Mientras llevaban las bolsas de la compra a la cocina de Carlos, ella sólo podía pensar en la jeringa con la sangre.
En la casa reinaba un silencio poco natural y estaba vacía sin los guardaespaldas; en los grandes espacios resonaban las pisadas y las frases. Él la abrazó en la cocina, después de haber dejado las compras. La estrechó contra su cuerpo con una sorprendente ternura.
—Esto está bien, Conchita.
Ella aflojó el cuerpo. Dejó que sus caderas se moviesen contra las suyas.
—Sí —dijo.
—Seremos felices.
En respuesta, ella le besó en la boca, con gran habilidad, hasta que notó cómo comenzaba la erección. Ella apoyó la mano en el miembro y siguió su forma. Las manos de Carlos estaban detrás de su espalda. Le levantó el vestido centímetro a centímetro hasta que quedó al aire el trasero y deslizó los dedos por debajo del elástico de las bragas. Su respiración se aceleró.
Ella movió los labios sobre su mejilla, por el cuello, por encima del crucifijo que colgaba sobre el vello del pecho. Su lengua dejó un rastro húmedo. Se soltó y se puso de rodillas, los dedos ocupados con la cremallera. Con una mano le bajó los calzoncillos y con la otra le sacó el pene. Largo, delgado y peludo, se alzaba como un enjuto soldado con un casco grande y brillante.
—Conchita. —Su voz era un susurro urgente, porque ella nunca había hecho esto antes sin un profiláctico.
Le acarició con las dos manos, desde el vello púbico hasta la punta.
—Seremos felices —dijo y con mucha suavidad se lo puso en la boca.
Thobela Mpayipheli y su pasajero blanco, sentado atrás como un propietario colonial, pasaron por Mwangala y Dyamala, donde el ganado pastaba en la dulce hierba verde. Giraron a la derecha para tomar la R63. Fort Haré estaba en silencio después de las vacaciones de verano. Cinco minutos más tarde entraron en la bulliciosa Alice. Vendedores de frutas en las aceras, mujeres con cestos en las cabezas y niños a la espalda que caminaban majestuosamente y sin prisas por la carretera y la calle. Cuatro hombres estaban reunidos alrededor de un tablero en una esquina. Thobela se preguntó si el policía veía todo aquello. Si oía las voces xhosas que gritaban a través de la ancha calle. Eso era de propiedad. Las personas eran dueñas de ese lugar.
Treinta kilómetros más allá estaba Fort Beaufort y giró al sur. En cuatro o cinco ocasiones vio el río Kat en el lado izquierdo, donde serpenteaba entre las colinas. Había sido uno de sus planes traer aquí a Pakamile: sólo ellos dos con las mochilas, las botas de montaña y una tienda para ambos. Para mostrarle a su hijo dónde había crecido.
Thobela conocía cada curva del Kat. Conocía las profundas piscinas en Nkqantosi donde podías saltar desde lo alto de la ribera y abrir los ojos en las profundidades del agua marrón verdosa y ver los rayos de luz luchando contra la oscuridad. La pequeña playa de arena más allá de Komkulu. Donde treinta años antes había descubierto al guerrero que llevaba en su interior. Mtetwa, el joven búfalo que era un matón, una injusticia que él tuvo que corregir. El primero.
Y muy lejos por este lado, fuera de la vista, su lugar favorito. Cuatro kilómetros del lugar donde desaguaba en el río Great Fish, el Kat hacía una curva espectacular, como si quisiese exhibirse una última vez antes de perder su identidad; un meandro que retrocedía tanto que casi formaba una isla. Estaba a unos diez kilómetros de la iglesia de la misión donde había vivido, pero podía correr hasta allí en una hora por los secretos caminos de los animales alrededor de las colinas y a través de los valles. Todo para poder sentarse entre los juncos donde los charlatanes pájaros tejedores de brillantes colores atraían a las hembras a sus nidos colgantes. Para escuchar el viento. Para ver la gorda iguana calentándose al sol en la punta de una roca negra. A última hora de la tarde salían los bosbok de entre los matorrales como fantasmas para inclinar las cabezas en el agua. Primero, la gracia de los gamos con sus mantos rojos. Luego, los carneros de dos en dos, marrón oscuro en el atardecer, con los cuernos cortos, fuertes, afilados como agujas que subían y bajaban, subían y bajaban.
