La noche del regreso
Fui a la comisaría a recoger a mi esposa y fui recibido por la prensa como una estrella de rock, un presidente por mayoría absoluta y el primer hombre en la luna, todos en uno. Tuve que resistir el impulso de alzar las manos entrelazadas sobre la cabeza en el signo universal de la victoria. «Ya veo —pensé—, ahora todos fingimos ser amigos».
«Lo único que importa es que Amy está a salvo». Había estado practicando aquella frase una y otra vez. Mientras no supiera de qué lado iba a caer la tortilla, debía parecer el marido cariñoso y aliviado. Hasta estar seguro de que la policía había desmontado por completo su pegajosa telaraña de mentiras. «Hasta que sea arrestada». Aguantaría hasta entonces, hasta que sea arrestada, y entonces podría sentir cómo mi cerebro se expandía y contraía de manera simultánea (mi propio zoom cerebral a lo Hitchcock) y pensaría: «Mi esposa ha asesinado a un hombre».
—De un solo corte —había dicho el joven agente de policía asignado como enlace con la familia. (Esperaba no tener que volver a ser enlazado, con nadie, por ningún motivo). Era el mismo chaval que le había calentado la oreja a Go hablando de su caballo y su desgarro de labrum y su alergia a los cacahuetes—. Le pegó un tajo en la yugular. Un corte como ese basta para desangrarse en, yo qué sé, sesenta segundos.
Sesenta segundos es un largo rato para saber que estás muriendo. Pude imaginarme a Desi llevándose las manos al cuello, sintiendo la sangre manar entre sus dedos con cada palpitación, cada vez más aterrado mientras su pulso se iba acelerando paulatinamente… hasta que comenzó a disminuir. Sabiendo que aquello era aún peor. Y durante todo ese rato, Amy manteniéndose al límite de su alcance, estudiándolo con la expresión culpable y disgustada de una estudiante de instituto en clase de biología frente a un goteante feto de cerdo. Con su pequeño escalpelo todavía en la mano.
—Lo rajó con un viejo cuchillo de carne —estaba diciendo el chico—. El tipo solía sentarse a su lado en la cama, le cortaba los filetes y le daba de comer. —Parecía más asqueado por aquel detalle que por el tajo—. Un día, el cuchillo se escurre del plato, él no se da cuenta…
—¿Cómo usó ella el cuchillo si siempre estaba atada? —pregunté yo.
El chico me miró como si acabara de contar un chiste sobre su madre.
—No lo sé, señor Dunne, estoy seguro de que estarán averiguando los detalles en este preciso momento. El caso es que su esposa está a salvo.
Hurra. El chaval me había robado la frase.
Vi a Rand y a Marybeth a través de la puerta de la sala en la que habíamos ofrecido nuestra primera rueda de prensa hacía seis semanas. Estaban pegados el uno al otro, como siempre, Rand besando la coronilla de Marybeth, Marybeth hocicándole en el cuello, y experimenté una sensación tan aguda de agravio que a punto estuve de arrojarles una grapadora. «Fuisteis vosotros, par de gilipollas idólatras y devotos, quienes creasteis ese engendro y lo dejasteis suelto en el mundo». ¡Oh, qué felicidad, qué monstruo tan perfecto! ¿Y acaso se han visto castigados por ello? No, ni a una sola persona se le había ocurrido poner en tela de juicio sus caracteres; no habían experimentado otra cosa que no fuese una muestra continua de amor y apoyo. Ahora les devolverían a Amy y todo el mundo la amaría aún más.
Mi esposa había sido una sociópata insaciable antes. ¿En qué se convertiría ahora?
«Ten cuidado por dónde pisas, Nick, ten mucho cuidado por dónde pisas».
Rand me vio mirando y me hizo un gesto para que me acercara a ellos. Me estrechó la mano delante de un par de reporteros a los que habían concedido audiencia en exclusiva. Marybeth se mantuvo firme: yo seguía siendo el hombre que había engañado a su hija. Me dedicó un brusco asentimiento y me dio la espalda.
Rand se pegó tanto a mí que pude oler su chicle de menta.
—Debo decirte, Nick, que estamos muy aliviados de haber recuperado a Amy. También te debemos una disculpa. Una bien grande. Dejaremos que Amy decida cuáles son sus sentimientos acerca de vuestro matrimonio, pero quiero al menos disculparme por cómo se torcieron las cosas. Tienes que comprender…
—Lo hago —dije—. Lo comprendo todo.
