42

Thobela dejó la camioneta detrás de las colinas en Waterval Plantation y anduvo a lo largo de la orilla del río Cata hacia su casa, con la assegai en la mano izquierda.

Un kilómetro antes de que apareciese la casa ante su vista giró al noreste, para acercarse desde el terreno elevado. Ellos le estarían esperando al final de la carretera.

Vigiló durante veinte minutos, pero sólo vio el coche aparcado delante de la casa. Ninguna antena, nada que lo identificase como un vehículo de la policía. Silencio.

No tenía sentido.

Mantuvo el cobertizo entre él y la casa, comprobó que todas las puertas aún estaban cerradas con llave. Agachado, se acercó a la vivienda, por debajo del nivel de la ventana, hasta donde estaba el coche aparcado.

Sólo un juego de huellas en la tierra. Comenzaban en la puerta del conductor y llevaban directamente a los escalones de la galería de delante.

Un hombre.

Repasó las alternativas en su mente mientras permanecía en cuclillas, de espaldas a la pared de la galería. Se le ocurrió algo. El detective de Umtata. Tendría que haber oído las noticias. Le conocía, lo sabía todo, desde el principio.

El detective había venido a buscar más dinero.

Se puso de pie, tranquilo y decidido, y caminó hacia los escalones de la galería. Entró por la puerta principal, con la assegai ahora en la mano derecha.

El hombre estaba sentado allí, en una silla, con la pistola en el regazo.

—Estaba seguro de que vendría —dijo el hombre blanco.

—¿Quién es usted?

—Mi nombre es Benny Griessel —respondió y levantó la Z88 de forma tal que apuntaba directamente al pecho de Thobela.

Christine cogió el perro de peluche de la mesa y lo sostuvo en sus manos.

—Tuve muchas dificultades para encontrar el perro correcto —explicó—. Cada año hay juguetes diferentes en las tiendas. —Sus dedos acariciaron las largas orejas marrones—. Le compré uno cuando ella tenía tres años. Era su preferido, no iba a ninguna parte sin él. Así que tuve que comprar otro y cambiarlos, porque el perro con el que ella jugaba tenía su ADN. Los ordenadores de la policía pueden analizar cualquier cosa. Así que tuve que llevarme el bueno.

Se detuvo delante del hombre blanco sopesando sus oportunidades, midió la distancia entre la assegai y la pistola, y después se permitió relajarse, porque ahora no era el momento de hacer nada.

—Ésta es mi casa —dijo.

—Lo sé.

—¿Qué quiere?

—Quiero que se siente ahí y se quede callado. —El hombre blanco movió el cañón de la Z88 hacia el sofá que tenía delante. Había algo en su voz y sus ojos: intensidad, determinación.

Thobela titubeó, se encogió de hombros y se sentó. Miró a Griessel. ¿Quién era? Los ojos inyectados en sangre, una red de capilares en la nariz que traicionaban su afición a la bebida. El pelo largo y desordenado; intentaba mantener el aspecto de su juventud en los setenta, o no le importaba. Esto último parecía lo más probable, dado que sus prendas estaban arrugadas, los cómodos zapatos marrones sin lustrar. Tenía el débil olor a agente de la policía y la Z88 lo confirmaba, pero los policías por lo general venían en grupo, al menos en parejas. La policía esperaba con esposas y órdenes, no te invitaban a sentarte en tu propia casa.

—Estoy sentado —dijo, y dejó la assegai en el suelo junto al sofá.

—Ahora sólo tiene que estarse callado.

—¿Eso es lo que vamos a hacer? ¿Sentarnos y mirarnos el uno al otro?

El hombre blanco no respondió.

—¿Me disparará si hablo?

Ninguna respuesta.

—Las pastillas fueron algo sencillo —dijo Christine. Señaló el recipiente blanco de la mesa—. Y el vestido. No lo tengo; lo tiene la policía. Pero la sangre… al principio no podía hacerlo. No sabía cómo decirle a mi hija que debía clavarle una aguja en el brazo, que dolería, que la sangre entraría en la jeringa y tendría que derramarla en el asiento del coche de un hombre. Aquello fue lo más difícil. Estaba preocupada. No sabía si la sangre se coagularía. No sabía si sería suficiente. No sabía si la policía sería capaz de darse cuenta de que no era sangre fresca. No sabía cómo hacían todos aquellos análisis genéticos. ¿El ordenador sería capaz de saber si la sangre había estado en la nevera durante todo un día?

Sostuvo el perro contra su pecho. No miró al ministro. Se miraba los dedos enredados en las orejas del juguete.

