Primero llegó un policía de uniforme y ella lloraba y chillaba como una histérica: «¡Tiene a mi niña, tiene a mi niña!». Obtuvieron la información e intentaron calmarla.
Llegaron más policías. Pidieron una ambulancia para ella. De pronto su apartamento estaba abarrotado. Lloraba sin control. Un enfermero le limpiaba el rostro mientras un detective negro la interrogaba.
Se presentó como Timothy Ngubane. Se sentó a su lado y ella le relató la historia entre sollozos mientras él escribía en su agenda y decía angustiado: «La encontraremos, señora». Luego dio órdenes y quedaron menos personas a su alrededor.
Más tarde aparecieron dos de los servicios sociales, y después un hombre alto con un sombrero de la Provincia Occidental. No mostró la menor simpatía. Le pidió que repitiese su historia. No tomó notas. Llegó un momento en la conversación en que se dio cuenta de que no la creía. Tenía una manera de mirarla, con una débil sonrisa, que sólo duró un momento. A ella se le heló el corazón. ¿Por qué no la creía?
Cuando acabó, el hombre se puso de pie y dijo:
—Voy a dejar a dos hombres aquí con usted. Delante de la puerta.
Ella lo miró inquisitiva.
—No queremos que le ocurra nada, ¿verdad?
—¿Por qué no arrestan a Carlos?
—Lo hicimos. —De nuevo la débil sonrisa, como alguien que comparte un secreto.
Ella quería llamar a Vanessa para saber cómo estaba Sonia y quería marcharse de allí. Lejos de todas esas personas y el bullicio, lejos de la tremenda tensión, porque aún no había acabado.
Otro detective. Con el pelo demasiado largo y enmarañado.
—Me llamo Benny Griessel —dijo, y le tendió la mano. Ella se la estrechó y le miró a los ojos y volvió a desviar la mirada debido a la intensidad en ellos. Como si él lo viese todo. Le llevó a la terraza, y le hizo preguntas con una voz amable, con una compasión que ella quería aceptar. Pero no podía mirarle a los ojos.
Salieron de la N2 y entraron en Swellendam. Había una gasolinera en el centro de la ciudad, más allá de un museo, casas de huéspedes y restaurantes con nombres afrikaans, desiertos a esa hora de la noche.
Cuando Griessel se apeó, Thobela vio que la Z88 no estaba en su mano. Él también se bajó. Tenía las piernas envaradas y calambres en los músculos de los hombros. Estiró los miembros, sintió la profundidad de su fatiga, los ojos enrojecidos y ardientes.
Griessel pidió que llenaran el tanque del Nissan. Luego se acercó a Thobela, sin hablar, sólo mirándole. El hombre blanco tenía mal aspecto. Sombras alrededor de los ojos, profundas arrugas en el rostro.
—La noche es muy larga —le dijo a Griessel.
El detective asintió.
—Ya casi se ha acabado.
Thobela asintió a su vez.
—Quiero que sepa que tenemos a Khoza y Ramphele —dijo Griessel.
—¿Dónde?
—Les detuvieron ayer por la tarde en Midrand.
—¿Por qué me dice esto?
—Porque no importa lo que ocurra esta noche, me ocuparé de que no se vuelvan a escapar.
Se tumbó en la cama y se dijo a sí misma que debía contener el ansia de ir y acostarse con el detective que dormía en el sofá, porque sería un error por múltiples razones.
Sonó el móvil de Griessel y él respondió. «Sí» y «Sí» y «Seis kilómetros» y «Sí» y «Vale».
Entonces Thobela le oyó decir:
—Quiero oír su voz.
Silencio en la calle de Swellendam.
—Carla —dijo Griessel. Thobela sintió que una mano le oprimía el corazón, por la tremenda emoción en la voz del hombre blanco, cuando dijo: «Papá viene a buscarte, ¿me oyes? Papá ya viene».
