NICK DUNNE

Tres días ausente

La policía no iba a encontrar a Amy a no ser que alguien quisiera que la encontraran. Aquello al menos había quedado claro. Todo lo verde y marrón había sido batido: kilómetros de embarrado río Mississippi, todos los senderos y caminos de paseantes, nuestra triste colección de bosques ralos. Si estaba viva, alguien iba a tener que devolverla. Era una verdad palpable, como un sabor amargo en la punta de la lengua. Llegué al centro de voluntarios y me di cuenta de que todos los demás también lo sabían: se palpaba una apatía, una derrota, que pendía sobre todo el local. Vagué sin rumbo hasta llegar a la mesa de las pastas e intenté obligarme a comer algo. Una danesa. Había acabado creyendo que no existe comida más deprimente que las danesas, una pasta que parece rancia aun recién servida.

—Sigo diciendo que está en el río —le estaba diciendo un voluntario a su colega, al tiempo que ambos rebuscaban con dedos mugrientos entre las pastas—. Justo detrás de la casa del tipo, ¿se te ocurre una manera más sencilla?

—Ya habría aparecido en un bajío o en alguna esclusa, algo.

—No si la hubieran hecho pedazos. Corta las piernas, los brazos… y el cuerpo podría llegar sin obstáculos hasta el Golfo. Hasta Tunica como poco.

Me di la vuelta antes de que se percataran de mi presencia.

Vi a un antiguo profesor mío, el señor Coleman, sentado frente a una mesa camilla, encorvado sobre el teléfono, anotando información. Cuando llamé su atención, me hizo el símbolo del majareta: trazando un círculo alrededor de su oreja con el dedo para luego señalar el teléfono. Me había saludado el día anterior, diciendo:

—Mi nieta murió atropellada por un conductor borracho, así que…

Habíamos murmurado y nos habíamos dado mutuamente unas palmadas incómodas.

Sonó mi móvil, el desechable. Aún no había decidido dónde guardarlo, de modo que lo llevaba encima. Había hecho una llamada, que era la que ahora me estaban devolviendo, pero no podía responder. Apagué el teléfono, escudriñé la habitación para asegurarme de que los Elliott no me hubieran visto. Marybeth estaba tecleando en su BlackBerry y luego alejándola de sí cuanto le daba el brazo para poder leer el texto. Cuando me vio, se acercó de inmediato con sus pasos rápidos y medidos, sosteniendo la BlackBerry frente a ella como un talismán.

—¿A cuántas horas de aquí está Memphis? —preguntó.

—A menos de cinco en coche. ¿Qué hay en Memphis?

—Hilary Handy vive en Memphis. La acosadora de Amy en el instituto. ¿No te parece demasiada coincidencia?

No supe qué responder: «¿En lo más mínimo?».

—Sí, Gilpin también ha pasado de mí. «No podemos autorizar el gasto debido a algo que sucedió hace veintitantos años». Gilipollas. Constantemente me trata como si me encontrase al borde de un ataque de histeria; habla dirigiéndose a Rand cuando me tiene justo al lado y me ignora por completo, como si fuese tonta y necesitara que mi marido me explicase las cosas. Gilipollas.

—La ciudad está arruinada —dije—. Estoy seguro de que es verdad que no tienen presupuesto, Marybeth.

—Bueno, pues nosotros sí lo tenemos. Lo digo en serio, Nick, aquella muchacha no estaba en sus cabales. Y sé que en el transcurso de los años ha intentado ponerse repetidas veces en contacto con Amy. Ella misma me lo contó.

—A mí nunca me lo dijo.

—¿Cuánto costaría ir en coche hasta allí? ¿Cincuenta dólares? Bien. ¿Irás? Dijiste que irías. ¿Por favor? No seré capaz de dejar de pensar en ello hasta que sepa que alguien ha hablado con ella.

Sabía que al menos aquello era cierto, porque su hija padecía la misma obstinada vena de ansiedad: Amy era capaz de pasarse toda una tarde preocupada por si habría dejado el horno encendido, a pesar de que aquel día no hubiéramos cocinado nada. ¿Habíamos cerrado la puerta con llave? ¿Estaba seguro? Siempre se ponía en el peor de los casos y a gran escala. Nunca se limitaba a pensar que la puerta pudiera haberse quedado abierta: era que la puerta se había quedado abierta y unos hombres se habían colado en nuestro apartamento y seguían allí esperando para violarla y asesinarla.

Sentí que una capa de sudor asomaba a la superficie de mi piel, porque, al fin, los temores de mi esposa se habían hecho realidad. Imagínense la espantosa satisfacción de saber que todos aquellos años de preocupaciones habían terminado por darle la razón.

—Por supuesto que iré. Y de camino haré una parada en Saint Louis para ver al otro, a Desi. Dalo por hecho.

Me di la vuelta, inicié mi salida dramática, recorrí unos seis metros y de repente allí estaba nuevamente Stucks, con el rostro hinchado de tanto dormir.

—He oído que la poli registró anoche el centro comercial —dijo, rascándose el mentón.

