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—Lo dejo con lo suyo —dijo Sangrenegra y se alejó de él.

Thobela pronunció su nombre. «Carlos». La solitaria palabra resonó en el interior de la gran habitación. El colombiano se volvió.

Thobela desenfundó rápidamente la assegai con la empuñadura fuera del tubo blanco.

—Estoy aquí por la niña —dijo.

—No —negó Carlos.

Él no añadió nada más, sólo se acercó donde estaba el hombre junto a la piscina.

—Ella miente —afirmó Carlos, que caminó hacia atrás. Thobela sujetó la assegai con más fuerza.

—Por favor —dijo Carlos—. No toqué a la niña. —Levantó las manos vacías por delante. El terror desfiguró su rostro—. Por favor. Ella miente. La puta, ella miente.

La furia lo dominó. Ante la cobardía del hombre, su negativa, todo lo que representaba. Se movió deprisa. Levantó la assegai bien alto.

—La policía… —dijo Carlos, y la larga hoja descendió.

Christine vio los ojos del ministro enrojecidos y cansados, pero sabía que aún mantenía su atención.

Se levantó de la silla y se inclinó sobre la mesa. Cuando se ponía de esa manera, un tanto inclinada, con los brazos extendidos hacia la caja de cartón, sus pechos destacaban. Era consciente de ello, pero ya no tenía importancia. Acercó la caja a su lado de la mesa y abrió las tapas.

—Ahora tengo que explicarle esto —dijo y buscó dentro de la caja. Sacó dos recortes de periódico. Desplegó uno. Miró por un instante la foto y el artículo, en especial a la joven que bajaba de un helicóptero acompañada por un hombre. Dejó el recorte sobre la mesa y lo alisó con la mano.

—Esto es culpa mía —afirmó, y giró el artículo para que el ministro pudiese verlo mejor. Tocó la foto con un dedo—. Su nombre es Carla Griessel.

Mientras el ministro miraba, Christine sacó el segundo recorte.

Salió por la puerta principal de la casa de Sangrenegra y por el rabillo del ojo vio un movimiento. Al otro lado de la calle, en la gran casa, detrás de un ventana. La inquietud de la reacción de Carlos, la elección de las palabras del colombiano y la fuerte sensación de ser vigilado se extendió por su cuerpo. Algo no iba bien.

Había cinco objetos sobre la mesa en una línea irregular. Los dos recortes del periódico en el lado derecho más alejado. Después el perro blanco y marrón, un juguete de peluche con grandes ojos tiernos y una pequeña lengua roja que colgaba de la boca sonriente. Después había una caja de plástico blanca pequeña con los medicamentos. Por último, a la izquierda, una jeringa.

Christine movió la caja de nuevo a la izquierda. Aún no estaba vacía.

—A la mañana siguiente, después de que Carlos hubiese visto a Sonia por primera vez, llamé a Vanesa.

Frenó con un tremendo chirrido de neumáticos junto a la camioneta, cogió el tubo blanco que contenía la assegai y se apeó de un salto.

Poco a poco, le dijo su cabeza. Poco a poco. Haz las cosas bien.

Abrió la puerta de la camioneta, tumbó el respaldo hacia delante y guardó el tubo de plástico. Abrió la cremallera de la bolsa de deportes, buscó una prenda de ropa. Sacó una camiseta azul y blanca. La había comprado en el centro de entrenamiento de motocicletas en Amersfoort. Una para él y otra para Pakamile. Caminó de nuevo hacia la furgoneta de la compañía de piscinas.

Se acercaba una sirena, no estaba seguro de qué lado, tampoco muy seguro de lo cerca que estaba. La adrenalina le aceleraba el corazón.

Poco a poco. Limpió el volante de la furgoneta con la camiseta. La palanca de cambio.

La sirena estaba más cerca.

El manillar interior. La manivela de la ventanilla.

¿Qué más?

Otra sirena, desde algún lugar de la ciudad.

¿Qué más había tocado? ¿El espejo retrovisor? Lo limpió pero tenía prisa, no lo hizo correctamente.

Poco a poco. Lo limpió de nuevo, por delante y por detrás.

Sus ojos vieron el punto de un helicóptero en el cielo cuando pasó por encima de Devil’s Peak.

Le perseguían.

Cuando escapaba de la casa de Sangrenegra, poco antes de dar la vuelta al final de la calle, había visto algo por el espejo retrovisor. ¿O no?

Le perseguían.

