AMY ELLIOTT DUNNE

5 de julio de 2008

FRAGMENTO DE DIARIO

¡Estoy henchida de amor! ¡Repleta de ardor! ¡Obesamente mórbida por la devoción! Una feliz y atareada abeja del entusiasmo marital. Zumbo literalmente a su alrededor, toqueteando y organizando. Me he convertido en algo extraño. Me he convertido en una esposa. Me sorprendo pilotando el timón de las conversaciones —de manera torpe, antinatural— solo para poder decir su nombre en voz alta. Me he convertido en una esposa, me he convertido en una pesada, me han exigido que renuncie a mi carné de Joven Feminista Independiente. Me da exactamente igual. Le llevo las cuentas, le corto el pelo. Me he vuelto tan retro que en algún momento probablemente acabaré utilizando la palabra «billetero», mientras salgo por la puerta con mi marchoso abrigo de tweed y los labios pintados de rojo, de camino hacia el «salón de belleza». Nada me molesta. A todo le encuentro el lado positivo, cada molestia transformada en una anécdota entretenida que contar a la hora de la cena. «Cariño, hoy he matado a un vagabundo… ¡Jajajaja! ¡Ah, cuánto nos divertimos!».

Nick es como un buen combinado: consigue que lo veas todo desde la perspectiva correcta. No desde una perspectiva distinta, desde la correcta. Con Nick, me doy cuenta de que en realidad no pasa nada si la factura de la electricidad se paga con un par de días de retraso o si mi último test resulta ser un poco cutrecillo. (El más reciente, y no es una broma: «¿Qué tipo de árbol serías?». ¡Yo soy un manzano! ¡No tiene ningún sentido!). No me importa que el nuevo libro de La Asombrosa Amy haya sido un desastre, que las críticas hayan sido terribles y las ventas hayan caído abismalmente en picado tras un inicio poco prometedor. No me importa el color que vayamos a elegir para el dormitorio, con cuánto retraso llegue por culpa del tráfico o si la basura que reciclamos acaba de verdad reciclada. (Dime la verdad, Nueva York: ¿sí o no?). No importa, porque he encontrado a mi media naranja. Es Nick, relajado y tranquilo, listo y divertido, sin complicaciones. Feliz, no se tortura. Amable. Buen pene.

Todas las cosas que me disgustan de mí misma han pasado a segundo término. Quizás eso es lo que más me gusta de él, el modo en que me hace. No el modo en que me hace sentir, sino simplemente me hace. Soy divertida. Soy juguetona. Soy decidida. Me siento naturalmente feliz y completamente satisfecha. ¡Soy una esposa! Me resulta extraño pronunciar esas palabras. (En serio, Nueva York, lo del reciclaje… venga, guíñame un ojo).

Hacemos tonterías, como el fin de semana pasado, cuando condujimos hasta Delaware porque ninguno de los dos había hecho nunca el amor en Delaware. Permite que describa la escena, ahora sí, en serio, para la posteridad. Cruzamos la línea estatal. «¡Bienvenidos a Delaware!», dice el cartel, y también: «Una pequeña maravilla», y también: «El primer estado», y también: «Tierra de las compras libres de impuestos».

Delaware, un estado de muchas y fértiles identidades.

Le señalo a Nick el primer camino de tierra que veo y pegamos botes durante cinco minutos hasta encontrar pinos en todas direcciones. No hablamos. Él echa su asiento hacia atrás. Yo me levanto la falda. No llevo ropa interior, veo que su boca se curva hacia abajo y su rostro se reblandece, la expresión decidida y drogada que adopta cuando está excitado. Me encaramo sobre él, dándole la espalda, de cara al parabrisas. Estoy inclinada sobre el volante y al movernos al compás el claxon emite pequeños balidos que remedan los míos, y mi mano provoca un ruido de fricción pegada contra el parabrisas. Nick y yo somos capaces de corrernos en cualquier sitio; ninguno de los dos padece miedo escénico, es algo de lo que ambos nos sentimos bastante orgullosos. Después volvemos directamente a casa. Yo como cecina y apoyo los pies descalzos sobre el salpicadero.

