Cuando empujaron a Sangrenegra al interior de una furgoneta de policía y cerraron las puertas, Ngubane dijo:
—Te debo una disculpa, Benny.
—¿Por qué?
—Por lo de esta mañana. —Griessel comprendió que había olvidado el incidente; había sido un día muy largo.
—Supongo que todos nos volvemos un poco paranoicos —añadió Ngubane—. Algunos de los polis blancos… creen que somos una mierda.
Griessel no dijo nada.
—Fui a visitar a Cliffy Mketsu. En el hospital. Dice que tú no eres de ésos.
Griessel quería añadir que no, que no era de ésos. Su problema es que creía que todos eran una mierda.
—¿Cómo está Cliffy?
—Bien. Dice que tú tienes más experiencia que todo el resto de nosotros juntos. Así que te quiero preguntar una cosa, Benny, ¿qué más puedo hacer aquí? ¿Cómo encuentro a la niña?
Miró a Ngubane, con su bonito traje, la camisa blanca, y la corbata roja, un hombre a gusto consigo mismo. En el fondo de su mente comenzó a brillar una luz.
—¿Hay otras propiedades, Tim? Estos tipos de la droga tienen más de un lugar. Tienen planes de emergencia.
—Correcto.
—Habla con Beukes. Deben saber cosas de Sangrenegra. Sabrán de los otros lugares.
—Correcto.
—¿Los forenses han estado en el apartamento de la madre?
—Allí encontraron sus huellas. También sacaron una muestra de sangre de la madre. Para hacer una comparación de ADN con la sangre del coche. Dicen que de esa manera podrán saber si pertenece a la niña.
—No creo que esté viva, Tim.
—Lo sé.
Permanecieron en silencio durante un momento.
—¿Puedo ir a ver a la madre?
—Por supuesto. ¿Vas a utilizar a este tipo como cebo?
—Es perfecto. Pero tengo que hablar con la madre. Después tendremos que hablar con el superintendente, porque están involucrados los de Crimen Organizado, y te lo puedo decir desde ahora, no les gustará.
—Que les follen.
Griessel se rio.
—Eso mismo pensaba yo.
Cuando atravesó la ciudad hacia Tamboerskloof, sus pensamientos oscilaban entre Boef Beukes y Timothy Ngubane y los niños que vio en Long Street. A las once y media de la noche había niños por todas partes. Adolescentes en una puta noche de lunes al final de Long Street, en los locales nocturnos, los restaurantes y los cafés. Estaban en las aceras con las copas y los cigarrillos en las manos, pequeños grupos acurrucados junto a los coches aparcados. Se preguntó dónde estaban sus padres. Si sabían dónde estaban sus hijos. Se dio cuenta de que no sabía dónde estaban sus propios hijos. Pero sin duda Anna lo sabía. Si es que estaba en casa.
Beukes. Había trabajado con él en los viejos tiempos. Había sido un compañero de copas. Cuando sus hijos eran pequeños y él todavía se aguantaba ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Cómo había pasado de tomar unas copas con los muchachos a ser un alcohólico en toda regla?
Había comenzado a beber cuando Asesinato y Robo todavía estaba en Bellville Sur. El President, en Parow, había sido el abrevadero favorito, y no porque tuviese algo que ver con un hotel presidencial, sino porque siempre había algún poli apoyado en la larga barra de caoba, sin importar la hora del día en que fueses. O en aquel otro lugar más allá de Sanlam, en Stilkland, donde preparaban aquellas deliciosas pizzas, el Glockenberg o algo así. Señor, aquello había sido una buena vida. El Glockenberg. Ahora allí había un Spur Steak Ranch, pero en aquellos días había sido una taberna colosal. Una noche, borracho como una cuba, había subido al escenario y les había dicho a la banda que debían acabar con aquella mierda y tocar rock’n’roll de verdad y «pásame el bajo, ¿sabéis tocar Blue Suede Shoes?». Sus colegas de la mesa grande habían gritado, montado un escándalo y aplaudido, y la banda de cuatro músicos había dicho sí muy inquietos, la sabían, jóvenes gilipollas afrikáner con barbas suaves y pelos largos que interpretaban Smokie. Él se colgó el bajo alrededor del cuello y se puso delante del micro y cantó One for the money… y comenzaron a tocar rock, entre la conmoción del público y el alivio de la orquesta de que él no fuese un desastre. Estaban lanzados; le dieron caña a la puta canción y la gente vino desde el bar y del exterior. Y aquel Benny Griessel había deslizado los dedos por todo el mástil del bajo y construido una base para el rock’n’roll y cuando acabaron todos gritaron pidiendo más, más y más. Así que siguió. Canciones de Elvis. Sudó, tocó y cantó hasta vete a saber qué hora, y Anna fue a buscarlo, la vio al fondo del Glock. Primero furiosa, con los brazos cruzados, dónde estaba su esposo, mira la hora. Pero la música también la ablandó, se aflojó y sus caderas comenzaron a moverse y también aplaudió y gritó: «Dale, Benny, dale» porque era su Benny el que estaba allí, encima del puto escenario, su Benny.