Ella necesitaba que la abrazasen. Quería que él la abrazase porque tenía miedo. Tenía miedo de Carlos y del detective con la gorra de rugby y miedo de que todo el plan fuese a hundirse. Miedo de que Griessel pudiera descubrirla con aquellos ojos, que él la descubriera con su energía. No estaba bien, porque ella quería acostarse con él para que no viera nada.
No debía hacerlo.
Se levantó.
—Infanta —dijo Griessel—. A seis kilómetros pasada la ciudad se inicia la carretera a Infanta. Allí habrá un coche. Nos seguirán a partir de allí.
Volvieron al Nissan, Thobela al volante, Griessel detrás.
—Infanta —oyó que decía el hombre, como si el nombre no tuviese el menor sentido.
En el panel de instrumentos los números amarillos del reloj digital marcaban las 03:41.
Salió de la ciudad, para volver a la N2.
—Gire a la derecha. Hacia Cape Town.
Cruzaron un puente. Breede River, decía el cartel. Luego vio el indicador. Malgas. Infanta.
—Es aquí —dijo Griessel.
Él puso el intermitente izquierdo. Carretera de grava. Vio el vehículo aparcado, rechoncho ante las luces del Nissan. Un Mitsubishi Pajero. Había dos hombres a su lado. Cada uno con un arma de fuego, que se protegían los ojos de la luz de los faros con las manos libres. Se detuvo.
Se acercó sólo uno de los hombres. Thobela bajó la ventanilla.
El hombre no lo miró a él sino a Griessel.
—¿Es éste el asesino?
—Sí.
El hombre iba bien afeitado, incluida la cabeza. Sólo había un poco de pelo debajo del labio. Miró a Thobela.
—Esta noche morirás.
Thobela le miró a los ojos.
—¿Eres tú el padre? —le preguntó Cabeza Rapada a Griessel y él respondió:
—Sí.
El hombre hizo una mueca de burla.
—Su hija tiene un coño muy bonito.
Griessel soltó un bufido a su espalda y Thobela pensó: «Ahora no, no hagas nada ahora».
Cabeza Rapada se rio. Luego dijo:
—Vale. Vosotros adelante. Nosotros estaremos en algún lugar detrás. Primero, veremos si habéis traído más amigos. Ahora marchad.
Thobela comprendió que tenían el control. Ni siquiera buscaron armas, porque sabían que tenían la carta de triunfo.
Arrancó. Se preguntó qué estaría pasando por la cabeza de Griessel.
Los dos detectives de Protección de Testigos llevaban escopetas cuando vinieron a buscarla.
Ella preparó la maleta. La acompañaron en el ascensor y todos subieron a un coche y se marcharon.
La casa estaba en Boston, vieja y bastante ruinosa, pero las ventanas tenían protección contra ladrones y había una reja de seguridad en la puerta principal.
Le mostraron la casa. El dormitorio principal era donde podía ponerse cómoda, había alimentos en la cocina, toallas en el baño. Había un televisor en la sala de estar y montones de revistas en la mesa de centro, viejos ejemplares de Sport Illustrated, FHM y algunos de Huisgenoot.
—Así traen las drogas —comentó Griessel cuando llevaban media hora de trayecto por la carretera de grava.
Thobela no dijo nada. Su mente estaba puesta en el punto de destino. Había visto las armas en las manos de los dos tipos del Pajero. Armas nuevas, metralletas, se dijo que eran Heckler y Koch, de la familia de la G36. Caras. Eficientes.
—Infanta y Witsand. Cualquier cabrón con una planeadora va a allí a pescar —comentó Griessel—. Traen las drogas en embarcaciones pequeñas. Probablemente de barcos…
Así el detective mantenía su mente ocupada. No quería pensar en su hija. No quería imaginar lo que le habían hecho a su hija.
—¿Sabe cuántos son? —preguntó Thobela.
—No.
—Querrá recargar su Z88.
—Sólo he disparado una vez. En su casa.
