Se quedó dormido en la mesa. Ella lo vio venir. La lengua de Carlos farfullaba más y más. Comenzó a hablar en español, como si ella comprendiese cada palabra.
Se apoyó en el mantel, los ojos luchando para enfocarla.
La escena se desarrolló como si ella no tuviese parte, como si estuviese ocurriendo en algún otro espacio y tiempo. Él tenía una sonrisa estúpida en la cara. Farfullaba.
De vez en cuando bajaba la cabeza lentamente hacia la mesa. Apoyó las manos en la superficie. Dijo una última palabra incomprensible, y entonces su respiración se hizo profunda y fácil. Ella supo que no podía dejarlo así. Si su cuerpo se relajaba, se caería.
Ella se levantó y fue a ponerse detrás. Le pasó las manos por debajo de los brazos, enlazó los dedos de sus manos en las suyas. Lo levantó. Pesaba como el plomo, un peso muerto. Soltó un sonido y ella se asustó, al no saber si estaba lo bastante dormido. Se quedó así, sintiendo que no podía sujetarlo. Luego lo arrastró, paso a paso hasta el gran sofá. Se sentó erguida con Carlos encima.
Él le habló, la voz clara como el cristal. Su cuerpo se sacudió. Ella permaneció quieta por un momento, y comprendió que no estaba consciente. Se lo quitó de encima con gran esfuerzo, de forma que quedase tumbado torcido en el sofá. Se deslizó por debajo de él y permaneció junto al sofá con la respiración agitada, la piel bañada en sudor, con la necesidad urgente de sentarse para dar a las piernas el tiempo que necesitaban para controlar los temblores.
Se obligó a continuar. Primero llamó a un taxi para que llegase pronto, ella no sabía de cuánto tiempo podría disponer.
Se aseguró de que el recipiente de plástico con las pastillas estuviese en su bolso. Cogió el perro y la jeringa y bajó las escaleras hasta el garaje.
El BMW estaba cerrado. Maldijo. Volvió a subir. No podía encontrar las llaves. La dominó el pánico y fue consciente de cómo le temblaban las manos mientras buscaba. Hasta que se le ocurrió buscar en el bolsillo del pantalón de Carlos y allí estaban.
De nuevo en el garaje. Apretó el botón en la llave y el pitido electrónico sonó súbito y agudo en el espacio vacío. Abrió la puerta. Metió el perro de peluche debajo del asiento del pasajero. Cogió la jeringa, apoyó el dedo en el émbolo y apuntó la aguja al respaldo del asiento trasero. La mano le temblaba. Soltó una exclamación de enfado y se sujetó la muñeca derecha con la mano izquierda. Tenía que hacerlo bien. Apretó el émbolo deprisa y movió la jeringa de izquierda a derecha. El oscuro chorro rojo tocó la tela. Algunas gotas le salpicaron el rostro y los brazos.
Inspeccionó su trabajo. No había quedado bien. No parecía real.
El corazón le latía con fuerza. No podía hacer nada. Salió echando una última mirada. No se había olvidado de nada. Cerró la puerta.
Aún quedaban un par de gotas en la jeringa. Debía manchar el vestido. Y ocultar la prenda en algún lugar de su armario.
Thobela sopesó las palabras del poli. Supuso que el hombre estaba intentando explicarle por qué se había vuelto corrupto. Por qué estaba haciendo lo que hacía.
—¿Cómo le encontraron? —preguntó más tarde, pasada la salida a Humansdrop.
—¿Quién?
—Sangrenegra. ¿Cómo es que trabaja para ellos?
—No trabajo para Sangrenegra.
—¿Entonces para quién trabaja?
—Trabajo para el Servicio de Policía de Sudáfrica.
—No, en este momento.
A Griessel le llevó un momento comprender lo que él había dicho. Repitió aquella risa irónica.
—Cree que soy corrupto. ¿Cree que eso fue a lo que me refería cuando dije…?
—¿Qué sino?
—Bebo, eso es lo que hago. Me bebo mi puta vida. A mi esposa, a mis hijos, a mi trabajo y a mí mismo. Nunca acepté un céntimo de nadie. Nunca lo necesité. El alcohol ya basta si quieres arruinarte.
—¿Entonces por qué vamos por este camino; por qué no estoy en una celda en Port Elizabeth?
Estalló y él escuchó la rabia y el miedo en la voz del hombre.
—Porque tienen a mi hija. El hermano de Carlos Sangrenegra ha secuestrado a mi hija. Y si no le entrego a ellos, ellos…
Griessel no dijo nada más.
Thobela ahora tenía todas las piezas del rompecabezas y no le gustó la figura que formaban.
—¿Cómo se llama?
—Carla.
—¿Qué edad tiene?
Griessel tardó en responder, como si quisiese evaluar el significado de la conversación.
—Dieciocho.
Comprendió que el hombre blanco tenía esperanzas, y supo que él también las tendría de haber estado en la misma posición. Porque no había nada más que se pudiese hacer.
—Le ayudaré —dijo.
—No necesito su ayuda.
—Sí que la necesita.
Griessel no respondió.
—¿De verdad cree que dirán: «Muchas gracias, aquí tiene a su hija, puede marcharse»?
Silencio.
—Es su decisión, policía. Puedo ayudarle. Pero es su decisión.
