26

Antes de llegar a su coche, Jamie Keyter llamó para informar, y, sin pensarlo Griessel dijo: «Reúnete conmigo en el Fireman’s». Mientras iba por Albert Street en dirección a la ciudad, sus pensamientos estaban puestos en las assegais, los asesinatos y los méritos de un ejecutor.

«Poderoso argumento», había dicho el profesor, pero ¿de dónde venía todo esto? No se había detenido a pensar. Sólo habló. Podía jurar que una parte de él había oído asombrado su argumento y pensado: «¿Qué coño?».

De pronto se había convertido en el gran filósofo del crimen. ¿Desde cuándo?

Desde que había dejado la bebida. Desde entonces.

Era como si alguien hubiese ajustado el objetivo para que pudiese ver con mayor claridad los últimos cinco o seis años. ¿Era posible no pensar durante tanto tiempo? ¿Dejar de analizar las cosas? ¿Había hecho su trabajo mecánicamente, por pura rutina, de acuerdo con las normas y los dictados de la ley? Escena del crimen, expediente del caso, pesquisas, información, traslado a la fiscalía, testimonio, acabado. El alcohol era como una niebla dorada, su parachoques contra el pensamiento.

Lo que ahora era y su manera de pensar, no era como entonces. Al principio había actuado en términos de «nosotros» y «ellos», dos opuestos, dos grupos separados a cada lado de la ley, seguro en su creencia de que había una diferencia definitiva, una línea divisoria.

Por la razón que fuera. Quizá genética o psicológica, pero así era y punto; algunas personas eran criminales y otras no, y era su trabajo limpiar y purificar la sociedad del primer grupo. No era una tarea imposible, sólo muy grande. Pero directa en su mayor parte. Identificar, arrestar y eliminar.

Ahora, al final del túnel del alcohol, de su redescubierta sobriedad comprendió que ya no creía en eso.

Ahora sabía que todos lo llevaban dentro. El crimen yacía dormido en cada uno, una serpiente hibernando en el subconsciente. Con el calor de la avaricia, los celos, el odio, la venganza, el miedo, levantaba la cabeza y atacaba. Si nunca te había pasado, debías considerarte afortunado. Afortunado si en tu camino por la vida evitabas los problemas y, cuando llegabas al final, lo peor que habías hecho era robar clips en la oficina.

Por esa razón le había dicho a Pagel que debía trazarse una línea colectiva. Tenía que haber un sistema. Orden, no caos. No podías confiar en un individuo para determinar una condena y aplicarla. Nadie era puro, nadie era objetivo, nadie era inmune.

Albert Street dio paso a New Market, luego a Strand y se preguntó cuándo había comenzado a pensar de esa manera. ¿Cuándo había sobrepasado el punto sin retorno? ¿Era un proceso de desilusión? ¿Ver a los colegas que habían cedido a la tentación, o a los pilares de la comunidad a los que se había llevado esposados? ¿O era su propia caída? El descubrimiento de su propia debilidad. ¿La primera vez que había ido borracho al trabajo y había salido bien? ¿O cuando le había levantado la mano a Anna?

No tenía importancia.

¿Cómo atrapabas a un ejecutor? Eso era importante.

El asesinato equivale a motivo. ¿Cuál era el del hombre de la assegai? ¿El porqué?

¿Estábamos ante un motivo sencillo? ¿O era como un asesino en serie, con el motivo oculto en algún lugar del cortocircuito de su cableado neuronal? Por eso no había pistas que llevasen al origen, ninguna hebra suelta que se pudiera retorcer y tirar de ella hasta que se soltara un punto para sujetarlo y comenzar a deshacer la madeja.

Con un asesino en serie tenías que esperar. Examinar a cada víctima y cada escena del crimen. Construir un perfil y colocar cada pequeña prueba junto al resto y esperar a que se formase una figura, con la ilusión de que tuviese sentido, a la espera de que reflejase la realidad. Y esperar a que cometiese un error. Esperar a que aumentase su confianza y se volviese descuidado y dejase una huella de neumático, una mancha de semen o una huella dactilar. O quizá tenías suerte y oías a dos enfermeras hablando de supermercados. Así que hacías la jugada y el primer viernes ponías el cebo y te llevabas el bote.

