Tuvo pesadillas dispersas y salvajes que le arrancaron de su sueño y le hicieron levantarse dos veces antes de que por fin se quedase dormido a las tres de la mañana. Estaba ocupado hablando con Anna, una conversación sin sentido, cuando lo despertó el móvil. Lo intentó coger, falló, el teléfono cayó al suelo desde el alféizar y aterrizó en algún lugar de la cama. Lo encontró gracias a la luz de la pantalla.
—¿Sí? —No pudo disimular su confusión.
—¿Inspector Griessel?
—Sí.
—Lamento despertarlo. Le habla Tshabalala, de la unidad de detectives de Oudtshoorn. Se trata de su asesino de la assegai.
—¿Sí? —Buscó el reloj en el alféizar.
—Al parecer estuvo anoche en Uniondale.
—¿Uniondale? —Encontró el reloj y consultó la hora. Las cuatro y veintiuno.
—Aquí tenemos a un atacante de niños, Frederick Johanes Scholtz, que salió en libertad bajo fianza con su esposa. Lo apuñalaron en su casa anoche.
—Uniondale —repitió él—. ¿Dónde está Uniondale?
—Está a unos ciento veinte kilómetros al este de aquí.
No tenía sentido. Demasiado lejos del Cabo.
—¿Cómo sabe que es mi hombre de la assegai?
—Por la esposa del muerto. El sospechoso la encerró en el dormitorio. Pero ella oyó lo que pasaba…
—¿Ella le vio?
—No, la encerró mientras ella dormía. Escuchó a Scholtz gritar desde el interior de la casa. Dijo que el tipo tenía una assegai.
—Espere, espere —dijo Griessel—. ¿Él la encerró en el dormitorio? ¿Cómo sacó al hombre del dormitorio?
—La mujer dice que ya no comparten la cama, desde la muerte del niño. Él duerme en la sala de estar. Se despertó cuando Scholtz comenzó a gritar. Le oyó decir: «tiene una assegai». Pero hay algo más…
—¿Sí?
—Ella dijo que le gritó que era un hombre negro.
—¿Un hombre negro?
—Ella dice que gritó: «Hay un kaffir en la casa».
No encajaba. ¿Un negro? No era así como se había imaginado al hombre de la assegai.
—No sé hasta qué punto es fiable. Al parecer, estaban luchando en la oscuridad.
—¿Qué aspecto tiene la herida?
—La herida fatal está en el pecho, pero parece que intentó apartarla con las manos. Tiene algunos cortes. También había muebles tumbados y rotos. Por lo visto, lucharon un par de asaltos.
—¿En la herida del pecho, hay una herida de salida en la espalda?
—Eso parece. El patólogo del distrito aún está ocupado.
—Escuche —dijo Griessel—. Voy a pedirle a nuestro patólogo que lo llame. Hay un montón de detalles forenses que deben ver. Es importante…
—Relájese —respondió Tshabalala—. Lo tenemos todo controlado.
Se dio una ducha y se vistió antes de llamar a Pagel, que recibió la intempestiva llamada con buen humor. Le pasó los números de teléfono.
Luego fue al Quickshop, en el garaje Engen, en Annandale Road. Compró una pila de sandwiches y un vaso grande de café y se fue al trabajo. Las calles estaban en silencio, el despacho todavía casi desierto.
Se sentó a su mesa e intentó pensar, con el boli en la mano.
Union-coño-dale. Desenvolvió un sandwich. Beicon y huevo. Destapó el café. El vapor ascendió en lentas volutas. Olió el aroma y bebió un sorbo.
Pasarían un día o dos antes de saber a ciencia cierta si era la misma assegai, por mucha presión que ejerciese el comisionado. Mordió el sandwich. Aún estaba razonablemente fresco.
Un hombre negro. Scholtz luchaba con un atacante en la oscuridad, asustado, ve la larga hoja de la assegai. ¿Había hecho una suposición? ¿De verdad le vio?
Un hombre negro con una camioneta. En Uniondale. Grandes sorpresas. Demasiado grandes. El súbito desvío a un lugar a quinientos kilómetros del Cabo.
No necesitaban un imitador. Y esto bien podía provocar un aluvión de imitadores. Debido a los chicos.
Comenzó a tomar notas en el informe del caso que tenía delante.
