NICK DUNNE

Cinco días ausente

Permanecí sentado en el creciente calor de mi coche frente a la casa de Desi, con las ventanillas bajadas, revisando el móvil. Tenía un mensaje de Gilpin: «Hola, Nick. Necesitamos vernos, ponernos al día con un par de cosas, hacerle un par de preguntas. Reúnase con nosotros a las cuatro en su casa, ¿de acuerdo? Uh… gracias».

Era la primera vez que me daban una orden. Nada de «podríamos», «nos encantaría», «si no le importa», sino «necesitamos». «Reúnase».

Eché un vistazo a mi reloj. Las tres. Mejor no llegar tarde.

Faltaban tres días para la exhibición aérea de verano —un desfile de aviones de hélice y a reacción que efectuaban rizos río arriba y río abajo, zumbando sobre los vapores llenos de turistas, haciendo que les castañetearan los dientes— y Gilpin y Rhonda llegaron en pleno apogeo de los vuelos de prácticas. Era la primera vez que volvíamos a estar los tres juntos en mi salón desde «El día de».

Mi casa se hallaba justo debajo de una de las rutas de vuelo; el ruido quedaba a medio camino entre martillo neumático y avalancha. Mis queridos policías y yo intentamos intercalar una conversación en las pausas entre estallidos sónicos. Rhonda parecía más aviar que de costumbre, adelantando una pierna, después la otra, moviendo la cabeza en todas las direcciones del salón al tiempo que posaba la mirada sobre diferentes objetos, desde distintos ángulos, como una urraca que busca forrar su nido. Gilpin acechaba cerca de ella, mordisqueándose el labio, zapateando. Incluso la estancia parecía inquieta: el sol de la tarde iluminó un atómico revoloteo de motas de polvo. Un avión a reacción pasó zumbando por encima. El ruido fue espantoso, como si se agrietara el cielo.

—Bueno, tenemos que repasar un par de cosas —dijo Rhonda cuando volvió el silencio. Gilpin y ella se sentaron como si ambos hubieran decidido de repente quedarse un rato—. Aclarar un par de cuestiones, contarle un par de novedades. Todo muy rutinario. Y como siempre, si quiere un abogado…

Pero yo ya sabía, gracias a mis series de televisión y mis películas, que solo los culpables pedían un abogado. Los esposos afligidos y preocupados no lo hacían.

—No, gracias —dije—. De hecho, tengo cierta información que compartir con ustedes. Sobre el antiguo acosador de Amy, el tipo con el que salía en el instituto.

—Desi… uh, Collins —empezó Gilpin.

—Collings. Sé que ya han hablado con él, sé que por algún motivo no les interesa demasiado, de modo que hoy precisamente he ido a visitarle. Para asegurarme de que todo fuese… normal. Y no creo que lo sea. Me parece que es alguien a quien deberían investigar. Pero investigar a fondo. Quiero decir, primero se muda a Saint Louis…

—Llevaba ya tres años viviendo en Saint Louis cuando ustedes regresaron aquí —dijo Gilpin.

—De acuerdo, pero está en Saint Louis. A una distancia cómoda en coche. Amy compró una pistola porque temía que…

—Desi está libre de sospecha, Nick. Es un tipo majo —dijo Rhonda—. ¿No le parece? Lo cierto es que me recuerda a usted. Un muchacho brillante, el pequeño de la familia.

—Soy mellizo. No el pequeño. En realidad soy tres minutos mayor.

Era evidente que Rhonda estaba intentando pincharme, ver si podía alterarme, pero incluso saberlo no bastaba para contener la oleada de rabia que me atenazaba el estómago cada vez que me acusaba de ser un niñato.

—En cualquier caso —interrumpió Gilpin—, tanto él como su madre niegan las acusaciones de acoso e incluso haber mantenido mucho contacto con Amy en estos últimos años, salvo por alguna que otra nota ocasional.