—Cada bala contará, Griessel.
Ella estaba en la sala de estar cuando llamaron a la puerta. Los dos detectives primero miraron a través de la mirilla y luego abrieron una serie de cerrojos de la puerta principal.
Oyó unas pisadas muy fuertes y luego apareció el gigantón con la gorra de rugby de la Provincia Occidental y le dijo:
—Usted y yo tenemos que hablar.
Se sentó en la silla más cercana a ella y los dos detectives de Protección de Testigos permanecieron cerca del umbral.
—No la pongamos nerviosa, muchachos —dijo Beukes.
A regañadientes, se alejaron por el pasillo. Ella oyó cómo se abría y cerraba la puerta de atrás.
—¿Dónde está el dinero? —preguntó él cuando la casa quedó en silencio.
—¿Qué dinero? —Ella notó el pulso en la garganta.
—Ya sabe de qué hablo.
—No lo sé.
—¿Dónde está su hija?
Pregúntele a Carlos.
—Carlos está muerto, puta. Y él nunca se llevó a su hija. Usted lo sabe y yo lo sé.
—¿Cómo puede decir eso? —Ella se echó a llorar.
—Ahórrese las putas lágrimas. Conmigo no funcionan. Tendría que estar agradecida de que yo la seguía ayer por la mañana. Si hubiese sido uno de los otros…
—No sé de qué me habla…
—Déjeme que le diga de qué hablo. El equipo que estaba de guardia anteayer dijo que usted entró en la casa en su BMW. Y que en mitad de la puta noche usted cogió un taxi delante de la puerta de la casa y que llevaba todas esas bolsas y que tenía mucha prisa. ¿Qué había en las bolsas?
—Le preparé la cena.
—¿Y se lo llevó todo de vuelta a casa?
—Sólo lo que no utilicé.
—Miente.
—Lo juro. —Lloró y esta vez las lágrimas eran auténticas, porque había reaparecido el miedo.
—Lo que no sé es adonde fue con el puto taxi. Porque los inútiles de mis supuestos colegas no pensaron en enviar a nadie que la siguiese. Porque su trabajo era vigilarlo a él. Eso es lo que pasa cuando trabajas con los polis de ahora. Unos negratas de mierda. Pero ayer fue otra historia, porque yo estaba allí, cariño. Y Carlos salió de allí como si le quemasen el culo, directamente a su pequeño apartamento. Diez minutos más tarde salió con aquella gran marca roja en el rostro, pero no había una niña. Al minuto siguiente toda la maldita radio no hablaba más que de Sangrenegra y, antes de que pudiese hacer nada, el grupo de trabajo ya estaba allí y los de Crímenes Graves y Violentos y Dios sabe quién más. Pero sí sé una cosa: su niña no estaba con él. Ni la noche anterior a la de ayer y tampoco ayer por la mañana. De todo el dinero, en aquella caja fuerte que tiene, falta una enorme cantidad de rands. Sólo rands. Y yo me pregunto por qué, cuando hay tantos dólares, euros y libras, alguien sólo se llevaría rands sudafricanos. Digo que es un aficionado. Alguien que no quiere molestarse con dinero extranjero. Alguien que ha tenido tiempo para pensar qué quiere robar. Qué podría usar. Qué podría llevarse en las bolsas de la compra de Pick & Pay.
Ella comprendió y sin pensárselo preguntó:
—¿Cómo sabe que faltan rands?
—Que te folien, puta. Te lo digo ahora; esto no se ha acabado. Al menos, para mí.
Sonó el móvil de Griessel. Atendió y le dijo a Thobela:
—Dicen que reduzcamos la velocidad.
Él obedeció. El Nissan se sacudía en la carretera de grava. Tras ellos, los faros del Pajero se veían turbios entre la nube de polvo. Las luces de Witsand brillaban en el río Breede, a la izquierda.
—Dicen que debemos girar a la izquierda en el indicador de carreteras.
