8 de enero de 2005
FRAGMENTO DE DIARIO
¡Tra y la! Escribo esto con una enorme sonrisa de huérfana adoptada. Soy tan feliz que me avergüenzo, como una adolescente en un cómic de vivos colores que habla por teléfono con el pelo recogido en una coleta mientras el bocadillo sobre mi cabeza anuncia: «¡He conocido a un chico!».
Pero es que así ha sido. Es una verdad técnica, empírica. He conocido a un chico, un tío guapísimo y genial, un verdadero cachondo mental. Permite que te describa la escena, pues merece ser preservada para la posteridad (no, por favor, todavía no estoy tan mal, ¡posteridad!, bah). En fin. No es Año Nuevo, pero todavía sigue siendo en gran medida un año nuevo. Es invierno: oscurece temprano y hace mucho frío.
Carmen, una amiga reciente —semiamiga, apenas una amiga, el tipo de amiga de la que no puedes pasar—, me ha convencido para ir a Brooklyn a una de sus fiestas de escritores. A ver: me gustan las fiestas de escritores, me gustan los escritores, soy hija de escritores, soy escritora. Todavía me encanta garrapatear esa palabra —ESCRITORA— cada vez que un formulario, cuestionario o documento solicita mi ocupación. Vale, escribo tests de personalidad, no escribo sobre las Grandes Cuestiones del Momento, pero me parece justificado presentarme como escritora. Estoy utilizando este diario para mejorar: para pulir mi habilidad, para compilar detalles y observaciones. Para sugerir en vez de contar y demás bobadas propias de escritores. (O sea, «sonrisa de huérfana adoptada» no está nada mal, me parece a mí). Pero sinceramente considero que solo con mis tests ya basta para calificarme al menos de manera honoraria. ¿Verdad?
Estás en una fiesta en la que te encuentras rodeada por escritores genuinamente talentosos que trabajan en revistas y periódicos célebres y respetados. Tú solo escribes tests en semanarios para mujeres. Cuando alguien te pregunta cómo te ganas la vida:
a) Te avergüenzas y dices: «¡Solo soy una humilde redactora de tests, una estupidez, vamos!».
b) Pasas a la ofensiva: «Ahora soy escritora, pero me estoy planteando hacer algo más digno y complejo. ¿Por qué? ¿A qué se dedica usted?».
c) Te enorgulleces de tus logros: «Escribo tests de personalidad basándome en los conocimientos adquiridos en mi doctorado en psicología. Oh, y una curiosidad: inspiré la creación de una admirada serie de libros para niños, seguro que la conoce. ¿La Asombrosa Amy? ¡Chúpate esa, pedazo de esnob!».
Respuesta: C, indiscutiblemente C
En cualquier caso, la fiesta ha sido cosa de un buen amigo de Carmen que escribe sobre películas para una revista de cine y que, según Carmen, es muy divertido. Por un momento me preocupa que quiera liarnos: no tengo el más mínimo interés en que me líen. Necesito ser emboscada, tomada por sorpresa, como una especie de fiero chacal del amor. De otra manera me siento demasiado envarada. Me noto intentando parecer encantadora y entonces me doy cuenta de que resulta evidente que estoy intentando parecer encantadora y entonces intento ser más encantadora aún para compensar el falso encanto y para entonces básicamente me he convertido en Liza Minnelli: bailando con mallas y lentejuelas, rogando tu amor. Hay un bombín, manos de jazz y muchos dientes.
Pero no, mientras Carmen sigue exaltando las virtudes de su amigo, me doy cuenta: es a ella a quien le gusta. Bien.
Ascendemos tres tramos de escaleras contrahechas y nos recibe una oleada de calor corporal y literario: muchas gafas negras de pasta y flequillos redondos; falsas camisas vaqueras y jerséis de cuello vuelto; guerreras negras de lana que se desparraman sobre el sofá para acabar amontonándose en el suelo; un póster alemán de La huida («Ihre Chance war gleich Null!») cubre una pared de pintura resquebrajada. En el equipo, Franz Ferdinand: «Take Me Out».