En la otra mano llevaba una rosquilla glaseada sin morder. Un bulto en forma de bagel deformaba el bolsillo delantero de sus pantalones militares. Casi hice un chiste. «¿Llevas un producto de bollería en el bolsillo o es que te…?».

—Ya. Y nada.

Ayer. Fueron ayer, los muy borricos. —Agachó la cabeza y miró a su alrededor, como si le preocupase que le hubieran oído. Se acercó más a mí—. Hay que ir de noche, que es cuando se reúnen allí. De día están junto al río o por ahí ondeando la bandera.

—¿Ondeando la bandera?

—Ya sabes, sentados junto a las salidas de la autopista con pancartas tipo: «Sin trabajo», «Una ayuda por favor», «Dinero para cerveza», cosas así —dijo, escudriñando la sala—. Ondear la bandera, tío.

—Vale.

—Por la noche están en el centro comercial —dijo.

—Entonces vayamos esta noche —dije—. Tú, yo y quien quiera.

—Joe y Mikey Hillsam —dijo Stucks—. Seguro que se apuntan.

Los Hillsam eran tres, cuatro años mayores que yo, los tipos duros del pueblo. El tipo de individuos que han nacido sin el gen del miedo, inmunes al dolor. Machotes que se pasaban los veranos corriendo con sus piernas cortas y musculosas, jugando al béisbol, bebiendo cerveza, aceptando todo tipo de extraños desafíos: meterse con el monopatín por un canal de desagüe, escalar torres de agua desnudos. El tipo de individuos que aparecen con un brillo de exaltación en los ojos una aburrida noche de sábado y sabes que algo va a suceder, puede que nada bueno, pero algo. Por supuesto que los Hillsam se apuntarían.

—Bien —dije—. Esta noche vamos.

Mi desechable sonó en el bolsillo. No lo había apagado bien. Volvió a sonar.

—¿Vas a responder? —preguntó Stucks.

—No.

—Deberías responder a todas las llamadas, tío. En serio, deberías.

Aquel día no había nada más que hacer. Ninguna batida planeada, ningún reparto de octavillas, los teléfonos estaban debidamente atendidos. Marybeth comenzó a enviar a voluntarios de regreso a sus casas; se limitaban a estar allí de pie, comiendo, aburridos. Sospecho que Stucks se marchó con la mitad de la mesa del desayuno en los bolsillos.

—¿Alguien ha sabido algo de los inspectores? —preguntó Rand.

—Nada —respondimos Marybeth y yo al unísono.

—Puede que eso sea bueno, ¿verdad? —preguntó Rand, con ojos esperanzados, y tanto Marybeth como yo le concedimos el capricho. «Sí, claro».

—¿Cuándo piensas ir a Memphis? —me preguntó Marybeth.

—Mañana. Esta noche, mis amigos y yo haremos otra batida por el centro comercial. No nos parece que la de ayer se llevase a cabo de la manera apropiada.

—Excelente —dijo Marybeth—. Ese es el tipo de acción que necesitamos. Si sospechamos que la primera vez no se hizo bien, nos encargamos personalmente. Porque simplemente… simplemente no estoy nada satisfecha con todo lo que se ha hecho hasta ahora.

Rand posó una mano sobre el hombro de su esposa, señal de que aquella frase había sido expresada y escuchada numerosas veces.

—Me gustaría ir con vosotros, Nick —dijo—. Esta noche. Me gustaría ir.

Rand vestía un polo de golf azul eléctrico y pantalones verde oliva, su pelo era un reluciente casco oscuro. Me lo imaginé intentando congraciarse con los hermanos Hillsam, interpretando el número ligeramente desesperado de yo-también-soy-uno-de-la-panda —«Eh, me encanta la cerveza, ¿y qué me decís de vuestro equipo?»—, y experimenté una oleada de inminente incomodidad.

—Por supuesto, Rand. Por supuesto.

Tenía diez horas libres a mi disposición. Iban a devolverme el coche —tras haberlo procesado, registrado y empolvado en busca de huellas, supongo—, de modo que fui hasta la comisaría acompañado por una de las ancianas voluntarias, una de aquellas animosas abuelas que pareció ligeramente nerviosa ante la perspectiva de quedarse a solas conmigo.

—Solo voy a acompañar al señor Dunne hasta la comisaría, pero habré vuelto en menos de media hora —le dijo a una de sus amigas—. No más de media hora.

Gilpin no se había llevado como prueba la segunda nota de Amy; estaba demasiado emocionado con la ropa interior para molestarse. Entré en mi coche, abrí la puerta y me quedé sentado mientras el calor se iba disipando, releyendo la segunda pista de mi esposa:

Imagíname: completamente loca por ti.

Mi futuro no es sino brumoso sin ti.

Me trajiste aquí para que oírte hablar pudiera

de tus aventuras juveniles: vaqueros viejos, gorra de visera.

Al diablo con todos los demás, son aburridos sin cesar.

Ahora dame un beso furtivo… como si nos acabáramos de casar.