Antes de que Rand pudiera disculparse o enrollarse más, Tanner y Betsy llegaron al unísono, luciendo como un desplegable de Vogue: pantalones sin una sola arruga, camisas en tonos joya, resplandecientes sortijas y relojes de oro. Tanner se pegó a mi oreja y susurró: «Voy a ver cómo nos deja esto». Después entró Go, aceleradísima, toda preguntas y ojos alarmados: «¿Qué significa esto? ¿Qué le ha pasado a Desi? ¿Amy simplemente ha aparecido en casa? ¿Qué significa esto? ¿Estás bien? ¿Qué va a pasar ahora?».
Fue un encuentro extraño, una sensación ligeramente distinta tanto a la de una reunión como a la de una sala de espera de hospital; una sensación de celebración nerviosa, como un juego de salón para el que nadie conocía todas las reglas. Mientras tanto, los dos periodistas a los que los Elliott habían permitido acceso al círculo íntimo seguían asaeteándome a preguntas. «¿Cómo se siente ahora que ha recuperado a Amy?», «¿Cómo de feliz se siente en este momento?», «¿Cuánto le alivia, Nick, que Amy haya vuelto?».
Me siento extremadamente aliviado y muy feliz, estaba diciendo, elaborando mi sosa declaración de relaciones públicas, cuando las puertas se abrieron y entró Jacqueline Collings, con el colorete atravesado por las lágrimas, los labios una apretada cicatriz roja.
—¿Dónde está? —me dijo—. La putilla mentirosa, ¿dónde está? Ha matado a mi hijo. Mi hijo.
Se echó a llorar mientras un periodista le sacaba un par de fotos.
—¿Cómo se siente sabiendo que su hijo ha sido acusado de secuestro y violación? —preguntó uno de los reporteros con voz acartonada.
—¿Que cómo me siento? —replicó ella bruscamente—. ¿Lo dice en serio? ¿De verdad la gente responde a ese tipo de preguntas? Esa chica perversa y desalmada manipuló a mi hijo durante toda su vida, escriba eso. Lo manipuló y mintió y finalmente lo ha asesinado e incluso ahora, después de muerto, sigue utilizándolo…
—Señora Collings, somos los padres de Amy —empezó a decir Marybeth. Intentó tocar a Jacqueline en el hombro, pero esta se la sacudió de encima—. Siento su dolor.
—Pero no mi pérdida. —Jacqueline le sacaba una buena cabeza a Marybeth; le clavó una mirada de furia desde arriba—. Pero no mi pérdida —reafirmó.
—Lo lamento… todo —dijo Marybeth al tiempo que Rand aparecía a su lado, sacándole una cabeza a Jacqueline.
—¿Qué van a hacer respecto a su hija? —preguntó Jacqueline. Se volvió hacia el joven agente de enlace, que intentó mantenerse firme—. ¿Qué se está haciendo respecto a Amy? Porque miente cuando dice que mi hijo la secuestró. Está mintiendo. Lo ha matado ella, lo asesinó mientras dormía y nadie parece estar tomándoselo en serio.
—Le aseguro que nos estamos tomando todo este asunto muy, muy en serio, señora —dijo el joven agente.
—¿Alguna declaración, señora Collings? —preguntó el periodista.
—Acabo de darle mi declaración: «Amy Elliott Dunne ha asesinado a mi hijo». No ha sido defensa propia. Lo ha asesinado.
—¿Tiene pruebas de ello?
Por supuesto, no las tenía.
El artículo del periodista narraría mi agotamiento conyugal («un rostro ojeroso revelador de las muchas noches rendidas al miedo») y el alivio de los Elliott («ambos padres sosteniéndose mutuamente mientras esperan a que su única hija les sea devuelta de manera oficial»). Abordaría la incompetencia policial («un caso marcado por los prejuicios, repleto de callejones sin salida y giros equivocados, con un departamento de policía testarudamente centrado en el hombre equivocado») y despacharía a Jacqueline Collings con una sola frase: «Tras un incómodo encuentro con los señores Elliott, una resentida Jacqueline Collings fue conminada a abandonar la estancia, afirmando la inocencia de su hijo».
Es cierto que Jacqueline fue conminada a salir de la sala, para meterla en otra donde grabarían su declaración y mantenerla lejos de otra historia mucho mejor: el regreso triunfal de la Asombrosa Amy.