Un corrillo de tíos se arremolina junto a la mesa camilla sobre la que están apiñadas las botellas, rellenando sus bebidas a cada par de sorbos, perfectamente conscientes de lo poco que queda de alcohol para todos. Me abro camino, colocando mi vaso de plástico en el centro como un músico callejero, y obtengo un entrechocar de cubitos de hielo y un chorro de vodka gracias a un tipo de rostro afable que lleva una camiseta de Space Invaders.
La aportación irónica del anfitrión, una botella de licor verde de manzana de aspecto letal, será pronto nuestro sino a menos que alguien se ofrezca a salir para comprar más bebida, y eso parece poco probable, pues resulta evidente que todos están convencidos de haber hecho lo propio la última vez que ocurrió algo similar. Desde luego es una fiesta de enero, una fiesta de gente empachada y con sobredosis de azúcar debido a las fiestas, simultáneamente perezosa e irritada. Una de esas fiestas en la que los presentes beben en exceso y buscan gresca con frases ingeniosas, exhalando el humo de los cigarrillos por una ventana abierta incluso después de que el anfitrión les haya pedido que salgan afuera. Todos hemos hablado ya con todos en otras mil fiestas navideñas y no tenemos nada más que decir. Nos sentimos colectivamente aburridos, pero no queremos volver a salir al frío de enero; aún nos duelen los huesos de haber subido las escaleras del metro.
Carmen me abandona para ir en pos de su idolatrado anfitrión; les veo charlar intensamente en un rincón de la cocina, encorvando los hombros los dos, mirándose directamente a la cara, formando un corazón. Bien. Se me ocurre que si me pongo a comer tendré algo que hacer además de seguir plantada en mitad de la habitación, sonriendo como la chica nueva del comedor. Pero se lo han terminado casi todo. Quedan algunos trocitos de patatas fritas en el fondo de un gigantesco cuenco Tupperware. Sobre una mesita de salón, una bandeja de supermercado llena de zanahorias ajadas, apio mordisqueado y salsa semenosa permanece intacta, sembrada de colillas que sobresalen como palitos de verdura adicionales. Me entrego a mi rollo, mi rollo impulsivo: ¿y si salto ahora mismo desde el anfiteatro de este cine? ¿Y si beso con lengua al mendigo que se sienta delante de mí en el metro? ¿Y si me siento a solas en el suelo en mitad de la fiesta y me como todo lo que hay en esa bandeja, incluidos los cigarrillos?
—Por favor, no comas nada de esa bandeja —me dice.
Es él (bum bum BUMMM), pero yo todavía no lo sé (bum-bum-bummm). Por ahora solo sé que es un tipo que quiere hablar conmigo y que luce su jactancia como una camiseta irónica, pero le sienta mejor. La clase de tipo que se comporta como si mojara un montón, un tipo al que le gustan las mujeres, un tipo capaz de follarme como Dios manda. ¡Ya me gustaría a mí ser follada como Dios manda! Mi vida sentimental parece orbitar alrededor de tres clases de hombre: universitarios pijos que se creen personajes en una novela de Fitzgerald; corredores de Bolsa con signos de dólar en los ojos, en las orejas, en la boca; y listillos sensibles tan perspicaces que todo les parece una broma. Los pijos fitzgeraldianos tienden a ser improductivamente pornográficos en la cama: mucho ruido y acrobacias para llegar a un resultado prácticamente nulo. Los inversores se revelan coléricos y flácidos. Los listillos follan como si estuvieran componiendo una pieza de rock matemático: esta mano tamborilea por aquí y luego este dedo aporta un agradable ritmo de bajo… Me expreso como una fresca, ¿verdad? Hagamos una pausa mientras cuento cuántos… Once. No está mal. Siempre he pensado que doce era un número sólido y razonable en el que plantarse.
—En serio —dice Número 12 (¡ja!)—. Aléjate de esa bandeja. James tiene hasta tres ingredientes más en la nevera. Podría prepararte una aceituna con mostaza. Pero solo una aceituna.