—Mi esposa podría contarles otra cosa. Desi se ha pasado años, años, escribiéndole cartas. Y luego va y aparece aquí el día de la batida, Rhonda. ¿Sabían eso? Estuvo aquí el primer día. Usted me dijo que estuviera ojo avizor, por si alguien pretendía inmiscuirse en la investigación…

—Desi Collings no es un sospechoso —interrumpió Boney, alzando una mano.

—Pero…

—Desi Collings no es un sospechoso —repitió.

La noticia escoció. Quise acusarla de haberse dejado influir por Ellen Abbott, pero Ellen Abbott era algo que probablemente más me valía no mencionar.

—De acuerdo, bueno, ¿qué pasa con todos esos… todos esos tipos que han estado monopolizando la línea de ayuda? —Me acerqué y agarré la lista de nombres y números que había tirado descuidadamente sobre la mesa del comedor. Empecé a leer nombres—. Veamos quién más ha metido baza: David Samson, Murphy Clark, ambos antiguos novios de Amy; Tommy O’Hara, Tommy O’Hara, Tommy O’Hara, eso son tres llamadas; Tito Puente, esa es solo una broma estúpida.

—¿Le ha devuelto la llamada a alguno de ellos? —preguntó Boney.

—No. ¿No es ese su trabajo? No sé a cuáles merecería la pena investigar y cuáles son simplemente tarados. No tengo tiempo para llamar a un imbécil que pretende ser Tito Puente.

—Yo no pondría demasiado énfasis en la línea de ayuda, Nick —dijo Rhonda—. Es una especie de encaje de bolillos. Por ejemplo, hemos cribado un montón de llamadas de antiguas novias de usted. Solo querían saludar. Ver qué tal estaba. La gente es así de rara.

—Quizá deberíamos empezar con nuestras preguntas —espoleó Gilpin.

—Cierto. Bueno, supongo que lo mejor será comenzar por dónde se encontraba usted la mañana que desapareció su esposa —dijo Boney, con repentina deferencia, como disculpándose.

Estaba interpretando al poli bueno y ambos sabíamos que estaba interpretando al poli bueno. A menos que de verdad estuviera de mi parte. Parece posible que alguna vez un poli pueda simplemente estar de tu parte. ¿No?

—Cuando estuve en la playa.

—¿Y aún no ha conseguido acordarse de nadie que pudiera haberle visto allí? —preguntó Boney—. Nos ayudaría mucho si pudiéramos simplemente tachar este detallito de nuestra lista.

Dejó que se impusiera un silencio de simpatía. Rhonda no era solo capaz de mantenerse callada, sino que además era capaz de impregnar la estancia con un humor de su elección, como un pulpo con su tinta.

—Créanme, eso me gustaría tanto como a ustedes. Pero no. No recuerdo a nadie.

Boney mostró una sonrisa de preocupación.

—Es extraño, les hemos mencionado a un par de personas, simplemente de pasada, que estuvo usted en la playa, y todas han coincidido en decir… Dejémoslo en que les sorprendió. Dicen que no parece propio de usted. No es un habitual de la playa.

Me encogí de hombros.

—Vamos a ver, ¿soy uno de esos tipos que se pasan el día tirados al sol? No. Pero ¿para ir a tomarme un café por la mañana? Claro.

—Eh, eso podría sernos de ayuda —dijo Boney animadamente—. ¿Dónde compró el café aquella mañana? —Se volvió hacia Gilpin como si buscara su aprobación—. Eso podría al menos ayudarnos a acotar aún más la franja temporal, ¿verdad?

—Lo preparé aquí —dije.

—Oh. —Boney arrugó el entrecejo—. Es raro, porque en la cocina no hay café. No hay café en toda la casa. Recuerdo haber pensado que me parecía raro. Una adicta a la cafeína se fija en ese tipo de cosas.

«Claro, simplemente es algo en lo que se fijó por casualidad —pensé yo—. Conozco a una policía llamada Bony Moronie… Sus tretas son tan evidentes que está claro que va a por mí…».

