Un día ausente
Los flashes estallaron y extinguí la sonrisa, pero no lo suficientemente rápido. Sentí una oleada de calor que me ascendía por el cuello y en la nariz me aparecieron varias perlas de sudor. «Estúpido, Nick, estúpido». Y entonces, justo cuando estaba recuperando la compostura, la rueda de prensa había terminado y ya era demasiado tarde para causar cualquier otra impresión.
Salí con los Elliott, agachando la cabeza mientras más flashes crepitaban a mi alrededor. Casi había alcanzado la salida cuando Gilpin atravesó trotando la estancia en dirección a mí, reteniéndome.
—¿Puede dedicarme un minuto, Nick?
Mientras nos dirigíamos hacia un despacho apartado aprovechó para ponerme al día:
—Hemos inspeccionado esa casa allanada de su barrio. Parece que ha habido gente acampada en el interior, así que hemos enviado a los del laboratorio. Y hemos encontrado otra casa llena de okupas justo en los límites del complejo.
—Claro, eso es lo que me preocupa —dije—. Hay gente acampada por todas partes. La ciudad entera está tomada por individuos desempleados y cabreados.
Carthage había sido, hasta hacía un año, una ciudad al amparo de una sola empresa; dicha empresa era el vasto centro comercial Riverway Mall, en sí mismo una pequeña ciudad que en otro tiempo había llegado a tener empleados a cuatro mil lugareños, una quinta parte de la población. Fue construido en 1985 como un lugar de destino, ideado para atraer a compradores de todo el Medio Oeste. Aún recuerdo el día de la inauguración: Go y yo, mamá y papá, observando los festejos desde la parte de atrás de la multitud aglomerada en el enorme aparcamiento alquitranado, porque nuestro padre siempre quería tener la posibilidad de marcharse rápidamente de cualquier sitio. Incluso cuando íbamos al béisbol, aparcábamos junto a la salida y nos marchábamos en la octava entrada, entre las previsibles quejas de Go y mías, manchados de mostaza, petulantes y enfebrecidos por culpa del sol: «Nunca podemos ver el final». Pero en aquella ocasión nuestra perspectiva distante resultó apetecible, ya que así pudimos presenciar el evento en toda su magnitud: la multitud impaciente, pasando colectivamente el peso de un pie al otro; el alcalde sobre un estrado rojo, blanco y azul; las palabras altisonantes («orgullo», «crecimiento», «prosperidad», «éxito») resonando sobre nosotros, soldados en el campo de batalla del consumismo, armados con talonarios de cubiertas plastificadas y bolsos de tela. Y el momento en el que se abrieron las puertas. Y la avalancha en pos del aire acondicionado, el muzak, los sonrientes vendedores que no eran sino nuestros vecinos. Aquel día mi padre nos permitió entrar, llegando incluso a hacer cola para comprarnos algo: unos sudorosos vasos de cartón rebosantes de Orange Julius.
Durante un cuarto de siglo, el Riverway Mall fue una presencia constante. Después la recesión golpeó, arrastrando a su paso el Riverway, tienda a tienda, hasta que todo el centro comercial acabó por cerrar. Ahora son ciento ochenta y cinco mil metros cuadrados de eco. Ninguna compañía quiso reclamarlo, ningún empresario prometió una resurrección, nadie sabía qué hacer con él ni qué sería de todas las personas que habían trabajado allí, incluida mi madre, que perdió su empleo en Shoe-Be-Doo-Be; dos décadas arrodillándose y poniendo zapatos, amontonando cajas y recogiendo calcetería sudada, evaporadas sin ceremonia.
El hundimiento del centro comercial dejó Carthage básicamente en bancarrota. La gente perdió sus trabajos, perdió sus casas. Nadie esperaba la llegada de nada bueno en un futuro próximo. «Nunca podemos ver el final». Esta vez parecía que a Go y a mí sí que nos iba a tocar verlo. Todos lo íbamos a ver.