En los viejos tiempos solían hablar de la suerte de Benny, sacudían las cabezas: «Jesús, Benny, tienes una suerte del copón, amigo mío», y eso le cabreaba. Él nunca tenía suerte, tenía instinto. Y el coraje de seguirlo. En aquellos días le habían dado libertad para hacerlo. «Adelante, Benny», le había dicho su primer jefe de la Unidad de Asesinatos y Robos, el coronel Wilhe Theal: «Son los resultados los que cuentan». Skinny Willie Theal, de quien el difunto obeso sargento Nougat O’Grady había dicho: «Allí, por la gracia de Dios, va Anorexia». En aquellos días el Acta de Procedimiento Criminal era una guía muy vaga que utilizaban como les parecía conveniente. Ahora O’Grady estaba muerto y enterrado y Willie Theal en el Prince Albert, con cáncer de pulmón y una jubilación de policía, y si no leías a un chorizo sus derechos antes de detenerlo, ni soñar con llevarle a juicio.

Pero parte del sistema y el sistema creaban orden y eso era bueno; si al menos él pudiese poner orden en su vida… Tendría que ser fácil, de la misma manera que el Acta de Procedimiento Criminal para los alcohólicos eran los Doce Pasos.

Joder. ¿Por qué no podía seguirlos con los ojos cerrados? ¿Por qué no podía convertirse en un discípulo sin pensar, sin la sensación de desesperación en la boca del estómago cuando leía el Segundo Paso que decía: «Debes creer que un poder más grande que tú mismo te va a curar de tu locura alcohólica»?

Giró a la derecha en Buitengracht, encontró una plaza de aparcamiento, salió del coche y caminó a la luz del atardecer hacia el cartel de neón: Fireman’s Arms. El viento del sudeste le tiraba de la ropa como si quisiera detenerlo, pero cruzó la puerta y la taberna se abrió ante él, el corazón cálido y seguro, nebuloso por el olor de los cigarrillos y la cerveza que se había derramado gota a gota sobre la moqueta a lo largo de los años. La camaradería de los hombros encorvados sobre las jarras, el televisor en la esquina sintonizado en el canal Super Sport que ofrecía los mejores momentos del campeonato de criquet. Se detuvo por un momento para dejar que la atmósfera se posase sobre él.

La vuelta a casa. Sintió el anhelo de sentarse ante la barra de madera con sus innumerables manchas. La nostalgia de pedir un brandy y una Coca-Cola. Acomodarse para el primer trago largo y sentir las sinapsis de su cerebro titilar de placer y el calor que se extendía por su cuerpo. Sólo una copa, le dijo la cabeza, y entonces huyó, abrió la puerta de un empellón y salió. Un temblor le sacudió el cuerpo, porque conocía el estribillo: sólo una copa. Fue deprisa a su coche. Tenía que entrar ahora, cerrar la puerta y marcharse. Ahora.

Sonó el teléfono. Lo cogió con una mano que ya temblaba.

—Griessel.

—Benny, soy Matt.

—Jesús. —Sin aliento.

—¿Qué?

—Muy oportuno.

—¿Oh?

—Yo… ee… me pillas camino de casa.

—Estoy en el despacho del comisionado provincial. ¿Podrías venir por aquí? —El tono de voz decía: «No preguntes, no puedo hablar ahora».

—¿Caledon Square?

—Sí.

—Ahora mismo voy.

Llamó a Keyter y le dijo que había surgido algo.

—Vale.

—Hablaremos mañana.

—Vale, Benny.

Había cuatro personas en el despacho del comisionado. Griessel sólo conocía a tres: el comisionado provincial, el jefe de investigaciones, John Afrika, y Matt Joubert.

—Inspector, me llamo Lenny le Grange y soy miembro del Parlamento —dijo el cuarto con la mano tendida. Griessel se la estrechó. Le Grange vestía traje azul oscuro y una corbata rojo brillante como un termómetro. Su apretón era frío y huesudo—. De verdad, lamento molestarlo a estas horas: he oído que ha tenido una jornada muy dura. Por favor siéntese, no lo demoraremos mucho. ¿Qué tal va la investigación?

—Tan bien como se podía esperar —respondió, con una mirada a Joubert en busca de ayuda.

—El inspector Griessel todavía se está familiarizando con los expedientes del caso —manifestó Joubert, mientras se sentaban a la mesa redonda del comisionado.

—Naturalmente. Inspector, permítame que vaya al grano. Tengo el dudoso privilegio de ser el presidente de la Comisión de Justicia y Desarrollo Político. Por lo que pueda haber leído en la prensa, estamos muy ocupados en la redacción del proyecto de una nueva ley de delitos sexuales.

Griessel no había leído nada en los periódicos, pero asintió.