Maldijo en xhosa, una única sílaba. Un transeúnte apareció por la curva, por el lado de la pendiente de Signal Hill. De cuatro largas zancadas llegó a su camioneta.

—No sabía cómo acabaría todo este asunto —le dijo ella al ministro, en un intento por justificar lo que aún le quedaba por decir. Oyó la falta de entonación en su voz. Era consciente de su fatiga, como si se hubiese quedado sin fuerzas para el último tramo. Lo había recorrido muchas veces en su cabeza, se dijo a sí misma.

La primera vez que había visto el recorte, los ojos de Carla Griessel expresaron el terrible conocimiento de que todo era culpa suya y también el alivio porque aún tenía capacidad de sentir culpa y remordimiento. Después de todo. Después de todas las mentiras. Después de todos los engaños. Después de todos estos años. Aún podía sentir el dolor de otras personas. Todavía podía sentir compasión. Todavía podía sentir piedad por alguien además de por ella misma. Y la culpa por sentir alivio.

Respiró hondo para tomar fuerzas, porque esta explicación era la que importaba.

—Tenía miedo. Tiene que entenderlo. Estaba aterrorizada. Cómo Carlos miró a Sonia… creía que lo conocía. Aquel era uno de los problemas. Conozco a los hombres. Tengo que conocerlos. Y Carlos era el niño malo. Inofensivo. Era posesivo, celoso y protestón, pero le gustaba tanto complacer… Había mandado que golpeasen a mis clientes, pero nunca lo había hecho en persona. Hasta aquel momento, aún creía que podía controlarlo. Era lo principal. Con todos los hombres. Tener el control sin que ellos lo supiesen. Pero entonces vi su rostro. Entonces supe que todo lo que había creído era un error. No le conocía. No tenía control sobre él. Me dominó el pánico. Total y absoluto.

»No fue como si tuviese un plan o algo por el estilo. Sólo tenía todo esto en mi cabeza. Artemisa y las cosas de la casa de Carlos, las drogas y todo lo demás, y el pánico por cómo miraba a Sonia. Creo que si estás asustada de verdad, aterrorizada, una parte de tu cerebro comienza a funcionar de una manera que no conoces, asume el mando. No sé si lo entiende, porque tendría que haber estado allí.

»Llamé a Carlos y le dije que quería hablar con él.

Condujo con la radio encendida. Cogió con toda intención rutas alternativas y fue instintivamente hacia el este, hacia Wellington y a través de Bains Kloof, cruzó Mitchells Pass hasta Ceres y por carreteras secundarias a Sutherland.

Al principio rechazó la posibilidad de que Sangrenegra pudiese ser inocente.

Fueron los otros elementos los que surgieron primero: los movimientos en la casa de enfrente. El hombre que había creído ver en el espejo retrovisor cruzar la calle corriendo. Los artículos en los periódicos que le provocaban. Las palabras de Carlos: «La policía…». Había querido decir algo, algo que sabía.

Le habían estado esperando. Le habían tendido una emboscada y él había entrado como un tonto, como un aficionado: despreocupado, con excesiva confianza.

Se preguntó cuánto sabían. ¿Tenían una cámara en aquella casa, al otro lado de la calle? ¿Su foto estaba ahora mismo de camino a los periódicos y a la televisión?

¿Podía arriesgarse a ir a casa?

Pero continuó volviendo a la posibilidad de que Carlos fuese inocente.

Sus protestas. Su rostro.

La gran diferencia entre Carlos y el resto, que daba la bienvenida a la hoja como una escapatoria. O la justicia.

Señor. Si el colombiano era inocente, Thobela Mpayipheli era un asesino y no un ejecutor.

A treinta kilómetros al oeste de Fraserburg, en una radio que iba y venía, escuchó por primera vez un boletín de noticias.

—Un grupo de trabajo de la Unidad de Crímenes Graves y Violentos llegó demasiado tarde para detener al llamado Artemisa… hay controles ubicados en la península del Cabo y Boland en un aparente intento… en una camioneta Izuzu KB 2001 matrícula…

En aquel momento desaparecieron las recriminaciones, supo que ellos sabían y reapareció la vieja fiebre del combate. Había hecho esto antes. La presa. Había sido perseguido a lo largo y a lo ancho de continentes extraños y conocidos. Él sabía cómo hacerlo, había sido entrenado por los mejores, no podían hacer nada que él no hubiese hecho antes, manejado antes.