—Tenía en la nevera una taza que me había sobrado y lo recalenté.

Me volví a encoger de hombros: «Un detalle sin importancia».

—Ajá. Debía de llevar ahí una buena temporada. Me percaté de que no había paquetes vacíos de café en la basura.

—Un par de días. Sigue estando bueno.

Ambos nos sonreímos mutuamente: «Te tengo calada y me tienes calado. Que siga el juego». Realmente pensé aquellas palabras tan idiotas: «Que siga el juego». Y sin embargo, en cierto modo, me complacía: estaba dando comienzo la siguiente fase.

Boney se volvió hacia Gilpin con las manos sobre las rodillas y asintió ligeramente. Gilpin siguió masticándose el labio un poco más y después, al fin, señaló la otomana, la mesa de pared, la sala de estar nuevamente ordenada.

—Verá, nuestro problema es el siguiente, Nick —empezó—. Hemos visto docenas de allanamientos…

—Docenas y docenas y docenas —interrumpió Boney.

—Muchos allanamientos. Esto, toda esta zona de aquí, del salón, ¿lo recuerda? La otomana volcada, la mesa tirada, el jarrón en el suelo —plantó una foto de la escena delante de mí—, toda esta zona parecía supuestamente el escenario de una pelea, ¿verdad?

Mi cabeza se expandió y volvió a contraerse bruscamente. «Mantén la calma».

—¿Supuestamente?

—No tenía el aspecto habitual de una escena del crimen —prosiguió Gilpin—. Nos dimos cuenta desde el primer momento. Para serle sincero, parecía premeditada. En primer lugar, está el hecho de que todo el desorden estuviera tan concentrado. ¿Por qué no había nada fuera de su lugar en ninguna otra parte al margen del salón? Es raro. —Me mostró otra foto, un primer plano—. Y mire aquí: esta pila de libros. Deberían estar delante de la mesa, porque los tenían amontonados sobre la mesa, ¿verdad?

Asentí.

—De modo que cuando la mesa fue derribada, deberían haberse desparramado principalmente por delante de la misma, siguiendo la trayectoria de la caída. Sin embargo, están a un lado, como si alguien los hubiera tirado antes de derribar la mesa.

Observé la foto sin decir nada.

—Y mire esto. Esto me resulta particularmente curioso —continuó Gilpin, señalando tres finos y antiguos marcos que había sobre la repisa. Dio un par de fuertes pisotones y los tres se volcaron al unísono—. Sin embargo, de algún modo, consiguieron mantenerse firmes mientras sucedía todo lo demás.

Me mostró una foto de los marcos bien derechos. Había seguido manteniendo la esperanza —incluso después de que me pillaran en el desliz de la reserva para cenar en Houston’s— de que Boney y Gilpin fueran unos policías simplones, policías como los de las películas, palurdos de pueblo deseosos de complacer y predispuestos a fiarse del sospechoso local: «Lo que usted diga, amigo». No me habían tocado policías simplones.

—No sé qué quiere que le diga —murmuré—. Esto es completamente… Sencillamente, no sé qué pensar sobre esto. Solo quiero encontrar a mi mujer.

—Igual que nosotros, Nick, igual que nosotros —dijo Rhonda—. Pero hay otro detalle. La otomana, ¿recuerda que estaba volcada por completo? —Palmeó la rechoncha otomana, señalando sus cuatro patucas, cada una de ellas de apenas dos centímetros de altura—. Verá, este artilugio carga todo su peso en la parte inferior debido a lo pequeñas que tiene las patas. El cojín prácticamente da contra el suelo. Intente volcarlo de un empujón.

Dudé.

—Adelante, inténtelo —apremió Boney.

Le di un empujón, pero la otomana se deslizó sobre la moqueta en vez de volcarse. Asentí. Me mostré de acuerdo. Todo el peso se acumulaba en la parte inferior.

—En serio, agáchese si es necesario e intente derrumbar ese armatoste —ordenó Boney.

