AMY ELLIOTT DUNNE

Ocho días ausente

He vuelto empapada de los botes de choque; hemos estado más tiempo del que nos correspondía a cambio de nuestros cinco dólares porque las dos adolescentes atontadas por el sol preferían hojear revistas de cotilleos y fumar cigarrillos que obligarnos a salir del agua. Así que nos pasamos unos buenos treinta minutos en nuestros botes impulsados con motores de cortacésped, embistiéndonos mutuamente y dando locos giros hasta que nos aburrimos y nos marchamos por voluntad propia.

Greta, Jeff y yo, una extraña pandilla en un extraño lugar. Greta y Jeff se han hecho buenos amigos en solo un día, que es como se hace aquí, donde no hay otra cosa que hacer. Creo que Greta está decidiendo si convertir a Jeff en otro de sus desastrosos ligues. A Jeff le gustaría. La prefiere a ella. Ahora mismo, en este lugar, es mucho más guapa que yo. De un guapo vulgar. Viste un top de bikini y vaqueros cortados en cuyo bolsillo trasero lleva metida una camiseta para cuando quiere entrar en alguna tienda (camisetas, tallas de madera, piedras decorativas) o establecimiento (hamburguesa, barbacoa, caramelos masticables). Quiere que nos saquemos fotos en plan Viejo Oeste, pero eso no va a suceder por motivos al margen del hecho de que no quiero que los pueblerinos del lago me peguen sus piojos.

Terminamos conformándonos con un par de partidas en un decrépito minigolf. La falsa hierba está arrancada a pedazos, los cocodrilos y molinos que en otro tiempo se movían mecánicamente permanecen inmóviles. Pero Jeff hace los honores, girando las aspas, abriendo y cerrando las mandíbulas de los cocos. Algunos agujeros son simplemente intransitables: el césped enrollado como una alfombra, la granja con su atrayente ratonera socavada. Así que pasamos de hoyo en hoyo sin orden ni concierto. Ni siquiera llevamos la puntuación.

Esto habría irritado enormemente a la Vieja Amy: el desorden, la falta de objetivo. Pero estoy aprendiendo a dejarme llevar y se me da bastante bien. Me entrego con exceso de celo a mi falta de propósito, soy la perezosa alfa, una vaga «tipo A», la líder de una panda de afligidos con mal de amores que vaga sin rumbo por este solitario parque de atracciones, aprendiendo a vivir con las respectivas traiciones de nuestros seres amados. Sorprendo a Jeff (cornudo, divorciado, atrapado en un complicado acuerdo de custodia) arrugando el entrecejo al pasar frente a un Test del Amor consistente en apretar una manilla metálica para ver cómo la temperatura se va alzando desde «meramente una aventura» a «compañeros del alma». Aquella extraña ecuación —una manilla estrujada significa amor verdadero— hace que piense en la pobre y golpeada Greta, que a menudo se coloca un pulgar sobre el cardenal de su pecho como si fuese un botón que puede pulsar.

—Te toca —me dice Greta.

Está frotando su pelota contra los pantalones para secarla. Dos veces la ha enviado al foso de aguas estancadas.

Me coloco en posición, meneo el trasero una o dos veces y lanzo mi brillante pelota roja hacia la entrada de la pajarera. Desaparece un segundo y después reaparece cayendo por un tobogán hasta llegar al hoyo. Desaparecer, reaparecer. Siento una oleada de ansiedad. Todo reaparece en algún momento, incluso yo. Estoy ansiosa porque creo que mis planes han cambiado.

Hasta ahora solo he cambiado de plan en dos ocasiones. Una fue cuando la pistola. Tenía pensado obtenerla y luego, en la mañana de mi desaparición, pegarme un tiro con ella. En ningún punto vital: a través de una pantorrilla o una muñeca. Habría dejado atrás una bala manchada con mi sangre y mi carne. ¡Hubo una pelea! ¡Amy recibió un disparo! Pero entonces me di cuenta de que era demasiado exagerado incluso para mí. Dolería durante semanas y no me gusta el dolor (el corte del brazo ya está mejor, muchas gracias). Pero aun así me gustaba la idea de que hubiera un arma. Serviría como buen MacGuffin. No «Amy recibió un disparo» sino «Amy estaba asustada». De modo que me acicalé y fui al centro comercial el día de San Valentín, para asegurarme de ser recordada. No conseguí comprar ninguna, pero en lo que a cambiar de plan se refiere tampoco tuvo demasiada importancia.

