Tuvo muchos pensamientos mientras ella se apoyaba en su cuerpo, hundida bajo su brazo. Por primera vez desde que Anna le había echado de casa, sintió una especie de calma. Una especie de paz.
Miró a su alrededor. La sala de estar y la cocina eran una gran habitación separada por un mostrador de melamina blanca. Un pasillo salía por la derecha, detrás de él. ¿A los dormitorios? Se fijó en la gran nevera y el televisor de pantalla plana. Artículos nuevos. Dibujos infantiles de animales multicolores sujetos con imanes en la nevera. Un cocodrilo, un rinoceronte y un león. Vio la cafetera en la cocina, cromado brillante, con botones y grifos. Pero las sillas del mostrador estaban raspadas; una silla de la sala era vieja y usada. Dos mundos en uno.
Apoyada en la pared, a la izquierda, había una pintura. Un original de gran tamaño. Un panorama rural, una montaña azul a lo lejos y un valle verde, la hierba en la llanura alta y verde. Una niña corría entre la hierba. Era una figura diminuta a la izquierda, empequeñecida por el paisaje, pero distinguió el pelo rubio que se movía hacia atrás. Cuatro o cinco pasos delante de ella había un globo rojo, colgando de un cordel, un fino trazo negro apenas visible contra el azul de las montañas. La mano de la niña se extendía hacia el cordel. La hierba se inclinaba como si se apartase de ella. Debía de ser el viento, pensó. Que se llevaba el globo. Se preguntó si corría lo suficientemente rápido como para alcanzarlo.
Tuvo una erección parcial.
Ella no podía notarla, porque no estaba en contacto con el lugar. Su respiración era ahora más tranquila, pero él no podía verle la cara.
Se cruzó de piernas para disimular su estado. No podía evitarlo; había muchas cosas allí que le afectaban. Saber que el sexo era su trabajo. Era atractiva. Vulnerable. Estaba dolida. Algo en él había respondido. Algo que en algún lugar de su cerebro exploraba y enviaba órdenes primitivas: aprovecha la ocasión, el momento es ideal. Sabía que así funcionaba su cabeza. La suya y las de los demás miembros de su sexo. También los enfermos mentales, aquéllos para los que era sólo una oportunidad de victoria sexual. Como los asesinos en serie. Buscaban a los objetivos débiles para sus oscuros propósitos. A menudo prostitutas. No siempre deliberadamente, con un razonamiento preconcebido y una estrategia planeada. El instinto. En algún lugar, en un período anterior al alcohol, se agitó un recuerdo, algo que había descubierto por sí mismo. Era un buen policía porque comprendía a los demás a través del autoconocimiento. Podía utilizar sus propias debilidades, sus propios miedos e instintos, porque los conocía. Podía magnificarlos, amplificarlos de la misma manera que se mueve una perilla del volumen hasta un nivel donde hace que otras personas cometan asesinatos, violaciones, mientan o roben. Mientras estaba sentado allí, comprendió que una de esas cosas le había hecho comenzar a beber. La lenta comprensión de que era como ellos y de que ellos eran como él, que no era un hombre mejor. Como lo había sentido la última noche o la anterior, no podía recordar cuál, cuando había visto a Anna y a su joven amante imaginario en su mente y los celos habían apretado las teclas con una mano malvada y había querido disparar. Si les encontraba de esa manera y tenía la pistola en la cadera, dispararía al cabrón, entre los ojos, de eso no había ni la más puñetera duda.
Pero no era ésa la razón principal por la que bebía. No. No era la única razón. Había otras. Grandes y pequeñas. Ahora comenzaba a comprenderlo. Era un diamante en bruto y estaba cortado en un millar de facetas, y había sido su mala suerte que ese corte encajase tan bien en el retorcido agujero del alcoholismo.
Lo que fuese había tenido consecuencias. La manera que tenía el fino cableado de su cerebro de mantener la conexión tenía implicaciones. Le permitía ver una escena del crimen y ver cosas; también despertaba en él el ansia de cazar. Hacía grata la búsqueda; dentro de su cráneo, experimentaba un placer adictivo. Pero aquel mismo cableado le hacía beber. Si querías cazar y buscar, tenías que mirar la muerte a los ojos. ¿Qué pasaba si la muerte te asustaba? Entonces bebías, porque era parte de ti. Y si bebías lo bastante, entonces el alcohol creaba su propio cableado, sus propios pensamientos, sus propias justificaciones. Sus propias gafas muy gruesas a través de las cuales te veías a ti mismo y al mundo.
