36

Quería darse una ducha, comer y dormir.

Thobela conducía por York Street, en George, cuando vio el Protea Foresters Lodge. Era lo bastante anónimo para él. Aparcó delante del edificio y ya había puesto una mano en la bolsa cuando el boletín de noticias comenzó a hablar del colombiano y la niña.

Escuchó con una mano todavía en las correas de la bolsa, la otra en el manillar de la puerta y sus ojos en la puerta principal del hotel.

Permaneció así durante tres o cuatro minutos después de haberlo oído todo. Entonces soltó la bolsa, puso en marcha la camioneta y dio marcha atrás. Dio la vuelta en U y volvió por York Street, dobló a la derecha en C. J. Langenhoven Street. Se dirigió hacia Outeniqua Pass.

Los policías que tendrían que haber estado vigilando la puerta de Christine van Rooyen no estaban. Griessel llamó y supuso que estarían dentro.

—¿Quién es? —La voz sonó débil al otro lado de la puerta. Él dijo su nombre. Los guardias no estaban en el interior, o si no ella no hubiese respondido. Cuando se abrió la puerta lo primero que vio fue su rostro. No tenía buen aspecto. Estaba pálida con los ojos hinchados.

—Adelante. —Vestía un jersey, aunque no hacía frío. Tenía los hombros encorvados. Sospechó que ella sabía que nunca volvería a ver a su hija. Se sentó en el sofá. Griessel vio que en la televisión pasaban un melodrama, el volumen muy bajo. ¿Era así como pasaba el tiempo?

—¿Sabía que le han dado la libertad bajo fianza?

Ella asintió.

—¿Sabe que es un arreglo que hemos hecho?

—Me lo dijeron. —Su voz era átona, como si ya nada le importase.

—Creemos que nos conducirá hasta Sonia.

Christine miraba el televisor, donde un hombre y una mujer estaban cara a cara. Discutían.

—Es una posibilidad —añadió Griessel—. Nos están ayudando los psicólogos forenses. Dicen que hay muchas probabilidades de que se dirija hacia ella.

La mujer le miró. «Lo sabe», pensó él. «Ahora lo sabe».

—¿Quiere un café? —le preguntó ella.

Griessel lo pensó un momento. Tenía hambre. No había comido desde el desayuno.

—¿Puedo ir a comprar comida? ¿Algo para llevar?

—No tengo hambre.

—¿Cuándo comió por última vez?

Ella no respondió.

—Tiene que comer. ¿Qué le puedo traer? Aunque sea algo pequeño.

—Lo que sea.

Él se levantó.

—¿Pizza?

—Espere —dijo Christine y fue a la cocina. Había un anuncio de Mr. Delivery pegado en una de las puertas de la nevera con un imán—. Reparten a domicilio —añadió y le trajo el folleto. Se sentó de nuevo—. No quiero que se vaya ahora.

—¿Dónde están los policías que estaban en la puerta?

—No lo sé.

Él buscó en la lista de pizzas.

—¿Qué le gusta?

—Cualquiera, siempre que no tenga ajo o cebolla. —Luego se lo repensó—. No importa. Cualquier cosa.

Griessel cogió el móvil, llamó e hizo el pedido. Titubeó cuando le pidieron la dirección y ella se la dijo. Le dijo que tenía que hacer una llamada oficial y le preguntó si podía salir al balcón. La joven asintió. Él abrió la puerta y salió. Soplaba el viento. Cerró la puerta y buscó el número de Ngubane en la agenda.

—¿Tim, sabes que la gente de Crimen Organizado ya no está vigilando a la madre?

—No. Aún no he estado allí. Llamé, pero ella no me dijo nada.

—Jesús, son idiotas.

—Quizá creen que ya no está en peligro.

—Quizá creen que ahora no es su problema.

—¿Qué podemos hacer?

—No tengo más gente. Todo mi equipo está ocupado en Camp’s Bay.

—Hablaré con el superintendente.