Me arrodillé y empujé desde ángulos cada vez más bajos, hasta que finalmente pasé una mano por debajo de la otomana y di un tirón hacia arriba. Incluso entonces cayó sobre un costado, se quedó oscilando un momento y volvió a recuperar la postura inicial; finalmente tuve que cogerla con ambas manos y volcarla manualmente.

—Extraño, ¿eh? —dijo Boney. No parecía nada sorprendida.

—Nick, ¿hizo limpieza en casa el día que desapareció su esposa? —preguntó Gilpin.

—No.

—De acuerdo, porque los técnicos hicieron una prueba con Luminol y siento tener que decirle que el suelo de la cocina se iluminó. Alguien había derramado una buena cantidad de sangre en él.

—Del tipo de Amy, B positivo —interrumpió Boney—. Y no estoy hablando de un cortecito, estoy hablando de sangre.

—Oh, Dios mío. —Un coágulo de calor apareció en mitad de mi pecho—. Pero…

—Sí, su esposa consiguió salir de este cuarto —dijo Gilpin—. Escapó sin perturbar ninguna de esas baratijas que tienen sobre la mesa, justo al lado de la puerta, y después, en teoría, se desplomó sobre el suelo de la cocina, donde perdió un montón de sangre.

—Sangre que alguien limpió después cuidadosamente —dijo Rhonda, observándome.

—Esperen. Esperen. ¿Por qué se molestaría alguien en limpiar la sangre para luego desbaratar el salón?

—Ya lo averiguaremos, no se preocupe, Nick —dijo Rhonda en voz baja.

—No lo entiendo. Simplemente no…

—Sentémonos —dijo Boney, guiándome hacia una de las sillas del comedor—. ¿Ha comido algo? ¿Le apetece un sándwich, alguna otra cosa?

Negué con la cabeza. Boney adoptaba distintos personajes femeninos por turnos: mujer enérgica, cuidadora maternal, a ver cuál le proporcionaba mejores resultados.

—¿Qué tal va su matrimonio, Nick? —preguntó Rhonda—. Quiero decir, cinco años… no falta mucho para la típica crisis de los siete.

—El matrimonio iba bien —repetí—. Va bien. No es perfecto, pero bien. Bien.

Boney arrugó la nariz. «Estás mintiendo».

—¿Creen que podría haberse fugado? —pregunté, excesivamente esperanzado—. ¿Qué podría haber simulado una escena del crimen y haberse fugado? ¿Cómo esas esposas que simplemente se marchan?

Boney empezó a enumerar razones por las que no:

—No ha utilizado su móvil, no ha usado las tarjetas de crédito ni las de débito. No hizo retiradas de dinero notables en las semanas previas.

—Y luego está la sangre —añadió Gilpin—. Quiero decir, una vez más, no quiero sonar insensible, pero ¿la cantidad de sangre derramada? Habría requerido de… Digamos que yo mismo no habría sido capaz de hacérmelo. Estamos hablando de heridas profundas. ¿Su esposa tiene nervios de acero?

—Sí. Sí los tiene.

También le tenía una profunda fobia a la sangre, pero prefería esperar a que los brillantes detectives averiguasen aquello por su cuenta.

—Parece extremadamente improbable —dijo Gilpin—. Si fuera a provocarse heridas de semejante gravedad, ¿para qué molestarse luego en fregar?

—Así que, vamos, seamos sinceros, Nick —dijo Boney, inclinándose sobre las rodillas para poder establecer contacto visual conmigo, que tenía la mirada clavada en el suelo—. ¿Cómo iban las cosas en su matrimonio de un tiempo a esta parte? Estamos de su lado, pero queremos la verdad. Lo único que le hace quedar mal es ocultarnos información.

—Teníamos nuestros baches.

