Catorce días ausente
Me desperté en el sofá de mi hermana con una resaca terrible y el deseo de asesinar a mi esposa. Algo bastante habitual en los días posteriores al interrogatorio del diario con la policía. Me imaginaba encontrando a Amy resguardada en algún spa de la Costa Oeste, sorbiendo zumo de piña en un diván, dejando flotar sus preocupaciones lejos, muy lejos, sobre un cielo de un azul perfecto; y yo sucio, maloliente tras haber cruzado el país a la carrera, plantándome delante de ella, tapándole el sol hasta que alzase la mirada; y después mis manos alrededor de su cuello perfecto, con sus tendones y sus oquedades y el pulso palpitando, urgentemente al principio, después cada vez más pausado al tiempo que nos miramos mutuamente a los ojos y al fin llegamos a un entendimiento.
Iba a ser arrestado. Si no aquel día, al siguiente; si no al siguiente, al otro. Había interpretado el hecho de que la policía me hubiese permitido abandonar la comisaría como una buena señal, pero Tanner me había desengañado:
—Sin un cadáver, resulta increíblemente difícil obtener una condena. Solo están poniendo los puntos sobre las íes, cruzando las tes. Dedique los próximos días a hacer todo lo que necesite hacer, porque una vez que se haya producido el arresto estaremos bien ocupados.
Al otro lado de la ventana podía oír el runrún de los equipos televisivos, las voces de individuos saludándose y dándose los buenos días como si estuvieran fichando en la fábrica. Las cámaras resonaban —clic-clic-clic— como incansables cigarras, retratando la fachada de la casa de Go. Alguien había filtrado el descubrimiento de mi «cueva» en terrenos de mi hermana y la inminencia de mi arresto. Ninguno de los dos se había atrevido a ojear siquiera desde detrás de una cortina.
Go entró en el cuarto con pantalones cortos de franela y una camiseta de los Butthole Surfers que tenía desde el instituto, con el portátil bajo el brazo.
—Todo el mundo vuelve a odiarte —dijo.
—Veleidosos de mierda.
—Anoche alguien filtró la información sobre el cobertizo, sobre el bolso y el diario de Amy. Ahora todo es: «Nick es un mentiroso», «Nick es un asesino», «Nick es un mentiroso asesino». Sharon Schieber acaba de realizar una declaración afirmando sentirse «muy conmocionada y decepcionada» por la dirección que está tomando el caso. Oh, y todo el mundo sabe lo del porno. El matazorras.
—El castigazorras.
—Ah, perdona. El castigazorras. Así pues: «Nick es un mentiroso asesino sádico sexual». Ellen Abbott echará espumarajos por la boca. Es una de esas cruzadas contra la pornografía.
—Por supuesto que sí —dije—. Estoy convencido de que Amy conoce perfectamente ese detalle.
—¿Nick? —dijo Go con su voz de «Despierta»—. Esto es grave.
—Go, no importa lo que piensen otras personas, debemos recordar eso —dije yo—. Lo que importa ahora mismo es qué piensa Amy. Si estoy consiguiendo ablandarla.
—Nick, ¿de verdad crees que puede pasar así de rápido de odiarte por completo a volver a enamorarse de ti?
Era el quinto aniversario de nuestra conversación sobre aquella cuestión.
—Go, sí. Sí que lo creo. Amy nunca ha sido muy ducha a la hora de detectar cuándo le están dorando la píldora. Si le dices que está guapa, sabe que no puede ser de otra manera. Si halagas su brillantez, no la estás adulando, sino reconociendo lo evidente. De modo que, sí, creo que una buena parte de ella cree a pies juntillas que solo con ser capaz de ver lo equivocado que he estado, por supuesto que volveré a estar enamorado de ella. Porque, en el nombre de Dios, ¿cómo no lo iba a estar?
—¿Y si resulta que ha aprendido a distinguir?
—Ya conoces a Amy: necesita ganar. No le cabrea tanto que le fuese infiel como que eligiera a otra por encima de ella. Querrá recuperarme aunque solo sea para demostrar que ha ganado. ¿No te parece? Verme suplicándole que regrese para que pueda adorarla como se merece… será un dulce difícil de resistir para ella. ¿No crees?
—Creo que no es mala idea —dijo Go en el mismo tono en el que le desearías buena suerte a alguien que juega a la lotería.
—Eh, si se te ocurre algo mejor, coño, no te lo calles.
Ahora nos replicábamos con brusquedad de aquella manera. Algo que nunca habíamos hecho con anterioridad. Tras descubrir la existencia del cobertizo, la policía le había apretado las tuercas a Go, sin concesiones, tal como había predicho Tanner. «¿Lo sabía? ¿Me había ayudado a hacerlo?».
Yo había esperado que regresara aquella noche a casa escupiendo tacos y furia, pero lo único que obtuve fue una sonrisa avergonzada mientras pasaba a mi lado para encerrarse en su dormitorio de la casa cuya hipoteca se había visto obligada a refinanciar para poder cubrir la tarifa mínima de Tanner.