En aquel momento supo que estaba de nuevo en la Lucha. Como en los viejos tiempos, cuando había algo que valía la pena proteger hasta la muerte. Lo veías todo desde el punto moral más alto. Le produjo una gran calma, porque ahora sabía perfectamente qué hacer.

Se encontró con Carlos en el Mugg & Bean, en Waterfront. Le vio venir hacia ella con su andar autocomplacido, moviendo los brazos alegremente, la cabeza medio echada hacia atrás. Como un chico mayor que se ha salido con la suya. «Que te jodan, Carlos; no tienes ni idea».

—¿Cómo está tu hija, Conchita? —preguntó él con una mueca burlona cuando se sentó.

Ella tuvo que encender un cigarrillo para ocultar el miedo.

—Está bien. —Escueta.

—Ay, Conchita, no te enfades, es culpa tuya. Le ocultas cosas a Carlos. Lo único que quiere Carlos es conocerte, cuidar de ti. Ella no dijo nada, sólo le miró.

—Es muy hermosa. Como su madre. Tiene tus ojos.

—¿Él creía que con esto la hacía sentir mejor?

—Carlos, te daré lo quieres.

—¿Qué quiero?

—No quieres que vea a otros clientes. No quieres que te oculte cosas. ¿Es así?

—Sí. Es así.

—Lo haré, pero hay ciertas reglas.

—Carlos cuidará bien de ti y de la pequeña Conchita. Ya lo sabes.

—No es el dinero, Carlos.

—Lo que sea, Conchita. ¿Qué quieres?

Condujo desde Merweville a través de la árida extensión del Great Karoo a Prince Albert mientras el sol se ponía con espectaculares colores.

Según la radio, aún creían que estaba en el Cabo.

En la oscuridad de la noche cruzó Swartberg Pass y bajó con toda cautela a Oudtshoorn. En una carretera de asfalto de un solo carril entre Willowmore y Steytlerville admitió que le dominaba la fatiga y buscó un lugar donde aparcar y dormir. Se colocó en una posición más cómoda en el asiento delantero y cerró los ojos. Se durmió a las tres y media de la mañana y se despertó con la primera luz, entumecido, con los ojos legañosos, con la necesidad de lavarse la cara.

En Kirkwood, en el sucio lavabo de una gasolinera, se lavó los dientes y se echó agua fría en el rostro. Éste era territorio xhosa y nadie le miró dos veces. Compró una caja de porciones de pollo en Chicken Licken y siguió conduciendo. Hacia casa.

A las diez y media de la mañana cruzó Hogsback Pass, y treinta y cinco minutos más tarde entró en la granja y vio las huellas en la tierra marrón rojiza de la carretera.

Se apeó.

Un único vehículo. Los neumáticos angostos de un coche pequeño. Dentro. Aún no había salido. Alguien le esperaba.

—Mi hija se llama Sonia.

—Es un nombre muy hermoso. —Como si lo dijese de verdad.

—Pero no la llevaré a tu casa, Carlos. Podemos ir a alguna otra parte juntos. A merendar en alguna parte, o al cine, pero no a tu casa.

—Pero, Conchita, tengo la piscina…

—Y tienes a esos guardaespaldas con armas y bates de béisbol. No permitiré que mi hija los vea.

—No son guardaespaldas. Son mi equipo.

—No me importa.

—Vale, vale. Carlos les dirá que se vayan cuando tú vengas.

—No lo harás.

—¿No? ¿Por qué no?

—Porque están contigo a todas horas.

—No, Conchita, lo juro —prometió él, y se hizo la señal de la cruz sobre el pecho.

—Cuando mi hija está conmigo, no duermo contigo y no nos quedamos a dormir. Eso es definitivo.

—Carlos lo comprende —dijo él, pero no pudo ocultar su desilusión.

—Y lo haremos poco a poco. Primero tengo que hablar de ti con ella. Debe acostumbrarse a ti poco a poco.

—Vale.

—Así que mañana por la noche veremos si eres serio. Iré a tu casa y sólo estaremos tú y yo. Nada de guardaespaldas.

—Sí. Por supuesto.

—Me quedaré contigo. Cocinaré para ti y hablaremos.

—¿Dónde estará Sonia?

—Estará segura.

—¿En casa de su abuela? —Complacido consigo mismo, porque él lo sabía.

—Sí.

—¿Quizás el fin de semana, podríamos ir a alguna parte? ¿Tú, yo y Sonia?

—Si veo que puedo confiar en ti, Carlos. —Pero sabía que lo tenía pillado. Sabía que el proceso había comenzado.