31

Quería irse a casa. No al apartamento, sino a su casa. Donde estaban su esposa y sus hijos. Le dolía muchísimo la cabeza y notaba una pesadez como si se le hubiese acabado el combustible. Pero llevó el coche hacia la ciudad. Se preguntó qué estarían haciendo sus hijos. Y Anna.

Entonces lo recordó. Quería llamarla por teléfono. Por lo que le había estado preocupando desde ayer. Sacó el móvil mientras conducía y buscó el número en la agenda. Apretó el botón y llamó.

—Hola, Benny.

—Hola, Anna.

—Los chicos dicen que sigues sobrio.

—Anna… quiero saberlo. Nuestro acuerdo…

—¿Qué acuerdo?

—Dijiste que si dejaba de beber durante seis meses…

—Eso es.

—¿Entonces me aceptarás de nuevo? Ella no respondió.

—Anna…

—Benny, apenas ha pasado una semana.

—Han sido nueve putos días.

—Ya sabes que no me gusta cuando maldices.

—Lo único que pregunto es si lo del acuerdo va en serio. La línea permaneció en silencio. Justo cuando estaba a punto de decir algo, la oyó.

—Mantente apartado de la bebida durante seis meses, Benny. Luego podremos hablar.

—Anna… —Pero ella ya había colgado.

No tuvo fuerzas para enfadarse. ¿Por qué estaba pasando por esto? ¿Por qué luchaba contra la bebida? ¿Por una promesa que de pronto ya no era una promesa?

Ella tenía a otro. Lo sabía. Él era un jodido detective; podía sumar dos y dos.

Era su manera de quitárselo de encima. Él no se dejaría engañar. No iba a pasar por este infierno por nada. No, maldita sea, no de la manera que se sentía ahora. Una copa y se iría el dolor de cabeza. Sólo una. La saliva inundó su boca y ya podía saborear el alcohol. Dos copas para tener energía, gasolina en el tanque, para dirigir el grupo de trabajo de la assegai. Tres, y ella podría tener tantos amantes como quisiera.

Sabía que ayudaría. Haría que todo fuese mejor. Nadie se iba a enterar. Sólo él y el dulce sabor en su apartamento y después una buena noche de descanso. Para solucionar este asunto con Anna. Y el caso. Y la soledad. Consultó su reloj. Las licorerías todavía estarían abiertas.

Cuando llegó a su puerta con las botellas de Klipdrift y Coca-Cola en una bolsa de plástico, había un paquete en el umbral envuelto en papel de aluminio. Abrió la puerta y dejó las botellas en el suelo antes de recoger el paquete. Había una nota pegada. Quitó el celo.

Para el policía trabajador. Que lo disfrute. De Charmaine-106.

¿Charmaine? ¿Qué buscaba esta mujer? Quitó el papel de aluminio. Era una bandeja Pírex con tapa. Levantó la tapa. La fragancia del curry y el arroz llegó hasta su nariz. Chico, olía delicioso. Le dominó el hambre. Con la cabeza un poco ida, cogió una cuchara y se sentó en el mostrador. Metió la cuchara y se llenó la boca. Curry de cordero. La carne era tierna entre sus dientes, el sabor le corrió por el cuerpo. Charmaine, Charmaine, fueses quien fueses, sabías cocinar, de eso no había duda. Tomó otra cucharada, apartó una hoja de laurel con el dedo, la chupó y la dejó a un lado. Comió otro bocado. Delicioso. Otro. El curry era fuerte y las gotas de sudor aparecieron en su rostro. La cuchara marcó un ritmo. Dios, estaba hambriento. Debía pensar en un plan de comidas. Tenía que llevarse un sandwich al trabajo.

Miró la botella de Klipdrift en el mostrador, a su lado. Pronto. Se sentaría en su sillón con la barriga llena y se tomaría su copa como estaba mandado: poco a poco, saboreándola.

Comió como una máquina hasta la última cucharada de curry, recogió con cuidado un último trocito de carne y el poquito de salsa y se lo llevó a la boca.

Caray. Sí que estaba bueno. Apartó la bandeja.

Ahora tendría que devolvérsela a Charmaine en el 106. Se había hecho una imagen mental de una joven regordeta. ¿Por qué? ¿Por qué su comida era tan buena? ¿Un poco solitaria? Se levantó para lavar la bandeja en la pila, después la tapa y su cuchara. La secó, buscó el papel de aluminio, lo dobló con cuidado y lo colocó dentro de la bandeja. Cogió las llaves, cerró la puerta al salir y caminó por el pasillo.

