21 de julio de 2011
FRAGMENTO DE DIARIO
Qué idiota soy. A veces me miro y pienso: «No me extraña que Nick me considere ridícula, frívola y consentida, comparada con su madre». Maureen se está muriendo. Oculta su enfermedad tras enormes sonrisas y amplios jerséis de punto, respondiendo a cada pregunta que le hacen sobre su salud con un: «Oh, yo estoy bien, ¿qué tal tú, cielo?». Se está muriendo, pero se niega a reconocerlo, no todavía. Por ejemplo: ayer me llama por la mañana y me pregunta si quiero ir de excursión con ella y sus amigas —tiene un buen día y quiere salir de casa todo lo posible—, y yo acepto de inmediato, a pesar de que sé que no van a hacer nada que me interese demasiado, probablemente jugar al pinochle o al bridge, o alguna actividad para la iglesia que por lo general consiste en reunir objetos.
—Estaremos allí en quince minutos —dice—. Ponte algo de manga corta.
Limpieza. Tenía que ser limpieza. Algo que iba a requerir darle al estropajo. Me pongo una camiseta de manga corta y en exactamente quince minutos le estoy abriendo la puerta a Maureen, calva bajo una gorra de lana, riéndose junto a dos amigas. Las tres llevan camisetas a juego, en las que han cosido lazos y cascabeles, con las palabras «Las PlasMamas» pintadas con aerógrafo sobre el pecho.
Se me ocurre que han montado un grupo de do-wop, pero después subimos todas al viejo Chrysler de Rose (viejo-viejo, uno de esos que solo tiene un asiento frontal de lado a lado, un coche de abuela que huele a cigarrillos para señora) y alegremente nos dirigimos al centro de donación de sangre.
—Vamos los lunes y los jueves —explica Rose, mirándome por el espejo retrovisor.
—Oh —digo yo.
¿Cómo responder, si no? «¡Oh, dos días fantásticos para donar sangre!».
—Te permiten donar dos veces por semana —dice Maureen, por encima del cascabeleo de su camiseta—. La primera vez te dan veinte dólares. La segunda, treinta. Por eso hoy todo el mundo está de tan buen humor.
—Te encantará —dice Vicky—. Todo el mundo se sienta a charlar, como en el salón de belleza.
Maureen me aprieta el brazo y dice en voz baja:
—Yo ya no puedo seguir donando, pero he pensado que podrías ser mi reemplazo. Sería una buena manera de ir ganando algo de calderilla. Es bueno que una chica disponga de un poquito de dinero propio.
Me trago una rápida oleada de rabia: «Solía tener algo más que un poquito de dinero propio, pero se lo di a tu hijo».
Un hombre escuálido con una chaqueta vaquera de una talla demasiado pequeña para él deambula por el aparcamiento como un perro vagabundo. En el interior, sin embargo, todo está limpio. Bien iluminado, olor a desinfectante de pino, carteles cristianos en las paredes, palomas y niebla. Pero sé que no puedo hacerlo. Jeringuillas. Sangre. Ni una cosa ni la otra. En realidad no tengo más fobias, pero esas dos son constantes: soy la chica que se desmaya cuando se corta con un papel. Hay algo en la apertura de la piel: rascar, cortar, penetrar. Durante las sesiones de quimio con Maureen, siempre apartaba la vista cuando le colocaban la intravenosa.
—¡Hola, Cayleese! —saluda Maureen mientras entramos y una obesa mujer negra con uniforme vagamente médico le devuelve el saludo:
—¡Hola, Maureen! ¿Qué tal estás?
—Oh, yo estoy bien, ¿qué tal tú?
—¿Cuánto tiempo lleváis haciendo esto? —pregunto.
—Algún tiempo —dice Maureen—. Cayleese es la favorita de todas, mete la aguja con mucho cuidado. Lo cual siempre ha sido bueno para mí, porque las tengo movedizas. —Me muestra el antebrazo cubierto de venas azules como cordeles. Cuando conocí a Mo estaba gorda, pero ahora ya no. Es curioso, tenía mucho mejor aspecto de gorda—. Mira, intenta poner el dedo encima de alguna.
Miro a mi alrededor, esperando a que Cayleese nos haga pasar.
—Adelante, inténtalo.
Toco una vena con la punta de un dedo y noto que rueda alejándose. Una oleada de calor me abruma.
—Entonces, ¿es esta nuestra nueva recluta? —pregunta Cayleese repentinamente a mi lado—. Maureen presume de ti continuamente. Bueno, vamos a tener que rellenar un par de impresos…
—Lo siento, no puedo. No soporto las jeringuillas, no soporto la sangre. Tengo una fobia intensa. Literalmente no puedo hacerlo.