Cuando Amy salió de dar su declaración, todo comenzó de nuevo. Las fotos y las lágrimas, los abrazos y las risas, todo para solaz de desconocidos que querrían ver y saber. «¿Cómo fue?», «Amy, ¿cómo te sientes tras haber escapado de tu captor y regresar junto a tu marido?», «Nick, ¿cómo te sientes tras haber recuperado a tu esposa y tu libertad todo a la vez?».
Yo permanecí en gran medida en silencio. Estaba pensando en mis propias preguntas, las mismas preguntas que llevaba años pensando, el ominoso estribillo de nuestro matrimonio: «¿Qué estás pensando, Amy? ¿Qué es lo que sientes? ¿Quién eres? ¿Qué nos hemos hecho el uno al otro? ¿Qué nos haremos?».
Manifestar su deseo de volver a casa, a su cama de matrimonio junto al infiel de su marido, fue un acto generoso, regio, por parte de Amy. Todo el mundo se mostró de acuerdo. La prensa nos siguió como si fuéramos la procesión de una boda real, bajo los neones y entre los restaurantes de comida rápida que pueblan Carthage, hasta llegar a nuestra McMansión junto al río. Qué elegancia la de Amy, qué estilazo. Una princesa de cuento. Y yo, por supuesto, era el jorobado pelotillero que se inclinaría y humillaría durante el resto de mis días. Hasta que la arrestaran. Si es que alguna vez lo hacían.
Que la hubieran dejado en libertad ya me preocupaba. Más que una preocupación, fue una conmoción. Les vi salir a todos en fila india de la sala en la que la habían estado interrogando durante cuatro horas para dejarla marchar: dos tipos del FBI con el pelo alarmantemente corto y rostros inexpresivos; Gilpin, con pinta de haber engullido el mayor chuletón de su vida; y Boney, la única con los labios apretados y una pequeña V en el entrecejo. Me miró de reojo al pasar a mi lado, arqueó una ceja y desapareció.
Después, con excesiva rapidez, Amy y yo nos encontramos de nuevo en casa, solos en el salón, observados por los resplandecientes ojos de Bleecker. Al otro lado de nuestras cortinas, los focos de las cámaras de televisión permanecían encendidos, bañando nuestro salón en un extraño resplandor anaranjado. Parecía que estuviéramos a la luz de las velas, qué romántico. Amy estaba bellísima. La odié. Tenía miedo de ella.
—No podemos dormir en la misma casa —empecé.
—Quiero quedarme aquí contigo —dijo ella agarrándome la mano—. Quiero estar con mi marido. Quiero darte la oportunidad de ser el marido que quieres ser. Te perdono.
—¿Me perdonas? Amy, ¿por qué has vuelto? ¿Por lo que dije en las entrevistas? ¿Los vídeos?
—¿No era eso lo que querías? —dijo ella—. ¿No era ese el objetivo de los vídeos? Eran perfectos. Me recordaron lo que solíamos compartir, lo especial que era.
—Me limité a decir únicamente lo que querías oír.
—Lo sé. ¡Así de bien me conoces! —dijo Amy. Resplandecía de felicidad. Bleecker comenzó a trazar ochos entre sus piernas. Amy lo cogió y lo acarició. Su ronroneo era ensordecedor—. Piensa en ello, Nick, nos conocemos. Y ahora, mejor que ninguna otra pareja en el mundo.
Era cierto que yo también había experimentado aquella sensación, durante el mes anterior, en las raras ocasiones en las que no había estado deseándole todos los males a Amy. Me sobrevenía en extraños momentos: en plena noche, al levantarme a mear o por la mañana mientras llenaba un cuenco con cereales. Detectaba un pinchazo de admiración, y más que eso, de cariño por mi esposa, justo en el centro de mi ser, en las tripas. Saber expresar en sus notas exactamente lo que yo había querido oír, hacer que volviera a enamorarme, incluso predecir todos mis pasos en falso… Amy me tenía calado hasta el tuétano. Me conocía mejor que cualquier otra persona en el mundo. Todo aquel tiempo pensando que en realidad éramos unos desconocidos y resultó que nos conocíamos intuitivamente, en los huesos, en la sangre.
En cierto modo era romántico. Catastróficamente romántico.
—No podemos retomarlo donde lo dejamos, Amy.
—No, no donde lo dejamos —dijo ella—. Donde estamos ahora. Un punto en el que me amas y nunca volverás a cometer ningún error.
—Estás loca, literalmente loca, si piensas que me voy a quedar. Has matado a un hombre —dije.
