Estaban todos en la sala de reunión del grupo de tareas de la Unidad de Crímenes Graves y Violentos cuando entró. Sintió la excitación, la vio en sus rostros, la oyó en sus voces.
Joubert ocupaba una silla junto a Helena Louw, que trabajaba en el ordenador. Bezuidenhout y su equipo nocturno también estaban allí. Keyter hablaba con un agente; la cámara que había pedido prestada aún colgaba de la correa alrededor de su cuello, con el teleobjetivo sobresaliendo.
Griessel se sentó a una de las mesas pequeñas.
Joubert alzó la mirada y, al verle, le hizo un gesto para que se acercase. Se levantó y fue hasta allí.
—Siéntate aquí conmigo, Benny.
Se sentó. Joubert se puso de pie.
—¿Puedo pedir vuestra atención, por favor?
Se hizo silencio en la sala.
—Hemos identificado a un sospechoso gracias a las huellas que el inspector Griessel y su equipo encontraron en el vehículo de la compañía de limpieza de piscinas. Se llama Thobela Mpayipheli. Es un xhosa de cuarenta y tantos años del Cabo Oriental. Su dirección es Cata, una granja en el distrito de Cathcart. Está en el Cabo Oriental. A principios de este año, Mpayipheli perdió a su hijo durante un robo a mano armada en una gasolinera. Fueron arrestados dos sospechosos, pero escaparon de la detención durante el juicio. Al parecer, es allí donde comenzó todo. Por cierto, posee una camioneta Izuzu KB, que encaja con las huellas de neumático que encontró el inspector Griessel, y debemos asumir que es el vehículo con el que viajó a Ciudad del Cabo y Uniondale. Es toda la información que tenemos en este momento.
Sonó el móvil de Griessel una vez más y lo sacó del bolsillo.
ANNA.
Lo apagó.
—Por lo tanto —añadió Joubert—, dado que le voy a pedir a Griessel que vaya al Cabo Oriental, yo defenderé el fuerte desde este lado.
Él no quería ir a ninguna parte.
—Buscaremos en el Cabo hasta debajo de la última piedra. Debe estar en alguna parte. Benny averiguará si tiene familia o amigos allí, y, mientras tanto, nosotros tendremos que visitar o llamar a todos los establecimientos que ofrecen habitaciones. Estamos esperando…
La mirada de Joubert se dirigió a la puerta y todos le imitaron. Había entrado Boef Beukes. Le seguía el hombre de traje que Griessel había visto en el despacho de Beukes. El superintendente superior hizo un gesto hacia ellos.
—Estamos esperando recibir buenas fotos del Ministerio del Interior y cada uno de vosotros recibirá una, junto con la mejor descripción que podamos reunir. Ya se ha enviado un aviso para la camioneta y estamos colocando controles de carretera en N1, N2, N7, R27, R44 y en los cuatro lugares de la R300 en la zona de Mitchells Plain y Khayelitsha. También pasaremos detalles a los medios y pediremos la colaboración del público. Más o menos dentro de una hora tendremos trazado un horario, así que pueden comenzar a llamar a los lugares que ofrecen habitaciones. Permanezcan a la espera hasta que estemos preparados para empezar.
Joubert fue a sentarse junto a Griessel.
—Lo lamento, Benny. No hubo tiempo de avisarte.
Griessel se encogió de hombros. No tenía importancia.
—¿Estás bien?
Él quería preguntarle a qué se refería, pero se limitó a asentir.
—Te hemos reservado un pasaje en el vuelo de las nueve a Port Elizabeth. Es el último de hoy.
—Voy a preparar la maleta.
—Te necesito allí, Benny.
Él volvió a asentir. Entonces fue Beukes y el señor Corbata Roja quienes se acercaron. El desconocido traía un gran sobre marrón.
—¿Matt, podemos hablar un momento? —dijo Beukes, y Griessel se preguntó por qué hablaba en inglés.
—Como ves, las cosas están un tanto revueltas por aquí —comentó Joubert.
—Tenemos cierta información… —comenzó Beukes.
—Te estamos escuchando.
—¿Podemos hablar en tu despacho?
—¿A qué viene el inglés, Boef? ¿Estás practicando para cuando te llame el Aarhus? —preguntó Griessel.
