La ciudad era demasiado pequeña.
No podía hacer un reconocimiento. Esa tarde, cuando había pasado por la larga curva de la calle principal, las miradas le habían seguido. Los ojos de las personas de color delante de un puñado de cafés, los ojos de los empleados negros de la gasolinera que consistía en un par de surtidores y una caravana destartalada. Los ojos de los pocos residentes blancos de Uniondale que regaban sus secos jardines con las mangueras.
Thobela sabía que tenía una única oportunidad de encontrar la casa. No podía mirar alrededor; no podía ir arriba y abajo. Porque aquí todos estaban enterados del escándalo Scholtz y recordarían a un negro conduciendo una camioneta; un hombre negro desconocido en un lugar donde todos se conocían.
Tuvo que conformarse con un cartel en la calle principal que señalaba la carretera. Fue suficiente. Salió de la ciudad por la R339, la que iba hacia el este en dirección a la montaña. A medida que la carretera daba la vuelta a la ciudad, vio que había un lugar donde podía aparcar entre los pimenteros y los barrancos de las laderas, junto al camino, donde podía dejar el vehículo en la oscuridad. Continuó el viaje, cruzó el paso junto al río Kamannasie, y doce kilómetros más allá puso gasolina junto a la cooperativa, en Avontuur.
—¿Adónde va? —le preguntó el gasolinero Xhosa.
—A Port Elizabeth.
—¿Por qué va por este camino?
—Porque es tranquilo.
—Que tenga un buen viaje, hermano.
El empleado le recordaría. Se vio forzado a volver a la carretera principal y girar a la derecha. Hacia el Langkloof, porque la mirada del hombre le seguiría. Si se desviaba de esa ruta, el hombre se preguntaría por qué y le recordaría todavía mejor.
En cualquier caso, tenía que pasar el tiempo hasta el anochecer. Dio un largo rodeo. Por las carreteras de grava, delante de los cotos de caza y después de nuevo por el paso. En este punto, por encima de Uniondale, donde estaba junto a la camioneta a la luz de la luna, observaba las luces de la ciudad allí abajo. Tendría que cruzar la llanura y el risco. Infiltrarse. Entre las casas. Tendría que evitar los perros. Debía encontrar la casa correcta. Tendría que entrar y hacer lo que debía hacer. Después, volver y marcharse.
Sería difícil. Tenía muy poca información del terreno y la posición de la casa. Ni siquiera sabía si estaban allí.
Marcharse. Ahora. El riesgo era demasiado grande. La ciudad demasiado pequeña.
Sacó la assegai de detrás del asiento. Se encaramó a una roca y miró a la ciudad. Sus dedos acariciaron el suave mango de madera.
Tenía toda la noche.
Entre Bishop Lavis y Camp’s Bay su móvil sonó dos veces. Primero era Greyline, del equipo forense.
—Benny, tu hombre conduce una camioneta.
—¿Sí?
—Si no estamos equivocados, una de doble cabina. Tu huella es de una RTSA Wrangler. Una Goodyear 215/14 y eso significa que es una cuatro por cuatro con diferencial autoblocante.
—¿De qué fabricación?
—Demonios, no, es imposible decirlo Wrangler: Ford, Mazda, Isizu, Toyota, todas llevan los mismos neumáticos.
—¿Cómo sabes que no es una camioneta sin doble cabina?
—Las que no son de doble cabina vienen con la Goodyear CV 2000 de Goodyear, que es la 195/14, la llaman G22. El problema es que casi todas las furgonetas taxi llevan este mismo tipo de neumáticos, así que es un caos. Tu cuatro por cuatro lleva la 215/15. Pero esta huella corresponde claramente a una 215/14, que ponen en las cuatro por cuatro con doble cabina. El ochenta por ciento de tus cuatro por dos tienen doble cabina o aquellas otras con sólo dos puertas, las Club Cabs. Y eso también significa que nuestro sospechoso no es un pobretón, porque en estos días una doble cabina vale lo que cuesta una granja.
—A menos que sea robada.
—Sí, a menos que sea robada.
—Gracias, Arrie.
—Ha sido un placer, Benny.
Antes de que pudiese pensar en esta nueva prueba, sonó el teléfono.
—Hola, papá.
—Era Fritz.
—Hola, Fritz.
—¿Qué haces, papá?
—¿Su hijo quería hablar?
—Trabajo. Hoy esto es un circo. Todo está ocurriendo a la vez.
