AMY ELLIOTT DUNNE

Diez días ausente

He tomado la decisión: hago la llamada. El encuentro no podrá tener lugar hasta esta tarde —hay complicaciones predecibles—, por lo que dedico el día a prepararme y acicalarme.

Me aseo en el cuarto de baño de un McDonald’s —jabón verde sobre toallas de papel húmedas— y me pongo un vestido barato y vaporoso. Pienso en lo que voy a decir. Estoy sorprendentemente entusiasmada. La vida de desharrapada me estaba empezando a desgastar: la lavadora compartida en cuyo interior siempre ha quedado atascada alguna prenda mojada de ropa interior de otra persona que debe ser retirada con dedos dubitativos formando una pinza; la esquina de la moqueta de mi cabaña, siempre misteriosamente húmeda; el goteo del grifo del lavabo.

A las cinco en punto, conduzco en dirección norte hacia el lugar de encuentro, un casino ribereño llamado Horseshoe Alley. Aparece de la nada como una maraña de parpadeantes neones en medio de un bosque poco poblado. Llego quemando los vapores (un cliché que nunca había puesto en práctica). Aparco y estudio el panorama: una migración de ancianos se arrastra hacia las luces brillantes como insectos sobre muletas y andadores, dando tirones a sus tanques de oxígeno. Entre los grupos de octogenarios, un trajín de muchachos enardecidos y excesivamente engalanados que han visto demasiadas películas sobre Las Vegas e ignoran lo patéticos que resultan, intentando imitar el estilo del Rat Pack con trajes baratos en los bosques de Missouri.

Paso bajo una deslumbrante marquesina que anuncia —dos noches exclusivamente— la reunión de un grupo de doo-wop de los cincuenta. En el interior, el casino es gélido y hermético. Las tragaperras crujen y tintinean con alegres gorjeos electrónicos, incongruentes con las caras mortecinas y hundidas de los individuos que aguardan sentados frente a ellas, fumando cigarrillos sobre sus oscilantes máscaras de oxígeno. Dentro moneda dentro moneda dentro moneda ding-ding-ding. Dentro moneda dentro moneda. El dinero que malgastan irá a parar a las mal financiadas escuelas públicas en las que estudian sus aburridos y atolondrados nietos. Dentro moneda dentro moneda. Un grupo de jóvenes borrachos pasa dando tumbos, una despedida de soltero, los labios húmedos de beber chupitos; ni siquiera se fijan en mí, regordeta y con mi peinado Dorothy Hammill. Están hablando de chicas, queremos chicas, pero aparte de mí, las únicas chicas que veo son de oro. Los muchachos subsanarán su decepción bebiendo e intentarán no matar a otros conductores en el trayecto de vuelta a casa.

Espero en un bar situado al extremo izquierdo del vestíbulo, tal como hemos acordado, y observo al antiguo grupo de adolescentes cantar para su canoso público, que aplaude, chasquea los dedos al compás y sumerge sus retorcidos dedos en cuencos de cacahuetes. Los esqueléticos cantantes, consumidos bajo esmóquines brillantes por el desgaste, giran lenta y cuidadosamente sobre caderas operadas, la danza de los moribundos.

El casino me había parecido un lugar apropiado, justo al lado de la carretera y lleno de borrachos y ancianos, los cuales no suelen caracterizarse por su perspicacia. Pero ahora me noto agobiada y nerviosa, consciente de la presencia de cámaras en cada esquina, de puertas que podrían cerrarse herméticamente.

Estoy a punto de marcharme cuando aparece él.

—Amy.