Nos encanta nuestra casa. La casa que construyó La Asombrosa Amy. Un adosado marrón en Brooklyn que compraron mis padres para nosotros, justo frente al puente, con la gran vista de Manhattan en pantalla panorámica. Es extravagante y me crea sentimiento de culpa, pero es perfecto. Combato el rollo niña-rica-mimada siempre que puedo. Mucho «hazlo tú mismo». Pintamos las paredes en dos fines de semana: verde primavera, amarillo claro y azul terciopelo. En teoría. Ninguno de los colores nos quedó como lo habíamos imaginado, pero de todas maneras hacemos como que nos gustan. Llenamos nuestra casa con baratijas adquiridas en mercadillos; compramos discos para el tocadiscos de Nick. Anoche nos sentamos sobre la vieja alfombra persa, a beber vino y a escuchar los crujidos del vinilo mientras el cielo se iba oscureciendo y Manhattan se encendía, y Nick dijo: «Así es como siempre lo había imaginado. Es exactamente como lo había imaginado».

Los fines de semana hablamos bajo cuatro capas de ropa de cama, con los rostros cálidos bajo una colcha amarilleada por el sol. Incluso las maderas del suelo son alegres: hay dos viejas tablas rechinantes que nos saludan nada más entrar por la puerta. Me encanta, me encanta que sea nuestra, que tengamos una anécdota genial protagonizada por la antigua lámpara de pie, por la contrahecha jarra de barro que descansa junto a nuestra cafetera y que nunca contiene nada al margen de un clip para papeles. Paso los días pensando en tener detalles con Nick: salir a comprar una pastilla de jabón con aroma a menta que reposará sobre la palma de su mano como una piedra caliente o quizás un lomo de trucha que pueda cocinar y servirle, una oda a sus días en el vapor del río. Lo sé, es un comportamiento absurdo. Pero me encanta, nunca sospeché que fuese capaz de portarme de manera absurda por un hombre. Es un alivio. Incluso me emociono viendo sus calcetines, que deja tirados y enredados de las más variadas maneras, como si un cachorrillo los hubiera traído desde otra habitación.

Es nuestro primer aniversario y me siento ahíta de amor, a pesar de que la gente no hacía más que decir y decirnos que el primer año iba a ser muy duro, como si fuésemos niños ingenuos de camino a la guerra. No ha sido duro. Estábamos destinados a casarnos. Es nuestro primer aniversario y Nick saldrá del trabajo al mediodía; mi caza del tesoro le aguarda. Todas las pistas están relacionadas con nosotros y tienen que ver con el año que acabamos de pasar juntos:

Cada vez que mi maridito esté resfriado

aquí hay un plato que lo dejará bien sanado.

Respuesta: la sopa tom yun del restaurante Thai Town en la calle President. El encargado nos espera esta tarde con un cuenco lleno y la siguiente pista.

También McMann’s en Chinatown y la estatua de Alicia en Central Park. Una gran excursión por Nueva York. Acabaremos en la lonja de pescado de la calle Fulton, donde compraremos un par de hermosas langostas cuya caja sostendré sobre el regazo mientras Nick se remueve nervioso en el asiento del taxi, a mi lado. Volveremos rápidamente a casa y las meteré en una olla nueva sobre nuestro viejo fogón con toda la delicadeza propia de una muchacha que ha pasado muchos veranos en el Cabo mientras Nick se ríe y finge esconderse atemorizado al otro lado de la puerta de la cocina.

Yo había sugerido encargar unas hamburguesas. Nick prefería salir a cenar en algún restaurante de múltiples platos y camareros que alardean de clientes famosos… cinco estrellas, elegante. De modo que las langostas son un perfecto término medio, las langostas son lo que todo el mundo nos dice (y nos dice y nos dice) que es el matrimonio: ¡una solución de compromiso!

Comeremos langosta con mantequilla y haremos el amor sobre el suelo mientras la cantante de uno de nuestros viejos discos de jazz nos arrulla con su voz de ultratumba. Nos embriagaremos lenta y perezosamente con un buen escocés, la bebida favorita de Nick. Le daré su regalo: el papel de Crane & Co. con monograma que se le había antojado, con su limpia fuente de palo seco en verde cazador, sobre el grueso y cremoso papel que absorberá la lujuriosa tinta y sus palabras de escritor. Papel para un escritor y para una esposa de escritor que quizás esté esperando una o dos cartas de amor.

Después a lo mejor volveremos a hacer el amor. Y tomaremos una hamburguesa tardía. Y más escocés. Voilà: ¡la pareja más feliz del barrio! Y dicen que el matrimonio es un trabajo duro.