La bancarrota se ajustaba perfectamente a mi psique. Durante varios años había vivido aburrido. No con el aburrimiento lloriqueante e inquieto de un niño (aunque no era inmune a ello), sino con un malestar denso que todo lo cubría. Tenía la impresión de que nunca jamás volvería a haber nada nuevo bajo el sol. La nuestra era una sociedad completa y ruinosamente derivativa (aunque el uso peyorativo de la palabra «derivativo» es, en sí mismo, derivativo). Éramos la primera generación de seres humanos que jamás podría ver nada por primera vez. Contemplamos las maravillas del mundo con ojos mortecinos, de vuelta de todo. Mona Lisa, las pirámides, el Empire State Building. El ataque de un animal selvático, el colapso de antiquísimos glaciares, las erupciones volcánicas. No consigo recordar ni una sola cosa asombrosa que haya visto en persona que no me recordase de inmediato a una película o a un programa de televisión. A un puto anuncio. ¿Conocen el espantoso sonsonete del indiferente? «Ya lo he viiistooo». Bien, pues yo lo he visto literalmente todo. Y lo peor, lo que de verdad provoca que me entren ganas de saltarme la tapa de los sesos, es que la experiencia de segunda mano siempre es mejor. La imagen es más nítida, la visión más intensa, el ángulo de la cámara y la banda sonora manipulan mis emociones de un modo que ha dejado de estar al alcance de la realidad. No estoy seguro de que, llegados a este punto, sigamos siendo realmente humanos, al menos aquellos de nosotros que somos como la mayoría de nosotros: los que crecimos con la televisión y el cine y ahora internet. Si alguien nos traiciona, sabemos qué palabras decir; cuando muere un ser amado, sabemos qué palabras decir; si queremos hacernos el machote o el listillo o el loco, sabemos qué palabras decir. Todos seguimos el mismo guión manoseado.
Es una era muy difícil en la que ser persona. Simplemente una persona real, auténtica, en vez de una colección de rasgos seleccionados a partir de una interminable galería de personajes.
Y si todos interpretamos un papel, es imposible que exista nada semejante a un compañero del alma, porque lo que tenemos no son almas de verdad.
Había llegado hasta tal extremo que ya nada parecía tener importancia, porque yo no era una persona real y tampoco nadie más lo era.
Habría hecho cualquier cosa por volver a sentirme real.
Gilpin abrió la puerta de la misma sala en la que me habían interrogado la noche anterior. Sobre el centro de la mesa descansaba la plateada caja de regalo de Amy.
Me quedé observando la caja en medio de la mesa, tan ominosa en aquel nuevo entorno. Una sensación de temor se cernió sobre mí. ¿Por qué no la había encontrado antes? Debería haberla encontrado.
—Adelante —dijo Gilpin—. Queríamos que le echase un vistazo.
La abrí con tanta prevención como si fuera a contener una cabeza. Solo encontré un sobre de un azul cremoso con las palabras PRIMERA PISTA. Gilpin sonrió burlonamente.
—Imagínese nuestra confusión: un caso de persona desaparecida y de repente encontramos un sobre que anuncia la PRIMERA PISTA.
—Es una caza del tesoro que mi esposa…
—Ya. Por su aniversario. Su suegro lo ha mencionado.
Abrí el sobre, extraje un grueso papel de color azul celeste —el mismo que usaba Amy siempre— doblado una sola vez. Noté que la bilis me asomaba a la garganta. Aquellas cazas del tesoro siempre habían equivalido a una sola pregunta: ¿quién es Amy? (¿En qué está pensando mi esposa? ¿Qué ha sido importante para ella en el transcurso de este último año? ¿Qué momentos la han hecho más feliz? Amy, Amy, Amy, vamos a pensar en Amy).
Leí la primera pista con los dientes apretados. Teniendo en cuenta nuestro humor matrimonial durante aquel último año, iba a hacerme quedar fatal. No necesitaba más cosas que me hicieran quedar fatal.
Siendo tu alumna me imagino a diario,
con un maestro tan atractivo y sabio
mi mente se abre (¡por no decir mis labios!).