A las siete y once minutos de la mañana él llamó a su puerta, como sabía que haría. Ella abrió y Carlos entró como una tromba, la sujetó por el brazo y la sacudió.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué? —La presión de sus dedos le hacía daño y ella le abofeteó en la cabeza con la mano izquierda, todo lo fuerte que pudo—. ¡Puta! —gritó Carlos y le soltó el brazo y le dio un puñetazo por encima del ojo. Ella casi se cayó, pero consiguió recuperar el equilibrio.
—Imbécil —chilló ella todo lo fuerte que pudo y le lanzó un puñetazo. Él apartó la cabeza y le dio un tremendo sopapo en la oreja. Sonó como un cañonazo en su cabeza. Ella le devolvió el golpe, y esta vez le pegó en la mejilla con el puño.
—¡Puta! —gritó él de nuevo con voz aguda. Le sujetó las manos y la empujó. Su nuca golpeó contra la alfombra, y, por un momento, se mareó. Parpadeó; él se le había echado encima—. Maldita puta.
Él volvió a abofetearla en la cabeza. Ella se soltó una mano y le arañó.
Carlos le sujetó la muñeca y la miró furioso.
—Puta, a ti te gusta que Carlos te vea así. —La sujetó con ambas manos por encima de la cabeza—. Ahora te gustará todavía más —dijo.
Le cogió el camisón por el escote y tiró. La prenda se desgarró.
—¿Me vas a follar bien? —dijo ella—. Porque será la primera vez, gilipollas.
Carlos la abofeteó de nuevo y ella probó la sangre en su boca.
—No sabes follar. Eres el peor follador del mundo.
—¡Cállate, puta!
Le escupió, le escupió la sangre y la saliva en el rostro y la camisa. Él le agarró un pecho y se lo apretujó hasta que gritó de dolor.
—¿Te gusta eso, puta? ¿Te gusta?
—Sí. Al menos ahora te puedo sentir.
Apretó de nuevo.
Ella gritó.
—¿Por qué me drogaste? ¿Por qué? ¡Me robaste mi dinero! ¿Por qué?
—Te drogué porque eres un amante de mierda. Por eso.
—Primero, te follaré. Luego buscaremos el dinero.
—¡Ayuda! —gritó ella.
Él le tapó la boca con la mano.
—Cierra la bocaza.
Le mordió la parte blanda de la palma. Él gritó y la golpeó de nuevo. Ella apartó la cabeza, y gritó con todas sus fuerzas.
—¡Ayúdenme, por favor, ayúdenme!
Consiguió soltar una de las manos; forcejeó y golpeó, arañó y chilló. Una voz de hombre llegó de alguna parte, desde el exterior, o desde el pasillo, ella no estaba segura.
—¿Qué está pasando?
Carlos lo oyó. La golpeó con ambas manos en el pecho. Se levantó. Se quedó sin aliento. Había un morado en su mejilla.
—Volveré —dijo.
—Prométeme que me follarás bien, Carlos. Sólo prométeme eso, gilipollas. —Se quedó tendida en el suelo, desnuda, sangrando y jadeante—. Sólo una vez.
—Te mataré —juró y fue tambaleándose hasta la puerta. La abrió—. Te llevaste mi dinero. Te mataré. —Y entonces se fue.
Más allá de Plettenberg Bay preguntó a Griessel:
—¿Adónde me tiene que llevar?
—Lo sabré cuando lleguemos a George. Llamarán de nuevo.
Ella se miró en el espejo antes de llamar a la policía. Sangraba. El lado izquierdo de su rostro estaba rojo. Había comenzado a hincharse. Había un corte sobre los ojos. Había huellas rojo oscuro de los dedos en sus pechos.
Parecía perfecto.
Cogió el móvil y se sentó en el sofá. Buscó el número que había guardado el día anterior en el teléfono. Sus dedos trabajaban con precisión. Miró el móvil. Estaba firme como una roca.
Agachó la cabeza, intentando sentir el dolor, la humillación, la furia, el odio y el miedo. Respiró hondo y soltó el aliento poco a poco. Sólo una lágrima al principio, luego otra y otra. Hasta que lloraba adecuadamente. Entonces apretó el botón de llamada.
Sonó siete veces.
—Servicios de la Policía Sudafricana, Caledon Square. ¿En qué podemos ayudarla?
El móvil del policía sonó cuando estaban detenidos ante otro semáforo, en Knysna.
Griessel habló en voz baja, tragándose las palabras, y Thobela no pudo oír lo que dijo. La conversación duró menos de un minuto.
—Quieren que sigamos conduciendo —anunció por fin.
—¿Adónde?
—Swellendam.
—¿Es allí donde están?
—No lo sé.
—Necesito estirar las piernas.
—Primero salga de la ciudad.
—¿Cree que voy a escapar, Griessel? ¿Cree que escaparé de esta situación?
—No pienso nada.
—Tienen a su hija porque maté a Sangrenegra. Es mi responsabilidad solucionarlo.
—¿Cómo puede hacer eso?
—Ya veremos.
Griessel se lo pensó, y después dijo:
—Pare cuando quiera.
Setenta kilómetros más allá, en las largas curvas que la N2 hacía entre George y Mossel Bay, algo cayó en el asiento delantero junto a Thobela. Cuando miró, la assegai estaba allí. La hoja se veía opaca a la luz de los instrumentos del salpicadero.