27

Faltaban tres minutos para las diez cuando llamó a la puerta de su casa como si fuese un extraño. Atendió Anna:

—¿Estás sobrio, Benny? —preguntó.

—Sí —respondió él.

—¿Estás seguro?

La miró a los ojos para hacerle saber que el primer sí había sido suficiente.

Se la veía guapa. Se había hecho algo en el pelo. Lo llevaba más corto. Se había maquillado, los labios rojos y brillantes.

Ella se tomó su tiempo antes de reaccionar.

—Iré a buscar a los chicos. —Cuando levantó un pie para entrar, ella le cerró la puerta en las narices. Se quedó allí atónito y luego le dominó la humillación. Agachó la cabeza por si los vecinos estaban fuera y le veían de esa manera. Todos sabrían que lo habían echado de casa. Esa calle era como un pueblo.

Se abrió la puerta y Carla se le echó encima, los brazos alrededor del cuello y le estrechó diciendo «papá», como hacía cuando era pequeña. Su pelo olía a fresa. Él la abrazó con fuerza y dijo:

—Hija mía.

Vio a Fritz en el umbral con una mochila en la mano.

—Hola, papá. —Incómodo.

—Hola, Fritz.

—Tráelos a las seis —dijo Anna, que estaba detrás de su hijo.

—Lo haré —prometió él.

Anna cerró la puerta.

¿Por qué se la veía tan bonita? ¿Qué tenía preparado para hoy?

Carla hablaba demasiado, con demasiada alegría, y Fritz, sentado atrás, no decía ni una palabra. Por el espejo retrovisor, Griessel veía que el chico miraba a través de la ventanilla sin expresión alguna. En el perfil de Fritz veía ecos de las facciones de Anna. Se preguntó en qué estaría pensando Fritz. ¿En la última noche en que su padre había estado en casa y le había pegado a su madre? ¿Cómo lo podía arreglar? Carla no dejaba de hablar del próximo baile para celebrar el final del bachillerato, de las intrigas de quién le había pedido a quién para que la acompañase, como si ella sola tuviese que encargarse de que la fiesta fuese un éxito.

—¿Qué tal si vamos a comer al Spur? —propuso cuando Carla hizo una pausa para respirar.

—Vale —asintió Carla.

—Ya no estamos en la escuela primaria —protestó Fritz.

—El Spur es un restaurante familiar, estúpido —dijo Carla.

—El Spur es para niños pequeños —afirmó Fritz.

—Bueno, escoge tú, Fritz —dijo Griessel—. Lo que quieras.

—No importa.

Mientras subían las escaleras hasta su apartamento, pensó que sería horrible para los chicos. El pequeño espacio vacío: la cárcel de papá. Abrió la puerta y se hizo a un lado para que pudieran entrar. Carla desapareció escaleras arriba de inmediato. Fritz se quedó en la puerta y observó el lugar.

—Mola —opinó.

—¿Eh?

—Un piso de soltero —dijo su hijo en respuesta, y entró—. ¿No tienes tele, papá?

—No, yo…

—Tienes un lugar precioso, papá —dijo Carla desde lo alto de las escaleras.

Entonces sonó el móvil, lo desenganchó del cinturón.

—Griessel.

—Habíamos quedado en que hablaría contigo para informarte —dijo Jamie Keyter—. ¿Dónde vives?

Tendría que hablar con Keyter, aunque no quería hacerlo allí. Le indicó la dirección y se despidió.

—Hoy tengo que ocuparme de una cosa del trabajo —explicó a los chicos.

—¿Qué clase de trabajo?

—Es un caso. Mi compañero de turno viene para aquí.

—¿Qué caso, papá? —preguntó Carla.

—El del tío que apuñala a la gente con una assegai.

—Mola —dijo Fritz.

—¿Artemisa? ¿Trabajas en el caso de Artemisa? —preguntó Carla entusiasmada.

—Sí —respondió y se preguntó si alguna vez había hablado antes de su trabajo con los chicos. Cuando estaba sobrio.

Carla se zambulló en el sofá nuevo con las manchas anónimas.

—Pero no es un tipo —señaló—. La televisión dice que es una mujer. Artemisa. Se cobra la venganza contra todos los que maltratan a los chicos.

—Es un hombre —insistió Griessel, y se sentó en una de las sillas nuevas delante de su hijo. Las piernas de Fritz colgaban sobre el reposabrazos. Había sacado una revista de la mochila. New Age Gaming. Comenzó a hojearla.

—Oh —dijo Carla desilusionada—. ¿Sabes quién es, papá?

—No.

—¿Entonces cómo sabes que es un hombre?

—Es muy poco probable que sea una mujer. Los asesinos en serie suelen ser hombres. Las mujeres casi nunca utilizan…

—Charlize Theron era una asesina en serie —dijo Carla.

—¿Quién?

—Ganó un Oscar por hacerlo.

—¿Por los asesinatos?

—Papá no sabe quién es Charlize Theron —dijo Fritz desde detrás de su revista.

—Papá lo sabe —respondió Carla, y ambos le miraron para decidir la discusión, y supo que había llegado el momento de decir las palabras que había compuesto en su cabeza mientras iba a Brackenfell aquella mañana.

—Soy un alcohólico.