—No, maldita sea —afirmó Matt Joubert y sacudió la cabeza con gesto decidido.
Griessel y Ngubane se encontraban en el despacho del superintendente superior a las siete de la mañana. Los tres estaban demasiado exaltados como para sentarse.
—Yo… —dijo Ngubane.
—Matt, sólo unos días. Dos o tres —pidió Griessel.
—Por Dios, Benny, ¿no ves los problemas que tendremos si se escapa? ¿Si se larga del país? Estos cabrones tienen pasaportes falsos como si fuesen golosinas. No hay manera…
—Yo… —dijo Ngubane.
—Tenemos el personal, Matt. Podemos cerrar todo el lugar. No podrá moverse.
Joubert siguió moviendo la cabeza.
—¿Qué te crees que hará Beukes? ¿Ha conseguido el mayor alijo de drogas de su carrera y quieres que su gran narcotraficante salga en libertad condicional? Chillará como un cerdo desollado.
—Matt, anoche yo… —dijo Ngubane.
—Que le den por el culo a Beukes. Déjalo que chille. Nunca volveremos a conseguir un cebo como éste.
—No, maldita sea.
—Escuchadme —gritó Ngubane cabreado, y ellos le miraron—. Anoche hablé con uno de psicología criminal en la jefatura. Está aquí, en ciudad del Cabo. Está ayudando a Anwar con un secuestrador en serie en Khayelitsha. Dice que si tiene la oportunidad, Sangrenegra irá con la niña. Esté viva o no. Dice que las probabilidades de que nos lleve hasta ella son muchas.
Joubert se sentó con todo el peso en su silla.
—Eso hace nuestro caso muy claro —señaló Griessel.
—Piensa en la niña —insistió Ngubane.
—Deja que el comisionado decida, Matt. Por favor.
Joubert los miró a los dos apoyados hombro con hombro sobre su mesa.
—Aquí llegan los problemas —dijo—. Los veo a la legua.
Pagel lo llamó antes de las ocho para decirle que los indicios apuntaban a que la assegai de Uniondale era la misma de los otros casos, aunque debía esperar a las muestras de tejido que traían en coche desde Oudtshoorn. Griessel le dio las gracias al profesor y reunió a su equipo en la sala del grupo de trabajo.
—Se han producido algunos avances interesantes —les dijo.
—¿Uniondale? —preguntó Vaughn Cupido con una sonrisa de sabihondo.
—Lo dijeron en las noticias de la KFM —dijo Bushy Bezuidenhout, sólo para estropearle el momento a Cupido.
—¿Qué dijeron?
—Nada más que Artemisa, Artemisa, Artemisa —respondió Cupido—. ¿Por qué los medios siempre tienen que darles un nombre?
—Vende periódicos —comentó Bezuidenhout.
—Pero si ésta es una radio…
—¿Qué dijeron? —preguntó Griessel en un tono más alto.
—Dijeron que existe la sospecha de que se trata de Artemisa, pero que no ha podido ser confirmado —respondió Keyter, obediente.
—Nuestro hombre de la assegai es negro —les comunicó Griessel. Eso les hizo callar. Describió lo que sabían de la pelea en la sala de estar de la pequeña ciudad—. Después está el tema de las huellas de neumáticos de ayer. Los forenses dicen que conduce una camioneta, probablemente una de doble cabina. Todavía no es un paso adelante, pero ayuda. Nos puede ayudar a centrarnos… —Vio a Helena Louw mover la cabeza—. ¿Capitana, no está de acuerdo?
—No lo sé, inspector. —Se levantó y fue hasta la pizarra de noticias en la pared. Había recortes de periódicos dispuestos en ordenadas hileras, clasificados por secciones y separados con hebras de lana de colores.
—Hemos buscado la publicidad que rodeó a cada una de estas víctimas —dijo y señaló la pizarra—. Las primeras tres aparecieron en los periódicos y probablemente se las mencionó en la radio local. Pero cuando nos enteramos de Uniondale esta mañana, echamos una ojeada.
Ella tocó con un dedo un único artículo en una sección marcada con lana roja.
—Sólo apareció en el Rapport.
—¿Qué quieres decir, hermana? —preguntó Cupido.