Se preguntaba si seguían allí. Si él y su hijo podían ver a los descendientes de los animales a los que había esperado con el aliento contenido cuando era un crío. ¿Aún seguían los mismos senderos a través de los juncos y las zarzas?
¿Aún conocería los senderos? ¿Debía detenerse aquí, quitarse los zapatos y desaparecer entre los arbustos espinosos? ¿Buscar los mismos senderos al trote, encontrar aquel ritmo cuando sentías que podías correr para siempre, mientras hubiese una colina en el horizonte a la que pudieses trepar?
Mientras Carlos estaba sentado frente al televisor con una copa y una botella de vino tinto, ella sacó del bolso la jeringa con la sangre y la escondió en un armario junto a las ollas y las sartenes, brillantes, nuevas, sin estrenar.
Buscó un lugar donde ocultar el perro de peluche antes de sacarlo de debajo de un manojo de verduras en la bolsa de la compra.
Sus manos temblaban porque no podría oír a Carlos entrar antes de que estuviese en la habitación.
Condujeron en silencio durante dos horas. Pasado Grahamstown, en la oscuridad del ocaso, él preguntó:
—¿Alguna vez oyó hablar de Nxele? —Su lengua chasqueó fuerte al pronunciar el nombre.
No esperaba respuesta. Si la recibía, sabía cuál sería. Las personas blancas no conocían esa historia.
—Nxele. Dicen que era un hombre grande. Dos metros de estatura. Y sabía hablar. Una vez, gracias a su labia, consiguió escapar de la pira de ejecución xhosa. Después se convirtió en jefe, sin tener la sangre de reyes.
No le importaba si el hombre blanco le oía o no. Mantuvo sus ojos en la carretera. Quería quitarse la laxitud, explicar lo que este panorama había despertado. Quería aliviar la tensión de alguna manera.
—Excepcional en aquel tiempo, casi doscientos años atrás. Vivió en un tiempo en que la gente luchaba los unos contra los otros, y también contra los ingleses. Entonces apareció Nxele y dijo que debían dejar de arrodillarse ante el dios blanco. Debían escuchar la voz de Mdalidiphu, el dios de los xhosa, que decía que no debías arrodillarte ante Él en la tierra. Debías vivir. Debías bailar. Debías levantar la cabeza y atrapar la vida. Debías dormir con tu esposa para poder multiplicarnos, para llenar la tierra y expulsar al hombre blanco. Para recuperar nuestra tierra.
»Se podría decir que fue el padre de la primera Lucha. Después reunió a diez mil guerreros. ¿Ha visto por dónde hemos viajado hoy, Griessel? ¿Lo ha visto? ¿Se puede imaginar el aspecto que ofrecían diez mil guerreros bajando por estas colinas? Se habían pintado de rojo con ocre. Cada uno tenía seis o siete lanzas largas en una mano y un escudo. Corrieron por aquí de esa manera. Nxele les dijo que guardasen silencio, nada de cantos ni gritos. Querían sorprender a los ingleses aquí, en Grahamstown. Diez mil guerreros en fila, sus pisadas, el único sonido. A través de valles, ríos y colinas, como una larga serpiente roja. Imagínese que es un inglés en Grahamstown que se despierta una mañana de abril y mira hacia las colinas. En un momento las cosas parecen las mismas de cada día, y al siguiente este ejército se materializa en las cumbres y ve el resplandor de setenta mil lanzas, pero no se oye ruido alguno. Como la muerte.
»Nxele se movió entre ellos. Les dijo que partiesen una de sus largas lanzas sobre las rodillas. Les dijo que Mdalidiphu convertiría en agua las balas inglesas. Debían cargar contra los cañones y las armas juntos y lanzar las lanzas largas cuando estuviesen lo bastante cerca. Aquellos hombres sabían lanzar. A una distancia de sesenta metros podían arrojar una lanza a través del aire y encontrar el corazón de un inglés. Cuando hubiesen lanzado la última lanza, debían empuñar la lanza con el mango roto. Nxele sabía que no puedes utilizar una lanza larga cuando ves el blanco de los ojos de tu enemigo. Entonces necesitas un arma que pueda abrir paso ante ti.