Estaba hablando de Hannibal, Missouri, el hogar de juventud de Mark Twain, donde había trabajado los veranos de mi adolescencia, recorriendo la ciudad disfrazado de Huck Finn, con un viejo sombrero de paja y pantalones falsamente harapientos, sonriendo como un pillastre mientras animaba a los turistas a visitar la heladería. Era una de aquellas historias que servían para amenizar las cenas, al menos en Nueva York, donde nadie más podía equipararla. Nadie podía decir nunca: «Ah, sí, yo también».

El comentario de la «gorra de visera» era una pequeña broma privada: la primera vez que le conté a Amy que había hecho de Huck estábamos cenando fuera, íbamos por la segunda botella de vino y ella estaba adorablemente achispada, con la enorme sonrisa y las mejillas rubicundas que se le ponían cuando bebía. Inclinándose sobre la mesa como si yo tuviera un imán. Insistía en preguntarme si todavía conservaba la visera, si me pondría la visera para ella, y cuando le pregunté por qué en nombre de todo lo más sagrado se le había ocurrido que Huck Finn llevaría una visera, tragó una vez y dijo: «¡Oh, me refería a un sombrero de paja!». Como si ambas palabras fueran perfectamente intercambiables. Después de aquello, cada vez que veíamos un partido de tenis, siempre alabábamos los deportivos sombreros de paja de los jugadores.

Sin embargo, Hannibal resultaba una extraña elección para Amy, ya que no recuerdo que hubiéramos compartido ningún momento particularmente bueno ni malo allí, a lo sumo un momento, punto. Recordé haber dado un tranquilo paseo juntos por allí hacía casi un año, señalando cosas, leyendo las placas y comentando «Qué interesante» mientras el otro se mostraba de acuerdo: «Sí que lo es». Yo había regresado posteriormente sin Amy (mi vena nostálgica es inasequible al desaliento) y gocé de un día glorioso, un día de amplias sonrisas, congraciado con el mundo. Pero con Amy, me había resultado una rutina anodina. Un poco embarazosa. Recuerdo haber comenzado a contar en cierto momento una anécdota tontorrona sobre cierta excursión que había hecho allí con la escuela y vi que ponía los ojos en blanco, lo cual me puso secretamente furioso. Pasé diez minutos simplemente encabronándome, porque para entonces, en nuestro matrimonio, estaba tan acostumbrado a estar enfadado con ella que casi me parecía algo disfrutable, como mordisquear un padrastro: sabes que deberías parar, que tampoco es tan agradable como te parece, pero no puedes dejar de hacerlo. Por supuesto, ella no se percató de nada. Sencillamente seguimos paseando y leyendo placas, y señalando.

Que mi esposa se hubiera visto obligada a elegir Hannibal para su caza del tesoro era un recordatorio bastante espantoso de la escasez de buenos recuerdos que habíamos padecido desde nuestra mudanza.

Llegué a Hannibal en veinte minutos. A medida que me iba acercando al río fui dejando atrás el palacio de justicia de la Edad de Oro, que ahora solo contiene una freiduría de alitas de pollo en el sótano, y una ristra de negocios clausurados: bancos locales arruinados, cines difuntos. Estacioné en un aparcamiento junto al Mississippi, justo enfrente del vapor Mark Twain. El aparcamiento era gratuito. (Nunca dejaba de emocionarme ante la originalidad y la generosidad de aquel concepto: aparcamiento gratuito). Banderolas del autor de canosa melena colgaban inertes de las farolas y los carteles se enroscaban con el calor. Hacía un día sofocante, pero incluso teniendo aquello en cuenta Hannibal parecía perturbadoramente silencioso. Mientras recorría el par de manzanas ocupadas por tiendas de recuerdos —edredones, antigüedades y dulces típicos— vi más carteles de SE VENDE. La casa de Becky Thatcher estaba cerrada por reformas, a pagar con un dinero que todavía estaba por recaudar. A cambio de diez dólares, podías garabatear tu nombre en la verja encalada de Tom Sawyer, pero escaseaban los voluntarios.

Me senté en los escalones de entrada de una tienda vacía. Se me ocurrió que había llevado a Amy hasta el final de todo. Estábamos experimentando literalmente el fin de un modo de vida, una frase que hasta entonces solo les había aplicado a los bosquimanos de Guinea y a los sopladores de cristal de los Apalaches. La recesión había acabado con el centro comercial. Los ordenadores habían acabado con la fábrica de Blue Book. Carthage estaba sumida en la ruina; su ciudad hermana, Hannibal, perdía terreno ante otros destinos turísticos más coloridos, chillones y escandalosos. Mi amado río Mississippi estaba siendo devorado a la inversa por las carpas chinas que brincaban corriente arriba en dirección al lago Michigan. La Asombrosa Amy estaba acabada. Era el fin de mi carrera, el fin de la suya, el fin de mi padre, el fin de mi madre. El fin de nuestro matrimonio. El fin de Amy.

Desde el río brotó el resoplido fantasmal de la bocina del vapor. Había sudado tanto que tenía la espalda de la camiseta empapada. Me obligué a levantarme. Me obligué a comprar un billete para la excursión por el río. Recorrí la ruta que habíamos seguido Amy y yo. En mi mente, mi esposa seguía a mi lado. Aquel día también había hecho calor. «Eres BRILLANTE». En mi imaginación, paseaba junto a mí y esta vez sonreía. Noté que el estómago se me volvía oleaginoso.

