Pasado Calvinia vio cómo las nubes se arracimaban contra las montañas, los enormes cúmulos blancos como la nieve en el sol del mediodía, la línea recta que formaban sobre la tierra seca. Quería mostrárselo a Carla. Quería explicarle su teoría de cómo los contornos del paisaje creaban este tiempo.
Ella dormía en el asiento del pasajero.
La miró. Se preguntó si dormía sin sueños.
Una enorme planicie se abría ante ellos. La carretera era recta como una flecha, a Brandvlei; una cinta negra que se extendía hasta el punto de la invisibilidad.
Se preguntó cuándo se despertaría, porque ella se lo estaba perdiendo todo.
El ministro miró el recorte del periódico. Había una foto de dos personas que bajaban de un helicóptero. Un hombre y una joven. El pelo del hombre era oscuro y estaba enmarañado, con un toque de gris en las sienes. Un rostro un tanto eslavo, con una expresión severa. Su cabeza estaba vuelta hacia la joven con preocupación.
Había un parecido entre ellos, una vaga relación entre la frente y la línea de la barbilla. Quizá padre e hija.
Ella era bonita, con las facciones regulares debajo del pelo negro. Pero había algo en la manera de sostener la cabeza, de mirar abajo. Como si fuese vieja y poco atractiva. Quizás el ministro tenía esa impresión porque la chaqueta sobre los hombros era demasiado grande para ella. Quizá se sentía influenciado por el titular de la noticia.
UN SECUESTRO ACABA EN UN BAÑO DE SANGRE
John Afrika, Matt Joubert y Benny Griessel estaban sentados en la espaciosa oficina de Crímenes Graves y Violentos. Entró Keyter y los saludó. No le respondieron.
—Sólo te lo preguntaré una vez, Jamie —dijo Griessel y su voz baja se oyó por toda la habitación—. ¿Fuiste tú?
Keyter les miró, nervioso, a uno y al otro.
—Estee… eh… ¿De qué hablas, Benny?
—¿Le diste tú la información a Sangrenegra?
—Jesús, Benny…
—¿Lo hiciste?
—No. Nunca.
—¿Dónde consigues el dinero, Jamie? Para la ropa. Para ese móvil tan caro que tienes. ¿De dónde viene el dinero? —Griessel se había levantado a medias de la silla.
—Benny —dijo John Afrika, con voz calma.
—Yo… —comenzó Jamie Keyter.
—Jamie —dijo Joubert—. Será mejor que hable.
—No es lo que creen —protestó Keyter con voz temblorosa.
—¿Qué es? —preguntó Griessel, que se obligó a sentarse.
—Tengo otro trabajo, Benny.
—¿Otro trabajo?
—Como modelo.
—¿Cómo modelo? —preguntó John Afrika.
—Para los anuncios de televisión.
Nadie dijo una palabra.
—Para los franceses y los alemanes. Pero lo juro, he acabado con eso.
—¿Puedes probarlo, Jamie?
—Sí, superintendente. Tengo los vídeos. Anuncios de café y queso fresco. Y ropa. Hice uno de leche para los suecos. Tuve que quitarme la camisa, pero eso fue todo, superintendente, lo juro…
—Anuncios de televisión —repitió John Afrika.
—Jesús —exclamó Griessel.
—¿Esto fue por mi ropa, Benny? ¿Sospechaste de mí sólo por mi ropa?
—Hubo un fax, Jamie. Lo enviaron desde aquí. El fax de la Unidad. Con la foto de Mpayipheli.
—Pudo ser cualquiera.
—Tú eres el figurín, Jamie.
—Pero no fui yo.
El silencio se hizo en la habitación.
—Puede irse, Jamie —dijo Joubert.
El detective se demoró.
—He pensado, Benny…
Ellos le miraron con impaciencia.
—He pensado en cómo consiguieron la dirección de tu hija. Y tu número de móvil. Todo eso…
—¿Qué intentas decir?
—Tuvieron que llamarle. Al hermano de Carlos. No sólo enviarle faxes.
—¿Sí?
—Debía de tener un móvil, comisionado. El hermano. Allí tienes las llamadas perdidas y las llamadas recibidas y los números marcados. Tardaron un momento en comprender a qué se refería.
—Joder —exclamó Griessel y se levantó.
—Lo siento, Benny —dijo Keyter y se hizo a un lado como si temiese que le fueran a golpear, pero Griessel ya lo había dejado atrás, camino de la puerta.