Si fuera estudiante no necesitaría flores a destajo,
solo una cita traviesa durante tus horas de trabajo.
Así que date prisa, ponte en marcha, por favor,
y esta vez te enseñaré una cosa o dos.
Era un itinerario para una vida alternativa. Si las cosas hubieran ido según lo previsto por mi esposa, el día anterior habría estado revoloteando a mi alrededor mientras yo leía aquel poema, observándome expectante. La esperanza habría emanado de ella como una fiebre: «Por favor, entiéndelo. Por favor, entiéndeme».
Y finalmente diría: «¿Y bien?». Y yo diría:
—¡Oh, esta sí me la sé! Tiene que estar refiriéndose a mi despacho. En la universidad comunitaria. Soy profesor adjunto allí. Mmm. Tiene que ser eso, ¿verdad? —Entorné los párpados y volví a leer—. Este año me lo ha puesto fácil.
—¿Quiere que le lleve hasta allí? —preguntó Gilpin.
—No, tengo el coche de Go.
—Le sigo entonces.
—¿Cree que es importante?
—Bueno, nos dará un indicio de sus movimientos durante el día o par de días anteriores a su desaparición. Así que no carece de importancia. —Miró el papel—. Es lindo, ¿sabe? Como algo sacado de una película: una caza del tesoro. Mi esposa y yo nos regalamos una postal, como mucho salimos a comer algo. Parece que ustedes se lo han montado bien. Preservando el romanticismo.
Después Gilpin se miró los zapatos, se ruborizó e hizo sonar las llaves para indicar que debíamos marcharnos.
La universidad, con gran pompa, me había concedido por despacho un ataúd con el tamaño justo para meter un escritorio, dos sillas y unos cuantos estantes. Gilpin y yo encaminamos nuestros pasos hacia allí sorteando a los alumnos de los cursos de verano, una combinación de chicos imposiblemente jóvenes (aburridos pero atareados, tecleando mensajes o trasteando con sus reproductores de música) y gente mayor y formal que, tuve que asumir, debían de ser antiguos trabajadores del centro comercial que intentaban labrarse una nueva carrera.
—¿Qué enseña? —preguntó Gilpin.
—Periodismo, periodismo de revistas.
Una muchacha que iba escribiendo un mensaje al mismo tiempo que caminaba olvidó los intríngulis de esta última actividad y a punto estuvo de chocar conmigo. Se hizo a un lado sin alzar la mirada. Consiguió que me sintiese un cascarrabias, como uno de esos viejos que gritan «¡Largo de mi jardín!».
—Pensaba que había dejado el periodismo.
—El que sabe, sabe, y el que no… —dije sonriendo.
Metí la llave en la cerradura de mi despacho. Olía a cerrado y el aire estaba cargado con motas de polvo. Me había tomado el verano libre, por lo que habían pasado semanas desde la última vez que estuve allí. Encima de mi escritorio había otro sobre, con las palabras SEGUNDA PISTA.
—¿Siempre lleva esa llave en el llavero? —preguntó Gilpin.
—Sí.
—¿Y Amy podría haberla tomado prestada para entrar?
Desgarré un costado del sobre.
—Tenemos una copia en casa. —Amy hacía copias de todo porque yo tenía tendencia a perder llaves, tarjetas de crédito, móviles, pero no quise contarle aquello a Gilpin para ahorrarme otra coña a costa de lo de ser el benjamín de la familia—. ¿Por?
—Oh, solo quería asegurarme de que no había tenido que recurrir, no sé, a algún ujier o algo así.
—Por aquí no tenemos ningún Freddy Krueger, que yo sepa.
—Nunca vi esas películas —replicó Gilpin.
Dentro del sobre había dos hojas plegadas. Una estaba marcada con un corazón; la otra indicaba: PISTA.
Dos notas. Aquello era nuevo. Noté un nudo en el estómago. Dios sabría lo que tenía que decirme Amy. Desdoblé la nota con el dibujo del corazón. Deseé no haber permitido que Gilpin me acompañara, y entonces capté las primeras palabras.