La segunda es considerablemente más extrema. He decidido que no voy a morir.

Tengo la disciplina necesaria para suicidarme, pero me estomaga la injusticia. No es justo que tenga que morir. No de verdad. No quiero. No soy yo la que ha hecho algo malo.

Pero ahora el problema es el dinero. Qué absurdo que, de entre todas las cosas, mi problema tenga que ser el dinero. Pero solo dispongo de una cantidad finita: 9132 dólares a día de hoy. Necesitaré más. Esta mañana he ido a charlar con Dorothy, como siempre sosteniendo un pañuelo para no dejar huellas dactilares (le he dicho que fue de mi abuela; intento transmitirle una vaga impresión de fortuna sureña dilapidada, muy Blanche DuBois). Me he apoyado contra su mesa mientras ella parloteaba con gran detalle burocrático sobre un anticoagulante que no se puede permitir —esta mujer es una enciclopedia de medicamentos denegados— y a continuación he dicho, solo para probar las aguas:

—Sé a lo que se refiere. En una o dos semanas me habré quedado sin dinero para el alquiler de la cabaña y aún no sé de dónde lo voy a sacar.

Dorothy parpadeó dos veces hacia el televisor; tenía puesto un programa concurso en el que la gente gritaba y lloraba un montón. Se había encariñado de mí como una abuela, sin duda permitiría que me quedase allí, indefinidamente. Después de todo, la mitad de las cabañas están vacías, ¿qué daño iba a hacer?

—Será mejor que encuentres trabajo, entonces —dijo Dorothy, sin apartar la mirada de la tele.

Una concursante eligió mal y perdió el premio, un efecto de sonido de wah-wah dio voz a su dolor.

—Un trabajo, ¿cómo? ¿Qué clase de empleos puede encontrar una por aquí?

—Señora de la limpieza, canguro.

Básicamente, se suponía que debía hacer de ama de casa a cambio de dinero. Ironía de sobra como para un millón de pósters de «Aguanta ahí».

Es cierto que ni siquiera en nuestro humilde estado de Missouri había tenido que controlar los gastos. No podía salir a comprar un coche nuevo solo porque me apeteciera, pero nunca tuve que preocuparme del día a día, ni me vi obligada a cortar cupones, comprar genéricos o aprenderme de memoria el precio de la leche. Era algo que mis padres nunca se molestaron en enseñarme, me habían dejado mal preparada para el mundo real. Por ejemplo, cuando Greta se quejó de que la tienda de comestibles del muelle cobraba cinco dólares por un galón de leche, hice una mueca, porque a mí siempre me pedían diez. Me había parecido elevado, pero en ningún momento se me ocurrió que aquel adolescente granujiento estuviera limitándose a decir una cifra para ver si la pagaba.

Así que intento ajustarme a un presupuesto, pero mi presupuesto —garantizado, según internet, para durarme entre seis y nueve meses— está claramente equivocado. Y por lo tanto también yo lo estoy.

Cuando terminamos de jugar al golf —gano yo, por supuesto; lo sé porque sí estoy llevando la puntuación mentalmente— vamos al puesto de perritos calientes de al lado para comer y doblo la esquina para sacar dinero de la riñonera que oculto bajo la camisa, cuando miro de reojo hacia atrás y veo que Greta me ha seguido, sorprendiéndome justo antes de que pueda volver a guardar los billetes.

—¿Alguna vez has oído hablar de un bolso, Millonetis? —se burla.

