38

Orlando Arendse tenía una rutina cada mañana. Se levantó a las seis sin ayuda del despertador, en su grande y bonita casa de West Beach, Milnerton. Se puso las zapatillas y un batín color burdeos. Recogió las gafas de leer, dejó a su esposa durmiendo y fue a la cocina. Dejó las gafas en la mesa y molió una mezcla, a partes iguales, de granos de café italiano y moka Java; lo suficiente para cuatro tazas grandes. Llenó la cafetera con agua y con mucho cuidado añadió el café molido. Luego apretó el interruptor.

Fue a la puerta principal, la abrió y salió de casa. Miró el cielo para ver cómo pintaba el día, y se dirigió andando por el camino asfaltado hasta la gran reja de seguridad automática. Caminaba con energía y muy erguido, pese a sus sesenta y seis años, la mayoría pasados en Cape Flats. A la derecha de la reja estaba el buzón. Lo abrió y sacó un ejemplar de Die Burger.

Sin desplegar el periódico, miró los titulares. Tuvo que sujetar el periódico a la distancia del brazo porque no llevaba las gafas.

Anduvo de vuelta a la casa y justo antes de entrar miró a derecha e izquierda. Era un comportamiento instintivo, ya no tenía justificación.

Desplegó el periódico en la mesa de pino de Oregon de la cocina. Se puso las gafas de leer. Su mano derecha bajó al bolsillo de la bata. Estaba vacío y chasqueó la lengua, enojado. Ya no fumaba. Su esposa y su médico conspiraban contra él.

Sólo leyó la primera página. Para entonces la cafetera había acabado su borboteo con un último suspiro. Orlando Arendse suspiró con ella como hacía cada mañana. Se levantó, cogió dos tazas del armario encima de la cafetera y las dejó en el mostrador. Primero llenó una taza e inhaló el aroma con placer. Sin leche ni azúcar. Tal cual. Vertió el resto del café en un termo para que se mantuviese caliente. Con la taza en la mano, volvió a sentarse para seguir con la lectura. Pasó la página y miró la pequeña foto de la editora en la página tres, una mujer preciosa. Luego miró la página dos y comenzó a leer con atención.

Por lo general, a las siete servía el café del termo en otra taza y se lo llevaba a su esposa. Pero a las siete menos diez, mientras leía las noticias de criquet en la página de deportes, el interfono del vestíbulo ofreció su irritante sonido.

Orlando se levantó y cruzó el vestíbulo. Apretó el botón y acercó la boca al micrófono.

—¿Sí?

—¿Orlando?

Conocía aquella voz profunda, pero por un momento no la reconoció.

—¿Sí?

—Soy Thobela.

—¿Quién?

—Tiny. Tiny Mpayipheli.

Corría por un valle verde con la hierba hasta las rodillas, persiguiendo un globo rojo. Tendió la mano para sujetar el cordel pero tropezó y cayó y el globo se alzó en el aire. Despertó en la sala de estar de Christine van Rooyen y olió el sexo en su cuerpo. ¿Qué coño he hecho?

Apartó las piernas del sofá y se frotó los ojos. Sabía que no había dormido bastante, notaba el letargo en la mente y el cuerpo, pero eso no era lo que le pesaba tanto. No quería pensar. Se levantó tambaleándose un poco. Metió la pistola Z88 y el móvil debajo del cojín y recogió la pequeña pila de prendas y los zapatos para ir al baño. Le hubiese gustado lavarse los dientes, pero tendría que esperar. Se colocó bajo la ducha y abrió los grifos.

¡Hostia! Borracho y adúltero. Follador de putas. Un debilucho de mierda que no podía controlarse, que le había contado toda la historia de su vida. ¿Qué coño le pasaba? No era un jodido adolescente.

Se enjabonó, se lavó los genitales, dos, tres, cuatro veces. ¿Qué iba a hacer con ella ahora? ¿Cuándo llegarían los de Protección de Testigos? Tendría que llamarlos. ¿Cómo habría sido la noche para Bushy Bezuidenhout y los demás en Camp’s Bay? Mientras él yacía en brazos de una prostituta. Con premeditación, eso había sido. Había venido aquí buscándola. Quería tocarla porque él necesitaba que alguien le tocase. Porque creyó que a una puta le resultaría más fácil tocarle. Porque no podía esperar seis meses de mierda a que su esposa, quizá, le tocase.

Salió de la ducha y se secó con energía. Jesús, si pudiese lavarse los dientes… Notaba un sabor en la boca como si un perro se hubiese cagado en ella. Se olió los pantalones. Todavía olían a sexo. No podía ir al trabajo así. Lo mejor sería llamar a Tim Ngubane y averiguar si la gente de Protección de Testigos podía venir a recogerla.