Le di la espalda y luego la imaginé con un cuchillo en la mano, apretando los labios ante mi desobediencia. Volví a girarme. Sí, a mi esposa hay que mirarla siempre de frente.
—Para huir de él.
—Has matado a Desi para crear una nueva historia que te permitiese regresar y ser amada por todos sin tener que asumir las responsabilidades de lo que hiciste. ¿No entiendes la ironía, Amy? Es lo que siempre me echaste en cara, que nunca afrontase las consecuencias de mis actos, ¿verdad? Bien, considérame debidamente aleccionado. Pero ¿qué pasa contigo? Has asesinado a un hombre, un hombre que, supongo, te amaba y te estaba ayudando, y ahora quieres que ocupe su lugar y te ame y te ayude y… no puedo. No puedo hacerlo. Y no lo haré.
—Nick, creo que has recibido ciertas informaciones erróneas —dijo Amy—. No me sorprende, teniendo en cuenta la cantidad de rumores que corren por ahí. Pero debemos olvidar todo eso. Si queremos seguir adelante. Y seguiremos adelante. Toda Norteamérica desea que lo hagamos. Es la historia que el mundo necesita en estos momentos. Nosotros. Desi es el malo. Nadie quiere dos malos. Quieren admirarte, Nick. Y el único modo de que puedas volver a ser querido es quedándote conmigo. Es la única manera.
—Cuéntame qué sucedió, Amy. ¿Estuvo Desi ayudándote en todo momento?
Amy se inflamó al oír aquello: ella no necesitaba la ayuda de ningún hombre, a pesar de que evidentemente sí la había necesitado.
—¡Por supuesto que no! —ladró.
—Cuéntamelo. ¿En qué podría perjudicarte? Cuéntamelo todo, porque tú y yo no podemos seguir adelante con esa historia fingida. Me resistiría a cada paso. Sé que ya lo has anticipado todo. No pretendo provocar que cometas un error. Estoy agotado de intentar ser más listo que tú, sé que es inútil. Solo quiero saber qué sucedió. Estaba a un paso del corredor de la muerte, Amy. Has vuelto y me has salvado y te doy las gracias por ello. ¿Me has oído? Te estoy dando las gracias, así que luego no digas que no lo hice. Gracias. Pero necesito saberlo. Sabes que necesito saberlo.
—Desnúdate —dijo Amy.
Quería estar segura de que no llevase ningún micro. Me desvestí delante de ella, hasta la última prenda, y luego Amy me inspeccionó, me pasó una mano por la barbilla y el pecho, por la espalda. Me palmeó el trasero y coló una mano entre mis piernas, me palpó los testículos y me agarró de la inerte polla, la sostuvo en la mano un momento para ver si pasaba algo. No pasó nada.
—Estás limpio —dijo. Pretendía ser una broma, un chascarrillo, una referencia fílmica de la que los dos podríamos reírnos. Cuando vio que yo no decía nada, dio un paso atrás y dijo—: Siempre me gustó verte desnudo. Me hacía feliz.
—Nada te hacía feliz. ¿Puedo volver a vestirme?
—No. No quiero tener que preocuparme de micros ocultos en las mangas o los dobladillos. Además, tenemos que ir al baño y abrir el grifo, por si acaso hubieras instalado micros en la casa.
—Has visto demasiadas películas —dije.
—¡Ja! Nunca pensé que te oiría decir eso.
Nos metimos en la bañera y abrimos el grifo de la ducha. El agua me empapó la espalda y humedeció el frontal de la camisa de Amy, hasta que se despojó de ella. Se quitó toda la ropa en un malicioso striptease, la arrojó por encima de la puerta de la ducha con el mismo ademán sonriente y juguetón que tenía cuando nos conocimos —«¡Estoy dispuesta a todo!»— y se volvió hacia mí. Esperé que sacudiera la melena sobre los hombros como hacía cuando coqueteaba conmigo, pero tenía el pelo demasiado corto.
—Ahora estamos igualados —dijo—. Me parecía de mala educación ser la única vestida.
—Creo que hace mucho tiempo que dejamos atrás la etiqueta, Amy.
«Mírala solo a los ojos, no la toques, no dejes que te toque».
Se acercó a mí, me puso una mano en el pecho, dejó que el agua goteara entre sus senos. Se lamió una salpicadura del labio superior y sonrió. Amy odiaba las salpicaduras de agua. No le gustaba mojarse la cara, no le gustaba la sensación del agua golpeando contra su carne. Yo sabía todo aquello porque estaba casado con ella, y la había manoseado y me había insinuado muchas veces en la ducha, siempre para verme rechazado. («Sé que parece sensual, Nick, pero en realidad no lo es. Es algo que la gente solo hace en las películas»). Ahora estaba fingiendo justo lo contrario, como si hubiese olvidado que la conocía. Retrocedí.