—Permíteme que te presente al agente especial Chris Lombardi de la DEA —dijo Beukes y se volvió hacia Corbata Roja.
—Trabajo para United States Drug Enforcement Agency, y llevo en vuestro país tres meses —dijo Chris Lombardi.
Con la calva y sus grandes orejas, Griessel se dijo que parecía un contable.
—El superintendente Beukes y yo hemos participado en una operación conjunta interagencias para investigar el flujo de drogas entre Asia y Sudamérica, en el que Sudáfrica y Ciudad del Cabo en particular parecen desempeñar un papel importante. —El acento de Lombardi era muy norteamericano, como el de una estrella de cine.
«Tres meses», pensó Griessel. «Los cabrones han estado vigilando a Carlos durante tres meses».
Lombardi sacó una hoja de papel de tamaño folio del sobre marrón y la colocó sobre la mesa de Joubert. Era una foto en blanco y negro de un hombre bien afeitado y cabellos oscuros rizados.
—Éste es César Sangrenegra. También conocido como «El Muerte». Es el segundo al mando del cartel de Guajira, una de las organizaciones del narcotráfico colombiano más grande de Sudamérica. Es uno de los tres infames hermanos Sangrenegra, y creemos que llegó a Ciudad del Cabo a primeras horas de esta mañana.
—El hermano de Carlos —dijo Griessel.
—Sí, es el hermano del difunto Carlos. Y eso es parte del problema. Pero permítanme que comience por el principio. —Lombardi sacó otra foto del sobre—. Éste es Miguel Sangrenegra, conocido como «La Rubia», o «La Rubia de Santa Marta». Como ven, el hombre no tiene ni un pelo rubio. Es el patriarca de la familia, tiene setenta y dos años, y lleva retirado desde 1995. Pero todo comenzó con él. En la década de los cincuenta, Miguel era contrabandista de café en el Caribe y estaba en la mejor posición para pasar la marihuana en los años sesenta y setenta. Desde la ciudad de Santa Marta, en la provincia colombiana de Guajira. Ahora bien, la Guajira no es el más fértil de los distritos colombianos, pero tiene una ventaja estratégica. Debido a la calidad del suelo y a la química, produce una variedad de marihuana muy popular, la llamada «Santa Marta Gold». Es muy buscada en los Estados Unidos, y el precio en la calle es muchísimo más alto que el de cualquier otra marihuana. En la Guajira, llaman a la «Santa Marta Gold». «La Rubia». Fue lo que comenzó a contrabandear Miguel, de ahí el apodo.
Lombardi sacó un mapa del sobre y lo desplegó en la mesa.
—Esto es Colombia, y esta zona, en la costa del Caribe, es la Guajira. Como ven, lo que la provincia carece en fertilidad de los suelos, lo compensa con la ubicación geográfica. Basta mirar el largo de la costa. Si quieres contrabandear marihuana a los Estados Unidos, envías una embarcación a la costa guajira, o envías un avión de carga. Miguel conoce a los campesinos que la cultivan en las montañas, y conoce la costa como la palma de su mano. Así que se convirtió en un marimbero. Un contrabandista de marihuana. Los colombianos la llaman marimba. En cualquier caso, amasó mucha pasta en los años setenta. Pero entonces, a finales de los setenta y los ochenta, la cocaína se convirtió en la droga de preferencia a escala internacional. El equilibrio del poder del narcotráfico, el dinero y la atención de las fuerzas de la ley, se movieron a la Colombia central. A personas como Pablo Escobar y el cártel de Medellín. Carlos Lehder, los hermanos Ochoa, José Rodríguez Gacha…
»A Miguel no le gustaba la cocaína, y no tenía los contactos naturales, así que se mantuvo con la marimba, ganó su buen dinero, pero nunca alcanzó las alturas de riqueza y poder de Escobar o Lehder. Sin embargo, a la larga, ésta fue su gran ventaja. Mientras nosotros comenzábamos a perseguir a los grandes cárteles, Miguel seguía discretamente con su negocio. En los años noventa, su familia ocupó el vacío creado tras la detención de los grandes nombres.
Sacó otra foto del sobre marrón.