Mi querido esposo:
He supuesto que este sería el lugar perfecto —¡este templo dedicado al saber!— para decirte que creo que eres un hombre brillante. No te lo digo lo suficientemente a menudo, pero me fascina tu mente: las estadísticas curiosas, las anécdotas, los hechos insólitos, la perturbadora capacidad para citar cualquier película, el rápido ingenio, la hermosa manera que tienes de elegir las palabras adecuadas para cada cosa. Tras haber pasado años juntos, creo que una pareja puede llegar a olvidar todo lo que de maravilloso tiene la otra mitad. Recuerdo lo mucho que me deslumbraste cuando nos conocimos, así que quiero tomarme un momento para decirte que aún sigo estando deslumbrada y que es una de las cosas que más me gustan de ti: eres BRILLANTE.
Se me humedeció la boca. Gilpin estaba leyendo por encima de mi hombro y lanzó un suspiro.
—Qué encanto de mujer —dijo. Después se aclaró la garganta—. Vaya, ja-ja, ¿son suyas?
Utilizó un lápiz, sirviéndose del extremo de la goma, para alzar una prenda de ropa interior femenina (técnicamente eran bragas —rojas, de encaje—, pero sé que a las mujeres les repele esa palabra; solo tienen que buscar en Google «odio la palabra bragas»). Colgaba de un dial de la unidad de aire acondicionado.
—Dios, qué vergüenza.
Gilpin aguardaba una explicación.
—Uh, una vez Amy y yo… bueno, ya ha leído su nota. El caso es que… ya sabe, a veces hay que echarle un poco de picante a las cosas.
Gilpin sonrió.
—Oh, ya lo pillo, profesor cachondo y alumna traviesa, ya lo pillo. Decididamente, ustedes sí que se lo han montado bien. —Hice ademán de ir a coger las bragas, pero Gilpin ya había sacado una bolsa para pruebas de su bolsillo y las estaba guardando en su interior—. Solo es una precaución —dijo inexplicablemente.
—Por favor, no haga eso —dije—. Amy se moriría si… —Me interrumpí en seco.
—No se preocupe, Nick. Es solo protocolo, amigo mío. Le costaría creer los aros por los que nos hacen pasar. Por si acaso, por si acaso. Ridículo. ¿Qué dice la pista?
Permití que volviera a leer por encima de mi hombro. Su olor discordantemente fresco me distraía.
—Y esta, ¿qué significa? —preguntó.
—No tengo ni idea —mentí.
Finalmente me libré de Gilpin, después conduje sin rumbo por la carretera para poder hacer una llamada desde mi móvil desechable. No obtuve respuesta. No dejé mensaje. Seguí acelerando un buen rato, como si fuera a llegar a alguna parte, después di media vuelta y conduje cuarenta y cinco minutos de regreso hasta el pueblo para reunirme con los Elliott en el Days Inn. Me encontré el vestíbulo ocupado por miembros de la Asociación de Gestores de Nóminas del Medio Oeste y por todos los rincones maletas de viaje cuyos propietarios sorbían bebidas de obsequio en pequeños vasos de plástico y se dedicaban a hacer contactos, profiriendo forzadas risas guturales y hurgándose los bolsillos en busca de tarjetas de visita. Subí en el ascensor con cuatro hombres de calva incipiente, pantalones cargo y polos de jugar al golf; las acreditaciones que llevaban colgadas del cuello rebotaban sobre sus estómagos de casados.
Marybeth abrió la puerta mientras hablaba por teléfono; señaló el televisor y me dijo en un susurro:
—Tenemos una bandeja con fiambres, si quieres, cielo.
Después entró en el cuarto de baño y cerró la puerta a sus murmullos.
Salió un par de minutos más tarde, justo a tiempo para el informativo local de las cinco —emitido desde Saint Louis—, que abrió con la desaparición de Amy.
—Una foto perfecta —murmuró Marybeth en dirección a la pantalla, desde la que Amy nos devolvía la mirada—. La gente la verá y sabrá de verdad cómo es Amy.