Vi a Amy en el dormitorio aquella última noche, el rostro moteado como una colmena con las manchas rojas que le salían cuando se enfurecía. Escupiendo las palabras (palabras malintencionadas, desquiciadas) y yo limitándome a escuchar, intentando aceptarlas porque eran ciertas, técnicamente eran ciertas en todo lo que dijo.

—Descríbanos los baches —dijo Boney.

—Nada específico, solo desacuerdos. Quiero decir, que Amy es muy dada a los prontos. Se va guardando cantidad de cosas que le molestan y después… ¡bam! Pero luego se le pasa. Nunca nos íbamos a la cama enfadados.

—¿Ni siquiera el miércoles por la noche? —preguntó Boney.

—Nunca —mentí.

—¿Es el dinero el motivo más frecuente de sus discusiones?

—Así, a bote pronto, ni siquiera me acuerdo de por qué discutíamos. Simplemente cosas.

—¿Sobre qué cosas discutieron la noche de su desaparición? —dijo Gilpin con una sonrisa ladeada, como si hubiera pronunciado el más increíble «Te pillamos».

—Como ya les dije, estuvo lo de la langosta.

—¿Qué más? Estoy seguro de que no se pasaron una hora gritándose por una langosta.

En aquel momento, Bleecker bajó torpemente las escaleras hasta la mitad y curioseó a través de la barandilla.

—También otras cosas del hogar. Cosas de casados. La caja del gato —dije—. Quién debía limpiar la caja del gato.

—Se pusieron a discutir a gritos por la caja del gato —dijo Boney.

—Ya sabe, por el principio de la cuestión. Trabajo muchas horas y Amy no, y a mí me parece que para ella sería bueno encargarse de algunas cosas muy elementales de la casa. Lo básico para tenerla al día.

Gilpin dio un brinco como un inválido al que despiertan en mitad de la siesta.

—Está usted chapado a la antigua, ¿verdad? Yo también soy así. Se lo digo continuamente a mi mujer: «No sé planchar, no sé fregar los platos. No sé cocinar. Así que, cielo, déjame que cace a los malos, eso sí sé hacerlo, y tú pon una lavadora de vez en cuando». Rhonda, tú estuviste casada, ¿te encargabas de las tareas del hogar?

Rhonda pareció genuinamente molesta.

—Yo también cazo a los malos, idiota.

Gilpin me miró y puso los ojos en blanco; fue tan poco sutil que casi esperé que hiciera un chiste («Parece que alguien tiene la regla»).

Gilpin se frotó la vulpina mandíbula.

—Así que solo quería una esposa que se encargara de la casa —me dijo, haciendo que tal afirmación sonara razonable.

—Quería… quería lo que Amy quisiera. De verdad que no me importaba —dije apelando a Boney, la inspectora Rhonda Boney, con su aire de afabilidad que parecía auténtico al menos en parte. («No lo es», me obligué a recordar)—. Amy no conseguía decidir qué hacer con su vida aquí. No encontró trabajo y tampoco tenía ningún interés en El Bar. Lo cual me parece muy bien. «Si te quieres quedar en casa, me parece bien», le dije. Pero si se quedaba en casa, también era infeliz. Y esperaba que fuese yo quien arreglara la situación. Era como si tuviera que estar yo al cargo de su felicidad.

Boney no dijo nada, mostrándome un rostro tan carente de expresión como el agua.

—Y, vamos a ver, resulta divertido ser el héroe durante una temporada, ser el príncipe azul, pero es imposible seguir así durante mucho tiempo. No podía obligarla a ser feliz. Ella no quería serlo. Así que pensé que si empezaba a tomar las riendas de algunos pequeños detalles prácticos…

—Como la caja del gato —dijo Boney.

—Sí, limpiar la caja del gato, ir al mercado, llamar al fontanero para que viniese a arreglar ese goteo que la exasperaba.

—Guau, en lo que a obtener la felicidad respecta, suena como un plan a prueba de bombas. —Muchas risas.

—A lo que iba era a haz algo. Sea lo que sea, pero haz algo. Aprovecha en la medida de lo posible la situación. No te quedes sentada esperando a que lo solucione todo por ti.