He llamado al devoto Desi para que acuda en mi ayuda (y sea mi cómplice). Desi, con el que nunca he perdido el contacto del todo, y el cual —a pesar de lo que le he contado a Nick, a mis padres— no me inquieta en lo más mínimo. Desi, otro hombre junto al Mississippi. Siempre supe que podría acabar siéndome útil. Es bueno tener al menos un hombre al que poder usar para lo que sea. Desi es del tipo caballero andante. Adora a las damiselas en apuros. Con el paso de los años, después de Wickshire, cada vez que hablábamos le preguntaba acerca de su novia más reciente y, fuese quien fuese, él siempre decía: «Oh, por desgracia no le van muy bien las cosas». Pero sé que para Desi no era ninguna desgracia, sino todo lo contrario: los desórdenes alimenticios, las adicciones a los analgésicos, las depresiones severas. Nunca es más feliz que cuando se encuentra junto a un lecho. No en la cama, sino simplemente sentado al lado, con un tazón de caldo o un vaso de zumo y un tono de voz amablemente almidonado: «Pobrecilla».

Ahora está aquí, deslumbrante con un traje blanco de mediados de verano (Desi cambia de guardarropa mensualmente; la ropa apropiada para junio no tiene por qué valer para julio. Siempre he admirado la disciplina y la precisión sartorial de los Collings). Tiene buen aspecto. Yo no. Soy demasiado consciente de mis gafas húmedas, los kilos extra que se acumulan en mi cintura.

—Amy. —Me roza la mejilla, después me da un abrazo. No un estrujón, Desi nunca aprieta, es más como verse envuelta en algo hecho a medida para ti—. Cielo. No te puedes ni imaginar. Tu llamada. Pensaba que había perdido la cabeza. ¡Pensaba que estaba delirando! Había soñado despierto con ello, que de algún modo estabas viva y entonces… Tu llamada. ¿Estás bien?

—Ahora sí —digo—. Ahora me siento segura. Ha sido espantoso.

Y entonces me echo a llorar, lágrimas de verdad, lo cual no había formado parte del plan, pero me proporcionan tal alivio y encajan de manera tan perfecta en el momento que me permito dejarme llevar por completo. El estrés me abandona gota a gota: el coraje para llevar a cabo el plan, el temor a ser capturada, la pérdida del dinero, la traición, el maltrato, el puro disparate de hallarme completamente sola por primera vez en mi vida.

Estoy bastante guapa tras una llorera de unos dos minutos; si se prolonga más allá, me empieza a gotear la nariz y se me hincha el rostro, pero antes de eso mis labios se vuelven más plenos, los ojos más grandes, las mejillas sonrosadas. Cuento mientras lloro sobre el almidonado hombro de Desi: «Uno Mississippi, dos Mississippi» —otra vez ese río— y contengo las lágrimas en cuanto llego al minuto y cuarenta y ocho segundos.

—Siento no haber podido llegar antes, cielo —dice Desi.

—Sé lo ocupado que te tiene siempre Jacqueline —objeto.

La madre de Desi es un tema sensible en nuestra relación.

Desi me examina.

—Se te ve muy… diferente —dice—. La cara tan plena, particularmente. Y tu pobre pelo está… —Se contiene—. Amy. Nunca pensé que pudiera sentirme tan agradecido por algo. Cuéntame qué ha pasado.

Le relato un cuento gótico de celos y furia, de rústica brutalidad del Medio Oeste, de embarazo enclaustrado, de dominación animal. De violación y pastillas, alcohol y puños. Botas vaqueras puntiagudas en el costillar, miedo y traición, apatía paternal y aislamiento. Y las últimas palabras de advertencia de Nick: «Nunca te dejaré marchar. Te mataré. Te encontraré pase lo que pase. Eres mía».

Le digo que tuve que desaparecer para garantizar mi seguridad y la de mi hijo nonato y lo mucho que necesito su ayuda. Mi salvador. Mi relato satisfará el apetito de Desi por mujeres caídas en desgracia; me he convertido en la más perjudicada de todas. Hace mucho tiempo, cuando aún estábamos en el internado, le hablé de las visitas nocturnas de mi padre a mi dormitorio: yo, vestida con un camisón rosa con volantes, clavando la mirada en el techo hasta que él terminaba. Desi me ha amado desde entonces gracias a aquella mentira. Sé que se imagina haciéndome el amor y lo cariñoso y consolador que se mostraría al penetrarme, acariciándome el pelo. Sé que me imagina llorando suavemente mientras me entrego a él.