¿Qué hacías al respecto? ¿Qué hacías con las consecuencias, con el lado opuesto de la moneda, si jodia tu vida? ¿Dejabas la poli y te ibas y conducías un Toyota Tazz blanco de Chubb Security por las calles de Brackenfell por la noche y dejabas notas por debajo de las puertas de la gente? Se ha dejado la ventana abierta. Su alarma se disparó. ¿O te sentabas delante de las pequeñas pantallas en blanco y negro del circuito cerrado de televisión de un centro comercial y mirabas a las mamás muy arregladas que se gastaban el dinero de los papás?
No volvías a cazar y te morías por dentro.
Experimentó un súbito sentimiento de desesperación, como alguien atrapado en un laberinto. Necesitaba pensar en otras cosas; en la mujer apoyada en él y el hecho de que satisfacía una necesidad. La necesidad de estar sujeta. La necesidad que él sentía de que le tocasen. Desde que le habían echado de su casa, sentía una necesidad cada vez mayor.
Se preguntó por la mujer.
¿Por qué había decidido convertirse en una prostituta? Una muchacha afrikáner. No era hermosa como una modelo. Sí atractiva, sexi.
¿Todas las mujeres tenían este potencial? ¿Permanecía oculto hasta que aparecían las circunstancias? ¿O estaba, como sus propias facetas pulidas, conectada a una combinación específica de ángulos y superficies?
No hacía falta que viniese aquí esta noche. Pero había estado en el fondo de su mente todo el día: quería ver en su interior.
¿Era una coincidencia que hubiera recordado su primera experiencia sexual, con tanta claridad, de camino hacia allí? Al mismo tiempo se había preguntado cómo interactuaban el alcohol y los recuerdos. Tenía una imagen mental de las sinapsis sumergidas en alcohol; mientras estaba sobrio, el nivel continuaba bajando y, como una presa que se seca, dejaba a la vista viejos y oxidados objetos.
No todos los recuerdos eran agradables, pero se centró en los de hacía mucho: aquel de la muchacha con la cadena de oro alrededor del cuello y su nombre en letras de oro sobre la garganta. YVETTE. Vestía tejanos y una camiseta a rayas azules y blancas, y utilizaba demasiado perfume. Pero olía muy bien.
Eran detalles curiosos que había recordado esa tarde. Habían tenido un bolo en Welgemoed, en el Tygerberg, para la fiesta de dieciséis años del hijo de algún ricachón. Estaban en la terraza de azulejos importados, junto a la piscina. El gilipollas rico no había dejado de preguntar: «¿Tenéis gomas para los pies de la batería?». Cuando estuvo un poco lejos, el batería dijo: «Tengo gomas para tu hija», y todos se rieron. El rico gilipollas, uno de aquellos hombres que se vestían como si también tuviesen dieciséis años, se detuvo y preguntó: «¿Qué has dicho?». El batería respondió: «Dije que tengo gomas», pero con una expresión de burla. El rico se quedó allí sabiendo que se estaba comportando como un tonto, pero no podía hacer mucho al respecto.
Cuando tocaron, la chica estaba allí. Se movía al borde del gran grupo, un poco en la media luz. En realidad, no formaba parte del mismo. O no quería. A veces bailaba por su cuenta. Le miró y él vio primero sus grandes ojos castaños, que parecían tristes. El largo pelo castaño lacio. Entonces se fijó en sus pequeños pechos y en su bonito culo redondo y vio la oportunidad en potencia y comenzó a tocar para ella.
La perspectiva fue demasiado para él. Tenía miedo de que sus esperanzas fuesen poco realistas. Esperó hasta tarde, hasta el último descanso. Se acercó a ella y le dijo «Hola», y ella dijo «Hola», y le miró con aquella sonrisa perdida, como si dijese «Sé lo que estás pensando». Entonces ocurrió algo muy extraño. Ella cogió su mano y se lo llevó a las sombras, más allá de la casa. Abrió una puerta baja en un costado del edificio. Era algo parecido a un almacén. Cerró la puerta y la oscuridad era absoluta. No veía nada.