Guie a mi esposa imaginaria por el típico recorrido turístico. Una pareja canosa se detuvo para escudriñar el interior de la casa de Huckleberry Finn, pero no se molestaron en entrar. Al final de la manzana, un hombre disfrazado de Twain —melena blanca, traje blanco— salió de un Ford Focus, se estiró, observó la calle vacía y se refugió en una pizzería. Y de repente allí estábamos, frente al edificio de madera que había albergado los tribunales del padre de Samuel Clemens. La placa del exterior anunciaba: «J. M. Clemens, juez de paz».

«Ahora dame un beso furtivo… como si nos acabáramos de casar».

«Me lo estás poniendo muy fácil, Amy. Como si de verdad quisieras que las encontrara, hacer que me sienta bien. Sigue así y batiré mi récord».

No había nadie en el interior. Me arrodillé sobre las polvorientas tablas del suelo y miré bajo el primer banco. Si Amy dejaba alguna pista en algún lugar público, siempre la pegaba debajo de algo, entre los chicles resecos y la mugre, y lo cierto es que hacía bien, porque a nadie le gusta mirar por debajo de las cosas. No había nada bajo el primer banco, pero un pedazo de papel colgaba bajo el asiento del siguiente. Me acerqué y arranqué de un tirón el sobre azulado de Amy, asegurado con un pedazo de celo.

Hola, querido esposo:

¡Lo has encontrado! Eres brillante. Puede que haya ayudado que este año haya decidido no convertir mi caza del tesoro en un insoportable paseo forzoso por mis arcanos recuerdos personales.

He seguido un consejo de tu adorado Mark Twain:

«¿Qué habría que hacer con el hombre que inventó la celebración de los aniversarios? Simplemente matarle sería demasiado poco».

Al fin lo entiendo, lo que llevas diciendo año tras año, que esta caza del tesoro debería ser una ocasión para celebrarnos a los dos, no una prueba para comprobar si recuerdas hasta la última cosa que pienso o digo durante el año. Se diría que eso es algo que una mujer adulta debería haber adivinado por sí sola, pero… supongo que para eso están los maridos. Para señalar lo que no somos capaces de ver por nosotras mismas, incluso aunque hagan falta cinco años.

Así que ahora quería tomarme un momento, en la cuna de Mark Twain, para agradecerte tu INGENIO. Verdaderamente eres la persona más inteligente y divertida que conozco. Tengo un maravilloso recuerdo sensorial: todas las veces en el transcurso de los años que te has pegado a mi oreja —puedo notar tu aliento haciéndome cosquillas en el lóbulo ahora mismo, mientras escribo esto— y me has susurrado algo, solo para hacerme reír. Qué cosa tan generosa es que un marido, soy consciente de ello, intente hacer reír a su esposa. Y siempre elegías los mejores momentos. ¿Recuerdas cuando Insley y el mono bailarín de su marido nos invitaron a conocer a su recién nacido e hicimos la obligatoria visita a su casa extrañamente perfecta, abarrotada hasta el exceso de flores y pasteles, para almorzar y ver a la criatura? Lo superiores y condescendientes que se mostraron con nosotros por no tener hijos, y mientras tanto allí estaba su espantoso crío, recubierto de babas, puré de zanahoria y quizás incluso algunas heces, desnudo salvo por un babero y un par de patucos. Y mientras sorbía mi zumo de naranja, te pegaste a mí y susurraste: «Eso es lo que llevaré puesto más tarde». Y literalmente se me escapó un chorro de zumo. Fue uno de aquellos momentos en los que me salvaste, me hiciste reír en el momento adecuado. Pero solo una aceituna. Así que déjame que te lo repita: eres INGENIOSO. ¡Ahora bésame!

Sentí que se me desinflaba el alma. Amy estaba utilizando la caza del tesoro para acercarnos mutuamente. Pero llegaba demasiado tarde. Había redactado aquellas pistas sin tener ni idea de cuál era mi estado mental. «¿Por qué, Amy, no pudiste hacer esto antes?».

Nuestro don de la oportunidad nunca había sido bueno.

Abrí la siguiente pista, la leí, me la guardé en el bolsillo, después regresé a casa. Sabía dónde debía ir, pero todavía no estaba preparado. No podía soportar otra palabra amable de mi esposa, otro halago, otra rama de olivo. Mis sentimientos hacia ella estaban pasando demasiado rápidamente de lo amargo a lo dulce.

Regresé a casa de Go, pasé un par de horas a solas, bebiendo café y zapeando, nervioso e irritable, matando el tiempo hasta que llegaran las once y el momento de nuestra excursión al centro comercial.

Mi melliza llegó a casa justo después de las siete, aparentemente desfallecida tras haber terminado su turno en solitario en el bar. El modo en que miró la televisión me indicó que debía apagarla.

—¿Qué has hecho hoy? —preguntó, encendiendo un cigarrillo y sentándose frente a la vieja mesa camilla de nuestra madre.

—He estado en el centro de voluntarios… y más tarde iremos a registrar el centro comercial, a las once —le dije.