—Éste es el hijo mayor de Miguel Sangrenegra, Javier. Es bajo y fornido, como su madre. Creemos que heredó el cerebro de la vieja y también la ambición. Fue él quien presionó a su padre para incorporar la cocaína al negocio familiar. Miguel se resistió, y Javier apartó al viejo. No de inmediato, sino poco a poco y con mucha discreción, lo retiró de forma que mantuvo intacto el respeto de todos.
»Ahora hablemos de Carlos. —Otra fotografía, esta vez del hermano menor. En blanco y negro, granulada. En una soleada calle de una ciudad de Sudamérica, un Carlos más joven se apeaba de un Land Rover Discovery.
Griessel consultó su reloj. Aún tenía que hacer la maleta. Se preguntó cuál sería el objetivo de esta historia.
—Carlos era el canijo de la carnada. El menos inteligente de los hermanos, con algo de playboy, con gusto por las jovencitas. Consiguió embarazar a una niña de catorce años de la ciudad vecina de Barranquilla y Javier lo envió a Ciudad del Cabo para evitar problemas. Necesitaba alguien aquí en quien confiar. Para que supervisase sus operaciones. Porque, para 2001, el cártel de Guajira, como ahora se le conoce, se había hecho internacional. Y habían ampliado sus actividades a todo el espectro de drogas.
»Carlos lo hacía bien. No se metía en problemas, gestionaba su parte del negocio bastante bien con la ayuda de un equipo absolutamente leal a Javier; los cuatro tipos que tenemos detenidos. Entonces se metió en el lío con la hija de la prostituta. Y ahora, como saben, Carlos está muerto.
»Aparece César Sangrenegra, “El Muerte”. Si Javier es el cerebro del cártel, César es el brazo ejecutor. Es un asesino. El rumor dice que ha matado a más de trescientas personas en los últimos diez años. Y no estamos hablando de ordenar la muerte de los rivales. Hablamos de que él, en persona, retorció el puñal.
Salieron del sobre las últimas fotografías. Lombardi las desparramó sobre la mesa. Hombres con los genitales metidos en sus bocas. Cuerpos de mujeres con los pechos amputados.
—Éste es el método de la corbata. Vean cómo la lengua aparece a través del tajo en la garganta. «El Muerte» es un enfermo. Es grande, fuerte y muy, muy preparado físicamente. Es despiadado. Algunos dicen que es un psicópata. Cuando su nombre se susurra en Guajira, la gente se pone a temblar.
—¿Qué está haciendo en Ciudad del Cabo? —preguntó Joubert.
—Es por lo que estamos aquí —contestó Boef Beukes.
—Verán, en la Guajira hay un código muy sencillo —explicó Lombardi—. Cuando alguien te roba —dinero, posesiones o lo que sea— se dice que camina con culebras en la espalda. Camina con una serpiente en la espalda, una cosa muy ponzoñosa que puede morderte en cualquier momento, que te obliga a mirar por encima del hombro lleno de miedo. El guajiro cree incondicionalmente en la justicia, en la venganza.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Griessel.
—Estoy diciendo que usted, inspector Griessel, será considerado responsable de la muerte de Carlos. Usted, el tipo de la lanza y la prostituta. Todos ustedes están caminando con culebras en la espalda.
El inspector detective con una serpiente en la espalda iba a llegar tarde. Hizo la maleta a la carrera y cuando llegó a la cocina sacó la botella de brandy del armario y la metió en la maleta.
Arrancó una hoja de papel de la libreta y escribió una nota de gracias para Charmaine Watson-Smith con una letra despatarrada. Por un momento pensó que la única rima que conocía comenzaba con: «Había un joven de Australia…». No recordaba el resto, pero no tenía importancia, porque no era muy relevante.
Dejó la fuente limpia en la puerta de la mujer y se apresuró a ir hacia la entrada del bloque de apartamentos. Mientras caminaba comprendió cómo era que el periódico de Charmaine desaparecía. Se detuvo, dio media vuelta, subió hasta la puerta de su vecina, y llamó. Recogió la bandeja.
Ella tardó en abrir.
—Vaya, inspector…
—Señora, lo siento, tengo que pillar un avión. Sólo quería darle las gracias. Ya sé qué pasa con su periódico.
—¿Oh? —dijo ella y cogió la bandeja.
—Alguien lo coge cuando sale. Se lo lleva con él. Por la mañana.