Me di cuenta de que estaba hablando en un tono de voz elevado; casi sonaba enfadado, ciertamente molesto, pero experimenté un gran alivio. Había empezado con una mentira, la caja del gato, y la había convertido en una sorprendente explosión de pura verdad. Entendí entonces por qué los criminales hablan tanto, porque realmente sienta bien contarle tu historia a un desconocido, alguien que no se lo va a tomar como si fueran chorradas, alguien obligado a escuchar tu versión de los hechos. (Alguien que finge escuchar tu versión de los hechos, me corregí).

—Entonces, ¿la mudanza a Missouri? —dijo Boney—. ¿Trajo aquí a Amy en contra de sus deseos?

—¿En contra de sus deseos? No. Hicimos lo que teníamos que hacer. Me había quedado sin trabajo, Amy se había quedado sin trabajo, mi madre estaba enferma. Habría hecho lo mismo por Amy.

—Es fácil decirlo —musitó Boney, y de repente me recordó exactamente a Amy: las réplicas condenatorias por lo bajo, pronunciadas en el tono de voz preciso para convencerme de que las había oído pero no tanto como para jurarlo.

Y si preguntaba lo que se suponía que debía preguntar («¿Qué has dicho?»), ella siempre decía lo mismo: «Nada». Clavé una mirada en Boney, apretando los labios, y pensé: «A lo mejor esto es parte del plan, ver cómo te comportas con mujeres enfadadas e insatisfechas». Intenté obligarme a sonreír, pero aquello solo pareció repelerle más.

—¿Y podían permitírselo, que Amy dejase de trabajar? Económicamente hablando —preguntó Gilpin.

—Últimamente hemos tenido algunos problemas de dinero —dije—. Cuando nos casamos, Amy era rica, extremadamente rica.

—Ya —dijo Boney—. Los libros esos de La Asombrosa Amy.

—Sí, dieron mucho dinero en los ochenta y los noventa. Pero el editor dejó de publicarlos. Dijo que Amy había agotado su recorrido. Y todo se torció. Los padres de Amy tuvieron que pedirnos dinero prestado para evitar la ruina.

—¿Pedírselo a su esposa, quiere decir?

—Vale, de acuerdo. Y después utilizamos la mayor parte de lo que quedaba del fondo fiduciario de Amy para comprar el bar, desde entonces vivimos de mi sueldo.

—Así que, cuando se casó con Amy, ella era muy rica —dijo Gilpin.

Asentí. Estaba pensando en una narración heroica: una en la que el marido se mantiene firme junto a su mujer a través del horrible declive de su familia.

—O sea, que tenían un buen estilo de vida.

—Sí, estupendo, era genial.

—Y ahora que Amy está casi arruinada, se encuentra usted afrontando un estilo de vida muy distinto a aquel al que accedió por matrimonio. Aquel al que se apuntó.

Me di cuenta de que mi narración iba por el lado completamente equivocado.

—Porque, verá, hemos estado repasando sus finanzas, Nick, y… vaya, no pintan demasiado bien —empezó Gilpin, convirtiendo la acusación prácticamente en una muestra de preocupación.

—El Bar se defiende —dije—. Normalmente hacen falta tres o cuatro años para sacar un nuevo negocio de la zona de peligro.

—Son las tarjetas de crédito las que me han llamado la atención —dijo Boney—. Doscientos doce mil dólares en deudas acumuladas. Debo decirle que me quitó el hipo.

Me mostró un fajo de extractos bancarios marcados en rojo.

En lo que respectaba a las tarjetas de crédito, mis padres eran estrictos hasta el punto del fanatismo. Solo las utilizaban para casos muy concretos y siempre lo pagaban todo a final de mes. «No compramos lo que no podemos pagar». Era el lema de la familia Dunne.