Me doy cuenta de que todavía no he comido nada en todo el día y noto que me estoy mareando. Siento el cuello débil.
—Todo lo que hacemos es muy higiénico, estás en buenas manos —dice Cayleese.
—No, no es eso, de verdad. Nunca he donado sangre. Mi médico se enfada conmigo porque ni siquiera soy capaz de soportar un análisis de sangre anual para, yo qué sé, el colesterol.
En vez de eso, esperamos. Vicky y Rose pasan dos horas atadas a unas máquinas zumbonas. Como si estuvieran siendo cosechadas. Incluso les han marcado los dedos, para que no puedan donar más de dos veces en la misma semana en ningún otro lugar… las marcas aparecen bajo una luz púrpura.
—Esa es la parte James Bond —dice Vicky, y todas ríen tontamente.
Maureen tararea el tema de Bond (me parece) y Rose forma una pistola con los dedos.
—¿No podéis estaros calladas por una vez, viejas brujas? —dice una mujer canosa, cuatro sillas más abajo.
Se asoma por encima de los cuerpos reclinados de tres hombres grasientos —tatuajes verdiazules en los brazos y barba de un par de días en el mentón, el tipo de hombres que me imaginaba donando sangre— y saluda mostrando el dedo medio con la mano que tiene libre.
—¡Mary! ¡Pensaba que venías mañana!
—¡Iba a hacerlo, pero mi cheque del paro no llega hasta la semana que viene y en casa solo me quedaban una caja de cereales y una lata de maíz!
Todas se ríen como si la posibilidad de morir de hambre fuese divertida. En ocasiones este pueblo es demasiado; tan desesperado y tan empeñado en no reconocerlo. Empiezo a sentir náuseas. El sonido de la sangre al ser aspirada, los largos tubos de plástico pasando de los cuerpos a las máquinas, la gente siendo… cosechada. Allá donde mire hay sangre, al descubierto, donde se supone que no debería estar la sangre. Profunda y oscura, casi morada.
Me levanto para ir al baño, para echarme agua fría en la cara. Doy dos pasos y los oídos se me taponan, mi ángulo de visión se estrecha, noto los latidos de mi corazón, de mi sangre, y mientras caigo al suelo digo:
—Oh, lo siento.
Apenas recuerdo el trayecto de regreso a casa. Maureen me mete en la cama, dejando un vaso de zumo de manzana y un cuenco con sopa en la mesita de noche. Intentamos hablar con Nick. Go dice que no está en El Bar y no responde a su móvil.
Le gusta desaparecer.
—De pequeño también era así… siempre vagando por ahí —dice Maureen—. Lo peor que podías hacerle era castigarlo en su habitación. —Me coloca un paño mojado en la frente; su aliento tiene el aroma ácido de la aspirina—. Tú ocúpate de descansar, ¿de acuerdo? Seguiré llamando hasta haber traído a ese muchacho a casa.
Cuando llega Nick, estoy dormida. Me despierto al oírle dándose una ducha y miro la hora: 23.04. Al final debe de haberse pasado por El Bar. Le gusta darse una ducha después de cada turno para quitarse el olor a cerveza y palomitas saladas de la piel. (Dice él).
Se mete en la cama, y cuando me vuelvo hacia él con los ojos abiertos, parece consternado al verme despierta.
—Hemos estado intentando localizarte durante horas —digo.
—Se me había acabado la batería del móvil. ¿Te has desmayado?
—¿No has dicho que se te había acabado la batería del móvil?
Se interrumpe y sé que está a punto de mentir. Es la peor sensación: cuando tienes que esperar y armarte de valor para la mentira. Nick es anticuado, necesita su libertad, no le gusta tener que explicarse. Es capaz de saber que tiene planes con los colegas desde hace una semana y aun así esperará hasta una hora antes de que empiece la partida de póquer para decirme, como quien no quiere la cosa: «Eh, he pensado salir esta noche a jugar al póquer con los chicos, si te parece bien», convirtiéndome en la mala de la película si resulta que he hecho otros planes. No quieres ser la esposa que prohíbe a su marido jugar al póquer; no quieres ser la arpía con rulos en el pelo y el rodillo en la mano. Así que te tragas la decepción y dices: Vale. No creo que lo haga para ser desagradable, simplemente lo educaron así. Su padre siempre iba a su bola, siempre, y su madre se lo toleraba. Hasta que se divorció de él.
Nick inicia su mentira. Ni siquiera escucho.