—Gracias, Tim.

Contempló la ciudad. Los últimos rayos del sol se reflejaban en las ventanas de los hoteles de la zona del Strand. ¿Corría peligro, ella? Su equipo vigilaba a Sangrenegra. Los cuatro sicarios aún estaban en los calabozos.

Boef Beukes lo sabría. Él sabría cuan grande era el contingente de Sangrenegra. Cuántos eran los que no vivían en la casa de Camp’s Bay. Tenía que haber más. Los que frecuentaban la ciudad, las personas involucradas: no manejabas un negocio tan grande con sólo cinco personas. Llamó a la unidad y preguntó si la capitana Helena Louw aún estaba allí. Le pasaron la llamada y él le preguntó si tenía el móvil de Boef Beukes.

—Espere un minuto —dijo. Esperó a que ella volviese y le diera el número.

—Gracias, capitana.

¿Podía confiar en ella? ¿Con Violencia Doméstica como parte de la estructura de Crimen Organizado? ¿A quién le era leal? Llamó a Beukes.

—Soy Benny, Boef. Quiero saber por qué has retirado la protección a Christine van Rooyen.

—Ahora es cosa tuya.

—Hostia, Boef, ¿no crees que podrías habérnoslo dicho?

—¿Nos habéis dicho, vosotros, alguna cosa? Cuando decidiste usar a Carlos como cebo, ¿tuviste el detalle de consultárnoslo?

—¿Acaso no te preocupa su seguridad?

—Es una cuestión de personal.

—Pero había algo en su voz. Mentía.

—Joder —dijo Griessel. Cortó la llamada y permaneció con el móvil en las manos pensando, ése es el problema con el jodido servicio, los celos, la competencia, todo el mundo estaba preocupado por la eficacia, todos se medían por el Procedimiento de Mejora de la Actuación y todo el mundo tenía los cojones al aire. Ahora se dedicaban a apuñalarse los unos a los otros.

El comisionado John Afrika le había llamado cuando iba hacia la casa de Christine van Rooyen. «¿Benny, estás sobrio?», le había preguntado. Él había respondido: «Sí, comisionado», y John Afrika le había preguntado: «¿Te vas a mantener sobrio?», y él había respondido: «Sí, comisionado». Afrika añadió: «Hablaré con las personas que dirigen los periódicos, Benny. Matt Joubert me dice que eres el mejor que tiene, que estás en el juego y a mí ya me vale, Benny, ¿me oyes? Estaré a tu lado y se lo diré a los periódicos. Pero, joder, Benny, si me dejas colgado…».

Porque si le fallaba al comisionado, entonces el PMA del comisionado se iba al carajo.

Pero él agradecía que el hombre estuviese de su lado. Un hombre de color. Estaba sometido a la merced de un hombre de color que había tenido que aguantar un millón de cabronadas por parte de los blancos en los viejos tiempos. ¿Entonces, cuánta misericordia había recibido John Afrika?

Él le había respondido: «No le dejaré colgado, comisionado».

«Entonces nos comprendemos el uno al otro, Benny». Hubo unos momentos de silencio en el aire, y después John Afrika exhaló un suspiro y dijo: «Tanta puñalada trapera me está matando. No acabo de entenderlo».

Griessel pensó en su conversación con Beukes. Los de Crimen Organizado se traían algo entre manos. Lo sabía. Por eso habían ido a los periódicos. Por eso habían retirado la vigilancia.

¿Qué?

Abrió la puerta; no podía quedarse en la terraza para siempre.

Antes de entrar, mientras guardaba el móvil, intentó pensar como Boef Beukes. Entonces lo comprendió y se quedó de piedra. Christine van Rooyen era el cebo de Crimen Organizado. La estaban utilizando para una emboscada. ¿Pero para quién? ¿Para Sangrenegra?

La visita al despacho de Beukes. El otro detective que estaba allí, el de traje y corbata. Ya nadie vestía de esa manera. ¿Quién coño era ese tipo? ¿Los Escorpiones, la unidad especial del fiscal del Estado?