—Nosotros no… Yo no, al menos, pero no creo que Amy tuviera… ¿Puedo ver eso? —tartamudeé mientras un bombardero que volaba bajo hizo temblar los cristales de las ventanas.

Sobre la repisa, una planta perdió cinco bonitas hojas moradas. Obligados a mantener silencio durante diez desasosegantes segundos, los tres contemplamos cómo las hojas caían aleteando al suelo.

—Y sin embargo, se supone que debemos creer que una gran pelea tuvo lugar aquí sin que se desprendiera un solo pétalo —murmuró Gilpin, asqueado.

Tomé los papeles de mano de Boney y vi mi nombre, solo mi nombre, varias versiones del mismo (Nick Dunne, Lance Dunne, Lance N. Dunne, Lance Nicholas Dunne) en una docena de tarjetas distintas, balances que iban desde los 62,78 hasta los 45 602,33 dólares, todos ellos en diferentes estados de impago, todos los encabezados atravesados por tersas amenazas impresas con tipografía ominosa: PAGUE AHORA.

—¡Joder! Pero esto es… ¡suplantación de personalidad o algo así! —dije—. No son mías. O sea, fíjense en esto: ni siquiera juego al golf. —Alguien había pagado más de siete mil dólares por un juego de palos—. Cualquiera podrá decírselo: el golf no es lo mío.

Intenté que el comentario sonara burlón («otra cosa que se me da fatal»), pero los inspectores no estaban dispuestos a morder el anzuelo.

—¿Conoce a Noelle Hawthorne? —preguntó Boney—. ¿La amiga de Amy a la que nos dijo que investigáramos?

—Espere, antes quiero hablar de las facturas, porque no son mías —dije—. En serio, por favor, tenemos que llegar hasta el fondo de este asunto.

—Lo haremos, no se preocupe —dijo Boney, inexpresiva—. ¿Noelle Hawthorne?

—Ya. Les dije que la investigaran porque anda recorriendo toda la ciudad lamentándose por Amy.

Boney arqueó una ceja.

—Parece molesto por ello.

—No, como ya les dije, lo que me parece es exageradamente afligida, en plan falso. Ostentoso. Buscando llamar la atención. Un poco obsesionada.

—Hemos hablado con Noelle —dijo Boney—. Dice que Amy estaba extremadamente preocupada por su matrimonio e inquieta por sus problemas financieros, que le daba miedo que se hubiera casado usted con ella por el dinero. Dice que a su esposa le preocupaba su temperamento.

—No sé por qué iba a decir Noelle cosas semejantes; no creo que ella y Amy hayan intercambiado más de cinco palabras en total.

—Es curioso, porque el salón de los Hawthorne está lleno de fotos de Noelle con su esposa.

Boney frunció el ceño. Yo también: ¿fotos reales de Noelle con Amy? Boney continuó:

—En el zoológico de Saint Louis el pasado octubre, en un picnic con los trillizos, en una excursión en barco un fin de semana de este último junio. Es decir, el mes pasado.

—Amy jamás ha pronunciado ni una sola vez el nombre de Noelle en todo el tiempo que llevamos viviendo aquí. Lo digo en serio.

Rastreé en mi cerebro el pasado mes de junio y recordé un fin de semana que pasé con Andie, tras haberle dicho a Amy que me marchaba de excursión con los colegas a Saint Louis. Cuando regresé a casa la encontré sonrosada y enfurruñada, tras haber pasado, según ella, un fin de semana dedicada a la mala televisión por cable y a lecturas aburridas en el muelle. ¿Y resulta que había estado en una excursión en barco? No. No se me ocurría nada que a Amy le hubiera podido interesar menos que la típica excursión del Medio Oeste en barco: cervezas oscilando en neveras portátiles atadas a canoas, música atronadora, universitarios borrachos, zonas de acampada sembradas de vómitos.

—¿Están seguros de que es mi esposa la que sale en esas fotos?

Ambos inspectores se miraron el uno al otro con expresión de «¿Habla en serio?».