—¿Con el vengador? ¿Se ha cargado a alguien más?
—No, él no. Algún otro que se cree el hombre de la assegai.
—¡Guay!
Griessel se echó a reír.
—¿Crees que es guay?
—Desde luego. Pero en realidad, papá, es que quería saber si habías escuchado el CD.
Maldita sea. Se había olvidado por completo del disco.
—Anoche me di cuenta de que no tengo un reproductor de CD. Hoy no he tenido tiempo de comprar uno. Era un loquero…
—Tranqui. —Pero notó la desilusión—. Si lo quieres, tengo un reproductor portátil. El bajo no es gran cosa.
—Gracias, Fritz, pero debo comprarlo para el apartamento. Lo haré mañana, te lo prometo.
—Fantástico. Después dime qué te ha parecido.
—En cuanto lo haya escuchado.
—Papá, no trabajes tanto. Carla te manda recuerdos y dice que ayer fue estupendo.
—Gracias, Fritz. Dale un beso de mi parte.
—Vale, papá. Adiós.
—Que duermas bien.
Se sentó al volante y miró en la oscuridad. Lo embargó la emoción. Quizás Anna ya no le quería, pero los chicos sí. A pesar de todo el daño que les había hecho.
Las tremendas diferencias entre los escenarios del crimen en Bishop Lavis y Camp’s Bay se hicieron aparentes de inmediato. En el vecindario rico prácticamente no había mirones, aunque había al menos el doble de vehículos policiales. Los agentes se arracimaban en la acera como si esperasen una manifestación.
Condujo por la calle hasta encontrar un lugar donde aparcar y anduvo pendiente arriba. Todas las casas eran de tres pisos para ver la ahora invisible vista del océano Atlántico. Todas eran del mismo estilo de cemento y cristal; modernos palacios que estaban vacíos durante la mayor parte del año, mientras su propietario se encontraba en Londres, Zúrich o Munich ocupados en ganar euros a manos llenas. En la entrada, un agente lo detuvo.
—Lo siento, el inspector Ngubane sólo quiere que entre el personal imprescindible —le explicó el agente.
Sacó su tarjeta de identidad del billetero y se la mostró.
—¿Por qué hay tanta gente aquí?
—Por las drogas, inspector. Tenemos que ayudarles a llevársela cuando acaben.
Fue hasta la puerta principal y miró al interior. Era grande como un teatro. Había dos o tres zonas para sentarse a diferentes niveles, una zona de comedor, y, a la derecha, en un lado del balcón, una resplandeciente piscina azul. Dos equipos forenses estaban ocupados en buscar manchas de sangre con lámparas ultravioletas. En el nivel superior, en un gran sofá de cuero, había cuatro hombres sentados en hilera, esposados y con las cabezas gachas, como si ya estuviesen arrepentidos. Junto a ellos había policías de uniforme, todos con armas en las manos. Griessel subió.
—¿Dónde está el inspector Ngubane? —preguntó a uno de los agentes.
—En el último piso —le indicó uno.
—¿Quién de estos cabrones abusó de la niña?
—Esos no son más que peones —respondió el uniformado—. El inspector está ocupado con el gran jefe. Y no es sólo por abusar de la niña.
—¿Cómo?
—La niña ha desaparecido…
—¿Cómo llego arriba?
—Las escaleras están allí. —El poli se lo señaló con la culata de la escopeta.
En el pasillo del primer piso, Timothy Ngubane discutía con un fornido detective blanco. Griessel le reconoció por el sombrero de tela azul y blanca que llevaba el emblema de una flor roja y las palabras WP Rugby. El superintendente superior Wilhelm «Boef» Beukes, un antiguo miembro de las viejas unidades de Asesinatos, Robos y Narcóticos y ahora un especialista en el crimen organizado.
—¿Por qué no? La niña no está aquí.
—Puede haber pruebas allí, superintendente, y no puedo arriesgarme… —Vio a Griessel—. Benny —dijo con tono de alivio.
—Hola, Tim. Boef, ¿cómo estás?
—Jodido, gracias. Hay un alijo de drogas que hará historia y tengo que hacer cola.
—Encontrar a la niña tiene prioridad, superintendente —dijo Ngubane.
—Pero no está aquí. Eso ya lo sabes.
—Pero puede haber pruebas allí abajo. Sólo le pido que espere.
—Pues mueve el culo —dijo Beukes y se marchó por el pasillo.