Esto va a suponer un problema recurrente. Un individuo a la fuga necesita mucho efectivo, pero un individuo a la fuga no tiene, por definición, dónde guardar el efectivo. Afortunadamente, Greta no insiste. Sabe que aquí las dos somos víctimas. Nos sentamos al sol en el banco metálico de picnic y comemos perritos calientes: panecillos blancos envueltos alrededor de cilindros de fosfatos mojados en una salsa tan verde que parece tóxica, y puede que sea lo mejor que he comido en la vida porque soy Amy Muerta y no me importa.

—¿A ver si adivinas qué ha encontrado Jeff para mí en su cabaña? —dice Greta—. Otro libro del tipo de Crónica marciana.

—Ray Bradburrow —dice Jeff.

«Bradbury», pienso yo.

—Sí, eso. La feria de las tinieblas —dice Greta—. Es bueno.

Gorjea esta última información como si fuera todo lo que puede decirse sobre un libro: es bueno o es malo. Me ha gustado o no. Nada que discutir sobre el estilo, los temas, los matices, la estructura. Solo bueno o malo. Como un perrito caliente.

—Lo leí al poco de mudarme aquí —dice Jeff—. Es bueno. Siniestro.

Me sorprende observándole y pone cara de duende, ojos desorbitados y lengua obscena. No es mi tipo —su vello facial es demasiado abundante y erizado y además hace cosas sospechosas con los peces—, pero es agradable. Atractivo. Sus ojos son muy cálidos, no como las gélidas canicas azules de Nick. Me pregunto si «Lydia» podría acostarse con él, un polvo agradable y lento, notando el peso de su cuerpo contra el mío y su aliento en mis oídos, los pelos de la barba sobre mis mejillas, no a la manera solitaria en la que folla Nick, sin conectar apenas nuestros cuerpos: en ángulo recto desde atrás o en forma de L por delante, para después saltar de la cama casi de inmediato rumbo a la ducha, dejándome palpitando en la mancha de su sudor.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? —dice Jeff.

Nunca me llama por mi nombre, como reconociendo tácitamente que ambos sabemos que he mentido. Dice «mujer» o «guapa» o «eh, tú». Me pregunto cómo me llamaría en la cama. «Nena», quizá.

—Solo estaba pensando.

—Uh-oh —dice él, y sonríe de nuevo.

—Estabas pensando en un chico, se te notaba —dice Greta.

—Quizá.

—Pensaba que habíamos acordado mantenernos alejadas de esos cretinos una temporada —dice ella—. Cuidar de las gallinas.

Anoche, tras Ellen Abbott, me hallaba demasiado excitada para volver a mi cabaña, así que compartimos media docena de cervezas e imaginamos cómo sería nuestra vida de reclusas si fuéramos las únicas heterosexuales en el campamento para lesbianas de la madre de Greta, criando gallinas y colgando la colada al sol. Objeto de un amable y platónico cortejo por parte de mujeres mayores de nudillos retorcidos y risas indulgentes. Pana, vaqueros y zuecos, sin tener que preocuparse nunca del maquillaje, el pelo o las uñas, del tamaño de los pechos o las caderas, ni tener que fingir ser la esposa comprensiva, la novia entusiasta que adora todo aquello que hace su hombre.

—No todos los tíos son unos cretinos —dice Jeff.

Greta profiere un gruñido de no mojarse.

Regresamos a nuestras cabañas sobre piernas líquidas. Me siento como un globo lleno de agua abandonado al sol. Lo único que me apetece es sentarme bajo el traqueteante aparato de aire acondicionado que tengo en la ventana y empapar mi piel en frescor mientras veo la tele. He descubierto un canal de reposiciones que no emite nada más que series de los setenta y los ochenta: Quincy, Vacaciones en el mar, Con ocho basta. Pero antes toca Ellen Abbott. ¡Mi nuevo programa favorito!

Ninguna novedad, ninguna novedad. En cualquier caso, a Ellen no le importa especular, puedes creerme. Ha reunido a toda una colección de desconocidos salidos de mi pasado que juran ser mis amigos y todos tienen cosas adorables que decir sobre mí, incluso aquellos a los que nunca agradé demasiado. Afecto post mórtem.

Llaman a la puerta y sé que han de ser Greta y Jeff. Apago la tele y allí están los dos, frente a mi puerta, perdidos sin rumbo.