¿Por qué había venido a acostarse con él? ¿Y luego contarle su historia como si fuese su puta culpa?

Aún estaba así, con los pantalones junto a la nariz, cuando ella abrió la puerta del baño y dijo con voz asustada:

—Creo que hay alguien en la puerta.

Arendse había visto a Tiny por última vez hacía cinco años. Sentados juntos a la mesa de pino de Oregon, vio que el xhosa había cambiado. Seguía siendo un hombre muy grande, con una voz como un violoncelo. Los mismos ojos negros como la brea que le hicieron temblar la primera vez que se miró en ellos. Pero las arrugas del rostro eran más profundas y el pelo corto mostraba un poco de gris en las sienes.

—Háblame de Carlos Sangrenegra —dijo el visitante y bebió un sorbo de café.

Arendse miró la primera plana del periódico que tenía delante y después al gigante. Vio su intención clara. Estaba a punto de decir algo, de formular un montón de preguntas, mientras los dados caían lenta pero inexorablemente. Miró de nuevo el periódico, otra vez a Tiny y todo quedó claro. Todo.

—Jesús, Tiny.

El xhosa no dijo nada, sólo le miró con aquellos ojos de águila.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Arendse. Thobela le miró durante un buen rato, luego sacudió la cabeza, izquierda y derecha, sólo una vez.

—Estoy retirado —dijo Arendse.

—Conoces a gente.

—Ahora todo es diferente, Tiny. No es como en los viejos tiempos. A la gente de color nos han marginado. Incluso en el narcotráfico.

Ninguna reacción.

—Te lo debo. Es verdad. —Arendse se puso de pie y se acercó a la cafetera—. Permíteme que le lleve el café a mi mujer o nunca acabará de quejarse. Luego haré unas cuantas llamadas.

Griessel intentó ponerse los pantalones, pero tenía demasiada prisa. Perdió el equilibrio cuando se aguantaba en una sola pierna. En la caída se golpeó la cabeza contra el borde del lavabo con un único golpe. Maldijo, se levantó de un salto, se puso los pantalones, sólo se abrochó el cinturón y luego salió del baño para ir al sofá, donde tenía su arma.

Cuando se agachó para coger la pistola sintió un vahído. Empuñó el arma y fue a la puerta.

—¿Quién está ahí? —Quitó el seguro de la Z88.

En un primer momento no oyó nada y después sólo el sonido de las pisadas de más de una persona. Pisadas que se alejaban por el pasillo. Giró la llave con la mano izquierda, abrió la puerta y asomó el cañón de la pistola al pasillo. A su derecha vio una figura que desaparecía en el ascensor. Corrió hacia allí. Aún no tenía la cabeza clara.

La puerta del ascensor se cerró. Titubeó una fracción de segundo y luego corrió a las escaleras y comenzó a bajarlas de dos en dos.

Seis malditos pisos. Con la mano izquierda en la barandilla, la pistola en la derecha, sólo con los pantalones, abajo, abajo. En el tercer piso sus piernas no aguantaron más y resbaló y sólo la mano en la barandilla impidió una caída de cabeza. Vio un par de piernas delante de él y alzó la mirada. Una mujer muy gorda con un chándal rojo brillante le miraba con la boca formando una O, el rostro bañado en sudor.

—Perdón —dijo él y se levantó a duras penas, pasó a su lado y continuó bajando las escaleras.

—Está sangrando —oyó que le decía la mujer gorda. Instintivamente se llevó una mano a la frente para comprobarlo y la apartó húmeda, caliente y roja. Corre. ¿Qué haría si cuando llegase abajo había más de uno? Le ardía el pecho, las piernas se quejaban, le costaba respirar.

Segundo piso, primero, planta baja.

Avanzó con la pistola por delante, pero el vestíbulo estaba vacío. Abrió la puerta de cristal y salió al sol de la mañana, a unos metros de la esquina de Belle Ombre y Kloof Nek Road cuando un Opel blanco daba la vuelta a la esquina con un tremendo chirrido de neumáticos.

Cuando llegó la llamada de Midrand, el detective tuvo que buscar el expediente en una pila olvidada junto a la pared.

Entonces comenzó a recordar a los dos que habían matado al chico en la estación de servicio. Y al padre que había comprado el contenido del expediente. Tocó con el índice la tapa de la carpeta. Se preguntó si aún estaría interesado. Quizás ahora habría otra oportunidad.