—Cuéntamelo todo, Amy. Pero primero: ¿hubo alguna vez un bebé?
El embarazo había sido mentira. Para mí aquello fue lo más desolador. La idea de que mi esposa fuese una asesina resultaba aterradora, repulsiva, pero que lo del bebé fuese mentira me resultó casi imposible de soportar. El embarazo había sido mentira, la fobia a la sangre había sido mentira… durante el último año, mi esposa había sido en gran medida una mentira.
—¿Cómo incriminaste a Desi? —pregunté.
—Encontré un poco de alambre en un rincón de su sótano. Utilicé un cuchillo de sierra para cortarlo en cuatro trozos…
—¿Te dejaba tener cuchillos?
—Olvidas que éramos amigos.
Tenía razón. Estaba pensando en la historia que le había contado a la policía: que Desi la había retenido cautiva. Se me había olvidado. Así de buena era contando historias.
—Cada vez que Desi se marchaba, me ataba los alambres todo lo fuerte que podía alrededor de las muñecas y los tobillos para que fueran dejando estos surcos.
Me mostró las escabrosas marcas de sus muñecas, como brazaletes.
—Guardé una botella de vino y me abusaba con ella cada día, para que el interior de mi vagina tuviera el aspecto… apropiado. Apropiado para una víctima de violación. Finalmente hoy le he dejado que se acostara conmigo para tener su semen y le he echado unos somníferos en el martini.
—¿Te dejaba tener somníferos?
Amy suspiró; no le estaba siguiendo el ritmo.
—Ya, erais amigos.
—Después… —Hizo un gesto como de cortarle la garganta.
—Así de fácil, ¿eh?
—Solo hay que decidir hacerlo y luego hacerlo —dijo ella—. Disciplina. Compromiso. Como con cualquier otra cosa. Tú nunca lo entendiste.
Noté que su humor se estaba tornando pétreo. No la estaba admirando lo suficiente.
—Cuéntame más —dije—. Cuéntame cómo lo hiciste.
Al cabo de una hora, el agua se enfrió y Amy quiso poner fin a nuestra conversación.
—Tendrás que reconocer que es bastante brillante —dijo.
La miré de hito en hito.
—O sea, tienes que admirarme aunque solo sea un poco —me exhortó.
—¿Cuánto tardó Desi en desangrarse hasta morir?
—Es hora de irse a la cama —dijo Amy—. Mañana podremos seguir hablando si quieres, pero ahora mismo deberíamos dormir. Juntos. Creo que es importante. Para cerrar el círculo. En realidad, para todo lo contrario.
—Amy, esta noche me voy a quedar porque no quiero tener que responder a todas las preguntas que me harán si no me quedo. Pero dormiré abajo.
Ella ladeó la cabeza, estudiándome.
—Nick, todavía puedo perjudicarte mucho, recuérdalo.
—¡Ja! ¿Más de lo que ya lo has hecho?
Pareció sorprendida.
—Oh, desde luego.
—Lo dudo, Amy.
Me dirigí hacia la puerta.
—Intento de asesinato —dijo ella.
Me detuve en seco.
—Esa fue mi primera idea, al principio. Sería una pobre esposa enferma con indisposiciones recurrentes y repentinas, hasta que se descubriese que todos aquellos cócteles que le había preparado su marido…
—Como en el diario.
—Pero después decidí que intento de asesinato no era suficiente para ti. Te merecías algo más. Aun así, no conseguí sacarme de la cabeza el envenenamiento. Me gustaba la idea de que hubieses ido llegando poco a poco al asesinato. Intentándolo primero de la manera más cobarde. Así que lo hice.
—¿Esperas que me lo crea?
—Todos aquellos vómitos, qué susto. Una esposa inocente y asustada podría haber guardado parte del vómito, solo por si acaso. Quién podría culparla por ser un poco paranoica. —Me dedicó una sonrisa de satisfacción—. Siempre hay que tener un plan alternativo para el plan alternativo.
—De verdad te envenenaste a ti misma.
—Nick, por favor, ¿te sorprende? Después de todo, me maté.
—Necesito una copa —dije, saliendo antes de que Amy pudiera decir nada más.