Ngubane exhaló un suspiro.
—Ha sido una noche sorprendente —le comentó a Griessel—. Absolutamente sorprendente. Los tengo a todos allá abajo…
—Allá abajo, ¿dónde?
—Hay un almacén en el sótano con más drogas de las que nunca haya visto nadie, y toda la poli está aquí; la rama comercial, el crimen organizado y los tipos de narcóticos del equipo forense y todos han traído a sus propios equipos de vídeo y fotógrafos, y no les puedo dejar entrar, porque puede haber pistas de dónde se llevaron a la niña.
—¿Y el sospechoso?
—Está aquí. —Ngubane señaló la puerta detrás de él—. Y no habla.
—¿Puedo entrar?
Ngubane abrió la puerta. Griessel miró al interior. No era una habitación grande. Desordenada. Un hombre estaba sentado en una caja de cartón. Una abundante cabellera negra, largos bigotes negros, la camisa blanca desabrochada, el bolsillo del pecho parecía roto. Una marca roja en la mejilla.
—Sy Naan. Es Carlos —comenzó Ngubane que habló en afrikaans con toda intención para que Sangrenegra no pudiese entenderlo y sacó una pequeña libreta del bolsillo del pantalón—. Carlos San… gre… ne… gra. —Leyó las sílabas con mucho cuidado.
—Que te follen —dijo Sangrenegra con inquina.
—¿Alguien le pegó? —Griessel habló en afrikaans.
—La madre. De la niña. Es colombiano. Su visa… caducó hace mucho.
—¿Qué pasó, Tim?
—Pasa, no quiero dejar a este cabrón solo.
—Maldices muy bien en afrikaans.
Ngubane entró en la habitación por delante de Griessel.
—Tengo buenos maestros. —Cerró la puerta tras él. Tenía el aspecto de una habitación destinada a ser un estudio. Estanterías en una de las paredes, de madera oscura resplandeciente, pero vacías. Cajas en el suelo.
—¿Qué hay en las cajas? —preguntó Griessel.
—Mira —dijo Ngubane y se sentó en la única silla, un mueble de oficina muy caro de cuero marrón y respaldo alto.
Griessel abrió una de las cajas. Dentro había libros. Sacó uno. La historia de dos ciudades aparecía escrito en letras doradas en el lomo.
—Mira dentro.
Lo abrió. No había páginas: sólo un recipiente de plástico y los lados que simulaban el papel.
—No eres un gran lector, Carlos —comentó Griessel.
—Que te follen.
—Una mujer llamó a Caledon Square alrededor de las ocho —continuó Ngubane en afrikaans—. Lloraba. Dijo que habían secuestrado a su hija y sabía quién había sido. Enviaron a un equipo al apartamento en Belle Ombre Street y encontraron a la dama. Estaba confusa y sangraba por la cabeza. Afirmó que un hombre la había atacado y se había llevado a su hija. Estaba… —Buscó la palabra en afrikaans.
—Inconsciente.
Ngubane asintió.
—Dio el nombre y esta dirección, y dijo que él la había violado. Añadió que le conocía y que a él le gustaban las niñas… ¿comprendes? Entonces nos dijo que era un señor de la droga.
Griessel asintió y se volvió para mirar a Sangrenegra. Los ojos castaños ardían. Era un hombre delgado, las venas prominentes en los antebrazos, vestido con vaqueros y zapatillas de deporte. Tenía las manos esposadas a la espalda.
—Los agentes de uniforme llamaron al comisario y el comisario nos llamó a nosotros. Yo recibí la llamada, hablé con Joubert y conseguí el equipo de operaciones especiales. Entonces todos estábamos aquí y los de operaciones especiales llegaron en un helicóptero. Encontramos a cinco hombres. Carlos y los cuatro que están abajo. Descubrieron las drogas en el sótano y la ropa de la niña en la habitación de este tipo. También encontraron sangre en su BMW y un perro, uno de esos perros de peluche, pero no a la niña, y este cabrón no quiere hablar. Dice que no sabe nada.
—La niña. ¿Es pequeña?
—Tres años. Tres.
Griessel sintió un profundo asco.
—¿Dónde está? —le preguntó a Carlos.
—Que te follen.
Dio un salto y cogió al hombre por el pelo, le sacudió la cabeza y continuó tirándole de los rizos negros. Acercó su rostro al de Sangrenegra.
—¿Dónde está, hijo de puta?