Ella sabía que era poli. El conserje tenía que habérselo dicho. Tendría que decirle que era un hombre casado. Después tendría que explicarle por qué vivía allí solo… Se detuvo. ¿De verdad tenía que pasar por toda esa mierda? ¿No podía dejarle la bandeja en la puerta sin más?

No. Tendría que darle las gracias.

Quizá no estaba. O estaba durmiendo o algo así. Llamó con la mayor suavidad posible, aunque oyó el sonido de un televisor dentro. Entonces se abrió la puerta.

Ella era pequeña y vieja. Pasaba de los setenta.

—Usted debe de ser el policía —dijo y sonrió con unos dientes postizos de un blanco reluciente—. Soy Charmaine Watson-Smith. Por favor, pase. —Su acento era muy británico y sus ojos, grandes, detrás de los gruesos cristales de las gafas.

—Soy Benny Griessel —se presentó y su entonación le sonó demasiado afrikaans.

—Es un placer conocerle, Benny —dijo ella y cogió la bandeja—. ¿Le gustó?

—Mucho. —El interior del apartamento era idéntico al suyo, sólo que lleno. Atiborrado de muebles, montones de retratos en las paredes, montones de chucherías en los armarios, en las estanterías, y en las pequeñas mesas de centro figuras de porcelana, muñecas, y fotografías enmarcadas. Manteles de encaje y libros. Un televisor gigantesco donde estaban pasando una serie.

—Por favor, siéntese, Benny —dijo ella y le quitó el sonido al televisor.

—No quiero interrumpir su serie. Sólo he venido a darle las gracias. Ha sido muy amable por su parte. —Se sentó en el borde de una silla. No quería quedarse mucho. Le esperaba la botella—. El curry ha sido fantástico.

—Oh, ha sido un placer. Como usted no tiene esposa…

—La… tengo… pero estamos… —buscó la palabra—… separados.

—Lamento oírlo. Más o menos me lo había imaginado al ver a sus hijos ayer…

Por lo visto no se le pasaba nada.

—Sí —dijo él.

Ella se sentó. Parecía estar acomodándose para una larga charla. Él no quería…

—¿Qué trabajo hace en la policía?

—Estoy con la unidad de Crímenes Graves y Violentos. Soy inspector detective.

—Oh, me encanta saberlo. El hombre adecuado para el trabajo.

—¿Oh? ¿Qué trabajo es ése?

Ella se inclinó hacia delante y susurró como una conspiradora.

—Hay un ladrón en este edificio.

—¿Ah, sí?

—Verá, recibo el Cape Times cada mañana —añadió ella, siempre con el mismo exagerado susurro.

—¿Sí? —Una luz comenzó a brillar en su cabeza. No existían el curry y el arroz gratis.

—Lo dejan en mi buzón del vestíbulo. Alguien lo roba. No todas las mañanas, cierto. Pero a menudo. Lo he intentado todo. Incluso he estado acechando la puerta interior desde el jardín. Creo que ustedes, los detectives, lo llaman vigilancia, ¿estoy en lo cierto?

—Así es.

—Pero mi ladrón es muy esquivo. No he conseguido averiguar nada.

—Dios mío —dijo él. No tenía ni idea de qué otra cosa decir.

—Pero ahora tenemos a un detective de verdad en el edificio —prosiguió ella con inmensa satisfacción y se reclinó en su silla. El teléfono de Griessel sonó en el bolsillo de su camisa.

—Lo siento. Tengo que atender la llamada.

—Por supuesto que sí, querido.

Sacó el teléfono.

—Griessel.

—Benny, soy Anwar —dijo el inspector Anwar Mohammed—. La tenemos.

—¿A quién?

—A tu mujer de la assegai. Artemisa.

—¿La mujer de la assegai?

—Sí. Ha hecho una declaración completa.

—¿Dónde estás?

—En el veintitrés de Petunia Street, en Bishop Lavis.

Se levantó.

—Tendrás que dirigirme. Te llamaré cuando esté cerca.

—Vale, Benny.

Cortó la comunicación.

—De verdad que lo siento mucho, pero tengo que irme.

—Por supuesto. Al parecer, el deber llama.

—Sí, es el caso en el que trabajo.

—Bien, Benny, ha sido un placer conocerle.

—Lo mismo digo. —Caminó hacia la puerta.

—¿Le gusta el cordero asado?

—Oh, sí, pero no debe tomarse la molestia.

—No lo es —contestó ella con una gran sonrisa blanca—. Ahora que está trabajando en mi caso.