—Nunca podré volver a mi vida anterior, Desi. Nick me mataría. Nunca me sentiré a salvo. Pero no puedo dejar que vaya a la cárcel. Solo quería desaparecer. No se me ocurrió que la policía fuese a pensar que me había asesinado.

Miro coquetamente de reojo hacia el grupo sobre el escenario, donde un septuagenario esquelético canta canciones de amor. No lejos de nuestra mesa, un tipo con la espalda bien erguida y el bigote bien recortado arroja su vaso de plástico hacia una papelera cercana a nosotros y lo clava (una expresión que aprendí de Nick). Ojalá hubiera escogido un entorno más pintoresco. Ahora el tipo me está mirando, ladeando la cabeza en un exagerado gesto de confusión. Si fuese un dibujo animado, se rascaría la cabeza con un ruido gomoso: wiik-wiik. Por algún motivo, pienso: «Parece policía». Le doy la espalda.

—Nick es lo último de lo que debes preocuparte —dice Desi—. Deja que sea yo quien se preocupe y quien se encargue de todo.

Desi tiende una mano hacia mí, un antiguo gesto. Quiere ser el guardián de mis preocupaciones; un juego ritual al que jugábamos de adolescentes. Hago como que dejo algo sobre su palma y él cierra el puño y lo cierto es que me siento mejor.

—No, de todo no. Espero que Nick muera por lo que te ha hecho —dice Desi—. En una sociedad cuerda, lo haría.

—Bueno, pero vivimos en una sociedad desquiciada, así que necesito seguir escondida —digo yo—. ¿Te parece horrible por mi parte? —Ya sé la respuesta.

—Cariño, por supuesto que no. Estás haciendo lo que te han obligado a hacer. Sería una locura pretender cualquier otra cosa.

No pregunta nada sobre el embarazo. Sabía que no lo haría.

—Eres el único que lo sabe —digo.

—Cuidaré de ti. ¿Qué puedo hacer?

Finjo reticencia, me muerdo el labio, aparto la mirada y luego vuelvo a posarla en Desi.

—Necesito dinero para sobrevivir una temporada. Había pensado buscar trabajo, pero…

—Oh, no, no hagas eso. Estás en todas partes, Amy. En todos los noticiarios, en todas las revistas. Alguien acabaría por reconocerte. Incluso con este nuevo corte deportivo —dice, tocándome el pelo—. Eres una mujer hermosa, y para una mujer hermosa no es fácil desaparecer.

—Por desgracia, creo que tienes razón —digo—. No quiero que pienses que me estoy aprovechando. Simplemente no sabía a quién más…

La camarera, una morena normal y corriente disfrazada de morena atractiva, se dirige hacia nosotros y deja las bebidas sobre la mesa. Aparto la cara para que no me vea y me doy cuenta de que el curioso del bigote se ha acercado un poco más y me está observando con media sonrisa. Estoy desentrenada. La Vieja Amy nunca habría venido a este lugar. Tengo el cerebro embotado por culpa de la Coca-Cola light y de mi propio olor corporal.

—Te he pedido un gin-tonic —digo.

Desi pone una delicada mueca de disgusto.

—¿Qué? —pregunto, pero ya conozco la respuesta.

—Esa es mi bebida de primavera. Ahora tomo Jack con ginger ale.

—Pues te pedimos uno de esos y ya me tomo yo la ginebra.

—No, está bien, no te preocupes.

El mirón vuelve a aparecer en la periferia de mi campo visual.

—Ese tipo, el tipo del bigote… No mires, pero… ¿me está observando?

Desi mira rápidamente por el rabillo del ojo, niega con la cabeza.

—Está observando a los… cantantes. —Pronuncia esta última palabra dubitativamente—. Lo que necesitas no es solo dinero. Acabarás cansándote de todo este subterfugio. De no poder mirar a la gente a la cara. Viviendo entre individuos con los que, asumo, no tienes demasiado en común —dice abriendo los brazos para incluir a todo el casino—. Viviendo por debajo de tus posibilidades.

