espacio. De nuevo, con tonos inefables, me habló del placer de morir como una polilla en su altiva elevación, de la alegría y el triunfo de una unión momentánea con su esencia elemental.
La llama alcanzó su punto de mayor elevación; e, incluso para mí, la atracción mesmérica era prácticamente irresistible. Muchos de nuestros acompañantes sucumbieron, y el primero en inmolarse a sí mismo fue el lepidóptero gigante. Otros cuatro, pertenecientes a diferentes tipos evolutivos, siguieron en una sucesión terriblemente rápida.
Dada mi propia sujeción parcial a la música, sumido en mi esfuerzo para resistirme a su mortífera esclavización, casi me había olvidado de la misma presencia de Ebbonly. Cuando él corrió adelante dando una serie de saltos que eran solemnes y alocados a un tiempo, como el principio de algún baile sacerdotal, era demasiado tarde como para pensar en detenerle, y se arrojó de cabeza en la llama. El fuego le envolvió, ardió durante un instante con una verdosidad más cegadora; y eso fue todo.
Lentamente, como desde centros cerebrales atontados, el horror se apoderó de mi mente consciente, y ayudó a anular el peligroso mesmerismo. Me di la vuelta, mientras otros muchos seguían el ejemplo de Ebbonly, y escapé del santuario y de la ciudad. Pero, de alguna manera, el horror disminuyó mientras me alejaba; y me encontré a mí mismo envidiando, más y más, el destino de mi compañero, y preguntándome cuáles habrían sido las sensaciones que experimentó durante el momento de disolución ardiente…
Ahora, mientras escribo esto, me pregunto por qué regresé al mundo humano. Las palabras son inútiles para describir lo que he visto y experimentado, y el cambio que me ha sobrevenido como resultado de la acción de fuerzas incalculables en un mundo que ningún otro hombre mortal conoce. La literatura no es más que la sombra de una sombra; y la vida, con su extendida acumulación de días, monótonos y reiterativos, es ahora irreal y carece de sentido en comparación con la espléndida muerte que podría haber sufrido…, la gloriosa condena que aún me aguarda. Ya no me queda fuerza de voluntad para luchar contra la música, siempre insistente, que escucho en mi memoria. Y… no parece que haya razón alguna por la cual deba luchar contra ella. Mañana regresaré a la ciudad.