Dios, aquello había sido una vida. Entonces no era un alcohólico, sólo un detective que bebía. Como el resto de ellos. Como Matt Joubert, Beukes y el gordo sargento Tony O’Grady, todo el grupo. Bebían a base de bien, porque, joder, trabajaban duro, allá a finales de la década de los ochenta. Trabajaban como esclavos mientras todo el mundo se cagaba en ellos. Asesinatos, crímenes de viejos, gais asesinados, bandas, asaltos a mano armada, lo que quisieras. Nunca se acababan. Si decías que eras un poli, todos guardaban silencio y te miraban como si fueses más o menos que una mierda, y siempre decían que era lo más bajo a lo que podías llegar. Entonces había sido lo que Tim Ngubane era ahora. A gusto consigo mismo. Señor, y podía trabajar. Duro, sí. Pero inteligente. Los cazaba, asesinos, ladrones de bancos y secuestradores. Era despiadado y entusiasta. Era rápido de pies. Era lo que importaba; bailaba mientras los demás se arrastraban. Era diferente. Y había creído que siempre sería así. Pero entonces toda aquella mierda había encontrado la manera de abrumarlo.
Quizás ése era el problema. Quizá la bebida sólo afectaba a los bailarines; bastaba con mirar a Beukes y a Joubert, ellos bebían como cosacos pero seguían adelante. ¿Y él? Estaba jodido. Pero, en el fondo de su mente, el germen de una idea seguía diciendo que era mejor que todos ellos, el mejor detective del país, fin de la historia.
Entonces se rio de sí mismo, allí sentado al volante, al final de Long Street, cerca de las piscinas, porque era un desastre, un borracho, un tipo que había comprado una botella hacía una hora después de nueve días de sobriedad y sólo media hora atrás había perdido el control con el colombiano porque cargaba con tanta mierda y aquí estaba, creyéndose que era el no va más.
¿Entonces qué había pasado? ¿Entre Boef Beukes y el Glockenberg y ahora? ¿Qué coño había pasado? Había llegado a Belle Ombre Street y no había aparcamiento, así que aparcó en mitad de la acera.
Antes de abrir la puerta, pensó en el cadáver de esa noche en Bishop Lavis. No había oído los alaridos de la muerte en su mente. Ninguna de aquellas terribles voces.
¿Por qué no? ¿Dónde habían ido? ¿Era parte de la bebida, era el alcohol?
Se detuvo unos momentos más y luego abrió la puerta, porque no tenía respuestas. El edificio tenía diez o doce pisos, así que tomó el ascensor. Había dos polis negros de paisano en la puerta, cada uno con una escopeta. Griessel les preguntó quiénes eran. Uno respondió que eran de Crimen Organizado y que los había enviado Boef Beukes porque ahora ella era un objetivo.
—¿Sabían algo de Sangrenegra antes de que esto ocurriese?
—Tendría que hablar con Beukes.
Asintió y abrió la puerta. Una joven se levantó de un salto en la sala de estar y se le acercó. «¿La ha encontrado?», preguntó ella, y Griessel sintió la histeria justo por debajo de la superficie. En el sofá había dos agentes de la policía del tipo más amable, pequeños y delgados, con sus amables manos cruzadas recatadamente en el regazo. Servicios Sociales. Los miembros del cuerpo que aparecían en la escena cuando habían limpiado toda la mierda. Un hombre y una mujer.