Hacia las doce y media habían llegado a Brandvlei y él decidió detenerse en un café con mesas de cemento debajo de un alero de paja. Los niños de color jugaban descalzos en la tierra.
Carla se despertó y le preguntó dónde estaban. Griessel se lo dijo. Ella miró el café.
—¿Quieres comer algo?
—No me apetece.
—Entonces tomemos un refresco.
—Vale.
Él se bajó y la esperó. Hacía un calor tremendo fuera del coche. Carla se calzó antes de salir, se desperezó y dio la vuelta al coche. Vestía una blusa de manga corta y unos vaqueros descoloridos. Su preciosa hija. Se sentaron a una de las mesas de cemento. Se estaba un poco más fresco debajo de la paja.
Vio cómo su hija miraba a los niños de color con sus coches de alambre. Se preguntó en qué estaría pensando.
—¿Cuánto nos falta para llegar a Upington?
—Unos ciento cincuenta a Kenhartt, otros setenta a Keimoes y luego quizá cincuenta a Upington. Poco menos de trescientos —sumó deprisa.
Una mujer de color les trajo las cartas de una sola página. En la parte superior de la página blanca forrada en plástico aparecía el nombre Oasis Café. Había el dibujo de una palmera junto a las palabras. Carla pidió un Grapetiser blanco. Griessel dijo:
—Que sean dos. —Mientras la mujer se alejaba, añadió—: Nunca antes había tomado un Grapetiser.
—¿Nunca?
—Si no iba acompañado con brandy, no me interesaba. Ella sonrió, pero la sonrisa no fue más allá de la comisura de los labios.
—Éste es otro universo —comentó y miró la calle principal.
—Lo es.
—¿Crees que encontrarás algo en Upington?
—Quizá.
—¿Pero, por qué, papá? ¿De qué sirve?
Él hizo un gesto con la mano que decía que tampoco lo sabía.
—No lo sé, Carla. Soy de esa manera. Por eso soy detective. Quiero saber las razones. Y los hechos. Quiero comprender. Incluso si no suponen necesariamente una diferencia. No me gustan los cabos sueltos.
—Extraño —dijo ella. Extendió la mano hacia la mano de su padre y movió los dedos para rascarle la palma—. Pero es maravilloso.
Llamó a los números de la lista de llamadas recibidas por César Sangrenegra del teléfono conectado al altavoz, en el despacho de Joubert. Con los tres primeros se comunicó con buzones de voz en castellano. El cuarto sonó, sonó y sonó. Por fin pasó al servicio de mensajería.
«Hola, soy Bushy. Cuando atrape a los ladrones, volveré a llamar».
—No iré al infierno por Carlos —dijo Christine—. Porque vi la mirada en sus ojos cuando vio a Sonia. Sé que Dios me perdonará por haber sido una trabajadora del sexo. Y sé que comprenderá que tuve que extraer la sangre. Y llevarme el dinero. —Miró al ministro. Él no quiso asentir a sus palabras.
—Pero Él los castigó a todos por Carla Griessel. —Desplegó el segundo recorte de periódico. El titular decía: ENORME ESCÁNDALO DE CORRUPCIÓN POLICIAL.
—El hermano de Carlos y sus guardaespaldas. Artemisa. Todos muertos. Y estos policías irán a la cárcel —dijo ella y tocó las dos fotos en los recortes—. ¿Pero qué pasará conmigo?
—Ni siquiera les conocía —dijo Bushy Bezuidenhout.
—Pero les dio la información —afirmó Joubert.
—Por dinero, cabronazo —gritó Griessel.
Joubert puso su enorme mano en el brazo del inspector para tranquilizarlo.
Bezuidenhout se enjugó el sudor de la frente y sacudió la cabeza.
—Yo no voy a caer solo por esto.
—Dinos los nombres de los demás, Bushy. Ya sabe, si coopera…
—Jesús, superintendente.
—Dame cinco minutos a solas con este hijoputa —pidió Griessel.
—Jesús, Benny. Ni siquiera sabía lo que iban a hacer. No lo sabía. ¿Crees que yo…?
Griessel le hizo callar de un grito.
—¿Quién, Bushy? ¡Dime quién!
—Beukes, joder. Beukes con su puta gorra me trajo aquel montón de dinero en un puto sobre…
La voz de Matt Joubert sonó aguda en la habitación.
—Benny, no. Siéntate. No te dejaré que vayas.
