Cuando se hubo marchado el superintendente Boef Beukes, ella fue al dormitorio, donde estaban sus cosas.
Abrió el bolso, sacó el documento de identidad y lo dejó en la cama. Cogió el monedero, los cigarrillos y el mechero. Cerró el bolso y se levantó el vestido. Se metió el carné de identidad y el monedero en las bragas. Llevó los cigarrillos en las manos.
Fue hasta la parte delantera de la casa y dijo:
—Voy a salir a fumar.
—Por la parte de atrás —le indicó el del bigote—. No queremos que la vean delante.
Ella asintió, cruzó la cocina y salió por la puerta de atrás. Cerró la puerta.
Había árboles frutales en el patio. La hierba era alta. Una pared de cemento rodeaba la propiedad. Caminó en línea recta hacia la pared. Dejó los cigarrillos en el suelo y miró hacia lo alto. Respiró hondo y saltó. Sus manos se sujetaron al borde de la pared. Ascendió, pasó una pierna. El filo le cortaba la rodilla.
Pasó todo el cuerpo por encima de la pared. Al otro lado había un huerto. Verduras en hilera. Saltó y cayó en el barro de un surco de verduras. Se levantó. Una de sus sandalias se quedó pegada en el barro. La recogió y se la calzó. Caminó alrededor de la casa para ir hacia la fachada.
Oyó las garras de un animal en el sendero de cemento antes de que apareciese por la esquina. Un gran perro marrón. El perro ladró sonoramente y se echó un poco hacia atrás, como si tuviese tanto miedo como ella. Mantuvo las manos delante para protegerse. El perro se mantuvo firme, gruñendo, mostrándole grandes dientes afilados.
—Hola, perrito, hola.
Se quedaron mirándose el uno al otro, el perro le impedía el paso alrededor de la casa.
Se dijo que no debía mostrarse asustada, lo recordaba de alguna parte. Bajó las manos y se irguió.
—Vale, perrito. —Intentó mantener un tono dulce, mientras la sacudían los latidos del corazón.
El animal gruñó de nuevo.
—Tranquilo, chico, buen perro.
El perro sacudió la cabeza y estornudó.
—Sólo quiero pasar, perrito, sólo quiero pasar.
Los pelos del cuello del perro se bajaron. Los dientes desaparecieron. La cola se movió titubeante.
Dio un paso adelante. El perro se acercó, pero no gruñó. Ella puso una mano en su cabeza.
La cola se sacudió con más fuerza. Apretó la cabeza contra su mano. Estornudó de nuevo.
Comenzó a caminar poco a poco, el perro detrás. Vio la puerta del huerto. Apresuró el paso.
—Eh —llegó una voz desde la galería.
Allí había un viejo.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó.
—Sólo paso —respondió ella, con una mano en la reja—. Sólo paso por aquí.
Él buscó la assegai detrás del cuello y el movimiento de César Sangrenegra fue sutil, rápido y el largo cuchillo cortó la tela de la camisa de Thobela y las costillas, un fuerte dolor como el de un hierro al rojo vivo. Sintió que la sangre le corría por el vientre.
Dio un paso atrás y vio la sonrisa en el rostro del colombiano. Sostuvo la assegai en la mano derecha y flexionó las rodillas para mejorar el equilibrio. Se movió a la derecha, atento a los ojos de César; sin mirar la hoja, allí no había advertencia alguna. César atacó. Thobela dio un paso atrás y el cuchillo pasó por delante. Golpeó con la assegai. César ya no estaba allí. El cuchillo apareció de nuevo. Movió el brazo hacia atrás, la hoja pasó sobre su antebrazo. Otro paso atrás. El hombre era rápido. Ligero sobre sus pies, diez kilos menos que él. Se movió de nuevo, esta vez a la izquierda, César amagó a la derecha, se movió a la izquierda. Thobela esquivó, se movió delante del Nissan, no podía quedarse atrapado contra el coche, tres, cuatro cortos pasos a la derecha, el cuchillo se movió rapidísimo, le falló por milímetros.
Thobela sabía que tenía problemas; el hombre grande con el pelo largo era hábil. Más rápido que él. Más ligero, más joven. Y tenía otra gran ventaja; podía matar, Thobela no podía. La vida de Carla Griessel dependía de que no matase a César.
Debía utilizar la longitud de la assegai. Movió la sujeción, la sujetó por el extremo del mango y la movió con un ruido como de latigazo a través de la noche, adelante y atrás, adelante y atrás. Sentía el corte en el brazo. Vio el chorro de sangre mientras movía el arma. César retrocedió pero con calma. Los sicarios ampliaron el círculo. Uno hizo un comentario en español y los demás se rieron.