»Dicen que era un día despejado. Dicen que los ingleses no se podían creer cómo los xhosas se movían en la cumbre. Con un silencio mortal. Pero cada uno sabía exactamente cuál era su lugar en la línea.
»Abajo, los casacas rojas levantaron sus barreras. Allá arriba, los hombres rojos esperaban la señal. Y cuando los blancos se sentaron a sus mesas para la comida del mediodía, ellos bajaron.
»Desde la primera vez que oí la historia en boca de mi tío quise estar con ellos, Griessel. Dijeron que cuando los guerreros cargaron, se oyó un terrible grito. Dicen que aquel grito estaba en cada soldado. Cuando estás en la guerra, cuando tu sangre arde en la batalla, entonces llega. Estalla en tu garganta y te da la fuerza de un elefante y la velocidad de un antílope. Dicen que cada hombre tiene miedo hasta aquel momento, y después ya no hay más miedo. Entonces eres un guerrero en estado puro y nada te puede detener.
»Toda mi vida he querido formar parte de ellos. He querido estar en el frente. Arrojar mis lanzas y guardar la assegai corta para el final. Quería oler la pólvora y la sangre. Dijeron que aquel día el arroyo se tiñó de sangre. Quería mirar a un inglés a los ojos y él debía levantar su bayoneta y debíamos enfrentarnos el uno al otro como soldados, cada uno luchando por su causa. Quería hacer la guerra con honor.
Si su hoja era más rápida que la mía, si su fuerza era mayor, que así fuese. Entonces moriría como un hombre. Como un guerrero.
Permaneció en silencio durante un largo rato. Cuando hubo pasado la salida a Bushmans River Mouth dijo:
—Ya no hay honor. La lucha que escojas ya no significa nada.
Una vez más se hizo el silencio en el coche, pero a Thobela le pareció que el carácter del silencio había cambiado.
—¿Qué pasó aquel día? —preguntó la voz de Griessel desde el asiento trasero.
Thobela sonrió en la oscuridad. Por muchas razones.
—Fue una batalla tremenda. Los ingleses tenían cañones y fusiles. Balas de metralla. Cayó un millar de xhosas. A algunos los encontraron días más tarde, a kilómetros de distancia, con puñados de hierbas metidos en las heridas abiertas para contener la hemorragia. Pero fue algo muy equilibrado. Hubo un momento en la batalla en que el equilibrio comenzó a moverse a favor de los xhosas. Las filas de Nxele eran demasiado rápidas y demasiado numerosas, y los ingleses no podían cargar lo bastante rápido. El tiempo se detuvo. La batalla pendía de un hilo. Entonces los casacas rojas vivieron su milagro. Su nombre era Boesak, ¿se lo puede creer? Era un gran cazador khoi convertido en soldado. Había salido de patrulla con ciento treinta hombres y aquel día llegaron por detrás. En el momento justo para los ingleses, cuando el capitán británico estaba dispuesto a ordenar la retirada. Boesak y ciento treinta de los mejores tiradores del país. Y apuntaron a los guerreros más grandes, a los xhosas que luchaban delante, que corrían entre los hombres y les animaban. El corazón del asalto. Les fueron matando uno tras otro, como a los toros de una manada. Y entonces todo se acabó.
Intentó moler las píldoras en un colador de harina, pero eran demasiado duras.
Cogió la tabla del pan y una cuchara y aplastó las píldoras; algunos trozos cayeron al suelo y comenzó a asustarse. Cogió más píldoras, las aplastó. La cuchara golpeaba contra la tabla. ¿Lo oiría Carlos?
Volcó el polvo amarillo de la tabla en un pequeño plato que había dejado a un lado. ¿Era bastante fino?
Puso la mesa. No pudo encontrar velas o candelabros, así que simplemente puso los manteles y los cubiertos en la mesa. Llamó a Carlos y luego sirvió la comida: un filete de ternera relleno con ostras ahumadas, patatas asadas y guisantes.
Carlos no dejaba de alabarla, aunque ella sabía que la comida no era nada especial. Él continuaba dándole coba.
—Ya lo ves, Conchita, ninguno de los hombres de mi equipo. Sólo tú y yo. Ningún problema.