—¿Qué haces? —pregunta Jeff.

—Estaba leyendo —miento.

Jeff deja un pack de seis cervezas sobre la encimera de mi cocina, seguido de cerca por Greta.

—Ah, nos había parecido oír la tele.

Tres son literalmente multitud en estas diminutas cabañas. Jeff y Greta bloquean la entrada de mi puerta durante un segundo, provocándome un espasmo nervioso —¿por qué están bloqueando la puerta?—, y después siguen moviéndose y lo que bloquean es la mesita de noche. En el interior de la mesita de noche está mi riñonera, repleta con ocho mil dólares en efectivo. Billetes de cien, de cincuenta y de veinte. La riñonera es horrenda, abultada y de color carne. No puedo llevar continuamente encima todo mi dinero —dejo unos cuantos billetes repartidos por la cabaña—, pero sí intento llevar el máximo posible, y cuando lo hago soy tan consciente de su presencia como una muchacha en la playa con una compresa extragrande. Una parte perversa de mí disfruta gastando, porque cada vez que saco un fajo de billetes de veinte es menos dinero que ocultar, menos dinero del que preocuparse por si lo pierdo o me lo roban.

Jeff enciende el televisor y Ellen Abbott y Amy llenan la pantalla. Jeff asiente, sonríe para sí.

—¿Quieres ver… Amy? —pregunta Greta.

No soy capaz de distinguir si ha usado una coma: «¿Quieres ver, Amy?» o «¿Quieres ver a Amy?».

—Nah. Jeff, ¿por qué no te traes la guitarra y nos sentamos un rato en el porche?

Jeff y Greta intercambian una mirada.

—Ooohhh… pero es lo que estabas viendo, ¿verdad? —dice Greta, señalando la pantalla, en la que aparecemos Nick y yo en una fiesta benéfica; yo llevo un vestido y el pelo recogido en un moño, de modo que me parezco más a como luzco ahora, con el pelo corto.

—Es aburrido —digo.

—Oh, a mí no me parece aburrido en lo más mínimo —dice Greta, y se deja caer de un salto sobre mi cama.

Pienso en lo estúpida que soy por haber dejado entrar a estos dos individuos. Por haber asumido que podría controlarles, cuando son criaturas feroces, acostumbradas a encontrar un punto de apoyo sobre el que hacer palanca para explotar las debilidades ajenas, siempre necesitados de más, mientras que yo soy nueva en esto. En lo de necesitar. Así es como debe de sentirse esa gente que tiene pumas en el jardín y chimpancés en la sala de estar cuando sus adorables mascotas les hacen pedazos.

—¿Sabéis qué? Si no os importa… estoy un poco de bajón. Creo que me ha dado demasiado el sol.

Parecen sorprendidos y un poco ofendidos, y me pregunto si me habré equivocado, si no serán inofensivos y yo simplemente una paranoica. Me gustaría poder creerlo.

—Claro, claro. Por supuesto —dice Jeff.

Salen de la cabaña arrastrando los pies, Jeff agarra sus cervezas. Un minuto más tarde, oigo los ladridos de Ellen Abbott desde la cabaña de Greta. Las preguntas acusadoras. «¿Por qué hizo…?». «¿Por qué no hizo…?». «¿Cómo puede explicar…?».

¿Por qué me he permitido hacer migas con nadie en ese sitio? ¿Por qué no me he mantenido apartada de todos? ¿Cómo podré explicar mis acciones si alguien me descubre?

No puedo permitir que me descubran. Si algún día me desenmascarasen, sería la mujer más odiada del planeta. Pasaría de ser la bella, amable, malograda y embarazada víctima de un cabrón egoísta y traicionero a ser la zorra amargada que explotó los corazones de todos los ciudadanos de Norteamérica. Ellen Abbott me dedicaría programa tras programa, dando pábulo a las llamadas de televidentes airados que se dedicarían a ventilar su odio: «No es sino otro ejemplo de niña rica y consentida haciendo lo que se le antoja, cuando se le antoja, sin tener en cuenta los sentimientos de nadie más, Ellen. Creo que realmente debería desaparecer de por vida… ¡en la cárcel!». Así sin más, sería como sucederían las cosas. He leído informaciones contradictorias en internet acerca de las penas por simular la muerte o por haber incriminado a tu cónyuge por dicha muerte, pero sé que la opinión pública sería unánimemente brutal. Sin importar lo que hiciera a continuación —dar de comer a huérfanos, abrazar a leprosos—, cuando muriera sería conocida como «aquella mujer que simuló su muerte e incriminó a su marido, ¿te acuerdas?».