Los oponentes se miraron a los ojos. El colombiano se adelantó, movió el cuchillo, y después retrocedió.
El hombre estaba jugando con él. César era consciente de su mayor velocidad. Thobela tendría que neutralizarlo. Tendría que utilizar su poder, su peso, pero contra un cuchillo era imposible.
Los ojos del colombiano denunciaron su ataque. Thobela fingió dar un paso atrás, pero se adelantó, debía mantener el cuchillo apartado, otra vez de nuevo, dentro del alcance del arma, y atacó con la assegai. César la sujetó, cogió la hoja con la mano izquierda y de pronto tiró hacia él. Thobela perdió el equilibrio. Vio la sangre en la mano de César donde la assegai le había hecho un profundo corte, ahí venía el cuchillo, levantó la mano izquierda para pararlo, sujetó el brazo de César, lo echó hacia atrás. César movió el puño que sujetaba la larga hoja para coger a la assegai por el mango.
Permanecieron unidos así. El cuchillo se movió hacia abajo, la punta entró en el bíceps de Thobela, profundamente. El dolor era intenso. Tendría que mover la sujeción más cerca de la muñeca. Tendría que hacerlo rápido y sin fallos. Se movió bruscamente. El cuchillo que le cortaba el bíceps lo salvó, porque mantuvo la mano estática por una fracción de segundo. Sabía que la herida era seria. Sujetaba la muñeca de César con toda su fuerza. Su antebrazo gritaba. Levantó las rodillas, golpeó a César con toda la fuerza que pudo en el vientre. Vio en sus ojos que había hecho un buen contacto.
Tendría que haberlo acabado ahora, en ese momento de pequeña ventaja. Apartar la mano del cuchillo. Su brazo izquierdo no duraría mucho; el músculo tenía un corte. Cambió el punto de equilibrio, soltó la assegai de la sujeción, la dejó caer en el suelo. Ambas manos en el brazo del cuchillo, lo dobló detrás de la espalda de César. Señor, era fuerte. Forcejeando, le golpeó en la parte de atrás de la rodilla y César comenzó a caer, le retorció el brazo los últimos centímetros y César soltó un gemido.
Los sicarios gritaron. Cogieron las armas que llevaban al hombro, se movieron demasiado tarde. Retorció el brazo hasta que algo se rompió y el cuchillo se soltó de los dedos.
Su mano derecha presionó el brazo de César contra la espalda, la izquierda tenía el cuchillo, el brazo alrededor de la garganta apretando la punta en el hueco del cuello. Profundo. César gritó y se sacudió y revolvió. Había que neutralizarlo. Le retorció el brazo un poco más, hasta que se rompieron los ligamentos. Las rodillas de César se aflojaron. Mantuvo al hombre erguido, como un escudo delante de él. Presionó la punta del cuchillo en el cuello. Sintió la sangre que corría por su mano. Sintió el propio dolor muy agudo en el brazo.
No sabía cuánta sangre estaba perdiendo. Todo su lado izquierdo estaba empapado, caliente.
—Está muy cerca de la muerte —le dijo suavemente a la oreja. Los sicarios le apuntaban con carabinas y metralletas.
El colombiano estaba inmóvil contra él.
—Si muevo el cuchillo, cortaré una arteria —dijo—. ¿Me oye?
Ni un sonido.
—Dígale a sus hombres que dejen las armas.
Ninguna reacción. ¿Funcionaría? Pensó que entendía la jerarquía de la industria de la droga. La autocracia.
—Contaré hasta tres. Luego cortaré. —Tensó los músculos del brazo como si fuese a prepararse pero no funcionó tampoco. Sabía que había tendones cortados.
—Uno.
César se sacudió de nuevo, pero el brazo estaba demasiado retorcido hacia arriba, el dolor debía ser tremendo.
—Dos.
—Dejen las armas. —Casi inaudible.
—Más fuerte.
—Dejen las armas.
Los secuaces no hicieron nada, se quedaron allí. Thobela comenzó a mover la punta del cuchillo poco a poco, más profundo en la garganta.
—¡Ahora!
El primero se movió poco a poco, dejó el arma en el suelo con mucho cuidado. Después otro.
—No —dijo uno de los hombres del Pajero, el de la cabeza afeitada.
Estaba junto a Griessel, con la metralleta contra la sien del detective.
—Mataré a éste —amenazó Cabeza Rapada.
—Dispare —dijo Thobela.
—Suelte a César.
—No.
—Entonces lo mataré.
—¿Y a mí qué me importa? Es un poli. Soy un asesino. —Movió el cuchillo en la garganta de César.