No quise contarle lo de la pista de Amy. Ya me sentía lo suficientemente culpable.

Go sacó una baraja y se puso a jugar al solitario. El golpeteo constante de los naipes sobre la mesa sonaba a reproche. Empecé a dar vueltas por la habitación. Go me ignoró.

—Solo estaba viendo la tele para distraerme.

—Lo sé, en serio.

Le dio la vuelta a una jota.

—Tiene que haber algo que pueda hacer —dije, recorriendo su salón de un extremo a otro.

—Bueno, en un par de horas irás a registrar el centro comercial —dijo Go, sin darme mayores ánimos. Giró tres cartas.

—Lo dices como si te pareciera una pérdida de tiempo.

—Oh. No. Eh, hay que comprobarlo todo. Atraparon al Hijo de Sam con una multa de aparcamiento, ¿verdad?

Go era la tercera persona que mencionaba aquello; debe de ser el mantra para los casos que se quedan estancados. Me senté delante de ella.

—No me he mostrado lo suficientemente preocupado por Amy —dije—. Lo sé.

—Es posible que no —dijo ella, mirándome al fin—. Te estás portando raro.

—Creo que en vez de dejarme llevar por el pánico, me he limitado a concentrarme en estar cabreado con ella. Por lo mal que nos estábamos llevando últimamente. Es como si me pareciese mal mostrarme demasiado preocupado porque no tengo derecho a ello. Supongo.

—Te estás portando raro, no te voy a engañar —dijo Go—. Pero es una situación rara. —Apagó su cigarrillo—. No me importa cómo seas conmigo. Pero ten cuidado con todos los demás, ¿de acuerdo? La gente juzga. Con rapidez.

Go retomó su solitario, pero yo quería su atención. Seguí hablando.

—Probablemente debería pasarme a ver a papá en algún momento —dije—. No sé si decirle lo de Amy.

—No —dijo ella—. No lo hagas. Se comportó con Amy de manera aún más rara que tú.

—Siempre he pensado que debía de recordarle a alguna antigua novia o algo así, alguna que le dejó. Después de que… —hice un gesto de zambullida con la mano para referirme al Alzheimer— se mostró maleducado y grosero, pero…

—Sí, pero a la vez como si quisiera impresionarla —dijo—. Como el típico chaval arrogante de doce años atrapado en el cuerpo de un gilipollas de sesenta y ocho.

—¿No piensan las mujeres que en el fondo todos los hombres son chavales arrogantes de doce años?

—Eh, quien se pica…

Las once y ocho minutos de la noche. Rand estaba esperándonos justo detrás de las puertas automáticas del hotel, entrecerrando los ojos en dirección a la oscuridad para identificarnos. Los Hillsam conducían su camioneta; Stucks y yo íbamos montados detrás, en la caja. Rand se acercó trotando con unos pantalones cortos de golf de color caqui y una alegre camiseta de Middlebury. Subió de un salto, se acomodó sobre el protector de la rueda con sorprendente facilidad y se encargó de las presentaciones como si fuese el conductor de un programa de variedades itinerante.

—Siento mucho lo de Amy, Rand —dijo Stucks estentóreamente, mientras salíamos del aparcamiento a una velocidad innecesaria y nos incorporábamos a la carretera—. Es una chica encantadora. Una vez me vio pintando una casa, pelándome los coj… pelándome el culo de calor, y condujo hasta el 7-Eleven, me compró una botella grande de refresco y me la trajo hasta lo alto de la escalera.

Aquello era mentira. A Amy le preocupaba tan poco Stucks o sus refrigerios que no se habría molestado ni en mear en un vaso para él.

—Muy típico de ella —dijo Rand, y me sentí anegado por una irritación mal recibida y muy poco caballerosa.

Quizá sea el periodista que llevo dentro, pero los hechos son los hechos, y no me parecía bien que la gente convirtiese a Amy en la amiga más querida de todo el mundo solo porque resultaba emocionalmente conveniente.

—Middlebury, ¿eh? —continuó Stucks, señalando la camiseta de Rand—. Tienen un equipo de rugby cojonudo.

—Completamente cierto, lo tenemos —dijo Rand, mostrando nuevamente su enorme sonrisa, y Stucks y él iniciaron una improbable charla sobre rugby universitario por encima del estruendo del coche, del aire, de la noche, hasta llegar al centro comercial.

Joe Hillsam aparcó la camioneta frente a la esquina del gigantesco Mervyns. Todos bajamos de un salto, estiramos las piernas y nos movimos para desperezarnos. La noche era bochornosa y la luna la teñía de plata. Me di cuenta de que Stucks llevaba —quizás irónicamente, posiblemente no— una camiseta que recomendaba: «Ahorra gas, guarda los pedos en jarras».

—Bueno, este sitio, lo que hemos venido a hacer, es la leche de peligroso, no os voy a engañar —empezó Mikey Hillsam.

Se había hinchado con los años, igual que su hermano; ya no se limitaban a tener pechos como barriles, sino cuerpos de barril. Puestos el uno junto al otro, sumaban unos doscientos cincuenta kilos de mulo.