A mí me había parecido que el retrato —una instantánea en primer plano procedente del breve coqueteo de Amy con el mundo de la actuación— era hermoso, pero inquietante. Las fotos de Amy siempre parecían estar observándote, como el retrato de una vieja casa encantada, desplazando los ojos de izquierda a derecha.
—A lo mejor deberíamos pasarles también algunas fotos más informales —dije—. De andar por casa.
Los Elliott asintieron al unísono, pero no dijeron nada, observando. Cuando terminó el parte, Rand rompió el silencio:
—Me estoy poniendo malo.
—Lo sé —dijo Marybeth.
—¿Qué tal aguantas tú, Nick? —preguntó Rand, encorvado, apoyando las manos sobre las rodillas como si estuviera preparándose para levantarse del sofá pero no fuera capaz de conseguirlo.
—Estoy hecho un maldito desastre, a decir verdad. Me siento tan inútil…
—¿Sabes? Tengo que preguntártelo. ¿Qué hay de tus empleados, Nick? —Rand se levantó al fin. Se dirigió al minibar, se sirvió un ginger ale y después se volvió hacia Marybeth y hacia mí—. ¿Alguien quiere algo? ¿Cualquier cosa?
Yo negué con la cabeza; Marybeth pidió una soda.
—¿Quieres que le eche un chorrito de ginebra, cariño? —preguntó Rand, aflautando el tono de su profunda voz en la última palabra.
—Claro. Sí. Adelante. —Marybeth cerró los ojos, se dobló sobre sí misma y enterró la cara entre las rodillas; después respiró hondo y volvió a sentarse exactamente en la misma postura que antes, como si estuviese practicando un ejercicio de yoga.
—Les he dado una lista de todos —dije—. Pero es un negocio bastante tranquilo, Rand. No creo que sea el lugar más indicado para investigar.
Rand se llevó una mano a la boca y se frotó la cara hacia arriba, amontonando la carne de las mejillas alrededor de los ojos.
—Por supuesto, nosotros estamos haciendo lo mismo con nuestro negocio, Nick.
Rand y Marybeth siempre se referían a la serie de La Asombrosa Amy como un negocio, lo cual, a nivel superficial, nunca me había dejado de parecer una ridiculez: son libros para niños, protagonizados por una chiquilla perfecta que aparece en todas las portadas, una versión caricaturizada de mi Amy. Pero por supuesto sí que son (o eran) un negocio, un buen negocio. Durante prácticamente dos décadas fueron una constante en las escuelas de primaria, principalmente por los tests con los que finalizaba cada capítulo.
Cuando la Asombrosa Amy iba a tercero, por ejemplo, sorprendió a su amigo Brian dando de comer en exceso a la mascota de la clase, una tortuga. Intentó razonar con él, pero cuando Brian se obstinó en seguir echándole raciones extra, Amy no tuvo más remedio que delatarle a su profesora: «Señora Tibbles, no quiero ser acusica, pero no sé muy bien qué hacer. He intentado hablar personalmente con Brian, pero ahora… supongo que necesito la ayuda de un adulto». El resultado:
1) Brian le dijo a Amy que no era una amiga de fiar y le retiró la palabra.
2) Su tímida amiga Suzy le dijo a Amy que no debería haberse chivado; debería haber extraído en secreto la comida sin que Brian se enterase.
3) La archienemiga de Amy, Joanna, afirmó que Amy estaba celosa y que lo único que pretendía era alimentar a la tortuga ella misma.
4) Amy se negó a retractarse. Consideraba que había hecho lo correcto.
¡¿Quién tiene la razón?!
Bueno, la respuesta es fácil, porque Amy siempre tiene la razón, en todas las historias. (No crean que no he mencionado esto en mis discusiones con la Amy real, porque lo he hecho, más de una vez).