—Muy bien. Parte de dicho proyecto de ley es la propuesta de crear un registro de agresores sexuales, una lista de nombres de todos los que han sido condenados por un delito sexual: violadores, sexo con menores, lo que sea. Nuestra recomendación es que el registro quede a disposición del público. Por ejemplo, queremos evitar que los padres entreguen a sus hijos a un pedófilo cuando apuntan a un niño en una guardería.

»Para ser sincero, este aspecto de la nueva propuesta es motivo de discusión. Hay personas que dicen que contraviene el derecho constitucional a la intimidad. Es uno de aquellos casos que crean divisiones entre las filas partidarias. En este momento todo parece indicar que podremos conseguir la aprobación del proyecto de ley, pero nuestra mayoría no será grande. Estoy seguro de que comienza a comprender por qué estoy aquí.

—Lo entiendo —dijo Griessel.

El parlamentario sacó una hoja de papel del bolsillo de la chaqueta.

—Para hacer que resulte más interesante, me gustaría leer el extracto de un artículo publicado por Die Burger hace dos semanas. Ofrecí una conferencia de prensa y me citaron de esta manera: «Si hay consecuencias para el agresor sexual, tales como ataques de un vengador o la incapacidad de encontrar trabajo, entonces que así sea. El agresor sexual renuncia al derecho a la intimidad. El derecho a la intimidad no es más importante que el derecho de una mujer o un niño a la integridad física», declaró ayer el presidente de la comisión parlamentaria de Justicia y Desarrollo Político, el abogado Lenny le Grange.

Le Grange le dirigió a Griessel una mirada penetrante.

—Yo y mi bocaza, inspector. Dices estas cosas porque crees con gran pasión que nuestras mujeres e hijos deben ser protegidos. Las dices llevado por la reacción a lo que percibes como descabellados relatos de terror, inventados por la oposición. Me refiero a un vengador… Quizá creí que nunca ocurriría. O que si ocurría, sería un incidente aislado, en el que la policía actuaría de inmediato y detendría al asesino. Uno nunca prevé… no lo que está pasando en este momento. —Le Grange se inclinó sobre la mesa.

»Van a hacerme comer mis palabras. Eso va con el trabajo. Es el riesgo que corro. No me importa. Pero me importa el proyecto de ley. Por eso le pido que detenga al vengador. Para que podamos proteger a nuestras mujeres e hijos.

—Lo entiendo —dijo él de nuevo.

—¿Qué necesitas, Benny? —preguntó el comisionado, como si fuesen viejos amigos.

Él titubeó antes de responder. Miró al político y después al jefe de policía de Western Cape:

—La única cosa de la cual no disponemos, comisionado. Tiempo.

—¿Además de eso? —Su tono decía que no era la respuesta que deseaba oír.

—Lo que Benny dice es que este tipo de casos es complicado. El problema es que falta un motivo obvio —intervino Matt joubert.

—Así es —dijo Griessel—. No sabemos por qué lo hace.

—¿Por qué lo haría cualquiera? —preguntó Le Grange—. Sin duda es para proteger a los niños. Eso es obvio.

—El motivo por lo general es un identificador, señor Le Grange —dijo John Afrika—. Si el motivo del hombre de la assegai es sólo proteger a los niños, le identifica como uno de los diez millones de hombres preocupados de este país. Todos quieren proteger a los niños, pero sólo uno comete crímenes para hacerlo. ¿Qué le hace diferente? ¿Por qué escogió este camino? Eso es lo que necesitamos saber.

—Hay algunas cosas que ayudarían —señaló Griessel.

Todos le miraron.

—Necesitamos saber si Enver Davids fue el primero. Hasta donde sabemos, es el primero en Western Cape. Crímenes contra los niños se cometen en todas partes. Quizá comenzó en algún otro lugar.

—Eso, ¿en qué ayudaría? —preguntó Le Grange.

—El primero podría ser significativo. El primero sería personal. Una venganza personal. Entonces decide que le gusta. Quizá. Debemos considerarlo. La segunda cosa que podría ayudar son otros asesinatos o ataques cometidos con una assegai. Es un arma única. El patólogo estatal dice que ya no se ven. No compras una assegai nueva en el Seven-Eleven. ¿Por qué se tomó la molestia de conseguir una? Después está la pregunta de dónde la consiguió. El profesor Pagel dice que en Zululandia. ¿Podrían ayudarnos nuestros colegas de Durban? ¿Saben quién las hace y quién las vende? ¿Podrían, ellos, hacer las investigaciones? La última cosa que podemos hacer es un listado de todos los crímenes contra niños denunciados en los últimos dieciocho meses. En particular, aquellos en los que no se ha detenido a los sospechosos.