No puedo permitirlo.

Horas más tarde, sigo despierta, pensando en la oscuridad, cuando mi puerta tiembla ligeramente, una llamada discreta. Así es como llama Jeff. Debato conmigo misma, finalmente abro, dispuesta a disculparme por mi grosería de antes. Jeff está tirándose de la barba, mirando la alfombrilla, después alza los ojos ambarinos.

—Dorothy me ha dicho que estabas buscando trabajo —dice.

—Sí. Supongo que sí. Sí.

—Tengo algo para esta noche, podría pagarte cincuenta dólares.

Amy Elliott Dunne jamás habría salido de su cabaña por cincuenta dólares, pero Lydia y/o Nancy necesita trabajar. Tengo que decir que sí.

—Un par de horas, cincuenta dólares —dice Jeff, encogiéndose de hombros—. A mí me da igual, solo se me ha ocurrido ofrecértelo.

—¿Qué hay que hacer?

—Pescar.

Estaba segura de que Jeff conduciría una camioneta, pero me guía hasta un inmaculado Ford utilitario, un coche descorazonador, el coche de un universitario recién graduado con grandes planes pero poco presupuesto, no el coche que debería conducir un adulto. Llevo el traje de baño por debajo del vestido, siguiendo sus instrucciones. («El bikini no. El de cuerpo entero, con el que puedes nadar de verdad», entonó Jeff. Yo nunca le había visto cerca de la piscina, pero conoce la existencia de mi bikini, lo cual es halagador y al mismo tiempo alarmante).

Jeff deja las ventanillas bajadas mientras conducimos a través de las boscosas colinas y el pelo se me llena de polvo de gravilla. Parece como algo salido de un vídeo de música country: la chica con el vestido de verano asomándose para disfrutar la brisa de una noche de verano en el corazón de Norteamérica. Puedo ver las estrellas. Jeff tararea intermitentemente.

Aparca en la carretera, a escasa distancia de un restaurante que sobresale por encima del lago apoyado en pilares, un local de barbacoa célebre por sus gigantescos combinados de nombre espantoso servidos en vaso de plástico: zumo de caimán, beso de barbo. Lo sé gracias a los vasos tirados que flotan junto a todas las orillas del lago, agrietados y coloridos como un neón con el logo del restaurante: Catfish Carl’s. La terraza de Catfish Carl’s descuella sobre el agua, los comensales pueden sacar puñados de pienso para gatos de unas máquinas con manivela y arrojarlos sobre las bocas abiertas de cientos de barbos gigantes que aguardan abajo.

—¿Qué vamos a hacer exactamente, Jeff?

—Tú los atrapas en la red, yo los mato. —Sale del coche y lo sigo hasta el maletero, que está lleno de neveras portátiles—. Los metemos aquí, con hielo, y los revendemos.

—Revenderlos. ¿Quién compra pescado robado?

Jeff muestra su sonrisa de gato perezoso.

—Tengo mi propia clientela.

Y entonces me doy cuenta: no es un hippie con guitarra amante de la paz como Grizzly Adams. Es un cuatrero paleto que quiere creer que es más complicado que eso.

Me pasa una red, una caja de Whiskas y un cubo de plástico manchado.

Amy no tiene la más mínima intención de tomar parte en esta ilícita transacción piscícola, pero «yo» estoy interesada. ¿Cuántas mujeres pueden decir que han formado parte de una banda de contrabandistas de pescado? «Yo» estoy dispuesta. Vuelvo a estarlo desde que morí. Me he desprendido de todas las cosas que me desagradaban o temía, de todos mis límites. «Yo» puedo hacer prácticamente cualquier cosa. Un fantasma tiene esa libertad.