Había puesto a mi hermana en peligro financiero y legal debido a mis pésimas decisiones. Todo el asunto generaba resentimiento en Go y vergüenza en mí, una combinación letal para dos personas atrapadas en un espacio cerrado.
Intenté abordar otro tema:
—He estado pensando en llamar a Andie ahora que…
—Ya, eso sí que sería una idea brillante, genio. Así podrá salir otra vez en Ellen Abbott…
—No salió en Ellen Abbott. Dio una rueda de prensa que reemitieron en Ellen Abbott. No es mala, Go.
—Dio la rueda de prensa porque estaba cabreada contigo, casi desearía que te la hubieras seguido follando.
—Muy bonito.
—¿Y qué le ibas a decir?
—Que lo siento.
—Ya puedes sentirlo, joder —masculló Go.
—Simplemente… odio haber terminado así.
—La última vez que viste a Andie te mordió —dijo Go en un tono de voz exageradamente paciente—. No creo que ninguno de los dos tenga nada que decirle al otro. Eres el principal sospechoso en una investigación de asesinato. Has perdido el derecho a una ruptura cordial. Me cago en todo, Nick.
Estábamos empezando a hartarnos el uno del otro, algo que nunca había imaginado que pudiera llegar a suceder. Iba más allá del simple estrés, más allá del peligro que había llevado hasta las puertas de Go. Aquellos diez segundos de hacía una semana, cuando abrí la puerta del cobertizo esperando que Go leyese mi mente como hacía siempre y en cambio ella pensó que había matado a mi mujer… No era capaz de olvidar aquello, ni ella tampoco. Había empezado a sorprenderla mirándome de vez en cuando con la misma gelidez acerada con la que miraba a nuestro padre: simplemente otro hombre de mierda ocupando espacio. Y estoy seguro de que también yo la miraba en ocasiones a través de los miserables ojos de mi padre: simplemente otra mujer atractiva que no me soporta.
Dejé escapar un largo suspiro, me levanté, le di un apretón a Go en la mano y ella me lo devolvió.
—Creo que debería volver a casa —dije. Sentí una oleada de náuseas—. No puedo seguir soportando esto. Esperar a que me arresten, no puedo soportarlo.
Antes de que Go pudiera detenerme, agarré las llaves, abrí la puerta y las cámaras comenzaron a rugir y los gritos a brotar de una multitud aún mayor de lo que había temido. «Eh, Nick, ¿mataste a tu esposa?». «Eh, Margo, ¿ayudaste a tu hermano a esconder pruebas?».
—Puta escoria —escupió Go.
Se plantó junto a mí en solidaridad, con su camiseta de los Butthole Surfers y sus pantalones cortos. Un par de manifestantes acarreaban pancartas. Una mujer con el pelo rubio estropajoso y gafas de sol agitó un cartel: «Nick, ¿dónde está AMY?».
Los gritos aumentaron en intensidad y frenesí, incitando a mi hermana. «Margo, ¿es tu hermano un mataesposas?», «¿Mató Nick a su esposa y a su bebé?», «Margo, ¿eres sospechosa?», «¿Mató Nick a su mujer?», «¿Mató Nick a su hijo?».
Permanecí inmóvil, intentando plantar cara, negándome a refugiarme nuevamente en la casa. De repente, Go se agachó a mi lado y abrió un grifo cercano a los escalones de entrada. Cogió la manguera —un chorro enérgico y continuo— y la volvió contra todos aquellos cámaras y manifestantes y guapos periodistas con sus elegantes trajes para salir en televisión, los roció como si fueran animales.
Me estaba dando fuego de cobertura. Eché a correr hacia el coche y salí pitando de allí, dejándoles goteando en el jardín mientras Go reía estruendosamente.
Tardé diez minutos en llegar desde el inicio de mi camino de entrada hasta el garaje, avanzando lenta, muy lentamente, centímetro a centímetro, apartando el furioso océano de seres humanos. Además de las unidades móviles, había al menos veinte manifestantes frente a mi casa. Mi vecina Jan Teverer era una de ellos. Me vio mirándola a la cara y me apuntó con su pancarta: «¿DÓNDE ESTÁ AMY, NICK?».
Finalmente, conseguí entrar y la puerta del garaje bajó con un zumbido. Me quedé sentado en el recalentado suelo de hormigón, respirando.
Allá donde fuera, me sentía como en una cárcel. Puertas abriéndose y cerrándose, abriéndose y cerrándose, y un continuo sentimiento de inseguridad.
Pasé el resto del día imaginando cómo mataría a Amy. Era lo único en lo que podía pensar. Me veía aplastando sus hacendosos sesos. Una cosa tenía que reconocerle: puede que el último par de años hubiera estado adormilado, pero ahora me sentía jodida y completamente despierto. Volvía a ser eléctrico, igual que durante los primeros días de nuestro matrimonio.