—Dios mío…
—Tengo que correr. Ya me ocuparé cuando vuelva.
—Gracias, inspector.
—No, señora, gracias a usted. La… —y por un momento no pudo recordar cuál era la palabra inglesa. Quería decir «carne de oveja» aunque sabía que era incorrecto—. El cordero, el cordero estaba delicioso. —Volvió a la carrera a la puerta principal y pensó que lo mejor era darse prisa, porque ahora sí que llegaba tarde.
Cuando el segundo brandy con Coca-Cola recorrió su cuerpo como una ola de calor celestial, se reclinó en el asiento del avión y exhaló un profundo suspiro de placer. Era un desastre, un borracho, pero era lo que había: había nacido para beber, estaba hecho para beber.
Era lo que hacía mejor, cuando se sentía íntegro, bien y unido al universo. Entonces recordó el verso.
Había un joven de Australia
que se pintó el culo como una dalia.
Los colores eran brillantes
y quedaba muy bien
pero el olor a mierda era repugnante.
Se preguntó con una sonrisa cuántos otros podría recordar, ahora que su cerebro funcionaba de nuevo. Podía soltarlos uno tras otro en sus días de jarana. Había un joven de Brasil, que se había tragado de dinamita un barril… Quizá tendría que escribir uno de sí mismo. Un detective inspector que bebía…
Bebió otro sorbo del vasito de plástico de la compañía aérea con sus dos cubos de hielo y pensó, no.
Había un poli gilipollas del Cabo, que dejó escapar al lancero negro.
La azafata se acercó desde la parte delantera de la cabina y él levantó la copa y la golpeó con el índice. La mujer asintió, pero no parecía muy amistosa. Probablemente tenía miedo de que él se emborrachase en su avión hasta perder el conocimiento. La tía con el pelo recogido y la boca pequeña muy roja podía estar tranquila; él podía ser un maltratador de mujeres, una mierda de policía, un follador de putas, pero sabía aguantar la bebida. Eso era algo que podía hacer con una gran y muy perfeccionada habilidad.
Creyó que era blanco,
y resultó que no era acertado.
¿Pero qué coño rimaba con correcto y blanco? Lo único que se le ocurría era «follado». Quizá tendría que empezar de nuevo, ahí venía la azafata con su otra copa.
En el lomo no tenía una serpiente, sino un mono.
—¿Señor, está bien? —le preguntó la empleada en el mostrador de Budget Rent-a-Car con el entrecejo un tanto fruncido y él respondió: «De perlas», y firmó con displicencia junto a cada puta crucecita que ella había marcado en el contrato. La mujer le entregó las llaves y él salió a la ventosa noche de Port Elizabeth. Pensó que debía encender el maldito móvil, pero, primero, debía encontrar el coche. ¿Por qué tenía que encender el móvil? Lo habían relevado de sus responsabilidades, ¿no?
Le habían dado un Nissan Almera, era lo que ponía en la etiqueta de las llaves. No podía encontrar el puñetero coche. Con la maleta en la mano, anduvo a lo largo de las hileras de coches. Casi todos eran blancos. No recordaba qué aspecto tenía un Almera. Había tenido un Sentra, un modelo de prueba que había comprado en Schus en Bellville a precio de saldo, nunca había tenido problemas con aquel coche. Jesús, de aquello había pasado toda una vida Aquí estaba el Almera, delante de sus narices. Apretó el botón en la llave, el coche hizo «bip» y parpadearon las luces. Abrió el maletero y guardó la maleta. Quizá debía encender el móvil, quizá ya habían atrapado al tipo.
Tuvo que apoyarse en el coche. Debía admitir que estaba un tanto bebido.
TIENE TRES MENSAJES. POR FAVOR LLAME AL 121.
Apretó las teclas. Una voz de mujer. «Tiene tres mensajes nuevos de voz. Primer mensaje…».
«Benny, soy Anna. ¿Dónde estás? Carla no ha vuelto a casa. No sabemos dónde está. Si estás sobrio, llámame».
¿A qué hora había llamado Anna? Había sido a alguna hora de la tarde cuando había apagado el móvil. ¿Por qué estaba tan asustada?