Entonces se apretó contra él, con las manos alrededor del cuello y le besó. Él notó el alcohol en su lengua y los caramelos de menta y olió su perfume. Les dominó la lujuria en la oscuridad, se besaron y se desnudaron el uno al otro con manos presurosas y él sintió su cuerpo: pasó sus palmas por el rostro, el cuello, los pechos, las caderas y el culo. Chocaron contra las invisibles herramientas de jardín y de una manera u otra encontraron un lugar donde tumbarse, una lona que tapaba unos sacos; no era blando, pero tampoco tan duro como el suelo. Recordaba el olor del aguarrás y la pintura vieja, pero sobre todo, su perfume. Los únicos sonidos eran los jadeos y la urgencia. Señor, nunca lo olvidaría. Por un momento no estaba en ninguna parte y después su mano sujetaba su cosa y luego había algo caliente y húmedo a su alrededor y fue como un martillazo, tenía la polla en su boca. La realización de todo sueño masturbatorio. Quería verlo. Deseaba capturarlo en su mente, para saber qué parecía y recordarlo, pero no había luz, ninguna. Gimió en parte por la frustración y en parte por el éxtasis y tendió la mano hasta que encontró su vello, deslizó un dedo y sintió dentro el calor como brasas ardientes.
Después ella abrió la puerta para tener luz y poder recoger la ropa y vestirse. Observó su silueta dibujada contra la poca luz que llegaba desde el exterior. Fue la última vez que la vio. Volvió con los demás, consciente de sí mismo y preocupado por no haberse vestido correctamente en el almacén. No le habían echado de menos. La buscó, pero ella se había ido.
Yvette. Era todo lo que sabía. Aquella noche se había acostado con una extraña melancolía. Su olor estaba en sus dedos y en su cuerpo. Pero a la mañana siguiente se había ido. Como ella.
Mientras la mujer estaba en el baño, él se apresuró a ir a su coche y buscó la música y el reproductor de CD.
Cuando ella salió del baño, su pelo estaba limpio y húmedo. Le había hecho la cama en el sofá. Dejó una gran toalla azul y le dijo que podía utilizar el baño. Él le dijo que quería ducharse. Fue consciente de la incomodidad entre ellos. ¿O sólo era de él?
Esa noche iba a compartir la casa con una puta. No podía mirarla y se obligó a sonreír por cortesía.
—Bien, entonces, buenas noches.
—Que duerma bien —respondió él.
—Usted también. —Se marchó por el pasillo y cerró la puerta. Él fue al baño. Aún había vapor de la ducha y estaba cargado con sus fragancias, el jabón, el champú y la loción. Olía diferente al baño de Anna. Más fuerte. Más penetrante.
Se desnudó, dobló su ropa con cuidado y la colocó sobre la tapa del inodoro, encima de su pistola. Se miró el cuerpo. Desnudo en el baño de una prostituta. Se miró el vello del pecho que ya comenzaba a volverse gris y el aflojamiento de la panza. Su pene estaba en tierra de nadie entre la indiferencia y el deseo, un puro a medio fumar. No era exactamente un dios griego. No demasiado seductor a los ojos de Christine van Rooyen. Sonrió con ironía en el espejo cubierto de vaho.
Se duchó utilizando el jabón semitransparente que era de color rojo sangre y el champú de una botella blanca. Se enjuagó y se secó. Sólo se puso los pantalones y llevó el resto de las prendas y el arma a la sala de estar. Los apiló con esmero junto al sofá y se sentó. Observó su cama. Era un sofá grande y ancho. Lo bastante largo. Cogió la caja de plástico con los CD de Antón Goosen y le echó otra ojeada. Sacó el segundo CD de la caja y lo puso en el reproductor. Se colocó los auriculares. Apagó la lámpara junto al sofá, se acomodó y puso el reproductor sobre su estómago. Apretó el play.