Él redujo todavía más la velocidad, vio la señal que decía Kabel-joubank. Puso el intermitente y giró. La carretera se estrechaba entre dos cercas. Corría paralelo al río. Por el espejo retrovisor vio que el Pajero estaba detrás.
—¿Está tranquilo? —le preguntó Thobela al detective.
—Sí.
Sintió el ardor dentro de sí mismo, ahora que estaban cerca.
A la luz de los faros vio tres, cuatro embarcaciones en remolques. Y dos vehículos. Una furgoneta y una camioneta. Figuras que se movían. Se detuvo a cien metros de los vehículos. Giró la llave del contacto y el motor del Nissan se detuvo. Con toda intención, dejó los faros encendidos.
—Salga y oculte la pistola —dijo. Recogió la assegai, y se la metió por detrás del cuello, debajo de la camisa. Apenas si había lugar en el coche, el ángulo era muy ajustado. Oyó cómo la hoja cortaba la tela de la camisa, sintió el frío del metal en la espalda. Tenía que valerle. Abrió la puerta y salió. Griessel estaba al otro lado del Nissan.
Cuatro hombres se acercaron desde la furgoneta; uno era alto y ancho, mucho más grande que los demás. El Pajero se detuvo tras ellos. Thobela permaneció junto al coche, consciente de los cuatro hombres delante y los dos de atrás. Oyó sus pisadas en la grava, olió el polvo y el río y el pescado de las embarcaciones, oyó las olas del mar. Sintió la rigidez por todo el cuerpo, pero el cansancio había desaparecido, sus arterias estaban cargadas de adrenalina. El mundo pareció demorarse, como si hubiese más tiempo para pensar y hacer.
El cuarteto se le acercó. El gigante les miró de arriba abajo.
—Usted es el lancero —dijo como si lo hubiese reconocido. Era tan alto como Thobela, con el pelo negro lacio largo hasta los fuertes hombros. No llevaba armas. Los demás empuñaban metralletas.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó Griessel.
—Yo soy el lancero —dijo Thobela. Quería mantener su atención; no sabía hasta qué punto Griessel era estable.
—Mi nombre es César Sangrenegra. Mató a mi hermano.
—Sí. Maté a su hermano. Puede quedarse conmigo. Deje que la chica y el policía se vayan.
—No. Tendremos que hacer justicia.
—No, usted puede…
—Cierre la puta boca, negro. —La saliva escapó de los labios de César, las gotas trazaron brillantes arcos a la luz de los faros del Nissan—. Justicia. ¿Sabe qué significa? Este policía preparó una trampa para Carlos. ¿Tengo que volver con mi padre y decirle que no lo maté? Eso no pasará. Quiero que lo sepa, policía, antes de que muera. Quiero que sepa que nos follamos a su hija. Nos la follamos a base de bien. Es joven. Fue muy agradable. Después de que usted muera, nos la volveremos a follar. Y otra vez. Nos la follaremos mientras esté viva. ¿Me oye?
—Le mataré —juró Griessel y Thobela sintió que el punto de ruptura estaba cerca.
César se rio de Griessel y sacudió la cabeza.
—No puede hacer nada. Tenemos a su hija. Y también encontraremos a la puta blanca. La que contó mentiras de Carlos. La que robó nuestro dinero.
—Es un cobarde —le dijo Thobela a César Sangrenegra—. No es un hombre.
César se le rio en la cara.
—¿Quiere que le ataque? ¿Quiere que me enfade?
—Quiero que pierda la vida.
—¿Cree que no veo la lanza que lleva a la espalda? ¿Cree que soy estúpido como mi hermano? —Se volvió para dirigirse a uno de sus secuaces—. Dame el cuchillo.
El hombre desenvainó un cuchillo de la larga funda que llevaba sujeta al muslo. César lo cogió.
—Le mataré poco a poco —le dijo a Thobela—. Ahora saque la lanza.