—Papá…

—Espera, Carla. Hay cosas de las que debemos hablar. Antes o después. No vale fingir.

—Sabemos que eres un alcohólico —dijo Fritz—. Lo sabemos.

—Calla —le ordenó Carla.

—¿Por qué? Fue todo lo que hicimos y de qué sirvió. Ahora se van a divorciar y papá bebe como un cosaco.

—¿Quién dice que nos vamos a divorciar?

—Papá, no dice más que tonterías…

—¿Tu madre ha dicho que nos vamos a divorciar?

—Dijo que podías volver cuando dejases de beber. Nosotros sabemos que no puedes dejar de beber. —El rostro de Fritz estaba detrás de la revista de nuevo, pero escuchaba la furia en la voz de su hijo y la indefensión.

—Lo he dejado.

—Ya lleva ocho días —dijo Carla.

Fritz permaneció inmóvil detrás de la revista.

—¿No crees que puedo dejarlo?

Fritz cerró la revista.

—Si querías dejarlo, ¿por qué no lo hiciste hace mucho? ¿Por qué? —Las lágrimas estaban cerca—. ¿Por qué hiciste todas aquellas cosas, papá? ¿Por qué le pegaste a mamá? Nos insultaste. ¿Crees que es divertido ver así a tu padre?

—¡Fritz! —Pero ella no podía hacer nada.

—¿Acostarte cada noche cuando te desmayabas? ¿O encontrarte por la mañana en una silla, apestando y sin recordar lo que habías hecho? Nunca tuvimos un padre. Sólo un borracho que vivía con nosotros. No nos conoces, papá. No sabes nada. No sabes que te escondíamos la bebida. No sabes que cogíamos dinero de tu cartera para que no pudieses comprar bebida. No sabes que no podíamos traer a nuestros amigos a casa porque teníamos vergüenza de nuestro padre. No podíamos dormir en casa de nuestros amigos porque teníamos miedo de que le pegases a mamá cuando no estábamos allí. Todavía crees que nos gusta ir al Spur, papá. Crees que Charlize Theron es una criminal. No sabes nada, papá, y bebes.

No pudo contener más las lágrimas así que se levantó y corrió escaleras arriba. Griessel y Carla se quedaron abajo y él no podía enfrentarse a su mirada. Se sentó en su silla y sintió vergüenza. El desastre que había hecho de su vida. El tremendo e irrevocable desastre.

—Lo has dejado, papá.

Él no dijo nada.

—Sé que lo has hecho.

La inquietud había impulsado a Thobela a ir a Table Mountain a primera hora del domingo. Fue hasta Kirstenbosch y subió la montaña por detrás, arriba hasta Skeleton Gorge, hasta que se encontró en la cumbre y miró por encima de todo. Pero no ayudó.

Amasó y exprimió la emoción, dispuesto a encontrar razones, pero no las encontró.

No era sólo la mujer.

«Oh, Dios», había dicho. Él había salido de detrás de los arbustos y las sombras, y en la oscuridad le había sujetado el arma en su mano y le había dado un fuerte tirón para que la soltara. Los perros ladraban enloquecidos alrededor de ellos, el perro pastor le mordió los talones con sus dientes afilados. Le había dado un puntapié al animal y Laurens había formado su última palabra.

«No».

Se había escudado con las manos cuando él levantó la assegai. Cuando la larga hoja la atravesó, la paz se había posado en ella. Como Colín Pretorius. Liberación. Era lo que ellos querían. Pero dentro de él surgió un lamento, un grito que le dijo que no debía hacer la guerra contra las mujeres.

Aún lo oía, pero había algo más. Una presión. Como paredes. Como un pasillo angosto. Tenía que salir. Al aire libre. Debía moverse. Seguir adelante.

Caminó por la montaña en dirección a Camp’s Bay. Trepó por las rocas hasta que el océano Atlántico quedó muy lejos bajo sus pies.

¿Por qué sentía ahora esa urgencia? Coger su moto y tener delante una larga carretera interminable. Porque estaba haciendo lo correcto. Ya no dudaba. En el Spur, con los niños callejeros, había encontrado una respuesta que no había buscado. Había llegado como si se la hubiesen enviado. Las cosas que les hacían. Porque eran los objetivos más fáciles.

Anduvo de nuevo. La montaña se extendía hacia el sur, creaba jorobas que no te esperabas. ¿Hasta dónde podía caminar de esa manera, por la cima? ¿Hasta Cape Point?

Estaba haciendo lo correcto, pero quería marcharse.

Allí le entraba claustrofobia…

¿Por qué? Aún no había cometido errores. Lo sabía. Pero algo andaba mal. El lugar era demasiado pequeño. Permaneció inmóvil. Comprendió que era el instinto. Había que moverse. Golpear y después desaparecer. Así había sido en los viejos tiempos. Dos, tres semanas de preparación hasta que hacías tu trabajo y después te subías a un avión y te largabas. Nunca dos ataques consecutivos en el mismo lugar: era buscarse complicaciones. Dejaba huellas, llamaba la atención. Era una mala estrategia. Pero ya era demasiado tarde, porque había atraído la atención. Mucha atención.

Por eso quería irse de allí. Subir a su camioneta y conducir.