—Que es afrikaans, genio —exclamó Bushy Bezuidenhout—. Rapport es afrikaans. Los negros no leen ese periódico.
—Lo pillo —dijo Jamie Keyter y después añadió—: Lo siento, Benny.
—De color —propuso Griessel—. Quizá sea de color.
—Nosotros, los tipos de color, siempre somos hábiles con los cuchillos —afirmó Cupido, orgulloso.
—También es posible que sólo fuese que estaba muy oscuro en la casa —señaló Griessel.
Joubert apareció en la puerta con una expresión sombría y llamó a Griessel con un gesto.
—Perdonad un momento —dijo y salió. Cerró la puerta tras él.
—Tienes cuatro días, Benny —le informó el superintendente superior.
—¿El comisionado?
Joubert asintió.
—No es más que la presión política. Ve los mismos peligros que yo. Pero tienes hasta el viernes.
—Bien.
—Jesús, Benny, no me gusta. Los riesgos son muy grandes. Si sale mal… si quieres atrapar al hombre de la assegai, tendrás que utilizar a los medios. Los de Crimen Organizado están cabreadísimos. La niña continúa desaparecida. Hay demasiado en…
—Matt, haré que funcione. —Se miraron a los ojos—. Haré que funcione.
Se llevó a diez de los agentes de uniforme del grupo de trabajo junto con Bezuidenhout, Cupido y Keyter, y fueron en cuatro coches a la casa de Shankhn Crescent, en Camp’s Bay para investigar la disposición del terreno.
Sabía que el problema estaba en la parte de atrás de aquella casa que parecía un castillo. Estaba construida contra la montaña, con un muro para impedir la entrada de intrusos, pero tenía menos de dos metros de altura, y era una zona muy grande.
—Si viene por aquí y nos ve, desaparecerá; no lo veremos entre los arbustos. Por lo tanto, los hombres apostados aquí no deben ser vistos, pero deben poder verlo todo. Si lo ven, deben permitir que salte la pared. ¿Todos lo tienen claro? Asintieron con expresión solemne.
—Si estuviese en su lugar, bajaría por la montaña. Ahí está la cobertura. La calle es demasiado problemática, demasiado abierta. Sólo dos puntos de entrada y es casi del todo imposible entrar en la casa desde aquel lado. Por lo tanto, nos desplegaremos sobre todo en la montaña.
Consultó el mapa de la casa.
—Kloof Nek pasa por encima, camino a Clifton. Si no aparca allí, al menos tendrá que subir y bajar unas cuantas veces. ¿Quién de ustedes sabe utilizar una cámara?
Keyter levantó una mano como un escolar entusiasmado.
—¿Sólo Jamie?
—Yo puedo probarlo —dijo un agente negro de ojos vivaces.
—¿Cómo se llama?
—Johnson Masaka, inspector.
—Johnson, usted y Jamie deben encontrar un lugar desde donde puedan vigilar la carretera. Quiero fotos de todas las camionetas que pasen. Jamie, habla con los tipos de fotografía para que te expliquen cómo utilizar las cámaras. Si tienes problemas, llámame.
—Vale, Benny —dijo Keyter, complacido con su tarea.
Los dividió en dos grupos, uno para el día y otro para la noche. Determinó cada punto que ocuparían en la calle y en la montaña. Le pidió a Bezuidenhout que averiguase si alguna de las casas de la calle estaba vacía, y si podían utilizarla.
—Voy a hablar con Cloete. Los medios tendrían que comenzar a hablar esta noche. Todos vosotros id a casa y descansad, pero a las seis quiero al turno de noche en su puesto.
Entró en el despacho de Joubert y se encontró con que Cloete y el superintendente superior tenían caras de luto.
—Quiero que sepas que no he tenido nada que ver con esto, Benny —dijo Cloete.
—¿Con qué? —preguntó y Cloete le alcanzó el Argus.
RIÑA ENTRE POLIS POR ARTEMISA
En primera plana.
—No recibieron la noticia, ése es el puto problema —comentó.
Él leyó el artículo.
Algunos altos cargos de la policía se han quejado por la designación de un alcohólico confirmado como jefe del grupo de trabajo que investiga los asesinatos cometidos por Artemisa en la Península. Una fuente dentro de los rangos superiores lo calificó como «un tremendo error» y de «catástrofe anunciada».