Cuando los nueve miembros del grupo de Operaciones Especiales se cansaron de reírse y burlarse y se marcharon, el detective de Midrand tuvo la oportunidad de tomar las huellas digitales a los dos sospechosos. Luego les volvió a encerrar en los calabozos.
Se sentó a su mesa y comenzó a poner en orden las pruebas sistemáticamente. En una de las bolsas de plástico transparente vio los documentos de identidad que los agentes de Operaciones Especiales habían encontrado en el BMW. Los sacó y miró los nombres.
«Veamos», pensó, y cogió el teléfono. El número que marcó correspondía al Centro de Archivos Criminales, en Pretoria.
Cuando se apagaron los aplausos después del último corte, permaneció con los ojos cerrados y el corazón ligero. Se preguntó qué se había perdido en los últimos años. Era el equivalente alcohólico de Rip van Winkel con este enorme agujero en su vida, un agujero negro de inconsciencia. Todo había crecido. Sus hijos, la música de su cultura, su puto país. Todo excepto él. En su mente aparecieron las alternativas, cuan diferentes podrían haber sido las cosas. Ahora no quería verlo. Se quitó los auriculares.
Los ruidos de la ciudad entraban débilmente desde el exterior. Sus ojos ya se habían habituado a la oscuridad. La luz de las farolas iluminaba el salón a través de las cortinas de gasa. Las siluetas de los muebles, la oscura forma de la pintura en la pared. Pequeñas luces rojas y verdes que brillaban en la nevera y en el televisor.
Quería llamar a Fritz. Tendió la mano hacia la mesa de centro, encontró el móvil y buscó en el menú hasta encontrar los mensajes de texto. Luchó un poco con las pequeñas teclas. EL BAJO EN EL CD ES CELESTIAL. GRACIAS. PAPÁ.
Envió el SMS y dejó el reproductor de CD y el móvil en la pila de ropa. Debía dormir. No quería pensar, ya había pensado todo el día. Se movió en el sofá, buscó ponerse cómodo. La mejor posición era con la espalda apoyada en el respaldo. Hacía demasiado calor para la manta. Dormir.
Pensó una vez en Christine acostada en su dormitorio, pero la apartó de su mente e intentó pensar en Anna. No le llegó ninguna paz, así que pensó en la música, era lo que hacía cuando tenía diecisiete años: se vio a sí mismo en el escenario. En el State Theatre. Con Antón y sus amigos. Tocaba el bajo. Tocaba sin esfuerzo, se dejaba llevar por el flujo de la música, dejaba que sus dedos se moviesen donde debían cuando oyó el ruido de la puerta del dormitorio que se abría y unas suaves pisadas en la alfombra. Debía de ir al baño. Pero allí estaba, junto a él. Se acostó en el sofá. Su espalda estaba contra él. Ella se movió más cerca de forma que quedaron como dos cucharas. Él apenas se atrevía a respirar. Tenía que fingir que dormía. Mantener la respiración calma y regular. La olía, tenía su hombro debajo de la nariz.
Ella buscaba consuelo. Sólo necesitaba a una persona. No quería estar sola, echaba de menos a su niña, se sentía herida y sufría. Lo tenía claro.
Hizo un sonido que esperaba que sonase como el de una persona dormida y apoyó una mano en la cadera de la mujer. Un gesto de consuelo. Mitad en la delgada tela y mitad en la piel desnuda.
Sintió el calor de su cuerpo. Ahora estaba teniendo una jodida erección, que apareció irreverentemente y no había manera de detenerla. Tenía que pensar en algo. Hizo otro sonido vago y echó las caderas hacia atrás, Dios, ella no debía darse cuenta. Tendría que haberse puesto los calzoncillos, eso lo hubiese mantenido controlado. Quizás ella no estaba despierta del todo. Intentó oír su respiración, pero lo único que le devolvieron sus sentidos fueron su calor y su olor.
Se movió contra él. Directamente contra él. Aquí arriba. Allá abajo.
Quería disculparse. Quería murmurar «lo siento» o algo, pero estaba muy asustado. Ella estaba medio dormida y eso lo hacía todavía peor. Permaneció muy quieto. Pensó en la música. Tocó el bajo y cantó «gee die harlekyb nog wyn, skoebiedoewaa, skoebiedoewaa, rooiwyb vir sy lag en traan en pyn, skoebiedoewaa, skoebiedoewaa… Dale al arlequín más vino, scuubidoouaa, scuubidoouaa, vino tinto para su risa, sus lágrimas y su dolor…».