—¡Ahora! —El grito fue ronco, fuerte, desesperado y él comprendió que la hoja había raspado algo.
Cabeza Rapada miró a César, miró a Griessel y soltó una palabra. Lanzó la carabina al suelo.
—Ahora —dijo Thobela en afrikaans—. Ahora debe ir a buscar a su hija.
En un semáforo de la Eleventh Avenue golpeó la ventanilla del Audi de una mujer y dijo:
—Por favor, señora, necesito su ayuda.
La mujer la miró de arriba abajo, vio el barro en sus piernas y arrancó.
—¡Qué te follen! —le gritó Christine.
Caminó en dirección a Frans Conradie Avenue, sin dejar de mirar atrás con frecuencia. Ahora ya debían de saber que se había marchado. La estarían buscando.
Se detuvo ante el semáforo y miró a izquierda y derecha. Había tiendas al otro lado de la calle. Si podía llegar allí. Sin ser vista. Corrió. Un coche frenó y le pitó. Siguió corriendo. Más coches que se le echaban encima. Se detuvo en una isla de peatones y esperó. Luego quedó despejado. Cruzó al trote. Las sandalias no estaban hechas para este tipo de cosas.
Giró a la izquierda, colina arriba. Ahora no estaba muy lejos. Iba a conseguirlo. Debía llamar a Vanessa. No podía tomar un taxi. Podían seguirlo; saber dónde se había bajado. Vanessa tendría que recogerla. Vanessa y Sonia. Llevarlas a la estación. Tomar un tren, a cualquier parte. Alejarse. Podía comprar un coche, en Beaufort West, en George o en cualquier parte. Sólo debía marcharse. Desaparecer.
Griessel pasó por delante de él donde tenía sujeto a César en un abrazo. El policía caminaba poco a poco, con las manos vacías. Thobela se preguntó dónde estaba la pistola. Se preguntó qué significaba la expresión en los ojos del hombre blanco. Griessel fue hasta la furgoneta.
La abrió. Thobela vio un movimiento en el interior. Oyó la voz de Griessel. Le vio inclinarse hacia dentro. Vio dos brazos que rodeaban el cuello de Griessel.
Miró a los sicarios. Permanecían quietos. Intranquilos. Preparados, sus miradas puestas en César.
Se aseguró de tener bien sujeto al colombiano. No sabía de quién era la sangre que se derramaba sobre él. Miró de nuevo a la furgoneta. Griessel estaba con medio cuerpo en el interior del vehículo, los brazos de su hija lo abrazaban. Le pareció oír la voz del detective.
—Griessel —llamó, porque no sabía cuánto tiempo más podía aguantar.
Uno de los sicarios movió los pies.
—Quédese quieto. Le cortaré el cuello a este hombre.
El pistolero le miró con una expresión indescifrable.
—Dispárenle —dijo César, pero las palabras salieron con sangre, incomprensibles.
—Cállese, o lo mataré.
—Dispárenles. —Más audible.
Los sicarios se acercaron. Cabeza Rapada dio un paso hacia su arma.
—Mataré a César ahora. —El dolor en el brazo alcanzó nuevas alturas. Notaba un zumbido en la cabeza. ¿Dónde estaba el policía? Dirigió una mirada rápida. Griessel estaba allí, con la Z88, y su hija, tomada de la mano.
Todos miraron a Griessel. Se acercó al primer sicario.
—¿Él sí? —le preguntó a su hija.
Ella asintió. Griessel levantó la pistola y disparó. El hombre cayó de espaldas.
Padre e hija se acercaron al siguiente.
—¿Y él?
Ella asintió. Él apuntó a la cabeza del hombre y apretó el gatillo. El segundo disparo atronó en la noche y el hombre cayó. Cabeza Rapada se lanzó a por el arma. Thobela supo que todo ocurriría ahora y deslizó el cuchillo a través de la garganta de César y le dejó caer. Sabía dónde estaba la metralleta más cercana, lanzó su cuerpo en esa dirección, oyó otro disparo. Mantuvo la mirada en el arma. Golpeó el suelo, se estiró, oyó otro disparo. Puso un dedo en el acero. Mareado, demasiada pérdida de sangre. No podía mover el brazo izquierdo. Rodó sobre sí mismo. No podía ver bien con las luces del Nissan. Intentó levantarse, pero no tenía equilibrio.
Se apoyó en una rodilla.
Cabeza Rapada había caído. César yacía inmóvil. También otros tres. Griessel apuntaba con la Z88 al último. Carla estaba ahora cerca de Thobela. Él vio su rostro. En aquel momento supo que nunca la olvidaría.
Su padre se volvió hacia el último.
—¿Y éste?
Su hija miró al hombre y asintió.