El agente en la línea de fuego es el veterano detective inspector Benny Griessel, de la Unidad de Crímenes Graves y Violentos, que hace quince días fue ingresado en el hospital Tygerberg después de una borrachera. Un portavoz del hospital confirmó que Griessel había estado ingresado, pero declinó comentar nada sobre su enfermedad.
—Joder —exclamó Griessel, y sólo pudo pensar en sus hijos.
—Benny… —dijo Joubert, y Griessel supo lo que se le venía encima.
—No me vas a sacar de este caso, Sup.
—Benny…
—Ni una mierda, Matt. No me sacarás.
—Sólo dame una oportunidad…
—¿Quiénes son estos cabrones? —le preguntó a Cloete—. ¿Quién les pasó esta información?
—Benny, te juro que no lo sé.
—Benny —dijo Joubert—. Esto no es cosa mía. Sabes que no te sacaría si fuese por mí.
—Entonces acudiré al comisionado.
—No. Ya tienes mucho que hacer. Tienes que aclarar este asunto de los medios. Ve. Déjame hablar con el comisionado.
—No me saques de esto, Matt. Te lo ruego.
—Haré todo lo que pueda. —Pero Griessel leyó su lenguaje corporal.
Luchó por concentrarse en su estrategia con Cloete. Quería saber quiénes eran los cabritos que le habían vendido a la prensa. Sus ojos se fijaron de nuevo en el ejemplar del Argus que estaba en la mesa de Cloete.
¿Había sido Jamie Keyter, el conocido informante de los periódicos? Lo mataría, al muy cabrón. Pero tenía sus dudas: era demasiado político para Keyter, demasiado sofisticado. Era algo interdepartamental. Crimen Organizado tendría que haberse enterado de sus planes. Era lo que sospechaba. Tenía a cuatro personas de Violencia Doméstica en su grupo de trabajo. Violencia Doméstica estaba dentro de Crimen Organizado en la nueva estructura. Dios sabía por qué. ¿Era la capitana Helena Louw la que se había ido de la lengua? Quizá no era ella. ¿Uno de los otros tres?
Cuando hubo acabado con Cloete, fue a la ciudad. Compró un periódico y aparcó en una zona de cargas de Caledon Street. La Unidad de Crimen Organizado ocupaba un viejo edificio de oficinas a la vuelta de la esquina de Caledon Square. Tomó el ascensor hasta el tercer piso y sintió la presión de la furia en su interior. Comprendió que debía calmarse o de lo contrario lo arruinaría todo. Pero qué más daba, si de todas maneras le iban a apartar del caso…
Entró y le preguntó a la mujer negra de la recepción dónde podía encontrar a Boef Beukes, y ella le respondió:
—¿Le espera?
—Por supuesto —respondió él con énfasis, con el periódico en la mano.
—Veré si le puede recibir. —Ella tendió la mano al teléfono y él pensó qué mierda es esto, un policía ocultándose tras las secretarias, como los directores de banco, y puso su identificación delante de ella de un manotazo.
—Sólo indíqueme dónde está su despacho.
Con los ojos muy abiertos que indicaban su desaprobación, ella le respondió: «Segunda puerta a la izquierda», y él avanzó por el pasillo. La puerta estaba abierta. Beukes estaba allí, con su ridículo sombrero de la Provincia Occidental. Había otro detective sentado, un tipo con traje y corbata, y Griessel arrojó el periódico delante de él y dijo:
—¿Fue tu gente, Boef?
Beukes miró a Griessel y después el periódico. Griessel permanecía con las manos en la mesa. Beukes leyó. El detective de traje continuó sentado y miró a Griessel.
—Ay —dijo Beukes después del segundo párrafo. Pero no muy sorprendido.
—A la mierda con el «ay», Boef. Quiero saber.
Beukes apartó el periódico con calma para devolvérselo.
—¿Por qué no te sientas un momento, Benny?
—No quiero sentarme.
—¿Alguna vez fui de los que apuñalan por la espalda?
—Boef, sólo dímelo. ¿Alguno de los tuyos tiene algo que ver con esto?
—Benny, me insultas. Sólo quedamos diez o doce de los viejos tiempos. ¿Por qué te iba a apuñalar? Tendrías que buscar a los traidores en Crímenes Violentos. He oído que sois una gran familia feliz después de toda aquella acción positiva.