—Mikey y yo vinimos una vez, solo para… yo qué sé, para verlo, supongo, para ver en qué se había convertido, y casi nos parten la cara —dijo Joe—. Así que esta noche no pensamos correr ningún riesgo.

Sacó una gran bolsa de lona de la cabina y bajó la cremallera para revelar media docena de bates de béisbol. Comenzó a repartirlos solemnemente. Cuando llegó a Rand, dudó:

—Uh, ¿quiere uno?

—Diablos, claro que sí —dijo Rand, y todos asintieron y sonrieron mostrando su aprobación. La energía recorrió el círculo como una palmada amistosa, un «Así se habla, abuelo».

—Vamos —dijo Mikey guiándonos—. Por allí abajo hay una puerta con el cerrojo saltado, cerca del Spencer’s.

Justo entonces pasamos frente al oscuro escaparate de Shoe-Be-Doo-Be, la tienda en la que mi madre había trabajado durante más de la mitad de mi vida. Todavía recuerdo su emoción cuando fue a presentarse candidata al puesto en el más maravilloso de los lugares… ¡el centro comercial! Partió un sábado por la mañana con su alegre traje de chaqueta de color melocotón, una mujer de cuarenta años que salía a buscar trabajo por primera vez en su vida, y regresó a casa con una rubicunda sonrisa: no nos podíamos imaginar lo ajetreado que estaba el centro comercial, ¡la de tiendas que había! ¿Y quién podía saber en cuál de todas acabaría trabajando ella? ¡Se había presentado a nueve! Tiendas de ropa, de sonido e incluso una de palomitas de diseño. Cuando una semana más tarde anunció que era oficialmente vendedora de zapatos, sus hijos mostraron poco entusiasmo.

—Tendrás que tocar todo tipo de pies malolientes —se quejó Go.

—Podré conocer a todo tipo de personas interesantes —corrigió nuestra madre.

Miré a través del sombrío escaparate. El local estaba completamente vacío, salvo por un medidor de tallas apoyado inútilmente contra la pared.

—Mi madre solía trabajar aquí —le dije a Rand, obligándole a demorarse a mi lado.

—¿Qué tipo de local era?

—Un local agradable, se portaron bien con ella.

—Me refiero a qué era lo que vendían.

—Oh, zapatos. Vendían zapatos.

—¡Eso es! Zapatos. Me gusta. Algo que la gente necesita de verdad. Y al final del día, sabes lo que has hecho: les has vendido zapatos a cinco personas. No es como escribir, ¿eh?

—¡Dunne, vamos! —Stucks estaba un poco más adelante, apoyado contra la puerta abierta; los otros ya habían entrado.

Había esperado que el centro comercial oliese a centro comercial: una oquedad de temperatura controlada. En vez de eso, olía a hierba vieja y a tierra, el olor del exterior en un espacio interior, donde no tenía lugar de ser. El edificio estaba recalentado, casi sumido en el bochorno, como el interior de un colchón. Tres de nosotros llevábamos enormes linternas de acampada, cuyo resplandor iluminaba imágenes discordantes: era un mundo suburbano, poscometa, poszombi, poshumano. Una hilera de carros de la compra embarrados se amontonaba incongruentemente en círculo sobre el solado blanco. Un mapache masticaba un hueso para perros a la entrada de un cuarto de baño para señoras; sus ojos arrojaron destellos como si fueran monedas.

Todo el centro comercial estaba en silencio; la voz de Mikey resonaba con eco, nuestras pisadas resonaban con eco, la risita ebria de Stucks resonaba con eco. Si hubiéramos tenido en mente un ataque por sorpresa, habríamos sido incapaces de llevarlo a cabo.

Cuando alcanzamos el paseo central del centro comercial, un enorme espacio se abrió a nuestro alrededor: cuatro plantas de altura, escaleras mecánicas y ascensores que se cruzaban en la negrura. Nos reunimos cerca de una fuente seca y aguardamos a que alguien tomase las riendas.

—Bueno, chicos —dijo Rand dubitativamente—, ¿cuál es el plan? Vosotros conocéis este sitio, yo no. Tenemos que buscar un modo sistemático de…

Oímos un sonoro ruido metálico justo a nuestras espaldas, una puerta de seguridad al alzarse.

—¡Eh, ahí hay uno! —gritó Stucks.

Alumbró con su linterna a un hombre oculto bajo un ondeante anorak que salía por la entrada de Claire’s, alejándose a toda velocidad de nosotros.

—¡Detenedle! —gritó Joe, y echó a correr tras él, golpeando con sus gruesas deportivas las baldosas de cerámica, seguido de cerca por Mikey, que mantenía clavada la linterna en el desconocido mientras ambos hermanos gritaban malhumoradamente: «Quieto ahí, eh, tío, solo queremos hacerte una pregunta».

El hombre ni siquiera volvió la vista atrás. «¡He dicho que pares, hijo de puta!». El corredor guardó silencio, pero fue ganando velocidad y siguió avanzando por el pasillo, entrando y saliendo del haz de la linterna mientras su anorak aleteaba tras él como una capa. A continuación le dio por las acrobacias, saltando sobre un cubo de basura, correteando sobre el reborde de una fuente y finalmente deslizándose bajo una puerta metálica de seguridad para colarse en Gap y desaparecer de nuestra vista.