Petunia Street era un revuelo. A la luz de las farolas había un par de centenares de curiosos, así que tuvo que circular a marcha lenta y esperar a que le abriesen el paso. Delante del número 23 giraban las luces azules de tres furgonetas de la policía y las rojas de una ambulancia. Las furgonetas Toyota del equipo forense y de dos equipos de la televisión estaban aparcadas en la acera. Delante de la casa vecina había dos camionetas de SABC y la e.TV.

Se apeó del coche y se abrió paso entre los curiosos. En el jardín, un policía de color intentó detenerle. Le mostró su identificación y le dio orden de que llamase a más agentes para controlar al público.

—No hay más, toda la comisaría está aquí —fue la respuesta.

Griessel entró por la puerta abierta. Dos policías de uniforme estaban sentados en la sala de estar mirando la tele.

—Maldita sea —les dijo Griessel—. ¿La multitud está a punto de entrar en la casa y ustedes dos están mirando la tele?

—No se preocupe —respondió uno—. Estamos en Bishop Lavis. Las personas son curiosas pero decentes.

Anwar Mohammed oyó su voz y salió de una habitación interior.

—Manda a estos tipos afuera, Anwar, es el escenario de un crimen.

—¿Habéis oído al inspector?

Los hombres se levantaron a regañadientes.

—Pero si es Frasier —protestó uno, y señaló la pantalla.

—No me importa lo que sea. Id y haced vuestro trabajo —ordenó Mohammed. Luego le dijo a Griessel—: La víctima está aquí, Benny. —Le guio hacia la cocina.

Griessel vio primero la sangre; un grueso arco rojo que comenzaba en la puerta del armario de la cocina y se movía todo el camino hasta el techo. A la derecha de la nevera y de la cocina había más sangre con el característico trazado de una arteria seccionada. Un hombre yacía en posición fetal en una esquina de la pequeña habitación. Dos miembros del equipo de vídeo estaban colocando los focos para filmar la escena. La luz hacía que brillara la sangre marrón rojiza en la camisa de la víctima. Había unos cuantos rotos en la tela. A su lado había una assegai. El mango de madera medía casi un metro, y la hoja teñida de sangre, unos treinta centímetros de longitud y unos tres o cuatro centímetros de ancho.

—No fue el hombre de la assegai —dijo Griessel.

—¿Cómo lo sabes?

—El modus operandi es diferente, Anwar. Además, esta hoja es demasiado pequeña.

—Será mejor que hables con la muchacha.

—¿La muchacha?

—Diecinueve años y bonita. —Mohammed señaló con la cabeza hacia la puerta. Salió él primero.

La joven estaba sentada en el comedor con la cabeza entre las manos. Había sangre en sus brazos. Griessel caminó alrededor de la mesa y apartó la silla junto a ella y se sentó. Mohammed se colocó detrás de él.

—Señorita Ravens —dijo Mohammed en voz baja.

Ella apartó la cabeza de las manos y miró a Griessel. Vio que era bonita, un rostro delicado con ojos oscuros, casi negros.

—Buenas noches —dijo.

La muchacha asintió.

—Mi nombre es Benny Griessel.

Ninguna reacción.

—Señorita Ravens, el inspector está a cargo del caso de la assegai. Háblele de los otros —le pidió Mohammed.

—Fui yo —afirmó ella. Griessel vio que sus ojos estaban desenfocados. Las manos le temblaban.

—¿Quién es el hombre que está allí? —preguntó.

—Es mi papá.

—¿Lo hizo usted?

—Sí.

—¿Por qué?

La joven parpadeó varias veces.

—¿Qué hizo él?

Ella miraba a Griessel, pero él no estaba seguro de que le viese. Cuando habló lo hizo con una fuerza sorprendente en su voz, como si perteneciese a otra persona.

—Venía y se acostaba conmigo. Durante doce años. No se me permitía decírselo a nadie.

Griessel sintió la furia.

—¿Entonces leyó lo del hombre con la assegai?

—No es un hombre. Es una mujer. Soy yo.

—Te lo dije —intervino Mohammed.

—¿Dónde consiguió esta assegai?

—En la estación.

—¿Qué estación?

—La estación de Ciudad del Cabo.

—¿En el mercado de pulgas de la estación?

Ella asintió.

—¿Cuándo la compró?

—Ayer.

—¿Ayer? —repitió Mohammed.

—¿Entonces esperó a que él volviese a casa esta noche?

—No quería dejar de hacerlo. Le pedí que no lo hiciese más. Se lo pedí de buenas maneras.

—¿Ustedes dos vivían aquí solos?

—Mi madre murió. Hace doce años.

—Señorita Ravens, si compró la assegai ayer, ¿cómo pudo haber matado a las otras personas?