Ella le dijo que debía dejar sitio para el postre, peras al vino y canela. Después le iba a preparar un verdadero café irlandés y era muy importante para ella que se lo bebiese porque lo había hecho de una manera que le habían enseñado hacía mucho tiempo, cuando trabajaba en una casa que servía banquetes en Bloemfontein.
Carlos prometió que se bebería hasta la última gota y que después harían el amor, allí mismo, en la mesa.
En algún lugar de la N2, cincuenta kilómetros antes de Port Elizabeth, Griessel le ordenó que parase.
—¿Quiere mear?
—Sí.
—Ahora es el momento.
Cuando acabaron, separados a una distancia de cuatro metros, el hombre blanco con el órgano en una mano y la pistola en la otra, siguieron su camino.
En las afueras de la ciudad se detuvieron para repostar sin bajarse del coche.
Cuando pasaron la salida a Hankey y la carretera comenzaba a bajar hacia Gamtoos Valley, Griessel habló de nuevo:
—Cuando era joven tocaba el bajo en un grupo.
Thobela no sabía si debía responder.
—Creía que era lo que quería hacer.
»Anoche escuché la música que me dio mi hijo. Cuando acabó me quedé en la oscuridad y recordé algo. Recordé el día en que comprendí que nunca sería más que un bajo vulgar.
»Había acabado la escuela, eran las vacaciones de diciembre y había una batalla de bandas en Green Point. Fuimos a oírlas, los tipos de mi grupo y yo. Había un bajista, un tipo bajo con el pelo blanco en una u otra de las bandas de rock que tocaban canciones de otras personas. Jesús, era un mago. Estaba inmóvil como una roca. Sin mover el cuerpo para nada. Ni siquiera miraba el mástil, sólo estaba allí, con los ojos cerrados, y sus dedos volaban y los sonidos salían como un río. Entonces comprendí cuál era mi lugar. Vi a alguien que había nacido para ser bajista. Joder, sabía que ambos sentíamos lo mismo. La música nos hacía lo mismo dentro; te abre. Pero sentirlo y hacerlo no es lo mismo. Ésa es la tragedia. Eso es lo que querrías ser, con esa naturalidad brillante, pero no la tienes dentro de ti.
»Así que supe que nunca sería un bajo de verdad, pero quería ser algo así en lo que fuese. Así de bueno. Así de hábil. En algo, y comencé a preguntarme cómo encontrarlo. ¿Cómo comienzas a buscar la cosa para la que estás hecho? ¿Qué pasa si no hay ninguna? ¿Qué pasa si eres un tipo vulgar en todo? Nacido vulgar y vives una vida vulgar y entonces te mueres y nadie aprecia la diferencia.
»Mientras buscaba entré en la policía, porque lo que no sabía es que sabes sin saberlo. Algo dentro de tu cabeza te dirige a lo que puedes hacer. Pero me llevó un tiempo. No creía que ser policía fuera algo que pudieras sentir, como la música.
»Además, no ocurrió así como así. Tienes que sufrir lo tuyo, tienes que aprender, cometer tus propios errores. Pero un día te encuentras con un caso que no tiene sentido para nadie más, y lees las declaraciones, las notas, los informes y todo encaja. Sientes esa cosa dentro. Escuchas la música, coges el ritmo dentro de ti y sabes que has nacido para eso.
Thobela escuchó el suspiro del hombre blanco. Quiso decirle que él le comprendía.
—Y entonces nada te puede detener —continuó Griessel—. Nadie. Salvo tú mismo.
»Todos creen que eres bueno. Te lo dicen. “Joder, Benny, eres el mejor. Tío, eres el no va más”. Te lo quieres creer, porque puedes ver que están en lo cierto, pero hay una voz dentro de ti que te dice que no eres más que un Parow Arrow que nunca ha sido bueno en nada. Un tío común. Que tarde o temprano te acabarán pillando. Algún día te descubrirán y el mundo se reirá porque te creías que eras algo.
»Así que, antes de que ocurra, te tienes que descubrir. Destruirte. Porque si lo haces tú mismo, al menos tienes algún control. Se oyó un sonido atrás, casi una risa.
—Condenadamente trágico.