Buscó las señas del padre en el documento. Encontró un número con un código Cathcart. Cogió el teléfono y marcó. Sonó durante un largo rato. Acabó por colgar.

Lo intentaría más tarde.

Había oído a alguien que intentaba abrir la puerta, le explicó mientras le limpiaba la herida en la frente con una toalla caliente y húmeda. Su nariz estaba llena del olor del Dettol. Estaba pegada a él cuando Griessel se sentó en el sofá. Ella vestía una bata muy fina. Él no quería tenerla tan cerca.

En un primer momento no había estado segura. Había ido a poner la tetera en el fuego, aprovechando que él se duchaba, cuando lo oyó. Vio que se movía el pomo. Entonces fue a la puerta y preguntó: «¿Hay alguien ahí?». Durante algunos segundos no obtuvo respuesta y luego alguien había sacudido la puerta. Ella había ido corriendo a buscarle al baño.

—Tiene un chichón y un golpe. —Se apartó para ver su trabajo.

Se mostraba más amable esta mañana, pero él no quería pensarlo.

—La gente de Protección de Testigos no tardará en llegar —dijo Benny. Los había llamado antes de que comenzase a limpiarle la herida.

—Me prepararé.

—La llevarán a una casa segura. Debe preparar una maleta con ropa.

La miró a la cara. Ella lo miraba con una expresión indescifrable. Acercó una mano a su rostro, le tocó la barbilla con la punta de los dedos. Con suavidad. Le acarició a lo largo de la mejilla hasta el esparadrapo que le había puesto en la herida.

Había un paquete envuelto en papel de aluminio en la puerta. Lo recogió, abrió la puerta y entró. La habitación parecía muerta, como si nadie viviese allí. Dejó la comida en el mostrador y subió las escaleras. Le dolían las piernas del ejercicio anterior. Se cepilló los dientes a fondo. Se lavó la cara. Encontró prendas limpias, se vistió deprisa y bajó las escaleras a la carrera. Ya había salido cuando recordó el paquete de comida. Volvió. Charmaine había dejado otra nota. La leyó:

Cuida de tu comida y de tu vida; y cree,

mi muy honrado señor,

que cualquier beneficio que me señale

en esperanza o presente, lo cambiaría

por este único deseo, que tengas poder y riqueza

que me recompenses, haciéndote rico tú mismo.

Timón de Atenas No tenía la menor idea de quién era el griego.

Bushy Bezuidenhout miró con intención su reloj cuando Griessel entró en la casa opuesta a la de Sangrenegra.

—Lo siento, Bushy. Ha sido una mañana muy dura.

—Muy dura, por lo que veo. ¿Qué le pasó a tu cabeza?

—Es una larga historia —respondió y leyó la pregunta de si estaba sobrio en los ojos inyectados en sangre de su colega.

—¿Cómo van las cosas por aquí?

—La gente del otro turno de noche ya se han marchado. Te he estado esperando.

Se sentía muy culpable y, por un momento, pensó en decirle dónde había estado. Pero ya le había dado una versión de su noche por teléfono a Matt Joubert. No quería volver a repetirla.

—Gracias, Bushy.

—Aquí no ha pasado nada. Ningún vehículo sospechoso, ningún transeúnte, excepto una vieja que sacó a sus perros esta mañana. Carlos apagó las luces a las doce y cuarto.

—¿Se le ha visto esta mañana?

—No. Pero tiene que presentarse en la comisaría antes de las doce, así que no tardará en moverse. —Luego, como un añadido—. Tendríamos que haberle pinchado el teléfono.

Griessel se lo pensó. Las probabilidades de que el hombre de la assegai le llamase eran casi nulas.

—Quizá.

—Pues entonces me voy.

—Me quedaré aquí hasta las ocho, Bushy.

—No, no pasa nada. De todas maneras no podré dormir tanto tiempo.

Vaughn Cupido estaba en el tercer piso con unos prismáticos enormes.

My moer, Benny, ¿qué le ha pasado a tu cabeza?

—Es una larga historia.

—Pues yo no voy a ninguna parte.

Griessel dejó la bandeja de comida en una cómoda y fue a ponerse junto a Cupido. Tendió la mano para que le diese los prismáticos. Cupido se los dio y Griessel miró la casa de Sangrenegra.

—No hay mucho que ver —comentó Cupido.

—Eso es verdad. —La mayoría de las ventanas tenían cristales reflectantes.

—Tiene que ir a la comisaría.

—Fielies lo seguirá en un coche. —Cupido tocó la radio que llevaba sujeta a la cadera—. Nos mantendrá informados.