—Es lo que me espera durante los próximos diez años. Hasta que haya envejecido lo suficiente y la historia se haya olvidado y pueda sentirme cómoda.

—¡Ja! ¿Estás dispuesta a seguir haciendo esto diez años? ¿Amy?

—Chsss… no digas ese nombre.

—Cathy o Jenny o Megan o lo que quieras, no seas absurda.

La camarera regresa, Desi le tiende un billete de veinte y mediante un gesto le indica que se quede el cambio. La chica se aleja sonriendo. Sosteniendo el billete como si fuera una novela. Le doy un sorbo a mi combinado. Al bebé no le importará.

—No creo que Nick vaya a presentar cargos si regresas —dice Desi.

—¿Qué?

—Vino a verme. Creo que sabe que la culpa es suya…

—¿Fue a verte? ¿Cuándo?

—La semana pasada. Antes de que yo hubiera hablado contigo, gracias a Dios.

Nick ha mostrado más interés por mí estos últimos días que en los dos últimos años. Siempre he deseado que un hombre se enzarzara en una pelea por mí, una pelea sanguinolenta y brutal. Que Nick haya ido a interrogar a Desi es un buen comienzo.

—¿Qué dijo? —pregunto—. ¿Qué te pareció?

—Me pareció un perfecto gilipollas. Quería cargarme el muerto a mí. Me contó una historia loquísima sobre cómo yo…

Siempre me había gustado aquella mentira sobre Desi, lo de su intento de suicidio por mí. Había quedado sinceramente destrozado por nuestra ruptura y se mostró muy insistente y turbulento, vagando como alma en pena por el campus a la espera de que volviera a aceptarle. Así que bien podría haber intentado suicidarse.

—¿Qué dijo Nick sobre mí?

—Creo que es consciente de que nunca podrá volver a hacerte daño ahora que el mundo sabe quién eres y se preocupa por ti. Tendría que dejarte regresar sana y salva. Podrías divorciarte de él y casarte con el hombre adecuado. —Dio un trago—. Al fin.

—No puedo volver, Desi. Incluso si la gente creyese todos los abusos de Nick, seguirían odiándome a mí. Sentirían que he sido yo quien les ha engañado. Sería la mayor paria de la tierra.

—Serías mi paria y te querría sin que nada me importase y te protegería de todo —dice Desi—. Nunca tendrías que enfrentarte a ningún tipo de consecuencia.

—Jamás podríamos volver a socializar con nadie.

—Podríamos marcharnos del país, si quisieras. Vivir en España, Italia, donde tú quieras, pasar los días comiendo mangos al sol. Dormir hasta tarde, jugar al Scrabble, hojear libros al azar, nadar en el mar.

—Y cuando muriese, sería una curiosa nota a pie de página, una anécdota estrafalaria. No. Tengo mi orgullo, Desi.

—No pienso permitir que vuelvas a vivir en un parque de caravanas. Y lo digo completamente en serio. Ven conmigo. Te instalaremos en la casa del lago. Está muy apartada. Te llevaré provisiones y cualquier cosa que necesites, en cualquier momento. Puedes seguir escondida, completamente sola, hasta que decidamos qué hacer.

La «casa del lago» de Desi era una mansión, y «Te llevaré provisiones» equivalía a «Serás mi amante». Noté la necesidad que emanaba de su cuerpo como ondas de calor. Él se estremeció ligeramente bajo el traje, deseando salirse con la suya. Desi era un coleccionista: tenía cuatro coches, tres casas, armarios llenos de trajes y zapatos. Le agradaría saber que me encontraba a buen recaudo bajo una campana de cristal. La fantasía de caballero andante definitiva: alejar a la maltratada princesa de sus desventuradas circunstancias y ampararla en un castillo al que nadie salvo él tenga acceso.

—No puedo hacer eso. ¿Y si por algún motivo la policía se entera y va a buscarme?

—Amy, la policía cree que estás muerta.