—Cuando Sonia estaba en el baño, entré y le mentí. Le dije que teníamos que hacerlo, porque necesitaba llevarle un poco de su sangre al doctor. Cuando me preguntó «¿por qué?» no supe qué responder. Le pregunté si recordaba cuando le habían puesto la vacuna en la guardería para protegerlas de aquellas terribles enfermedades.

Ella respondió: «Mamá, dolió», y yo le dije: «Pero el dolor desapareció pronto; este dolor también desaparecerá pronto, es lo mismo, para que puedas estar bien». Así que ella dijo: «Vale, mamá», y cerró los ojos con fuerza y tendió el brazo. Yo nunca le había sacado sangre antes a nadie, pero si eres una puta, te hacen las pruebas del sida todos los meses, así que sabía cómo lo hacían. Pero si tu hija dice: «Ay, mamá, ay», entonces tiemblas y es duro y te asustas si no puedes extraer la sangre…

—¿A qué estamos esperando? ¿Qué quiere? —preguntó Thobela. Pero el hombre continuó sentado mirándole, con la pistola apoyada en el regazo, sin decir nada. Los ojos sólo parpadeaban de vez en cuando, o la mirada se dirigía a la ventana.

Él se preguntó si el hombre estaría en sus cabales. O si había tomado drogas, debido a aquella terrible intensidad, a algo que le carcomía. Los ojos nunca estaban del todo quietos. A veces una rodilla se sacudía como si fuese un resorte apretado. La pistola tenía sus propias vibraciones, un movimiento casi inapreciable.

Inestable. Por lo tanto, peligroso. ¿Podía hacerlo, si se levantaba apoyado en el reposabrazos, y se lanzaba a través de los escasos dos metros que les separaban? ¿Podía escoger el momento cuando los ojos se fijasen en la ventana? ¿Podía desviar la Z88?

Midió la distancia. Miró los ojos castaños.

No.

¿Pero por qué estaban sentados allí y qué esperaban? ¿Con tanta tensión?

Tuvo una respuesta parcial más tarde, cuando el móvil sonó dos veces. Cada vez el hombre blanco se sobresaltó, una súbita tensión del cuerpo. Levantó el móvil del regazo y luego permaneció inmóvil, y dejó que sonase. Hasta que se detuvo. Quince, veinte segundos más tarde, pitó dos veces para señalar que había llegado un mensaje. Pero Griessel no hizo nada al respecto. No leyó los mensajes.

Estaba esperando instrucciones; eso estaba claro, dedujo Thobela. Que llegarían a través del móvil. La intensidad era estrés. Ansiedad. ¿Pero por qué? ¿Qué tenía que ver con él?

—¿Tiene problemas?

Griessel sólo le miró.

—¿Puedo ayudarle de alguna manera?

El hombre miró a la ventana, y de nuevo a él.

—¿Le importa si duermo un rato? —preguntó Thobela. Porque eso era todo lo que podía hacer. Y lo necesitaba.

Ninguna reacción.

Se puso cómodo, estiró las piernas, apoyó la cabeza en el cojín del sofá y cerró los ojos.

El móvil sonó de nuevo y esta vez el hombre blanco apretó el botón y dijo: «Griessel» y, «Sí, le tengo». Escuchó. Dijo: «Sí».

Y de nuevo: «Sí». Escuchó. «¿Y después?».

Thobela oyó una voz de hombre muy débil en el móvil, pero no entendió qué decía, sólo el tono de voz.

Griessel apartó el móvil del oído y se levantó, manteniendo una distancia segura.

—Vamos —dijo—. En marcha.

—Estoy muy cómodo, gracias.

Un disparo sonó en el silencio de la habitación y la bala abrió un agujero en el sofá, a su lado. El relleno y el polvo estallaron, y cayeron al suelo en un lento movimiento. Thobela miró al hombre blanco que no dijo nada. Luego se levantó, con las manos bien apartadas de su cuerpo.

—Tranquilo —le dijo a Griessel.

—Al coche.

Thobela obedeció.

—Espere.

Él miró atrás. Griessel estaba junto a la assegai. La miró, lo miró a él, como si tuviese que tomar una decisión. Luego se agachó y la recogió.

Thobela sacó sus propias conclusiones. El hombre no quería dejar pruebas. No era una buena noticia.

Se suponía que tenía que recogerla a las cuatro y media, pero a las cuatro y cuarto llamaron a la puerta; cuando abrió, allí estaba Carlos con una gran sonrisa y un ramo de flores. Entró y dijo:

—Así que, Conchita, es aquí donde vives. Ésta es tu casa. Es bonita. Muy bonita.

Ella tenía que mantenerse tranquila y amistosa, pero la tensión era abrumadora. El perro de peluche todavía estaba a la vista y la jeringa con la sangre en la nevera.