Los tests —escritos por «dos psicólogos, ¡que además son padres como usted!»— estaban supuestamente pensados para desvelar los rasgos de personalidad de los niños: ¿Es su pequeño un desabrido que no soporta que le corrijan, como Brian? ¿Una cobarde incapaz de enfrentarse a los problemas, como Suzy? ¿Una cizañera, como Joanna? ¿O perfecta, como Amy? Los libros se pusieron muy de moda entre la creciente clase yuppie: eran la Piedra Mascota de la paternidad. El cubo de Rubik de la educación infantil. Los Elliott se hicieron ricos. Llegado determinado punto, alguien calculó que todas las bibliotecas escolares de Norteamérica tenían al menos un libro de La Asombrosa Amy.
—¿Te preocupa que esto pueda estar relacionado con el negocio de Asombrosa Amy?
—Conocemos a un par de individuos a los que creemos que valdría la pena tener vigilados —dijo Rand.
Tosí una risa.
—¿Qué creéis, que Judith Viorst ha raptado a Amy para evitar que Alexander vuelva a tener uno de sus terribles-horribles-infaustos-y-catastróficos días?
Rand y Marybeth volvieron sendos rostros de sorpresa y decepción hacia mí. Había sido un comentario grosero y de mal gusto. Mi cerebro eructaba pensamientos inapropiados en los momentos más inoportunos. Gases mentales que no conseguía controlar. Por ejemplo, había empezado a cantar la letra de «Bony Moronie» cada vez que veía a mi amiga policía. «Es delgaducha como un fideo», canturreaba mi cerebro mientras la detective Rhonda Boney me decía que pensaban dragar el río en busca de mi desaparecida esposa. «Es un mecanismo de defensa —me dije—, nada más que un extraño mecanismo de defensa». Me hubiera gustado que parase.
Me recoloqué delicadamente la pierna y hablé con no menos delicadeza, como si mis palabras fuesen una vacilante pila de porcelana fina.
—Lo siento, no sé por qué he dicho eso.
—Todos estamos cansados —propuso Rand.
—Pediremos a la policía que interrogue a Viorst —se esforzó Marybeth—. Y también a esa zorra de Beverly Cleary. —No fue tanto una broma como un perdón.
—Supongo que debería decíroslo —dije—. La policía… Lo normal en este tipo de casos…
—Es sospechar en primer lugar del marido, lo sé —interrumpió Rand—. Les he dicho que están perdiendo el tiempo. Las preguntas que nos han hecho…
—Muy ofensivas —terminó Marybeth.
—Entonces, ¿han hablado con vosotros? ¿Sobre mí? —Me acerqué hasta el minibar y me serví una ginebra como si nada. Le di tres tragos seguidos y de inmediato me sentí peor. El estómago pretendía escalarme el esófago—. ¿Qué tipo de cosas os han preguntado?
—Si alguna vez has golpeado a Amy, si alguna vez Amy ha mencionado amenazas —fue enumerando Marybeth—. Si eres un ligón, si Amy ha mencionado alguna vez que le hubieras puesto los cuernos. Porque todo eso parece muy propio de Amy, ¿verdad? Les he dicho que no la educamos para ser un felpudo.
Rand me puso una mano en el hombro.
—Nick, lo que deberíamos haber dicho, antes que nada, es que sabemos que nunca, jamás le harías daño a Amy. Incluso le he contado a la policía… les he contado lo de cuando salvaste un ratón en nuestra casa de verano, aquel que salvaste de la trampa adhesiva. —Miró a Marybeth como si no conociera la historia y esta le obsequió con su extasiada atención—. Te pasaste una hora intentando arrinconar al condenado bicho y después condujiste literalmente al pequeño bastardo hasta más allá de los límites de la ciudad. ¿Acaso habría hecho eso un tipo capaz de hacer daño a su esposa?
Noté una intensa oleada de culpa y desprecio por mí mismo. Por un segundo pensé que podría llorar, al fin.
—Te queremos, Nick —dijo Rand, dándome un último apretón.
—Es cierto, Nick —secundó Marybeth—. Eres nuestro hijo. Sentimos muchísimo que, además de tener que lidiar con la desaparición de Amy, tengas que vértelas con esta… nube de sospecha.