Ella movió el brazo, su mano, la puso sobre la suya. La retuvo en su cadera por un momento y luego la deslizó por debajo del camisón, joder, hasta su pecho, su palma sobre el dorso de su mano y él la sintió, sintió la suavidad y ella suspiró profundamente y apretó su mano con fuerza y ásperamente contra ella. Se movió de nuevo, sus caderas apartadas de su pelvis y su mano bajó allá abajo, por detrás de la espalda y desabrochó el botón de los pantalones, él no tenía idea de cómo. Abrió la cremallera. Metió la mano dentro y le sujetó. La lujuria era una nota aguda, perfecta en su cabeza, una guitarra solista que tomaba vuelo al ritmo del bajo de su corazón y luego ella hizo que la penetrase por detrás.
Mucho después de su orgasmo permanecían quietos de esa manera, vientre contra espalda, todavía dentro de ella, aunque ahora gastado y flácido. Las primeras palabras que ella dijo, apenas audibles fueron: «Tú también estás destrozado».
Pensó durante un buen rato antes de responder. Se preguntó cómo lo sabía. Cómo podía verlo. O sentirlo. ¿Por qué había venido a él? ¿Una necesidad? ¿Era su regalo? ¿Un consuelo?
Así que se lo dijo. Le habló de Anna. De sus hijos. De la bebida. Sin plan ni estructura, lo soltó como le venía a la cabeza, con el brazo apretado alrededor de ella, y las manos suavemente posadas en la rotundidad de sus pechos. Su rostro contra el suyo, los finos cabellos contra su barba.
Le relató cómo había sido él en los días anteriores a la bebida. Había sido optimista, extrovertido. Era el que podía hacer reír a todos en los momentos más divertidos. En la sala de reunión, cuando había muchas tensiones y el temperamento de cada cual irritado, podía ver el lado ridículo del asunto e interrumpir aquello con una frase y dejarlos indefensos por la risa. Era al que todos llamaban primero cuando querían echar un poco de carne en el asador en una braai. Dos o tres veces al mes reunía a los de Asesinato y Robo para una barbacoa improvisada, una braai. A las tres de la tarde de un viernes, sólo para aliviar la interminable presión, en Blouberg o Silvermine o incluso en la propia oficina, en Bellville Sur. Cerveza, carne y pan, risas, charlas y bebidas, él era el primero de la lista, porque era el sargento Benny Griessel, investigador instintivo y el jefe extraoficial de los payasos cínicos, que ridiculizaba el trabajo y la burocracia y la acción positiva, pero con compasión. Para que todos pudiesen hacerles frente de nuevo.
Ahora, a este lado de la bebida, aún hacían braais. Pero nadie le llamaba. Nadie le quería allí, el borracho que se tambaleaba y era incapaz de pronunciar dos palabras coherentes seguidas. El imbécil que tropezaba con los otros, maldecía y se peleaba y tenía que ser llevado a casa, con una esposa que abría la puerta a regañadientes. Porque ella no quería al borracho ni la humillación.
Le dijo a Christine que ahora llevaba sobrio once días y no conocía al hombre a este lado de la bebida.
Todo había cambiado a su alrededor. Sus hijos, su esposa, sus colegas. Jesús, era una vieja promesa entre todos los Sturm und Drang de los jóvenes policías del servicio.
Pero lo principal era que él creía que había cambiado. No estaba seguro de cómo. Ni cuánto. Un tipo desconocido a los cuarenta con un enorme agujero en su vida.
Le relató todo esto y en algún momento del relato ella le preguntó: «¿Por qué quieres recuperar a tu esposa?». Él se lo pensó antes de responder. Dijo que había sido feliz. Lo habían sido. Era la mujer con la que había comenzado su vida. No tenían nada, sólo el uno al otro. Habían montado la casa juntos, sufrido juntos. Reído juntos. Compartían el mismo asombro ante la magia del nacimiento de Carla y Fritz. Habían celebrado juntos cuando le ascendían. Tenían una historia, la clase de historia que importaba. Eran amigos y amantes y quería recuperarla. Quería el vínculo, la camaradería y la confianza. Porque era gran parte de quien había sido él, lo que había sido. Quería tenerlo de nuevo.