Nunca. Beukes y compañía preferirían cortarse las venas en el lavabo antes que trabajar con los Escorpiones.

Se dio cuenta de que Christine se había levantado y le miraba.

—¿Está bien?

—Sí —respondió él. ¿Pero ella, estaría bien?

En el bochornoso atardecer del verano en Highveld, en la estación de servicio de New Road entre la vieja Pretoria Road y la Avenida 16a en Midrand, el BMW 320d robado se detuvo delante del Quickshop. John Khoza y Andrew Ramphele se bajaron y cruzaron las puertas de cristal automáticas. Caminaron con toda indiferencia hasta el mostrador de comidas rápidas al fondo de la tienda.

Mientras Ramphele pedía dos hamburguesas de pollo, Khoza inspeccionó las cuatro esquinas del local. Había una única cámara de seguridad. Estaba en la pared este, opuesta a la caja registradora.

Le murmuró algo a Ramphele, quien asintió.

El teléfono de Griessel sonó mientras esperaban las pizzas.

—Benny, el jefe dice que podemos ponerla en Protección de Testigos, pero llevará tiempo —dijo Ngubane.

—¿Cuánto tiempo?

—Probablemente, a partir de mañana. Es lo mejor que podemos hacer.

—Vale, Tim. Gracias.

—¿Qué vas a hacer? Esta noche.

—Ya se me ocurrirá algo —respondió.

Khoza esperó hasta que el último de los cuatro clientes del local hubiese pagado y se hubiese marchado. Luego se acercó a la mujer detrás de la caja registradora, metió la mano debajo de la americana y sacó una pistola. La apoyó en el rostro de la mujer.

—Abre la caja, hermana, y danos la pasta —le ordenó—. Nadie resultará herido.

—Esta noche tendré que dormir en su sofá —dijo Griessel. Christine lo miró y asintió.

—A partir de mañana la pondremos en el plan de Protección de Testigos. Ahora lo están organizando, pero llevará un poco de tiempo.

—¿Eso qué significa? —preguntó ella.

—Depende.

Llamaron a la puerta. Griessel se levantó y echó mano a su pistola Z88.

—Tienen que ser nuestras pizzas —dijo.

El microbús Toyota de la Unidad de Operaciones Especiales del Servicio de Policía Sudafricano entró en la gasolinera para repostar. Los nueve agentes estaban envarados por llevar horas sentados y tenían sed. Habían estirado las piernas por última vez en Louis Trichardt. Todos se apearon. El joven agente negro, el francotirador del equipo, sabía que, como era el menor del grupo, era su deber ir a buscar las bebidas.

—¿Qué queréis beber? —preguntó.

Fue entonces cuando dos hombres salieron del Quickshop, cada uno con una pistola en una mano y una bolsa de plástico verde, morado y rojo en la otra.

—Eh —llamó el francotirador y echó mano a la pistola que llevaba en la funda de la cadera. Los otros ocho miembros del equipo de Operaciones Especiales miraron instintivamente hacia lo que el agente había visto. Por un momento, apenas si dieron crédito a sus ojos. Por un momento muy breve.

—Acaba de decir que no quiere que me marche. ¿Por qué? —preguntó Griessel, pero ella tenía la boca llena de pizza y tuvo que tragar primero para responderle.

—Usted es la primera persona que he visto hoy —dijo y lo dejó así. Griessel vio que hacía un esfuerzo por no llorar.

Lo comprendió. Se imaginó su día. Su hija había desaparecido, con toda probabilidad estaba muerta. La terrible preocupación y la duda. Quizá miedo, porque los guardias se habían ido. Sola, entre cuatro paredes.

—Lo siento.

—No tiene por qué. Es mi culpa. Sólo mía.

—¿Cómo puede decir eso?

Ella cerró los ojos.

—Si no fuese una puta, nunca le hubiese conocido.