—Estás cabreado, Boef, por lo de Sangrenegra. Tienes el motivo. —Miró al otro detective que estaba sentado con el rostro tenso.
—¿Motivo? —preguntó Beukes—. ¿De verdad crees que nos importa si tienes a Sangrenegra ocupado unos días? ¿Crees que marca alguna diferencia para nosotros…?
—Mírame a los ojos Boef. Mírame a los ojos y dime que no fuiste tú.
—Comprendo que estés cabreado. Yo también lo estaría. Pero cálmate para poder pensar con claridad; ¿alguna vez fui de los que apuñalan por la espalda?
Griessel lo miró, vio los kilómetros en el rostro de Beukes. Los kilómetros de policía. Él también los tenía. Habían estado juntos en los días oscuros de los años ochenta. Aguantaron el mismo trato. Comieron la misma mierda. Y Beukes nunca había sido de los que te apuñalan por la espalda.
Griessel se situó al fondo de la sala y esperó el momento en el que el fiscal del Estado dijo:
—El Estado no se opone a la libertad bajo fianza per se, Su Señoría. —Observó a Sangrenegra y vio su sorpresa, cómo se envaraba junto a su abogado.
—Pero sí pedimos que se fije la cifra más alta posible, por lo menos dos millones de rands. Y que se retenga el pasaporte del acusado. También pedimos a la corte que disponga que el acusado se presente en la comisaría de policía de Camp’s Bay todos los días antes de las doce. Es todo, Su Señoría.
El magistrado movió papeles, tomó algunas notas, y luego fijó una fianza de dos millones de rands. El abogado y el cliente hablaron por lo bajo y Griessel deseó saber qué decían. Antes de que Sangrenegra dejase la sala, sus ojos buscaron en los bancos públicos. Griessel esperó hasta que el colombiano le vio. Entonces le sonrió.
Sangrenegra bajó los hombros como si de pronto le hubiesen echado encima una enorme carga.
Iba camino a la tienda de Faizal en Maitland cuando Tim Ngubane lo llamó.
—La sangre en el BMW de Sangrenegra corresponde a la niña. El ADN concuerda.
—Joder —dijo Griessel.
—Así que tendrás que vigilarlo como un halcón, Benny.
—Lo haremos —prometió y quiso añadir: «si esta noche todavía estoy en el caso». Se lo pensó mejor.
—Tim, tengo una sospecha. Los de Crimen Organizado han estado detrás de Sangrenegra más de lo que han dicho. Sólo es un presentimiento. Vengo de hablar con Beukes. Sabe alguna cosa. Nos está ocultando algo.
—¿De qué hablas, Benny?
—Me pregunto cada vez más si ellos no estarían siguiendo a Sangrenegra antes de que secuestrase a la niña.
Ngubane pensó en la pregunta antes de responder.
—¿Estás diciendo que saben algo? ¿De la niña?
—No estoy diciendo nada. Sólo me lo pregunto. Quizá tú puedas averiguar algo. Habla con la capitana Louw. Es de Violencia Doméstica, pero está en el grupo de trabajo. Quizá su lealtad sea hacia la niña. Quizá pueda averiguarlo.
—Benny, si saben algo… no puedo creérmelo.
—Lo sé. Yo también tengo problemas. Pero míralo desde su punto de vista. Están tratando de apañárselas con los sindicatos nigerianos que distribuyen crack en Sea Point, cuando de pronto se encuentran con algo cien veces más grande. Algo que les hace parecer policías de verdad. Colombia. El Santo Grial. Había una montaña de drogas en aquel depósito. Yo, en su lugar, hubiese ido al comisionado nacional y habría montado un Cristo con la jurisdicción. Pero no se han movido. ¿Por qué? Saben algo. Están ocupados con algo. Y creo que están ocupados con ese algo desde hace bastante tiempo.
—Jesús —dijo Ngubane.
—Pero tendremos que esperar.
—Tendré que hablar con la capitana.
—Tim, el número de aquella psiquiatra… ¿todavía lo tienes? —preguntó Griessel.
—¿La que vino aquí desde Pretoria? ¿La que hace perfiles?
—Sí.
—Te lo enviaré por correo electrónico.