Si no podía recuperar a Anna, lo había jodido todo. Así de sencillo.
—Una persona nunca puede ser así de nuevo —dijo ella, y antes de que él pudiese reaccionar, preguntó—: ¿Todavía la quieres?
No importaba cuánto tiempo había pensado en esa pregunta, no podía responderla. Quería hablar de qué demonios era el amor, pero mantuvo silencio, y de pronto se sintió cansado de sí mismo, así que preguntó:
—¿Qué me dices de ti?
—¿Qué pasa conmigo?
—Por qué tuviste que convertirte en prostituta.
—Una trabajadora del sexo —le corrigió ella, pero haciendo una discreta burla de sí misma.
Ella se movió lentamente y él salió de su cuerpo. Un breve momento de pérdida. Christine se dio la vuelta de forma que su rostro quedó hacia él y las manos lejos de sus pechos.
—¿Me lo hubieses preguntado si vendiese flores? —No había crispación alguna en su voz. Sus palabras eran monótonas y sin emoción. No esperó una respuesta—. No es más que un trabajo.
Griessel respiró dispuesto a responder, pero ella continuó:
—La gente cree que es algo terrible. Malo. Dañino. Tu trabajo también te hace daño. Pero es lo que acabas de decir. Está bien ser poli. Pero no seas una puta.
Él pensó que si no hubiese sido una trabajadora del sexo, Sonia estaría ahora sana y salva en casa, pero tenía claro que nunca podría decirlo.
—Cuando comencé, también me pregunté qué había de diferente en mí. Todos mis clientes preguntan lo mismo. «¿Por qué te has convertido en una prostituta?». Te hace pensar que hay algo malo en ti. Entonces te preguntas, ¿pero por qué tiene que haber algo malo? ¿Por qué no puede ser algo aceptado? ¿Por qué no puede ser que yo tenga más edad que la mayoría de las personas? ¿Qué es el sexo? ¿Es tan malo? ¿Qué lo convierte en una cosa mala?
Se levantó y se alejó, y Griessel se sintió dolido por habérselo preguntado. No pretendía alterarla. Tendría que haberlo pensado. Quería decir que lo sentía, pero ella desapareció por el pasillo. Se dio cuenta de que tenía los pantalones desabrochados y se subió la cremallera.
Volvió. Él vio la figura sombría moviéndose y allí estaba, pero esta vez se sentó a sus pies.
—¿Quieres un cigarrillo?
—Por favor.
Ella se puso dos cigarrillos en la boca y encendió el mechero. A la luz de la llama vio sus pechos, su rostro y los hombros desnudos. Le dio uno. Él dio una larga calada.
—Siempre fui diferente —continuó la joven, y sopló una nube de humo que proyectó una sombra fantasmal en la pared opuesta—. Es difícil de explicar. Cuando eres pequeña, no entiendes nada. Crees que hay algo malo en ti. Mis padres… vengo de un buen hogar. Mi padre estaba en el ejército y mi madre la mayor parte del tiempo en casa, y estaban bien así. Con su pequeño mundo. Con esa clase de vida. Cuanto mayor me hacía, más difícil me resultaba comprenderlo. ¿Cómo podía ser eso todo? ¿Cómo podía ser suficiente? Vas a la escuela, encuentras un marido o una esposa, crías hijos, te jubilas junto al mar y después te mueres. Nunca molestas a nadie, haces lo correcto. Ésas son las palabras de mi padre: «Hija mía, haz lo correcto». ¿Qué cosas son correctas? ¿Las de la gente? ¿Quiénes son ellos para decidir qué es lo correcto? Pagas el aparcamiento, nunca conduces más allá del límite de velocidad y no haces ruido después de las diez de la noche. Cumples con todo eso. Otra de las frases clásicas de mi padre: «Las personas deben cumplir con su deber, hija mía». Para con tu familia, con tu ciudad, con tu país. ¿Para qué? ¿Qué consiguen? Mi padre cumplió con su deber en el ejército y murió antes de retirarse. Mi madre cumplió con su deber con nosotros y nunca había estado en Ciudad del Cabo, en Europa o en ninguna parte. Después del deber, nunca había dinero para nada. Ni ropa, coches, muebles o vacaciones. Pero a ellos ya les iba bien, porque las personas no deben presumir, no es lo correcto.