—No, por ahora debería seguir mi camino sola. ¿Puedes simplemente prestarme algo de dinero?

—¿Y qué pasa si digo que no?

—Entonces sabré que tu ofrecimiento de ayuda no es sincero. Que eres igual que Nick y que solo quieres poder controlarme, del modo que sea.

Desi guardó silencio y bebió apretando la mandíbula.

—Eso que has dicho es bastante monstruoso.

—Es una manera bastante monstruosa de comportarse.

—No es así como me estoy portando —dice él—. Simplemente estoy preocupado por ti. Ven a mi casa del lago y prueba. Si sientes que mi presencia te agobia, si te sientes incómoda, te marchas. Lo peor que puede pasar es que dispongas de un par de días para descansar y relajarte.

De repente el tipo del bigote está junto a nuestra mesa, con una sonrisa vacilante en el rostro.

—Disculpe, señora, ¿está usted emparentada, por algún casual, con los Enloe? —pregunta.

—No —digo, apartando la cara.

—Lo siento, es que se parece usted a…

—Somos de Canadá. Y ahora, disculpe —replica bruscamente Desi.

El tipo pone los ojos en blanco, musita un «Joder» y se vuelve junto a la barra. Pero sigue lanzándome miradas.

—Deberíamos marcharnos —dice Desi—. Te llevaré allí ahora mismo.

Se levanta.

La casa del lago de Desi tendrá una enorme cocina, tendrá un número interminable de habitaciones, habitaciones tan enormes como para hacer piruetas en plan «el dulce cantar que susurra el monte». Habrá wifi y televisión por cable —todo lo necesario para mi centro de mando— y una gran bañera y cómodos albornoces y una cama que no amenazará con venirse abajo.

También estará Desi, pero Desi es manejable.

Desde la barra, el tipo sigue mirándome, con menos benevolencia.

Me inclino sobre Desi y le beso suavemente en los labios. Tiene que parecer decisión mía.

—Eres un hombre maravilloso. Siento haberte puesto en esta situación.

—Quiero estar en esta situación, Amy.

Nos encaminamos hacia la salida, pasando frente a un bar particularmente deprimente, con televisores en todos los rincones, cuando veo a la putilla.

La putilla está dando una rueda de prensa.

Andie parece diminuta e inofensiva. Parece una canguro, y no una canguro sensual de peli porno, sino la vecinita de al lado, la que de verdad juega con los niños. Sé que esa no es la Andie real, porque la he seguido en la vida real y en la vida real lleva camisetas apretadas que resaltan sus pechos, vaqueros ajustados y el pelo largo y ondulado. En la vida real parece follable.

En la tele lleva un vestido camisero con volantes y el pelo recogido por detrás de las orejas. Tiene aspecto de haber estado llorando, a juzgar por sus pequeñas y rosadas ojeras. Parece agotada y nerviosa, pero muy guapa. Más guapa de lo que me había parecido anteriormente. Nunca la había visto así de cerca. Tiene pecas.

—Ooohhh, mierda —le dice una mujer a su amiga, pelirroja de bote.

—Oh, nooo. Ahora que había empezado a sentir lástima por el tipo —exclama la amiga.

—En mi nevera tengo basura más vieja que esa chica. Menudo cabrón.

Andie está de pie tras el micrófono, consultando a través de oscuras pestañas una declaración que tiembla como una hoja en su mano. Su labio superior brilla bajo las luces de la cámara, húmedo. Andie se lo frota con el dedo índice para secar el sudor.

—Mmm… Mi declaración es la siguiente: he tenido una aventura con Nick Dunne entre abril de 2011 y julio de este año, cuando su esposa, Amy Dunne, desapareció. Nick era mi profesor en la universidad comunitaria de North Carthage. Entablamos amistad y después la relación fue a más.

Andie hace una pausa para aclararse la garganta. Una mujer de pelo oscuro no mucho mayor que yo, que aguarda tras ella, le tiende un vaso de agua. Andie bebe rápidamente del tembloroso vaso.