«Pero solo una aceituna». Una frase que no pasa de ligeramente graciosa, pero que contiene la semilla de una broma privada; una que se irá haciendo más divertida a base de sucesivas repeticiones nostálgicas. «Dentro de un año —pienso—, estaremos paseando por el puente de Brooklyn al atardecer y uno de los dos susurrará: “Pero solo una aceituna”, y nos echaremos a reír». (Después me refreno. Terrible. Si él supiera que ya estaba pensando en dentro de un año, saldría corriendo y me sentiría obligada a aplaudirle por ello).
Sobre todo, lo voy a reconocer, sonrío porque es guapísimo. Tan guapo que despista, el tipo de belleza que hace que los ojos te den vueltas y te entren ganas de recalcar lo obvio —«Sabes que eres guapísimo, ¿verdad?»— para poder seguir con la conversación. Apuesto a que los tíos lo odian: tiene el físico de rufián rico en una película para adolescentes de los ochenta, ese que abusa del inadaptado sensible, el que acabará con un pastel en toda la jeta y chorretones de nata en el cuello de la camisa vuelto hacia arriba mientras todos los presentes en la cafetería jalean.
Sin embargo, no se comporta como tal. Se llama Nick. Me encanta. Hace que parezca agradable y normal, que es lo que es. Cuando me dice su nombre, le digo:
—Mira, un nombre de verdad.
Él se anima y me lanza el anzuelo:
—Nick es la clase de chico con el que puedes quedar para beberte una cerveza, la clase de chico al que no le importa si vomitas en su coche. ¡Nick!
Cuenta una serie de chistes espantosos. Capto tres cuartas partes de sus referencias fílmicas. Puede que dos tercios. (Nota: alquilar Juegos de amor en la universidad). Rellena mi copa sin que tenga que pedírselo, rateando de alguna manera un último vaso de alcohol del bueno. Me ha reclamado, ha clavado su bandera en mí: «He llegado el primero, es mía, mía». Tras toda la retahíla de hombres nerviosos, respetuosos y posfeministas con los que he salido últimamente, resulta agradable ser un territorio. Nick tiene una gran sonrisa, una sonrisa felina. A juzgar por cómo me mira, debería toser un montoncillo de plumas amarillas de Piolín. No me pregunta a qué me dedico, lo cual me parece bien, lo cual es una novedad. (Soy escritora, ¿lo había mencionado ya?). Habla con acento de Missouri, ribereño y sinuoso; nació y se crio a las afueras de Hannibal, el hogar de juventud de Mark Twain, la inspiración tras Tom Sawyer. Me cuenta que de adolescente trabajó en un barco de vapor, de los de cena y jazz para los turistas. Y cuando me río (como la mocosa que soy; una mocosa de Nueva York que jamás se ha aventurado por esos ingobernables estados del centro, esos estados-en-los-que-vive-mucha-otra-gente), me informa de que Messura es un lugar mágico, el más hermoso del mundo, que no hay otro estado más glorioso. Tiene los ojos traviesos, de pestañas largas. Puedo ver el aspecto que tenía de muchacho.
Compartimos el taxi de vuelta. Las farolas arrojan sombras atolondradas y el coche acelera como si alguien nos persiguiera. Es la una de la madrugada cuando nos topamos con uno de los inexplicables atascos de Nueva York a doce manzanas de mi piso, así que dejamos el taxi y salimos al frío, hacia el gran «¿Y ahora qué?». Nick anuncia su intención de acompañarme hasta casa apoyando una mano sobre la parte baja de mi espalda mientras el viento helado nos congela el rostro. A la que doblamos la esquina, la panadería local está recibiendo un pedido de azúcar glas que entra en el almacén a través de un gigantesco embudo, como si fuera cemento, y no podemos ver nada salvo las sombras de los repartidores entre una nube blanca y dulce. La calle se nubla, Nick me agarra con fuerza, vuelve a mostrar aquella sonrisa, agarra un único mechón de mi pelo entre dos dedos y lo recorre hasta la punta, dando dos tironcitos, como si estuviera haciendo sonar una campana. Tiene las pestañas cubiertas de polvillo y antes de inclinarse sobre mí, me limpia el azúcar de los labios para poder saborearme.