Bajamos caminando el talud, por debajo de la terraza de Catfish Carl’s, hasta llegar al muelle, que flota ruidosamente sobre las olas provocadas por el paso de una motora desde la que atruena Jimmy Buffett.

Jeff me tiende una red.

—Tendremos que hacerlo deprisa. Métete en el agua, despliega la red, atrapa los peces y después pásamela. Pero ve con cuidado, porque pesarán y no dejarán de moverse. Y no grites ni nada.

—No gritaré. Pero no quiero meterme en el agua. Puedo hacerlo desde el muelle.

—Por lo menos deberías quitarte el vestido, lo echarás a perder.

—Estoy bien así.

Jeff parece mosqueado por un momento —es el jefe, yo la empleada, y hasta ahora no le he hecho ni caso—, pero luego se vuelve modestamente, se quita la camiseta y me alarga la caja de comida para gatos sin darme la cara, como si fuese tímido. Sostengo la caja con su pequeña abertura sobre el agua y de inmediato un centenar de relucientes lomos arqueados ruedan hacia mí, una avalancha de serpientes que atraviesan furiosamente la superficie con sus colas, y entonces las bocas se abren debajo de mí, los peces brincan unos sobre otros para engullir las galletitas de pienso y después, como mascotas entrenadas, alzan las caras exigiendo más.

Echo la red en mitad del banco y me siento pesadamente sobre el muelle, afianzándome para alzar la captura. Cuando estiro, la red queda repleta con media docena de barbos bigotudos y escurridizos que intentan regresar al agua frenéticamente, abriendo y cerrando las bocas entre los cuadrados de nailon, haciendo oscilar la red con sus tirones colectivos.

—¡Levántala, levántala, muchacha!

Pongo una rodilla bajo el mango de la red y la dejo en equilibrio mientras Jeff agarra un pez con ambas manos, protegidas por sendos guantes de felpa para poder mejorar su agarre. Desplaza las manos hasta llegar a la cola, después blande el pescado como una porra y le aplasta la cabeza contra un lateral del muelle. Salta la sangre. Un pequeño pero enérgico salpicón me mancha las piernas, un duro pedazo de carne me golpea el pelo. Jeff arroja el pescado al cubo y agarra otro con una fluidez propia de cadena de montaje.

Trabajamos entre gruñidos y resoplidos durante media hora, llenando cuatro redes, hasta que mis brazos parecen de goma y las neveras quedan repletas. Jeff coge el cubo vacío y lo llena con agua del lago que arroja sobre la sangre y las tripas para hacer que caigan sobre los rediles. Los barbos engullen las entrañas de sus hermanos caídos. El muelle queda limpio. Jeff arroja un último cubo de agua sobre nuestros pies ensangrentados.

—¿Por qué los golpeas de esa manera? —pregunto.

—No soporto verlos sufrir —dice—. ¿Un chapuzón rápido?

—Estoy bien así —digo.

—No para montar en mi coche. Vamos, un chapuzón rápido, estás más sucia de lo que crees.

Nos alejamos corriendo del muelle en dirección a una cercana playa de guijarros. Mientras yo entro torpemente en el agua hasta los tobillos, Jeff se adelanta a grandes y ruidosas zancadas y se arroja con los brazos extendidos. Tan pronto como se ha alejado lo suficiente, me desengancho la riñonera y pliego el vestido a su alrededor, dejándolo justo junto al agua con las gafas encima. Avanzo hasta notar el agua templada en los muslos, el estómago, el cuello, y entonces contengo la respiración y me sumerjo.

Nado rápido y lejos, permanezco sumergida más tiempo del que debería para recordarme cómo sería ahogarse —sé que podría hacerlo de ser necesario— y cuando salgo y tomo aire mediante una única y disciplinada bocanada, veo que Jeff se dirige rápidamente hacia la orilla, por lo que tengo que nadar rauda como una marsopa para alcanzar mi riñonera y perderme entre las rocas antes de que salga él.