—Me avergüenzo profundamente de haberme visto involucrada con un hombre casado. Va en contra de todos mis valores. Creía sinceramente estar enamorada de Nick Dunne —empieza a llorar, se le quiebra la voz— y que a su vez él estaba enamorado de mí. Me dijo que su relación con su esposa había terminado y que pensaba divorciarse en breve. Nunca supe que Amy Dunne estuviera embarazada. Estoy cooperando con la policía en la investigación de la desaparición de Amy Dunne y haré cuanto esté en mi mano para ayudar.

Su voz es diminuta, infantil. Alza la mirada hacia el muro de cámaras que tiene enfrente y parece conmocionada, vuelve a agachar los ojos. Dos manzanas rojas aparecen en sus redondos mofletes.

—Yo… yo…

Andie comienza a sollozar y su madre —la mujer tiene que ser su madre, tienen los mismos exagerados ojos de dibujo animado japonés— le pasa un brazo por el hombro. Andie continúa leyendo:

—Me arrepiento y me avergüenzo profundamente de mis actos. Y quiero pedirle disculpas a la familia de Amy por cualquier papel que pueda haber jugado en su dolor. Estoy cooperando con la policía en la investi… Oh, eso ya lo he dicho.

Muestra una sonrisa endeble y avergonzada y los periodistas le dedican pequeñas risas de ánimo.

—Pobrecilla —dice la pelirroja.

«Es una putilla, no merece compasión alguna». No puedo creer que alguien pueda sentir lástima por Andie. Literalmente me niego a creerlo.

—Soy una estudiante de veintitrés años —continúa ella—. Solo pido un poco de intimidad para poder superar este trance tan doloroso.

—Buena suerte con eso —mascullo mientras Andie se aleja y una agente de policía se niega a contestar preguntas y ambas salen de cámara.

Me sorprendo ladeándome hacia la izquierda como si pudiera seguirlas.

—Pobre chiquilla —dice la mayor de las dos mujeres—. Parece aterrorizada.

—Al final va a resultar que sí lo hizo él.

—Más de un año estuvo con ella.

—Qué cerdo.

Desi me da un codazo y abre mucho los ojos a modo de interrogante: ¿estaba yo al tanto de la aventura? ¿Me encuentro bien? Mi rostro es una máscara de furia —«Pobre chiquilla, los cojones»—, pero puedo fingir que el motivo es la traición. Asiento, sonrío débilmente. Estoy bien. Estamos a punto de marcharnos cuando veo a mis padres, agarrados como siempre de la mano, acercándose al micrófono en tándem. Mi madre parece haberse cortado el pelo recientemente. Me pregunto si debería irritarme que haya hecho una pausa en plena desaparición mía para mejorar su aspecto. Cuando alguien muere y la familia sigue adelante con su vida, siempre oyes a la gente decir: «Fulanita lo habría querido así». Yo no lo quiero así.

Mi madre habla:

—Nuestra declaración es breve y no aceptaremos preguntas después. En primer lugar, gracias por las tremendas muestras de cariño recibidas por nuestra familia. Parece que el mundo ama a Amy tanto como nosotros. Amy: echamos de menos tu afectuosa voz y tu buen humor, tu rápido ingenio y tu buen corazón. Eres, ciertamente, asombrosa. Conseguiremos que regreses con tu familia. Sabemos que lo haremos. En segundo lugar, hasta esta mañana ignorábamos que nuestro yerno, Nick Dunne, estaba teniendo una aventura. Desde el comienzo de esta pesadilla, se ha mostrado menos implicado, menos interesado, menos preocupado de lo que habría debido. Otorgándole el beneficio de la duda, atribuimos su comportamiento a la conmoción. Ahora que sabemos lo que sabemos, hemos dejado de pensar lo mismo. En consecuencia, le hemos retirado nuestro apoyo. A medida que seguimos adelante con la investigación, solo podemos desear que Amy vuelva con nosotros. Su historia debe continuar. El mundo está preparado para un nuevo capítulo.

«Amén», dice alguien.