Catorce kilómetros más allá de Keimoes vio la señal y dobló a la derecha hacia Kanoneiland. Cruzaron el río marrón que fluía calmo por debajo del puente, y entre verdes viñedos cargados de enormes racimos de uva.
—Sorprendente —dijo Carla, y él supo a qué se refería. Esta fertilidad, la sorpresa que suponía. Pero también se dio cuenta de que ella estaba observando, que estaba menos encerrada en sí misma, y eso volvió a darle esperanza.
Condujeron por la larga avenida de pinos hasta la casa de huéspedes y Carla dijo: «Mira», y señaló con un dedo a un lado de la carretera. Entre los árboles él vio los caballos: árabes enormes, tres zainos y un magnífico rucio.
Cuando Christine van Rooyen caminaba por la calle en Rettersburg, el sol salió por encima del horizonte del Estado Libre, un enorme globo que saltaba por encima de las colinas para moverse sobre la pradera.
Dejó la calle principal, siguió por una calle sin pavimentar, más allá de casas que continuaban oscuras y silenciosas.
Ella miró con atención una. La niñera dijo que allí vivía un escritor, un hombre que se ocultaba del mundo.
Era un buen lugar para hacerlo.
La secretaria de la escuela sacudió la cabeza y dijo que llevaba trabajando allí sólo tres años. Pero él podía preguntarle al señor Losper. El señor Losper llevaba años en el instituto. Enseñaba biología. Pero ahora estaban de vacaciones; el señor Losper estaría en su casa. Le dio las indicaciones precisas y él fue allí y llamó a la puerta.
Losper tenía unos cincuenta y tantos años, un hombre con las arrugas y la voz ronca de fumador que le invitó a pasar, porque se estaba más fresco en el comedor. ¿Querría una cerveza? Él dijo que no, gracias, que estaba bien.
Cuando se sentaron a la mesa y él hizo su pregunta, el hombre cerró los ojos por un momento, como si enviase una rápida oración al cielo, y después dijo: «Christine van Rooyen». Con mucha solemnidad, apoyó los brazos en la mesa y unió las manos.
—Christine van Rooyen —repitió como si la repetición del nombre fuese a refrescarle la memoria.
Luego le contó la historia a Griessel, intercalando regularmente admisiones de culpa y racionalización. De Martie van Rooyen, que había perdido a su marido militar en Angola. Martie van Rooyen, la mujer rubia de pechos grandes y la pequeña hija rubia. Una mujer de quien la comunidad murmuraba, incluso cuando su marido aún vivía. Rumores de visitas cuando Rooyen estaba en los cursos de entrenamiento, o en la frontera.
Tras la muerte de Rooyen hubo muy pronto un reemplazo.
Y otro. Y otro. Los atraía a casa desde el bar de señoras del hotel River, con los labios rojos y el escote bajo. Mientras la niña se paseaba por el patio con un perro de peluche en los brazos, un objeto que más tarde estaba tan sucio que resultaba escandaloso.
Las cotillas dijeron que el sustituto de Rooyen pegaba a Martie.
Y que a veces jugaba con alguien más que la madre. Pero en Upington, muchos miraban y muy pocos actuaban. Servicios Sociales intentó intervenir, pero la madre los echó y Christine van Rooyen creció así. Triste y salvaje. Se labró su propia reputación. Fácil. Descocada. Ya se hablaba cuando la chica era una adolescente. De un viejo amigo de su padre que… ya sabe. Y de un maestro afrikaans. Conductas reprochables en la escuela. La chica era difícil. Fumaba y bebía con el grupito de gamberros, en la escuela siempre había uno, ésta era una ciudad curiosa, con el ejército y todo lo demás.
Losper había oído la historia de que, cuando Christine había acabado la escuela, se había marchado de casa con una maleta, mientras su madre estaba en la cama con un sustituto. Al parecer, se había marchado a Bloemfontein, pero no sabía qué se había hecho de ella.
—¿Y la madre?
Por lo que había oído también se había marchado. Con un hombre en una camioneta. Cape Town. O a West Coast: había tantas historias…
Ella siguió caminando. Tres casas más allá abrió la reja del jardín, que chirrió. Necesitaba aceite.
El jardín estaba lleno de hierbajos. Cogió la caja y la dejó en la galería. Ahora pesaba poco.
En el estudio del ministro la había abierto por última vez y sacó el dinero. Cuatrocientos mil rands en billetes de cien.
—Ésta es una décima parte —dijo ella.
—No puede comprar el perdón de Dios —le había respondido él cansado, pero sin apartar los ojos del dinero.