Los ojos negros se movieron hacia el rostro de Griessel. Después desvió la mirada.

—Lo vi en la tele. Entonces lo supe. Fui yo.

Él tendió una mano y la apoyó en el hombro de la joven. Ella se apartó y Griessel vio en los ojos un miedo momentáneo. Quizás odio. No podía diferenciarlo. Apartó la mano.

—Llamé a los servicios sociales —dijo Mohammed en voz baja a su espalda.

—Bien hecho, Anwar. —Los servicios sociales podrían ocuparse de ella. Se levantó y se llevó a Mohammed fuera de la habitación sujeto por el codo. En la cocina, junto al cadáver, añadió—: Vigílala. No la dejes sola.

Antes de que Mohammed pudiese responder, oyeron la voz de Pagel en la puerta.

—Buenas noches, Nikita, buenas noches, Anwar.

—Buenas noches, profesor.

El patólogo vestía un traje de fiesta y llevaba el maletín en la mano. Pasó junto al equipo de vídeo y se puso en cuclillas junto al hombre, en el suelo.

—Ésta no es nuestra assegai, Nikita —dijo mientras abría el maletín.

—Lo sé, profesor.

—Benny —llamó una voz desde la sala de estar.

—Aquí —respondió.

Cloete, el oficial de relaciones públicas, entró en la cocina.

—Esto está muy concurrido. —Miró a la víctima—. La ha palmado.

—Vaya, ¿así que también eres patólogo? —preguntó uno de los hombres del equipo de vídeo.

—Cuidado, profesor, Cloete va a por su trabajo —dijo el otro.

—Eso es porque Benny ahora está sobrio. Una oportunidad menos de trabajo para Cloete.

—Pero no se puede decir que Benny tenga mejor aspecto.

—Mierda, si que estáis divertidos esta noche —dijo Griessel. Luego se dirigió a Cloete—: Ven, hablaremos allí. —Vio a Mohammed, que lo seguía—. Anwar, busca a alguien que vigile a la chica antes de venir.

—¿Intentará escapar? —preguntó Cloete.

—No es eso lo que temo —contestó Griessel, y se sentó en una silla de la sala de estar. La televisión todavía ofrecía la misma telecomedia. Sonaban risas. Griessel apagó el televisor.

—¿Has visto a la gente de la tele afuera?

Griessel asintió. Antes de que pudiese decir nada más, sonó el móvil en su bolsillo.

—Perdona —le dijo a Cloete y atendió la llamada—: Griessel.

—Soy Tim Ngubane. Joubert dice que buscas un cebo. Para el tipo de la assegai

—Sí. —Un tanto sorprendido por el tono amistoso.

—¿Qué te parece un señor de la droga colombiano al que le van las niñas pequeñas?

—Me suena bien, Tim.

—¿Bien? Es perfecto. Y lo tengo para ti.

—¿Dónde estás?

—En Camp’s Bay, hogar de los ricos y famosos.

—Iré en cuanto pueda.

Antes de que pudiese guardar el móvil, Cloete se adelantó. Señaló al exterior.

—Alguien les dijo que fue Artemisa. Los periódicos también están aquí. Me tuve que enterar por ellos.

—Acusador.

—Acabo de llegar.

—No digo que fueses tú, pero quien…

—Cloete, siento lo de ayer. Fue uno de los miembros de mi equipo el que habló con los medios. No volverá a ocurrir.

—¿Qué quieres, Benny?

—¿A qué te refieres?

—El día que te disculpas es el día que quieres algo. ¿Qué está pasando aquí?

—Es un caso difícil. Una muchacha de diecinueve años apuñaló a su padre con una assegai porque abusaba de ella. Pero no cometió los otros crímenes.

—¿Estás seguro?

—Del todo.

—¿Cómo quieres que maneje esto?

—Cloete, hay políticos involucrados con el asunto de la assegai. Entre tú y yo, la chica que está allí se sintió inspirada en parte por nuestro asesino, si sabes lo que quiero decir. Pero si se lo dices a los medios, al comisionado le dará un ataque, porque está bajo presión desde arriba.

—¿El ministro?

—La comisión parlamentaria.

—Joder.

—También debes hablar con Anwar, para que todos contemos la misma historia. Creo que sólo debemos mencionar una pelea doméstica y un instrumento afilado. No hables por ahora del arma.

—Eso no es lo que quieres de mí, Benny, ¿verdad?

—No, tienes razón. Necesito otro favor.

Cloete sacudió la cabeza incrédulo.

—Todos saben que no soy más que una puta. Un puto policía, eso es lo que soy.