Quería hacer algo, provocar que sucediese algo, pero no había nada que hacer. A última hora de la tarde, los equipos de televisión se habían marchado, pero no podía arriesgarme a salir de casa. Quería pasear. Me conformé con recorrer la habitación de un extremo a otro. Estaba peligrosamente tenso.
Andie me había clavado un puñal en la espalda, Marybeth se había vuelto en mi contra, Go había perdido una medida crucial de fe. Boney me había atrapado. Amy me había destruido. Me serví una copa. Le di un trago, apretando los dedos alrededor de las curvas del vaso, después lo arrojé contra la pared, vi el cristal explotar como fuegos artificiales, oí el tremendo impacto, olí la nube de bourbon. Rabia en los cinco sentidos. «Esas putas zorras».
Toda la vida había intentado ser un tío decente, un hombre que admiraba y respetaba a las mujeres, un tipo sin complejos. Y allí estaba, pensando cosas desagradables sobre mi melliza, mi suegra, mi amante. Imaginando abrirle la cabeza a mi esposa.
Alguien llamó a la puerta, un pam-pam-pam estridente y furioso que me sacó de mi pesadillesco ensimismamiento.
Abrí la puerta de par en par, recibiendo furia con furia.
Era mi padre, de pie sobre mis escalones de entrada como un espantoso espectro conjurado por mi odio. Sudoroso, la respiración pesada. Se había arrancado una manga de la camisa e iba completamente despeinado, pero los ojos tenían su acostumbrada oscura perspicacia que le hacía parecer malévolamente cuerdo.
—¿Está aquí? —preguntó bruscamente.
—¿Quién, papá? ¿A quién estás buscando?
—Ya sabes a quién.
Entró apartándome de un empujón y se dedicó a recorrer el salón, dejando un reguero de barro, con los puños apretados y el centro de gravedad completamente desplazado hacia el frente, obligándolo a seguir avanzando si no quería caer al suelo, mascullando: «Zorrazorrazorra». Olía a menta. A menta de verdad, no artificial, y vi un manchurrón verde en sus pantalones, como si hubiera pisoteado el parterre de alguien.
—Esa zorra esa pequeña zorra —siguió mascullando.
Atravesó el comedor hasta llegar a la cocina, encendiendo luces. Un bicho de agua trepó apresuradamente por la pared.
Lo seguí, intentando calmarlo: «Papá, papá, por qué no te sientas, papá, ¿quieres un vaso de agua? Papá…». Bajó las escaleras. De sus zapatos caían pegotes de barro. Mis manos se convirtieron en puños. Por supuesto que aquel cabrón tenía que aparecer para empeorar aún más las cosas.
—¡Papá! ¡Maldita sea, papá! No hay nadie aparte de mí. Estoy solo.
Él abrió la puerta del cuarto de invitados, después volvió a subir al salón, ignorándome.
—¡Papá!
No quería tocarlo. Temía darle un puñetazo. Temía echarme a llorar.
Le corté el paso cuando intentó subir al dormitorio de la primera planta. Pegué una mano contra la pared, la otra contra la barandilla. Una barricada humana.
—¡Papá! Mírame.
Sus palabras surgieron en un furioso torrente de saliva:
—Díselo, dile a esa zorra asquerosa que esto no ha acabado. Ella no es mejor que yo, díselo. No es demasiado buena para mí. No tiene derecho a decidir. Esa sucia zorra tendrá que aprender…
Juro que por un instante vi un destello blanco y experimenté un momento de claridad absoluta y discordante. Por una vez dejé de intentar bloquear la voz de mi padre y permití que palpitara en mis oídos. No era como él: no odiaba y temía a todas las mujeres. Mi misoginia se limitaba a una sola. Si solo despreciaba a Amy, si centraba toda mi ira y mi furia y mi veneno en la única mujer que se lo merecía, aquello no me convertía en mi padre. Me convertía en una persona cuerda.
«Pequeña zorra pequeña zorra pequeña zorra».
Nunca había odiado más a mi padre que en aquel momento por hacerme amar sinceramente aquellas palabras.
«Puta zorra puta zorra».
Lo agarré del brazo, con fuerza, lo metí a empujones en el coche y cerré de un portazo. Él siguió repitiendo su cantinela durante todo el trayecto hasta Comfort Hill. Aparqué junto a la residencia en la entrada reservada para ambulancias, salí del coche, abrí la puerta, saqué a mi padre de un tirón en el brazo y le obligué a caminar hasta haberle dejado al otro lado de las puertas automáticas.
Después me di la vuelta y regresé a casa.
«Puta zorra puta zorra».
Pero no podía hacer ninguna otra cosa salvo rogar. La zorra de mi mujer me había dejado con el patético culo al aire, rogándole que regresara a casa. En la prensa escrita, en internet, en televisión, donde fuese, lo único que podía hacer era esperar que mi esposa me viera interpretando al buen marido, pronunciando las palabras que deseaba oírme decir: «Capitulación, completa. Tú tienes razón y yo soy quien se equivoca, siempre. Vuelve a casa conmigo (jodida zorra). Vuelve a casa para que pueda matarte».