Griessel le devolvió los prismáticos.

—No creo que venga durante el día.

—¿El hombre de la assegai?

Griessel asintió.

Cupido se sentó en una silla que miraba al exterior.

—Nunca se sabe. Intento ponerme en sus zapatos, pero no puedo. ¿Qué hay en el paquete?

Griessel se apoyó en la pared. Hubiese preferido acostarse en la cama de matrimonio detrás de ellos.

—La comida.

—¿Has vuelto con la parienta, Benny?

—No.

—¿Te la has cocinado tú?

—¿Acaso yo te pregunto por las putas cosas que comes, Vaughn?

—Vale, vale. Sólo quería charlar. Las vigilancias nunca han sido muy divertidas. Entonces háblame del chichón. ¿O también está fuera de límites?

—Me golpeé la cabeza contra un lavabo.

—Sí, claro.

—Jesús, Vaughn, ¿qué crees? ¿Que me emborraché? ¿Quieres olerme el puñetero aliento? ¿Para que vayas corriendo a los periódicos y les digas a esos hijos de puta periodistas que soy una mierda? Ten, aquí tienes el móvil. Llámalos. Venga, cógelo. ¿Crees que me importa? ¿Crees que todavía me preocupa?

—Joder, Benny, tranquilízate. Estoy de tu parte.

Griessel se cruzó de brazos. Sonó la radio en la cadera de Vaughn.

—Vaughn, soy Fielies.

—Aquí estoy.

—¿Tenemos a alguien en el número cuarenta y ocho?

—No, que yo sepa.

—Hay un hombre con unos prismáticos enormes en el segundo piso. No creo que sepa que le veo.

—¿Está vigilando a Carlos?

—Sí.

—Dile que iré a comprobarlo —dijo Griessel.

—Espera —le pidió Cupido. Ahí viene el rey Carlos.

Griessel miró la casa de Sangrenegra. La puerta del garaje se abría poco a poco.

—Joder —exclamó—, dame la radio. —La cogió de Cupido—. Fielies, soy Benny. ¿El tipo sólo tiene prismáticos?

—Es todo lo que veo.

—Carlos va de camino. Vigila bien la ventana… —Sólo los prismáticos. Vaya, ya no están. «Por favor, que no sea un francotirador», pensó Griessel.

—¿Todo el mundo está en esta frecuencia? —le preguntó a Cupido, que asintió.

—Todos alerta.

—Han vuelto a aparecer los prismáticos —avisó Fielies.

—Sigue a Carlos, Fielies. —Miró a Cupido—. ¿Quién es su guardaespaldas?

—Va solo. Ya sabes que no tenemos bastante personal para un respaldo.

—Fielies…

—Alerta.

—No lo pierdas.

Cuando el BMW de Carlos desapareció calle abajo, Griessel salió de la casa y cruzó la calle. Hacía calor y no soplaba viento al socaire de la montaña. El calor se desprendía del suelo y el sudor brotó en su piel. Le preocupó que los olores de la noche pasada reapareciesen. El número cuarenta y ocho era la casa de otro rico, pintada de blanco, que llenaba toda la parcela. Ni un lugar para que los niños jugasen. Un campo de juegos sólo para adultos. Miró las ventanas del segundo piso. Había una habitación que daba a la calle y a la casa de Sangrenegra y las cortinas estaban separadas. Ahora no había nadie.

Se acercó a la puerta principal y tocó el timbre. No lo oyó sonar. Nunca podía entender por qué las personas no hacían que sus timbres sonasen. ¿Cómo podías saber si funcionaban o no? Te quedabas allí, apretando como un loco, y la mayoría de veces estaban rotos y esperabas como un idiota en la puerta, pero nadie sabía que estabas allí.

Furioso, tocó de nuevo. Una, dos, tres veces.

Nada. Ni un sonido.

Fielies había visto algo. Los prismáticos. Que aparecían y desaparecían.

Golpeó la puerta con el puño. «Bum, bum, bum, bum», el sonido resonó en el interior. «Abrid, cabrones».

Ninguna reacción, ningún sonido de pisadas.

Cogió el teléfono y buscó el número de Boef Beukes, al que había llamado la noche anterior. Apretó la tecla verde. Nadie respondió. Boef sabía quién llamaba. Y probablemente sabía la razón, porque el tío con los prismáticos del piso de arriba probablemente había llamado a su jefe y le había dicho que la gente de Crímenes Graves y Violentos estaba en la puerta.

Llamó por última vez, más por cabreo que por expectativa.

Después dio media vuelta y se marchó.