—Aún no —respondió.
La mujer estaba en el centro de la habitación y emitió un sonido. Griessel vio que tenía el rostro hinchado y un corte que alguien le había curado. Tenía los ojos rojos por el llanto. Apretó los puños y bajó los hombros. La mujer de color de los servicios sociales se levantó y se acercó a ella.
—Venga y siéntese, es mejor si está sentada.
—Mi nombre es Benny Griessel —se presentó y le tendió la mano.
La mujer se la estrechó y dijo: «Christine van Rooyen». Él pensó que no tenía el aspecto de la puta habitual. Entonces la olió, una mezcla de perfume y sudor; todas olían así, no se quitaba.
Sin embargo, parecía diferente a las que conocía. Buscó la razón. Era alta, tan alta como él. No delgaducha, sino de constitución fuerte. Su piel era suave. Pero no era eso.
Le explicó que trabajaba con Ngubane y que sabía que era un momento difícil para ella. Sin embargo, quizá sabía alguna cosa que pudiera ayudar. La mujer le pidió que le acompañase, fue hasta una puerta corredera y la abrió de par en par. Daba a una terraza y se sentó en una de las sillas de plástico blanca. Comprendió que quería alejarse de las personas de los servicios sociales y eso significaba algo. Se sentó en otra de las sillas y le preguntó hasta qué punto conocía a Sangrenegra.
—Era mi cliente. —Advirtió la forma poco habitual de los ojos. Le recordaban a almendras.
—¿Un cliente habitual?
A la luz de la sala de estar sólo veía su mano derecha. Estaba apoyada en el brazo de la silla, los dedos cerrados contra la palma, las uñas clavadas en la carne.
—Al principio era como los demás —dijo ella—. Nada divertido. Entonces me habló de las drogas. Cuando descubrió que tenía una hija…
—¿Sabe qué encontramos en su casa?
—El hombre negro me telefoneó.
—¿Carlos la llevó alguna vez a otros lugares? ¿Otras casas?
—No.
—¿Tiene alguna idea de dónde podría haber llevado a su… hija?
—Sonia —dijo ella—. Mi hija se llama Sonia.
Los dedos se movieron en su palma, las uñas se clavaron más. Él deseaba tocarla.
—¿Dónde puede haber llevado a Sonia?
Ella sacudió la cabeza. No lo sabía. Luego dijo:
—No la volveré a ver. —Con la calma que sólo la absoluta desesperación puede dar.
En las primeras horas de la mañana sólo era un viaje de cinco minutos desde Belle Ombre a su apartamento. Lo primero que vio cuando encendió la luz fue la botella de brandy. Estaba en el mostrador del desayuno, como un centinela que vigila la habitación.
Cerró la puerta, cogió la botella y la giró en sus manos. Observó el reloj de la etiqueta y el líquido marrón dorado en su interior. Imaginó el efecto del alcohol en sus fibras, la ligereza de su mente, y la efervescencia justo debajo del cráneo.
Dejó la botella como si fuese algo sagrado.
Tendría que abrirla y vaciar el brandy en la pila.
Pero entonces lo olería y no podría resistirlo.
Primero debía controlarse. Apoyó las palmas en el mostrador y respiró hondo varias veces.
Señor, había estado muy cerca, unas horas antes.
Sólo el hambre había evitado que se emborrachase.
Respiró hondo una vez más.
Fritz le había llamado para saber si había escuchado el CD, y él habría estado borracho y su hijo lo hubiese sabido. Hubiese sido fatal. Pensó en la voz de su hijo. No había mucho interés por su opinión sobre la música. Alguna otra cosa. Un deseo. Una añoranza. El deseo de establecer contacto con su padre. Tener un vínculo con él. Nunca tuvimos un padre. Su hijo quería ahora un padre. Con desesperación. Él había estado tan cerca de joderlo todo. Tan cerca.
Respiró hondo de nuevo y abrió el armario de la cocina. Estaba vacío. Se apresuró a coger la botella, la guardó en el interior y cerró la puerta. Subió las escaleras. Ya no se sentía tan cansado. Cuando tienes el cerebro a tope continúas funcionando, y tus pensamientos saltan de una cosa a otra.