Lo primero que se le ocurrió fue preguntarle por qué se había hecho puta.

—No funciona de esa manera —señaló él.

Christine se limitó a sacudir la cabeza, con los ojos cerrados. Sintió el deseo de levantarse para ir y rodearle los hombros con el brazo.

Se quedó donde estaba.

—Es una cosa psicológica —continuó—. Lo vemos a menudo. Las víctimas o sus familias se culpan a ellos mismos. No puedes ser responsable del comportamiento de otra persona.

Ella no reaccionó. Griessel miró la pizza en el plato que tenía delante, lo apartó y se limpió las manos con una servilleta de papel. La miró. Vestía vaqueros. Estaba sentada en la silla con los pies descalzos debajo de los muslos. El largo pelo rubio le cubría la mitad del rostro. ¿Qué podía decirle? ¿Qué hubiese podido decirle alguien a él de haber sido su hijo?

—En realidad he venido a decirle otra cosa.

Ella abrió los ojos.

—No quiero oír malas noticias.

—No creo que sea una mala noticia. Pero creo que tiene el derecho a saberlo. ¿Está enterada del caso Artemisa que publican los periódicos?

Con un súbito movimiento de cabeza, ella se echó el cabello hacia atrás.

—Sí. Y desearía que apareciese para matar a Carlos. —Lo dijo con un odio que él podía entender.

—Es mi caso. El hombre de la assegai. Quiero utilizar a Carlos para atraparle.

—¿Cómo?

—Sabemos que escoge a sus víctimas cuando sus nombres aparecen en los medios. De sus crímenes. Hoy le hemos dado a los medios mucha información sobre Carlos. De cómo… secuestró a Sonia. Sobre sus antecedentes como narcotraficante. Creemos que atraerá al hombre de la assegai.

—¿Y entonces?

—Ésa es otra razón por la que vigilamos a Carlos con tanto cuidado.

Pasó algún tiempo antes de que ella respondiese. Vio el proceso en su rostro, cómo se entrecerraban los ojos, se apretaban los labios.

—O sea que no es por Sonia —dijo.

—Es por ella. Todo indica que nos llevará hasta ella. —Intentaba al máximo ser convincente, pero se sentía culpable. Le había dicho a Sangrenegra lo que iban a hacer. Esta mañana, en el juzgado, había mirado a Carlos a los ojos y había reforzado el mensaje: «Eres el cebo». Sabía que Carlos no iría a ninguna parte, porque Carlos sabía que la policía lo vigilaba. Las probabilidades de que el colombiano fuera a guiarlos a alguna parte eran nulas.

—No le creo.

¿Podía adivinar por el tono de voz que mentía?

—Mi colega negro habló esta mañana con la psicóloga. Dijo que las personas como Carlos regresan donde están sus víctimas. Le doy mi palabra. Es verdad. Es una probabilidad. Es posible. No puedo jurar que ocurrirá, pero es posible.

Su rostro se alteró, desapareció el odio y vio que estaba a punto de echarse a llorar.

—Es posible —repitió, pero no sirvió de nada.

La mujer se tapó el rostro con las manos.

—Déjenle —suplicó—. Dejen que mate a Carlos. —Entonces sus hombros se sacudieron. Griessel ya no podía soportarlo más. La culpa y la piedad lo llevaron hacia ella. Apoyó una mano en su hombro.

—La comprendo.

Ella sacudió la cabeza.

—Yo también tengo hijos —añadió, y olió su aroma, su perfume y un rastro de sudor.

Se sentó en el brazo de la silla. Apoyó la mano por detrás del cuello en su hombro más apartado. Sus dedos la palmearon para consolarla. Se sintió un poco idiota porque ella no se aflojó bajo su contacto.

—Lo comprendo —repitió.

Entonces Christine se movió y él sintió cómo se relajaba y apoyaba su cabeza en él. Se echó a llorar con un brazo alrededor de su cadera.