—¡No lo sé!
Griessel le tiró del pelo. Sangrenegra hizo una mueca.
—Miente. La puta miente. No sé nada.
—¿Cómo es que las prendas de la niña acabaron en tu habitación, cabrón? —Volvió a tirar de nuevo con toda la fuerza que pudo mientras le corroía la frustración.
—Ella las puso allí. Es una puta. Es mi puta.
—Jesús —exclamó Griessel con asco y le dio un último tirón al pelo antes de soltarlo. Sentía la mano grasienta. Se la limpió en la camisa de Sangrenegra—. Mientes, cabrón.
—Ya he pasado por esto —dijo Ngubane con una voz tranquila, como si nada hubiese sucedido.
—Pregúntele a mis hombres —dijo Sangrenegra.
Griessel se rio sin humor.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó y hundió el dedo en el morado en la mejilla de Carlos.
El colombiano le escupió. Griessel echó la mano atrás para abofetearlo.
—Dice que hoy había visitado a la denunciante —explicó Ngubane—. Que ella es una prostituta. Que lo invitó a su apartamento. Que la niña no estaba allí. Luego ella le pegó sin motivo. Así que le devolvió el golpe.
—¿Ésa es su historia?
—Ésa es su historia.
—¿Y la madre?
—Los servicios sociales están con ella. Está… traumatizada.
—¿Tú qué crees, Tim? —Griessel se dio cuenta de que le faltaba el aliento. Se sentó en una caja.
—La niña estuvo en su coche, Benny. La sangre. El perro. Estuvo allí. Él se la llevó a alguna parte. Tenemos dos horas desde el ataque a la denunciante hasta que llegamos aquí. Se llevó a la niña a alguna parte. Creyó que porque la madre es una acompañante podía hacer lo que quisiera. Pero algo ocurrió en el coche. La niña se asustó o algo así. Así que él le hizo un tajo. Eso es lo que parece indicar la sangre. Está en el reposabrazos del asiento trasero. Parece como una… —buscó de nuevo la palabra en afrikaans— …arteria. Entonces comprendió que tenía problemas. Debía deshacerse de la niña.
—Jesús.
—Sí —dijo Ngubane.
Griessel miró a Sangrenegra. Carlos le devolvió la mirada con desdén.
—No creo que debamos ser optimistas respecto a la niña. Si estuviese viva, este cabrón querría negociar.
—¿Puedo probar una cosa? —preguntó Griessel.
—Por favor —dijo Ngubane.
—¿Carlos, has oído hablar de Artemisa? —preguntó Griessel.
—Que te follen.
—Deja que te cuente una historia, Carlos. Anda un tipo por ahí. Tiene una gran assegai. ¿Sabes lo qué es una assegai, Carlos? Es una lanza. Un arma zulú. Con una hoja muy larga, muy afilada. Verás, este tipo es un verdadero problema para nosotros, porque mata gente. ¿Sabes a quién mata, Carlos? Mata a las personas que se meten con los niños. ¿Estás seguro de que no has oído hablar de esto, Carlos?
—Que te follen.
—Estamos intentando pillar a este tipo. Porque está quebrantando la ley. Pero contigo podemos hacer una excepción. Así que esto es lo que voy a hacer. Voy a decir a todos los periódicos y a la televisión que has secuestrado a esta hermosa niña, Carlos. Les daré tu dirección. Publicaremos una foto tuya. Me ocuparé de que te dejen en libertad bajo fianza. Voy a mantener a todos tus amigos en la cárcel, y te dejaré aquí solo, en esta casa grande. Nosotros estaremos sentados fuera para asegurarnos de que no vuelves a Colombia. Y esperaremos a que el tipo con la lanza te encuentre.
—Que te follen.
—No, Carlos. Tú serás quien acabará follado. Piénsalo. Porque cuando venga, nosotros miraremos hacia otro lado.
Sangrenegra no dijo nada, sólo miró a Griessel.
—Este tipo de la assegai ha matado a tres personas. De un solo golpe, en el corazón. Con aquella hoja larga.
Ninguna reacción.
—Di dónde está la niña. Y podría ser diferente. Carlos sólo lo miró.
—¿Quieres morir, Carlos? Sólo dinos donde está la niña. Por un momento Sangrenegra titubeó. Luego gritó, con una voz aguda:
—¡Carlos no lo sabe! ¡Carlos no tiene ni puñetera idea!