—¡Cabronazo!

Los Hillsam tenían el rostro, el cuello y los dedos de un rojo infarto. Se turnaron para intentar alzar la puerta entre gruñidos.

Yo me agaché junto a ellos, pero no había manera de levantarla más de quince centímetros. Me eché en el suelo e intenté escurrirme por debajo: los pies, las pantorrillas, después me quedé atascado por la cintura.

—Nada, que no hay manera —gruñí—. ¡Joder! —Me levanté y alumbré la tienda con la linterna. La sala estaba vacía salvo por una pila de perchas que alguien había arrastrado hasta el centro, como para encender una pira—. Todas las tiendas tienen acceso por la parte trasera a un pasadizo para las basuras, las tuberías —dije—. Probablemente a estas alturas ya haya llegado al otro extremo del centro.

—Bueno, pues entonces vamos hasta el otro extremo del centro —dijo Rand.

—¡Salid, cabrones! —gritó Joe, echando la cabeza hacia atrás y entornando los ojos.

Su voz resonó por todo el edificio. Echamos a caminar en comandita, cada uno de nosotros arrastrando el bate a un costado, salvo los Hillsam, que usaban los suyos para golpear las rejas de las puertas de seguridad, como si fueran una patrulla militar en una zona de guerra particularmente desagradable.

—¡Más os vale salir, no nos obliguéis a buscaros! —gritó Mikey—. ¡Hola!

Un hombre y una mujer con el pelo mojado por el sudor se acurrucaban bajo un par de mantas del ejército a la entrada de una tienda de mascotas. Mikey se cernió sobre ellos, respirando pesadamente, limpiándose la frente. Era la escena de la película bélica en la que los soldados frustrados se topan con unos aldeanos inocentes y pasan cosas desagradables.

—¿Qué coño queréis? —preguntó el hombre desde el suelo.

Estaba demacrado, su rostro tan caído y chupado que parecía que se estuviera fundiendo. Llevaba el enredado pelo a la altura de los hombros y nos miraba con ojos lastimeros: un Jesús despojado de todo. La mujer estaba en mejores condiciones, tenía las piernas y los brazos limpios y orondos, el pelo lacio y aceitoso, pero cepillado.

—¿Eres un Blue Book Boy? —preguntó Stucks.

—Hace mucho que no soy un chico —musitó el hombre, cruzándose de brazos.

—Mostrad un poco de respeto, coño —intervino bruscamente la mujer. Después pareció que fuese a echarse a llorar. Nos dio la espalda, pretendiendo mirar algo en la lejanía—. Estoy harta de que nadie muestre el más mínimo respeto.

—Te hemos hecho una pregunta, colega —dijo Mikey, acercándose más al tipo, dándole un toque con el pie en la suela del zapato.

—No soy un Blue Book —dijo el hombre—. Solo he tenido mala suerte.

—Y una mierda.

—Aquí hay todo tipo de gente, no solo Blue Books. Pero si es a ellos a quienes buscáis…

—Id, id a buscarlos —dijo la mujer, torciendo la boca—. Id a molestarles a ellos.

—Trapichean en el Agujero —dijo el hombre. Cuando vio nuestras expresiones de desconocimiento, señaló—: El Mervyns, al otro extremo, más allá de donde solía estar el carrusel.

—Y que os jodan muy mucho —murmuró la mujer.

Una mancha circular marcaba el lugar en el que en otro tiempo estuvo el carrusel. Amy y yo habíamos montado en él un día, justo antes de que el centro comercial cerrase sus puertas. Dos adultos levitando sobre conejos uno al lado del otro porque mi esposa quería ver el centro comercial en el que había pasado gran parte de mi infancia. Quería oír mis historias. No todo iba mal entre nosotros.

La puerta metálica de Mervyns había sido forzada por completo, así que la tienda parecía tan abierta y receptiva como la mañana de inicio de las rebajas del día de los Presidentes. En el interior, el local estaba completamente vacío, salvo por las isletas que en otro tiempo habían sostenido las registradoras y ahora sostenían a una docena de individuos en diversos estados de intoxicación bajo carteles que anunciaban «Bisutería» y «Productos de belleza» y «Ropa de cama». Varias lámparas de camping gas cuyas llamas aleteaban como antorchas tiki proporcionaban la luz. Un par de tipos abrieron escasamente un ojo a nuestro paso, el resto siguió sumido en la inconsciencia. En un rincón alejado, dos chavales recién salidos de la adolescencia recitaban frenéticamente el Discurso de Gettysburg. «Ahora estamos inmersos en una gran guerra civil…». Pasamos junto a un hombre echado sobre la moqueta vestido con pantalones vaqueros cortos e inmaculados y tenis blancos, como si fuese de camino al partido de béisbol de su hijo. Rand se lo quedó mirando como si lo conociese.