»Todos quieren que seas común. Lo que todos te enseñan es que no debes ser diferente. Pero yo era diferente. No podía evitarlo. Es como soy. Si mis padres, la escuela o quien fuese decía: “Esto es lo que debes hacer”, entonces yo me preguntaba cómo sería hacer lo contrario. Quería ver cómo era desde el otro lado. Así que lo hice. Fumé un poco y bebí un poco. Pero cuando tienes quince o dieciséis años, casi todas las reglas son sobre el sexo. No debes hacer esto y no debes hacer aquello, porque debes ser una chica decente. Quería saber por qué tienes que ser una chica decente. ¿Para qué? ¿Para poder pescar a un hombre decente? ¿Tener una vida decente, con hijos decentes? ¿Un funeral decente con montones de personas? Así que hice cosas. Y cuantas más cosas hacía, más cuenta me daba de que el otro lado es el interesante. La mayoría de las personas no quieren ser decentes, tienen todo esto dentro porque quieren ser diferentes, pero no tienen valor. Demasiado miedo a que alguien diga algo. Tienen miedo de perder todas las cosas aburridas de sus vidas. Había un maestro, era tan cumplidor. Me lo ligué. Y dormí con él en las colonias de la Asociación Cristiana de Estudiantes en The Island. Dijo: “Dios, Christine, te he deseado tanto tiempo…”. Le pregunté por qué no había hecho algo al respecto. No pudo responderme. Y aquel otro amigo de mi padre. Cuando venía a nuestra casa, me miraba de reojo, pero luego iba y se sentaba junto a su esposa y le sujetaba la mano. Yo sabía qué quería. También me lo ligué. Me confesó que le gustaban las jóvenes, pero que era su primera vez.
Apagó el cigarrillo y se volvió hacia él.
—Tenía tu edad —dijo, y por un segundo a él le pareció haber oído el desprecio en su voz.
Ella se apoyó en sus pies. Cruzó los brazos debajo de los pechos.
—¿Sabes por qué mis padres me mandaron a la universidad? Para buscar un marido. Uno con educación. Con un buen trabajo. Para que pudiese tener una buena vida. Una buena vida. ¿En qué ayuda una buena vida? ¿De qué sirve cuando te mueres y sólo te puedes decir a ti mismo: he tenido una buena vida? Aburrida, pero buena.
»En la universidad había un tipo que me visitaba, un estudiante de tercer año de Medicina. Sus padres vivían en Heuwelsig y tenían dinero. Vi cómo vivían. Vi que si tienes dinero no tienes que ser cumplidor, vulgar y bueno. Tener dinero significa más que poder comprar cosas. Puedes ser diferente y nadie dice nada. Entonces supe lo que quería. ¿Pero cómo conseguirlo? Te puedes casar con un hombre rico, pero sigue sin ser tu dinero. Conseguí un trabajo los fines de semana en una empresa que organizaba fiestas. Una noche, en un campo de golf, estaba fumando un cigarrillo y se me acercó un hombre. Tenía una tienda de venta de coches en Zastron Street, y me preguntó: “¿Cuánto ganas?”. Cuando se lo dije, añadió: “¿No prefieres ganar mil rands por noche?”. “¿Cómo hago eso?”, pregunté, y él respondió: “Con tu cuerpo, cariño”. Me dio su tarjeta y me dijo “Piénsalo”. Lo llamé el lunes. Lo hice. En un apartamento, eran siete tíos que tenían un apartamento en Hilton, y algunas veces a la hora de comer y otras por la tarde me llamaban a la residencia y yo iba.
»Pero entonces, poco antes de los exámenes finales, me quedé embarazada. Tomaba la píldora, pero no funcionó. Cuando se lo dije se ofrecieron a pagar el aborto, pero les dije que no. Así que me dieron dinero y me vine a Ciudad del Cabo.