Me serví un escocés y me senté en el sofá del salón. Al otro lado de las cortinas, los focos de las cámaras iluminaban el jardín. Pronto dejaría de ser de noche. Había acabado por considerar el amanecer algo deprimente, sabiendo que se iba a seguir repitiendo una y otra vez.
Tanner descolgó al primer timbrazo.
—Lo mató ella —dije—. Mató a Desi porque básicamente… la estaba irritando, sometiéndola a juegos de poder, y se dio cuenta de que podía matarlo y convertirlo en su billete de regreso a su antigua vida y que podría culparle de todo. Lo asesinó, Tanner, me lo acaba de decir. Ha confesado.
—¿Imagino que no habrá tenido oportunidad de… grabar algo de algún modo? ¿Con el móvil o algo?
—Estábamos desnudos en la ducha y todo ha sido entre susurros.
—No quiero ni preguntar —dijo—. Son ustedes las dos personas más jodidas de la cabeza que he conocido en mi vida, y eso que estoy especializado en ellas.
—¿Sabemos por dónde respira la policía?
Tanner suspiró.
—Amy no ha dejado ni un solo fleco. Su historia es absurda, pero no más absurda que la nuestra. Básicamente Amy está explotando la máxima más eficaz del sociópata.
—¿Cuál es?
—Cuanto mayor la mentira, más fácil de creer.
—Vamos, Tanner, tiene que haber algo.
Me acerqué a la escalera para asegurarme de que Amy no estuviese cerca. Estábamos hablando entre susurros, pero en fin… Ahora debía andarme con ojo.
—Por ahora debemos presentar un frente unido, Nick. El retrato que ha pintado de usted sigue sin ser nada halagador. Dice que todo lo que escribió en el diario es cierto. Que todos los artilugios del cobertizo son suyos. Que los compró usted con las tarjetas de crédito, pero ahora se siente demasiado avergonzado para reconocerlo. Ella no es más que una pobre niña rica que ha vivido protegida toda su vida, ¿cómo iba a saber ella cómo adquirir tarjetas de crédito secretas a nombre de su marido? ¡Y toda esa pornografía, Dios mío!
—Me ha dicho que nunca estuvo embarazada, falseó un análisis con orina de Noelle Hawthorne.
—¡Haber empezado por ahí! ¡Eso sí es tremendo! Le apretaremos las tuercas a Noelle.
—Noelle no lo sabe.
Oí un profundo suspiro al otro lado de la línea. Tanner ni se molestó en preguntar cómo la había conseguido Amy.
—Seguiremos pensando, seguiremos buscando —dijo—. Ya saldrá algo.
—No puedo quedarme en esta casa con ese engendro. Me ha amenazado con…
—Intento de asesinato… el anticongelante. Sí, he oído que era una de las posibilidades.
—No pueden arrestarme por eso, ¿o sí? Amy dice que conservó parte de los vómitos. Como prueba. ¿De verdad podrían…?
—No forcemos las cosas por ahora, ¿de acuerdo, Nick? —dijo Tanner—. Por ahora, sígale la corriente. Odio tener que decirlo, de verdad que lo odio, pero ahora mismo es el mejor consejo legal que le puedo dar: sígale la corriente.
—¿Qué le siga la corriente? ¿Ese es su consejo? Mi equipo estrella de un solo abogado: ¿que le siga la corriente? Váyase a la mierda.
Colgué completamente furioso.
«La mataré —pensé—. Coño que sí, me cargaré a esa zorra».
Me sumí en la oscura ensoñación a la que me había entregado durante el último par de años cada vez que Amy me había hecho sentir el mayor de los desgraciados: soñaba despierto con abrirle la cabeza a martillazos hasta que dejase de hablar, hasta que por fin dejase de escupirme las palabras con las que me ninguneaba: vulgar, aburrido, mediocre, predecible, insatisfactorio, inútil, inservible. Básicamente «in». Mentalmente, la machacaba con el martillo hasta convertirla en un muñeco roto que balbucía «in, in, in» hasta quedar en silencio con un espasmo. Pero luego no me bastaba, por lo que la restauraba, dejándola como nueva para poder matarla otra vez: le rodeaba el cuello con las manos —siempre le había gustado la intimidad— y después apretaba y apretaba, sintiendo su pulso…
—¿Nick?
Me di la vuelta y Amy estaba sobre el primer peldaño de la escalera con su camisón de dormir, la cabeza ladeada.
—Sígueme el juego, Nick.