No me gustó la expresión «nube de sospecha». Prefería con mucho «investigación rutinaria» o «mero trámite».
—Están intrigados con lo de tu reserva de esa noche en el restaurante —dijo Marybeth, dirigiéndome una mirada excesivamente casual.
—¿Mi reserva?
—Dicen que les dijiste que habías hecho una reserva en Houston’s, pero lo han comprobado y no había reserva alguna. Parecen muy interesados en eso.
No tenía reserva ni tenía regalo. Porque si había planeado matar a Amy aquel día, no iba a necesitar reserva para aquella noche ni un regalo con el que obsequiarla. Las señas de identidad de un asesino extremadamente pragmático.
Y yo a veces me paso de pragmático. Mis amigos ciertamente podrían confirmárselo a la policía.
—Uh… no. No, nunca llegué a hacer la reserva. Deben de haberme entendido mal. Se lo diré.
Me dejé caer en el sofá frente a Marybeth. No quería que Rand me tocara otra vez.
—Oh, vale. Bien —dijo Marybeth—. ¿Te… uh… organizó otra caza del tesoro este año? —Sus ojos volvieron a enrojecer—. Antes de…
—Sí, hoy me han dado la primera pista. Gilpin y yo encontramos la segunda en mi despacho en la universidad. Todavía estoy intentando desentrañarla.
—¿Podemos echarle un vistazo? —preguntó mi suegra.
—No la llevo encima —mentí.
—¿Intentarás… intentarás resolverla, Nick? —preguntó Marybeth.
—Lo haré, Marybeth. La resolveré.
—Simplemente odio la idea de que haya cosas tocadas por ella, abandonadas ahí fuera, a solas…
Sonó mi teléfono, el desechable. Eché un rápido vistazo a la pantalla y corté la llamada. Necesitaba librarme de aquel trasto, pero aún no podía hacerlo.
—Deberías contestar a todas las llamadas, Nick —dijo Marybeth.
—He reconocido el número. La asociación de alumnos de mi universidad, seguro que para pedir dinero.
Rand se sentó en el sofá a mi lado. Los viejos y castigados cojines se hundieron severamente bajo nuestro peso, de modo que nos vimos impulsados el uno hacia el otro hasta que nuestros brazos se tocaron, cosa que no incomodó en lo más mínimo a Rand. Es uno de esos tipos que se declaran partidarios de los abrazos nada más verte, olvidando preguntar si el sentimiento es mutuo.
Marybeth retomó la cuestión:
—Creemos que es posible que un fan obsesivo de Amy pueda haberla raptado —dijo volviéndose hacia mí, como defendiendo la teoría—. Hemos tenido varios en el transcurso de los años.
A Amy le gustaba rememorar anécdotas protagonizadas por hombres obsesionados con ella. En varias ocasiones desde que nos habíamos casado me había descrito a los acosadores en voz baja y entre copas de vino; hombres que seguían ahí fuera, siempre pensando en ella, deseándola. Yo sospechaba que aquellas historias estaban hinchadas: los hombres siempre resultaban peligrosos de una manera sumamente precisa, lo justo como para que me preocupase, pero no tanto como para que nos viéramos en la obligación de involucrar a la policía. En resumen: un juego verbal en el que yo podía intervenir como el héroe pecho-palomo de Amy, defendiendo su honor. Amy era demasiado independiente, demasiado moderna, para ser capaz de admitir la verdad: deseaba interpretar el papel de la damisela.
—¿Recientemente?
—No, recientemente no —dijo Marybeth, mordisqueándose el labio—. Pero hubo una joven muy perturbada cuando iban al instituto.
—¿Cómo de perturbada?