«Soy Tim Ngubane. Ahora son las dos y cuarenta y nueve. Sólo quería avisarte de que Christine van Rooyen ha desaparecido, Benny. Me llamaron los de Protección de Testigos. Al parecer, se largó sin más. La tenían en una casa en Boston, y se fue. Te mantendré informado. Adiós».
¿Se había largado? ¿Por qué iba a hacer eso? Apretó el siete para borrar el mensaje.
«¡Benny, soy Anna!. Llamé a Matt Joubert. Dice que has ido a Port Elizabeth. Por favor, llámame. Carla no ha vuelto a casa. Hemos llamado a todos. Estoy muy preocupada. Llámame cuando recibas este mensaje. ¡Por favor!».
Había una desesperación en la voz de Anna que atravesó la niebla alcohólica, y le hizo comprender que había un problema. Apretó el nueve y cortó la conexión. Se apoyó en el Almera. No podía llamarla porque estaba borracho.
¿Dónde estaba Carla? Tenía que tomarse un café o algo, necesitaba recuperar la sobriedad pronto. Abrió la puerta del coche. El asiento del conductor estaba pegado al volante, tuvo que buscar la palanca del asiento para acomodarlo antes de poder sentarse. Por fin puso el coche en marcha.
No estaba tan borracho, sólo tenía que concentrarse. Condujo, debía llegar al hotel. Tomar café. Caminar, seguir caminando hasta que desapareciese la bruma, y entonces podría llamar a Anna; no debía oír que había estado bebiendo. Ella lo sabría. Tenía diecisiete putos años de experiencia; ella lo pillaría a la velocidad de la luz. Nunca tendría que haber tomado aquellas copas. Incluso había traído la botella. Había estado preparado para beber a tope de nuevo y ahora Carla había desaparecido. Una sospecha comenzó a crecer en él y no quería pensarlo.
Sonó el móvil.
Miró la pantalla. No era Anna. ¿Quién lo llamaba a las once de la noche? Tendría que aparcar. No estaba lo bastante sobrio como para conducir y hablar.
—Griessel.
—¿Es el detective inspector Benny Griessel? —La «g» fue pronunciada con suavidad y con un acento un tanto familiar.
—Sí.
—Vale. Inspector detective Benny Griessel, ahora tendrá que escuchar con mucha atención, porque esto es muy importante. ¿Está escuchando con mucha atención?
—¿Quién es?
—Se lo preguntaré de nuevo: ¿Está escuchando con mucha atención?
—Sí.
—Tengo entendido que está cazando al asesino de Carlos Sangrenegra. ¿Es así?
—Sí. —Su corazón latía desbocado.
—Vale. Eso está bien. Porque usted debe traérmelo. ¿Me ha entendido?
—¿Quién es usted?
—Soy el hombre que tiene a su hija, inspector detective. La tengo aquí conmigo. Ahora debe escucharme con mucha, mucha atención. Tengo a personas que trabajan con usted. Lo sé todo. Sabré si hace alguna cosa estúpida, ¿lo entiende? Cuando haga una cosa estúpida, le cortaré un dedo a Carla, ¿lo entiende? Si le dice a otros policías que tengo a su hija, se lo cortaré, ¿lo entiende?
—Sí. —Se forzó a hablar con un tremendo esfuerzo; los pensamientos se cruzaban en su mente.
—Vale. Le llamaré. Todos los días. Por la mañana y por la tarde. Le llamaré, durante tres días. Debe encontrar al hombre que mató a Carlos, y debe traérmelo.
—No sé dónde está usted… —El terror se coló en su voz, no pudo evitarlo.
—Está asustado. Eso es bueno. Pero debe mantener la calma. Cuando le llame y usted me diga que tiene a ese hombre, le diré adonde ir. ¿Lo entiende?
—Sí.
—Tres días. Tiene tres días para encontrar a ese hombre. Entonces la mataré. Vale, ahora tengo que hacer algo, porque conozco a las personas. Mañana creerá que es más listo que este hombre que le llama. Así que haré algo para que lo recuerde mañana, ¿vale?
—Vale.
—Carla está aquí conmigo. Le quitamos la ropa. Su hija tiene un bonito cuerpo. Me gustan sus tetas. Ahora, apoyaré este cuchillo en su teta. Le dolerá, y sangrará. Pero quiero que escuche. Es la cosa que quiero que recuerde. Este sonido.