Se dio una ducha, se metió en la cama y cerró los ojos. Veía a la prostituta y sentía la reacción física, la tumescencia y pensó, «¿hola, hola, hola?». Se sentía culpable, porque ella acababa de perder a su hija y ésta era su reacción. Pero era extraño, porque las putas nunca le habían entusiasmado. Había conocido demasiadas. Tenían una profesión que era un imán para los problemas; trabajaban en un mundo que estaba sólo un pequeño paso más allá de los delitos graves. Y todas eran más o menos lo mismo, con independencia de la tarifa que cobrasen.
Había algo en Christine van Rooyen que la alejaba de las demás que conocía. ¿Pero qué? Entonces la comparó con el resto de prostitutas. Todas, desde las que hacían la calle en Sea Point hasta las pocas que atendían a los turistas por mucho dinero en el Radisson, tenían dos cosas en común. Aquel característico olor agridulce. Y el daño. Tenían una atmósfera de depresión. Como una casa, una casa descuidada, donde alguien todavía vive, pero que ves por la decadencia que a ellos ya no les importa.
Ésta no era así. O por lo menos no tanto. Aún había una luz que continuaba encendida.
Pero no era lo que le estaba provocando una erección. Era otra cosa. ¿El cuerpo? ¿Los ojos?
Demonios, él nunca le había sido infiel a Anna. Excepto con la bebida. Quizás Anna razonaba de esa manera: él le era infiel porque amaba al alcohol con una pasión absoluta. Por lo tanto, estaba justificado buscar en otra parte. Su cabeza le dijo que ella estaba en su derecho, pero el monstruo verde cobró vida y le hizo retorcerse en la cama. Aplastaría al cabrón, si la pillaba. Si entraba en su casa y en el dormitorio y ellos estaban ocupados… vio la escena con excesiva claridad. Se giró violentamente; se tapó con la sábana, metió la cabeza debajo de la almohada. No quería verlo. Algún joven cabrón follándose a su esposa y él veía el rostro de Anna, su éxtasis, aquella pequeña y sublime sonrisa íntima que le decía que estaba en su propio mundo de placer y su voz, él recordaba su voz, el susurro. «Sí, Benny, sí, Benny, sí, Benny». Pero ahora estaría diciendo el nombre de otro. Se levantó, se quedó junto a la cama y lo supo: mataría al hijo de puta. Tenía que llamarla. Ahora. Tenía que beber. Tenía que sacar la botella del armario de la cocina. Dio un paso hacia el armario. Apretó el puño y se detuvo.
Contrólate, se dijo en voz alta.
Abajo notó la ausencia. La erección había desaparecido. No era ninguna sorpresa.
Era una vieja casa de piedra con el techo de planchas de cinc. Saltó la cerca de alambres combados y tuvo que rodear la carcasa de una camioneta Ford monocabina colocada sobre unos bloques antes de ver el número en una de las columnas de la galería. El siete colgaba torcido.
En el interior reinaba la oscuridad. Thobela volvió sobre sus pasos hasta la puerta de atrás. Movió el pomo. Estaba abierta. Entró, cerró la puerta con mucha discreción, con la assegai en la mano izquierda. Estaba en la cocina. Había un olor en la casa. Mustio, como la pasta de pescado. Esperó a que sus ojos se acomodasen a la oscuridad interior. Entonces oyó un sonido en la habitación contigua.
En cuanto los dos miembros de los servicios sociales de la policía se marcharon, ella les llevó una jarra con café y dos tazas a los hombres armados que montaban guardia delante de la puerta. Luego cerró la puerta con llave y salió a la terraza.
La ciudad yacía ante ella, una criatura con un millar de ojos resplandecientes que respiraba más lenta y profundamente a esas horas de la noche. Sujetó la barandilla blanca y sintió el frío del metal en las manos. Pensó en su hija. Los ojos de Sonia, suplicantes.
Era culpa suya. Era responsable del miedo de su hija.
Desde la sala de estar oyó un ronquido como el bramido de un jabalí: corto, poderoso y vulgar.