Quería esconderla en las bolsas de la compra, junto con los ingredientes de la cena que ella iba a preparar. El vestido de Sonia estaba doblado en su bolso. Carlos quiso ver dónde dormía, dónde estaba la habitación de su hija. Se mostró impresionado con el televisor panorámico («Carlos te comprará uno como éste, Conchita. Para ti y para Sonia»). Fue hasta la nevera. «Ésta sí que es una nevera», dijo impresionado y cuando tendió la mano para sujetar el asa y tirar, ella dijo «Carlos» con un tono tajante, y el sonido de su voz la asustó y él se dio vuelta para mirarla como un niño que ha cometido una travesura.

—¿Me ayudarás, por favor, a llevar las compras al coche?

—Podía enviarlo al coche con alguna de las bolsas de plástico.

—Sí. Por supuesto. ¿Qué vas a cocinar para nosotros?

—Es una sorpresa, así que no abras la nevera.

—Pero quiero ver lo grande que es.

—En otra ocasión. —Pero no habría otra.

El hombre blanco se sentó en el lado izquierdo del asiento trasero y dejó que Thobela se pusiera al volante.

—Adelante.

—¿Adónde?

—Conduzca.

Thobela salió por la carretera de la granja. No podía ver por el espejo retrovisor qué pasaba en el asiento trasero. Giró la cabeza, como si hubiese visto algo fuera del coche. Por el rabillo del ojo espió a Griessel con un mapa de carreteras en el regazo.

Lo añadió a lo que ya sabía. Estaba casi seguro de que Griessel era un policía. La Z88, la actitud. El hombre blanco sabía dónde estaba la granja y que Thobela iría hacia allí. Aún más importante: no habían aparecido más polis. La ley consideraba la granja cubierta.

Griessel había esperado que llegase la llamada correcta. «Sí, lo tengo». Pero éste no era el procedimiento policial. No podía serlo.

¿Quién más iba a por él? ¿Para quién más tenía valor?

—Vaya a George —dijo Griessel.

Thobela le miró, vio el mapa de carreteras plegado.

—¿George?

—Sabe dónde está.

—Está a casi seiscientos kilómetros.

—Ayer condujo más de mil.

El poli sabía que ayer había salido del Cabo. Tenía acceso a información oficial, pero no era oficial. No tenía sentido. Tendría que intentar algo. Podía hacer algo con el coche en la carretera de gravilla porque él llevaba abrochado el cinturón de seguridad y Griessel no. Podía frenar bruscamente y sujetar al hombre cuando se viese lanzado hacia delante. Intentar arrebatarle la pistola.

No sin riesgo.

¿El riesgo era necesario? ¿George? ¿Qué había en George? Si el policía hubiese estado en una misión oficial, ahora estarían camino a Cathcart, Seymour, Alice o Port Elizabeth. O Grahamstown. Al lugar más cercano con refuerzos, calabozos y fiscales del estado.

Era un sospechoso importante; eso lo sabía. Si eras poli y pillabas al ejecutor Artemisa, entonces llamabas a los tíos con las armas y los helicópteros, no dejabas el móvil hasta que tuvieses a tu detenido esposado diez veces.

A menos que estuvieses trabajando para algún otro. A menos que estuvieses completando tus ingresos…

Consideró las alternativas y sólo llegó a una conclusión lógica.

—¿Durante cuánto tiempo ha trabajado para Sangrenegra? —Movió el espejo retrovisor con la mano izquierda. Los ojos inyectados en sangre le devolvieron la mirada. No obtuvo respuesta.

—Es el problema de este país. El dinero significa más que la justicia —dijo.

—¿Así justifica sus asesinatos? —replicó el policía desde atrás.

—¿Asesinato? Sólo hubo un asesinato. No sabía que Sangrenegra fuera inocente. Fue su gente quien lo utilizó para una emboscada.

—¿Sangrenegra? ¿Cómo sabe que era inocente?

—Lo vi en sus ojos.

—¿Qué pasa con Bernadette Laurens? ¿Qué le dijeron sus ojos?

—¿Laurens?

El policía no dijo nada.

—Pero ella confesó.

—Eso es lo que todos me repiten.

—¿No fue ella?

—No creo que lo fuese. Creo que estaba protegiendo a la madre de la niña. Como otros protegerían a sus hijos.

Lo inesperado de la respuesta dejó mudo a Thobela.

—Por eso tenemos un sistema de justicia. Un proceso. Por eso no podemos tomarnos la justicia por la mano —añadió Griessel.

Thobela luchó contra la posibilidad, contra la racionalización y aceptación de la culpa. Pero no conseguía inclinar la balanza para ninguno de los dos lados.

—¿Pero, entonces, por qué confesó? —se preguntó a sí mismo, aunque en voz alta.

No llegó respuesta alguna del asiento trasero.