—Estaba obsesionada con Amy. Bueno, con La Asombrosa Amy. Se llamaba Hilary Handy y basaba su comportamiento en el de Suzy, la mejor amiga de Amy en los libros. Al principio nos pareció entrañable, supongo. Pero luego fue como si no le bastara con aquello: quería ser la Asombrosa Amy, no Suzy la escudera. De modo que empezó a imitar a nuestra Amy. Se vestía como ella, se tiñó el pelo de rubio, se pasaba horas frente a nuestra casa de Nueva York. En una ocasión iba yo caminando por la calle cuando se me acercó corriendo, aquella extraña muchacha, y enlazó su brazo con el mío y dijo: «A partir de ahora seré vuestra hija. Mataré a Amy y seré vuestra nueva Amy. Porque en realidad a vosotros no os importa, ¿verdad? Siempre y cuando tengáis una Amy». Como si nuestra hija fuese una obra de ficción que ella pudiese reescribir.
—Finalmente obtuvimos una orden de alejamiento porque empujó a Amy por las escaleras del instituto —dijo Rand—. Una muchacha muy perturbada. Ese tipo de mentalidad no desaparece.
—Y luego está Desi —dijo Marybeth.
—Ay, Desi —dijo Rand.
Incluso yo sabía lo de Desi. Amy había estudiado en un internado privado de Massachusetts llamado Wickshire Academy. Yo había visto las fotos: Amy con falda de lacrosse y cintas en el pelo frente a un fondo de perpetuos colores otoñales, como si la academia tuviera su sede no en una ciudad sino en un mes. Octubre. Desi Collings era alumno en el internado para chicos equivalente a Wickshire. En los relatos de Amy aparecía retratado como una figura pálida y romántica, y su cortejo había sido el típico cortejo de internado: fríos partidos de fútbol y bailes calurosos, ramilletes de lilas y paseos en un Jaguar clásico. Todo con un aire muy de mediados de siglo.
Amy salió con Desi bastante en serio durante un año. Pero comenzó a resultarle inquietante: hablaba como si estuvieran prometidos y sabía de antemano el número y sexo de sus hijos. Iban a tener cuatro, todo chicos. Lo cual sonaba sospechosamente similar a la familia de Desi. Y cuando hizo ir a su madre para presentársela, Amy sintió un mareo al comprobar el llamativo parecido entre ella misma y la señora Collings. Esta le besó fríamente la mejilla y le murmuró calmadamente al oído: «Buena suerte». Amy no supo dirimir si era una advertencia o una amenaza.
Después de que Amy rompiese con Desi, este siguió rondando por el campus de Wickshire, una figura fantasmal de blazers oscuros apoyado contra deshojados robles invernales. Una noche de febrero, Amy regresó de un baile para encontrárselo echado sobre su cama, desnudo encima de las colchas, grogui a causa de una sobredosis muy marginal de pastillas. Poco después, Desi abandonó la academia.
Pero todavía seguía llamándola, incluso ahora, y varias veces al año le enviaba gruesos sobres acolchados que Amy arrojaba sin abrir a la basura tras habérmelos enseñado. Tenían matasellos de Saint Louis. A cuarenta minutos de distancia en coche. «Es solo una horrible y desgraciada coincidencia», me dijo ella. La familia de Desi era de Saint Louis por parte de madre. Era todo cuanto sabía Amy y tampoco quiso saber más. Una vez hurgué entre la basura para recuperar una de las cartas, pegajosa de salsa Alfredo. La leí y era completamente banal: le hablaba de tenis, viajes y demás preocupaciones propias de pijos. Spaniels. Intenté imaginarme a aquel esbelto dandi, con sus corbatas de lazo y sus gafas de concha de tortuga, irrumpiendo en nuestra casa y agarrando a Amy con sus suaves y cuidadas manos. Arrojándola al interior de su coche de colección y llevándola… ¿a comprar antigüedades en Vermont? Desi. ¿De verdad alguien podía creer que hubiera sido Desi?
—Lo cierto es que Desi no vive demasiado lejos —dije—. En Saint Louis.
—¿Lo ves? —dijo Rand—. ¿Por qué no está la policía investigando eso?
—Alguien debería hacerlo —dije—. Iré yo. En cuanto hayan terminado de buscar aquí mañana.
—La policía parece estar convencida de que… el problema es más cercano —dijo Marybeth.
Me siguió observando un momento de más y después se estremeció, como si pretendiera desprenderse de una idea.