Thobela asomó la cabeza por el marco de la puerta y vio al hombre en el sofá tapado con una manta.
¿Dónde estaba la mujer? Los Scholtz. Su hijo de dos años había muerto en el hospital en Oudtshoorn hacía dos semanas como consecuencia de una hemorragia cerebral.
El cirujano del distrito había encontrado lesiones en los pequeños órganos y en las delgadas y frágiles costillas y el cubito, las mejillas y el cráneo. A partir de ello había reconstruido un rompecabezas de abusos. «Lo peor que he visto en quince años como forense», citaba el periódico del domingo.
Se acercó a Scholtz en el piso desnudo. En la oscuridad, las medias lunas plateadas de los anillos brillaban en la oreja visible. En el musculoso brazo había una telaraña negra tatuada, el dibujo poco claro sin luz. La boca estaba abierta y en el punto máximo de cada respiración hacía aquel sonido animal.
¿Dónde estaba la mujer? Thobela pasó la yema del pulgar por el mango de la madera de la assegai mientras se adentraba en la casa. Había dos dormitorios. El primero estaba vacío, en la pared colgaban dibujos de niños, ahora sin color.
Sintió asco. ¿Cómo funcionaba la mente de estas personas? ¿Cómo podían mostrar los dibujos del niño en la pared del dormitorio y más tarde aplastar su cabeza contra ella? ¿O golpearlo hasta romperle las costillas?
Animales.
Vio a la mujer en la cama matrimonial de la otra habitación, su silueta marcada debajo de la sábana. Se giró. Murmuró algo inaudible. Él permaneció inmóvil. Aquí había un dilema. No, dos.
Christine soltó la barandilla y volvió al interior de la casa. Cerró la puerta corrediza. En el primer cajón de la cocina encontró el cuchillo de las verduras. Tenía una hoja larga y estrecha, con una ligera curva en la punta afilada. Era lo que quería ahora.
Él no quería ejecutar a la mujer. Ése era el primer problema.
Una guerra contra las mujeres no era una guerra. No su guerra, no una lucha en la que quisiera verse involucrado. Ahora lo sabía, después de Laurens. Que los juzgados, por imperfectos que fuesen, asumiesen la responsabilidad de las mujeres.
Pero si ahora la perdonaba, ¿cómo se enfrentaría al hombre? Aquel era su segundo problema. Necesitaba despertarle. Quería darle un arma y decir: «Lucha por tu derecho a partirle el cráneo a un niño de dos años, y mira dónde está la justicia». Pero la mujer se despertaría. Ella le vería. Encendería las luces. Se interpondría en el camino.
Christine se sentó en el borde de la bañera una vez cerrada la puerta. Quitó la tapa de la botella de yodo y sumergió la hoja del pequeño cuchillo en el líquido marrón. Luego levantó el pie izquierdo para apoyarlo sobre la rodilla derecha y buscó el punto, entre el talón y la planta del pie. Apretó la punta afilada de la hoja contra la suave piel blanca.
Los ojos de Sonia.
Se acercó todo lo posible a la puerta del dormitorio donde dormía la mujer. Entonces vio la llave en la cerradura y supo lo que debía hacer.
Quitó la llave. Sonó un ruido y oyó cómo la respiración de la mujer se hacía menos profunda. Se apresuró a cerrar la puerta. Crujió. Metió la llave desde el exterior. En las prisas, tuvo problemas para meterla.
La oyó decir algo en la habitación, una palabra que no identificó. Por fin entró la llave y la hizo girar.
—¿Chappie? —llamó la mujer.
El hombre en el sofá dejó de roncar. Thobela se volvió hacia él.
—¡Chappie! —gritó ella, ahora más fuerte—. ¿Qué estás haciendo?
El hombre se sentó en el sofá y apartó la manta.
—Estoy aquí por el niño —dijo Thobela.
Vio los hombros de Scholtz. Un hombre fuerte. Eso estaba bien.
—¡Hay un kaffir en la casa! —le gritó el hombre a su esposa.
Se clavó la hoja en el pie, todo lo fuerte que pudo. No pudo evitar el grito que escapó de sus labios.
Pero el dolor era intenso. Borró la herida; tapó todo lo demás, tal como había deseado.