—¿Cree que se está tomando la revancha? —preguntó el abogado Le Grange.

—Es otra posibilidad —respondió Griessel—. Debemos considerarlas todas.

—Hay centenares de casos —señaló el comisionado.

—Por eso Benny ha dicho que tiempo es lo que más necesita —manifestó Matt Joubert.

—Maldita sea —exclamó Le Grange.

—Amén —asintió John Afrika.

El viento del sudeste soplaba con tanta fuerza que tuvieron que correr agachados hasta sus coches.

—Lo hiciste muy bien, Benny —gritó Joubert por encima del aullido del viento.

—Tú también. Sabes, si bebieses un poco más, tú también podrías ser inspector.

—¿En lugar de ser un superintendente superior que tiene que tratar con toda esta mierda política?

—Exacto.

Joubert se echó a reír.

—Es una manera de verlo.

Llegaron al coche de Griessel.

—Voy a hacer una rápida visita al hospital para ver cómo está Cliffy.

—Yo también. Nos vemos allí.

Empujó con suavidad la puerta del cuarto del hospital y los vio sentados allí: su mujer y los dos niños alrededor de la cama, todos bañados en la luz amarilla de la lámpara de noche. La esposa de Mketsu le sujetaba la mano, los niños a cada lado, con sus ojos sobre el padre herido. Y Cliffy acostado allí con una suave sonrisa, ocupado en relatarles algo.

Griessel se detuvo, poco deseoso de interrumpir. Y también algo más, la conciencia de la pérdida, la envidia, pero Cliffy lo vio y su sonrisa se ensanchó.

—Pasa, Benny.

En el umbral de su apartamento había un pequeño jarrón de cristal con una única rosa de una variedad que no conocía, y una pequeña nota al pie doblada dos veces.

La recogió, desplegó el papel y la esperanza le inundó. ¿Anna?

Bienvenido a nuestro edificio. Venga a tomar el té cuando quiera.

Firmado: Charmaine. 106.

Joder. Miró a lo largo del pasillo en dirección al 106. Todo tranquilo. En algún lugar sonaba un televisor. Abrió la puerta rápidamente, entró y la cerró con suavidad. Colocó el florero en el mostrador del desayuno. Leyó de nuevo la nota, hizo una pelota con ella y la arrojó a su nuevo cubo de basura. No era la clase de cosa que quería que sus hijos viesen por allí al día siguiente.

Su sala de estar. Se apartó un poco y la observó. Intentó verla a través de los ojos de sus hijos. El lugar parecía, por lo menos, menos desnudo, más acogedor. Se sentó en una silla. No estaba mal. Se levantó y fue a acostarse en el sofá con un leve estremecimiento de placer. Estaba cansado, deseaba cerrar los ojos.

Un día muy largo. El séptimo desde que había dejado de beber.

Siete días. Sólo le faltaban ciento setenta y tres más.

Pensó en Fireman’s Arms y su mente tratando de engañarlo: sólo una copa. Pensó en la familia de Cliffy. El caso era que no podía estar seguro de que su familia volviese a ser así algún día. Anna, él, Carla y Fritz. ¿Cómo conseguías recuperar eso? ¿Cómo construías esa clase de vida?

Eso le hizo recordar la foto y se levantó llevado por un impulso para buscarla. La encontró en su maletín y fue a acostarse de nuevo con la luz encendida. Observó la foto. Benny, Anna, Carla y Fritz.

Acabó por levantarse, fue al dormitorio y la colocó en el alféizar de la ventana encima de la cama. Luego se dio una ducha. Sonó el móvil cuando se estaba enjabonando. Dejó un reguero mojado hasta la cama y atendió. Podía ser Anna.

—Griessel.

—Soy Cloete, Benny. Los periódicos del domingo me están volviendo loco —dijo el encargado de relaciones con los medios.

—Pues diles que se vayan al infierno.

—No puedo. Es mi trabajo.

—¿Qué quieren ahora esos buitres?

—Quieren saber si Laurens es Artemisa.

—¿Si ella es Artemisa?

—Ya sabes, si fue Artemisa quien la asesinó.

—No sabemos cuál es el nombre del hijoputa.

Cloete estaba enfadado.

—¿Es la misma arma asesina, Benny?

—Sí, es la misma arma asesina.

—¿El mismo modus operando?

—Sí.

—¿Puedo decirles eso?

—No marcará la diferencia.

—Marcará una enorme diferencia en mi vida —afirmó Cloete—. Porque dejarán de llamarme. —Colgó el teléfono.