Carthage padecía una epidemia de drogadicción mayor de lo que había sospechado: solo hacía un día que la policía había estado allí y los drogadictos ya habían vuelto a instalarse, como moscas decididas. Mientras nos abríamos paso entre las pilas de seres humanos, una mujer obesa se acercó a nosotros zumbando sobre un patinete eléctrico. Tenía el rostro granujiento y empapado en sudor, dientes gatunos.

—O compráis u os marcháis, esto no es una sala de exposiciones —dijo.

Stucks le clavó el haz de la linterna en la cara.

—Quítame esa puta mierda de encima.

Stucks obedeció.

—Estoy buscando a mi esposa —comencé—. Amy Dunne. Lleva desaparecida desde el jueves.

—Ya aparecerá. Se despertará y volverá arrastrándose a casa.

—No nos preocupa que esté drogada —dije—. Lo que nos preocupan son algunos de los hombres que rondan por aquí. Hemos oído rumores.

—Está bien, Melanie —dijo una voz.

Un hombre alto y delgado, apoyado contra el torso desnudo de un maniquí, nos observaba desde lo que en otro tiempo había sido el inicio de la sección juvenil con una sonrisa ladeada en el rostro.

Melanie se encogió de hombros, aburrida, irritada, y se alejó patinando.

El hombre no nos quitó la vista de encima, pero llamó hacia la parte trasera de la tienda, donde cuatro pares de pies pertenecientes a hombres acampados en sus cubículos individuales asomaban desde el interior de los probadores.

—¡Eh, Lonnie! ¡Chavales! Los gilipollas han vuelto. Cinco —dijo el hombre, asestándole una patada a una lata de cerveza vacía, enviándola hacia nosotros.

Detrás de él, tres pares de pies comenzaron a moverse. Tres hombres se estaban levantando. Un par permaneció inmóvil, su propietario debía de seguir dormido o inconsciente.

—Sí, capullos, hemos vuelto —dijo Mikey Hillsam. Alzó su bate como un taco de billar y golpeó el torso del maniquí entre los senos. El maniquí se tambaleó y cayó al suelo, y el Blue Book retiró el brazo con elegancia mientras caía, como si todo formase parte de un número ensayado—. Queremos información sobre una chica desaparecida.

Los tres individuos de los probadores se unieron a sus amigos. Todos lucían jocosas camisetas con letras griegas: «Pi Phiostio», «Islas Phi Chi». Los centros locales del Ejército de Salvación terminaban inundados con ellas todos los veranos, cada vez que los graduados universitarios se desprendían de sus viejos recuerdos.

Todos los hombres eran fuertes y fibrosos, de brazos musculosos cubiertos con saltonas venas azules. Tras ellos, un tipo de bigote largo y caído, con la melena recogida en una coleta —Lonnie—, salió del probador más grande de la esquina arrastrando un largo pedazo de tubería y vestido con una camiseta de Gamma Phi. Nos hallábamos frente al cuerpo de seguridad del centro comercial.

—¿Qué pasa? —gritó Lonnie.

«No podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este suelo», recitaban los críos en un tono cercano al chillido.

—Buscamos a Amy Dunne, probablemente la habréis visto en las noticias, lleva desaparecida desde el jueves —dijo Joe Hillsam—. Una muchacha bonita, dulce y agradable, secuestrada en su propia casa.

—Algo he oído, ¿y qué?

—Es mi esposa —dije.

—Sabemos a lo que os dedicáis aquí —continuó Joe, dirigiéndose exclusivamente a Lonnie, que se estaba echando la coleta hacia atrás, apretando la mandíbula. Unos tatuajes verdes desdibujados le cubrían los dedos—. Sabemos lo de las violaciones en grupo.

Miré de reojo a Rand para ver si se encontraba bien; tenía la mirada fija en el maniquí desnudo tirado en el suelo.

—Violaciones en grupo —dijo Lonnie, echando la cabeza hacia atrás—. ¿De qué coño estás hablando?

—Vosotros —dijo Joe—, los Blue Book Boys…

—Los Blue Book Boys, como si fuéramos una especie de pandilla —sorbió Lonnie por la nariz—. No somos animales, gilipollas. No secuestramos mujeres. Eso son solo justificaciones que se busca la gente para sentirse bien por no echarnos una mano. «¿Lo veis? No se lo merecen, son una panda de violadores». Vamos, no me jodas. Me marcharía echando leches de este pueblo si la fábrica me pagara todo lo que me debe. Pero no he recibido ni un centavo. Ninguno de nosotros recibió nada. Así que aquí estamos.

—Os daremos dinero, un buen dinero, si podéis proporcionarnos cualquier pista relacionada con la desaparición de Amy —dije yo—. Vosotros conocéis a mucha gente, puede que hayáis oído algo.

Saqué una foto de Amy. Los Hillsam y Stucks parecieron sorprendidos, y me di cuenta de que —por supuesto— para ellos aquello solo era una diversión, una oportunidad de hacerse los machos. Pegué la foto al rostro de Lonnie, imaginando que apenas le echaría una ojeada. En cambio, se acercó más aún.

—Oh, mierda —dijo—. ¿Ella?

—¿La reconoces?

Lonnie pareció genuinamente afligido.

—Quería comprar una pistola.