—No quiero comprar nada. Sólo quiero darlo. Es para la iglesia.
Había esperado su respuesta y luego él la había acompañado hasta la puerta y ella olió el olor del cuerpo a su espalda, el olor de un hombre después de un día largo.
Se apartó de la galería y se agachó para arrancar un hierbajo. Las raíces se desprendieron fácilmente de la tierra rojiza y pensó que ese lugar era fértil.
Subió los escalones. Tendió la mano para coger el cartel que estaba a la derecha, el que decía Te Koop/Se vende. Tiró. Lo habían clavado muy fuerte y llevaba allí mucho tiempo. Tuvo que moverlo atrás y adelante antes de que, poco a poco, comenzase a aflojarse y acabase por salir.
Lo llevó arriba, lo dejó en la galería. Luego sacó las llaves y abrió la puerta. En el sofá nuevo, la fornida niñera negra dormía profundamente.
Christine caminó por el pasillo hasta el dormitorio principal. Sonia yacía allí en posición fetal, todo su cuerpo enroscado alrededor del perro de peluche. Se acostó con suavidad junto a su hija. Más tarde, cuando acabasen de desayunar, le preguntaría a Sonia si quería cambiar el animal de peluche por uno de verdad.
Griessel pensó en el superintendente superior Beukes mientras se alejaba de la casa. Tres semanas atrás, se había enfrentado a él.
No le permitieron estar presente en el interrogatorio; Joubert se había negado en redondo. Había tenido que sentarse con el desilusionado norteamericano, Lombardi. Había intentado explicarle que no todos los policías de África eran corruptos. Pero después Joubert vino a contárselo. Beukes no admitía nada. Hasta el final, cuando consiguieron sus estados de cuenta bancarios gracias a una orden judicial y se los mostraron. Y Beukes había dicho: «¿Por qué no buscan a la puta? Ella es la que robó el dinero. Y mintió sobre el secuestro de su hija».
No sabía si era verdad o no. Pero ahora, después de la historia de Losper, esperaba que sí. Recordaba las palabras de la psicóloga forense: «Las mujeres son diferentes. Si alguien las maltrata cuando son pequeñas, después no lastiman a otras personas; se lastiman a sí mismas».
Él deseaba que utilizase bien el dinero. Para ella misma y su hija.
Sonó el móvil mientras conducía por la avenida de pinos. Lo cogió.
—Griessel.
—Le habla el inspector Johnson Ntetwa. Le llamo desde Alice. Me pregunto si podría ayudarme.
—Sí, inspector.
—Es por la muerte de Thobela Mpayipheli…
—¿Sí?
—El problema es que tengo a unas personas aquí. El sacerdote misionero de Knott Memorial entre nosotros y Peddie.
—¿Sí?
—Me comentó una cosa muy extraña, inspector Griessel. Dijo que vio a Mpayipheli ayer por la mañana.
—Qué extraño.
—Dijo que vio pasar a un hombre, desde las colinas del río Kat cerca del edificio. Salió a ver quién podía ser. Cuando se acercó, el hombre se apartó. Pero podía jurar que era Mpayipheli, porque le conocía. De los viejos tiempos. Verá, el padre de Mpayipheli también fue misionero.
—Comprendo.
—Fui con la gente de la comisaría de Cathcart a la granja de Mpayipheli. Tenían que ocuparse de las cosas que estaban allí. Ahora me dicen que falta una moto. Una… espere un momento… una BMW R11-50GS.
—¿Cómo?
—Pero la gente del Cabo me dice que usted fue testigo de su muerte.
—Debe solicitar el expediente, inspector. Ellos dragaron el río en busca del cuerpo…
—Es extraño —opinó Ntetwa—, que alguien sólo robase la moto.
—Así es la vida —dijo Griessel—. Extraña.
—Es verdad. Gracias, inspector. Y buena suerte en el Cabo.
—Gracias.
—Gracias a usted.
Benny Griessel guardó el móvil en el bolsillo de la camisa. Acercó la mano a la llave de contacto, pero, antes de poner en marcha el coche, vio algo que le hizo esperar.
Entre los árboles, en el corral de los caballos, Carla estaba junto al gran rucio. Se apoyaba en la magnífica bestia, el rostro en la crin del animal, la mano acariciando suavemente el largo hocico.
Se apeó del coche y fue hasta la cerca. Sólo tenía ojos para ella, y una ternura que podía llegar a abrumarle.
Su hija.