—Nick —dijo Boney—. No tenemos ningún motivo para creer que la mujer idéntica a su esposa que aparece en las fotos en las que Noelle Hawthorne, madre de trillizos, la mejor amiga de Amy aquí en el pueblo, dice estar con su esposa, no sea su esposa.

—Su esposa, debería añadir, con la cual, según Noelle, se casó usted por dinero —dijo Gilpin.

—No estoy bromeando —dije yo—. Hoy día cualquiera puede manipular fotos en un portátil.

—Vale, hace apenas un minuto estaba usted convencido de que Desi Collings estaba implicado. Ahora el problema es Noelle Hawthorne —dijo Gilpin—. Se diría que estuviera buscando a alguien a quien culpar.

—¿Alguien que no sea yo, quiere decir? Por supuesto. Mire, no me casé con Amy por su dinero. Deberían hablar más a fondo con los padres de Amy. Ellos me conocen, conocen mi carácter.

«En realidad no lo saben todo», pensé, al tiempo que se me encogía el estómago. Boney me estaba escrutando; parecía lamentarlo por mí. Gilpin ni siquiera parecía estar prestando atención.

—Amplió usted la cobertura del seguro de vida de su esposa a uno coma dos millones —dijo Gilpin con falso hartazgo. Incluso se pasó una mano por encima del fino y alargado rostro.

—¡Eso fue cosa de Amy! —dije rápidamente. Ambos policías se limitaron a mirarme, esperando—. Es decir, fui yo quien rellenó los papeles, pero fue idea de Amy. Insistió en ello. Lo juro, a mí no podría haberme preocupado menos, pero Amy dijo… Dijo que, teniendo en cuenta su falta de ingresos, le hacía sentirse más segura o algo así. O que era una buena decisión empresarial. Joder, yo qué sé, no sé por qué insistió tanto. Yo no le pedí que lo hiciera.

—Hace dos meses, alguien hizo una búsqueda en su portátil —continuó Boney—. «Cuerpo flotando río Mississippi». ¿Puede explicarnos eso?

Respiré hondo dos veces, nueve segundos para recuperar la compostura.

—Dios, aquello solo fue una estúpida idea para un libro —dije—. Tenía pensado escribir un libro.

—Ajá —respondió Boney.

—Miren, esto es lo que me parece que está sucediendo —empecé—. Creo que cantidad de gente ve esos programas en los que el marido siempre es el tío retorcido que asesina a su esposa y me están viendo a través de ese prisma, de tal manera que varios sucesos perfectamente normales e inocentes están siendo malinterpretados. Esto se está convirtiendo en una caza de brujas.

—¿Así es como explica los extractos de sus tarjetas de crédito? —preguntó Gilpin.

—Ya se lo he dicho, no puedo explicarles los extractos de las putas tarjetas de crédito porque no tengo nada que ver con ellas. ¡Es su puto trabajo averiguar de dónde coño han salido!

Boney y Gilpin permanecieron sentados en silencio, uno al lado del otro, a la espera.

—¿Qué están haciendo ahora mismo para encontrar a mi esposa? —pregunté—. ¿Qué pistas están siguiendo, además de la mía?

La casa empezó a temblar, el cielo se desgarró y por la ventana trasera pudimos ver un caza que pasaba zumbando justo por encima del río, estremeciéndonos.

—F-10 —dijo Rhonda.

—No, demasiado pequeño —dijo Gilpin—. Tiene que ser…

—Es un F-10.

Boney se inclinó hacia mí, con las manos entrelazadas.

—Nuestro trabajo es asegurarnos de que quede usted libre de toda sospecha, Nick —dijo—. Sé que usted también lo desea. Ahora, si pudiera simplemente ayudarnos a aclarar este par de pequeños enredos, porque eso es lo único que son, evitaríamos seguir tropezando con ellos.

—A lo mejor ha llegado el momento de que me busque un abogado.

Los policías intercambiaron otra mirada, como si hubieran dirimido una apuesta.